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André Gide. (LECHOUANDESVILLES.OVER-BLOG.COM) |
Fabio Rafael Fiallo/
En los años 30 del siglo pasado, intelectuales del mundo entero dan por sentado que la recién creada Unión Soviética constituye el modelo por excelencia de la sociedad del futuro. En ese contexto de euforia ideológica, el escritor francés André Gide efectúa un viaje al paraíso socialista en construcción, pero regresa defraudado y consigna su decepción en un libro titulado Regreso de la URSS, que provoca indignación en los círculos marxistas. Gide es objeto de diatribas de todo género y recibe incluso una bofetada en París por haber osado atentar contra el prestigio de la patria del socialismo.
En los años 40, Victor Kravchenko, antiguo funcionario soviético, huye de su país y publica su libro Yo escogí la libertad, en el que describe y denuncia el sistema represivo y los campos de concentración de la Unión Soviética. Kravchenko es a su vez acusado por una revista relacionada con el partido comunista francés de difamar de la URSS y de ni siquiera haber sido el autor de aquel perturbador libro.
Entre quienes salen en defensa de Kravchenko, confirmando lo dicho por él, se encuentra Margarete Buber-Neumann, viuda de un dirigente comunista alemán asesinado por Stalin y antigua reclusa de un campo de concentración soviético por ser "esposa de un enemigo del pueblo", antes de ser entregada a la Gestapo (en virtud del pacto germano-soviético) para ser enviada al campo de concentración nazi de Ravensbrück.
Buber-Neumann, quien relata su infortunio en un libro devastador, Bajo dos dictadores: Prisionera de Stalin y Hitler, es tratada por los círculos marxistas occidentales de traidora y vendida.
La bofetada a Gide y las injurias lanzadas contra Kravchenko y Buber-Neumann —todos lo sabemos hoy— no impidieron que se comprobase finalmente la veracidad de sus denuncias y alegatos, hasta el punto que el Partido Comunista de la Unión Soviética se vio obligado en 1956 a reconocer los crímenes de Stalin.
En los años 70, Aleksandr Solzhenitsin publica en occidente su monumental libro El Archipiélago Gulag, en torno a la vida cotidiana en los campos de concentración comunistas, vida que él conocía a la perfección por haberla compartido con doce millones de conciudadanos.
Los círculos marxistas de occidente trataron en vano de desprestigiar el personaje y negar la veracidad del relato. Sin embargo, aquella campaña de denigración no impidió en lo más mínimo que más tarde, bajo el impulso arrollador de los pueblos de Europa Oriental, se desplomara cual castillo de naipes el bloque soviético junto al Muro de Berlín.
En los años 80, Octavio Paz pronuncia en Frankfurt un discurso en el que compara el régimen sandinista —secuestrado y desvirtuado por Daniel Ortega— con el de Fidel Castro. El discurso desata una ola de injurias sin precedentes en la historia del continente. Hasta se llega a publicar un manifiesto contra el eminente escritor azteca, firmado por 228 profesores de trece países y cinco instituciones.
En los años 90 y a principios del siglo XXI, Mario Vargas Llosa se convierte en el blanco favorito de las huestes castristas por haber denunciado la naturaleza intrínsecamente liberticida del proyecto comunista y el fracaso del socialismo en todas sus vertientes. Por esa imperdonable lucidez, intelectuales al servicio del castrismo intentan bloquear la participación de Vargas Llosa en cada uno de los actos culturales a los que se le invita.
Al emprenderlas contra Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, quienes se desprestigian son ellos, los buitres del castromarxismo, intelectuales de pacotilla desplazándose en manadas, sin originalidad ni realce, que no pueden ni podrán mermar un ápice la estatura intelectual y ética de esos dos gigantes de la literatura contemporánea.
Se puede por supuesto discrepar del posicionamiento político de tal o cual escritor. Pero lo que es inadmisible, además de contraproducente, es bloquear o sabotear la participación de un intelectual en eventos políticos o culturales por el simple hecho de que sus ideas no correspondan a las de los fanáticos de turno.
Nada podrán tampoco, a la postre, los acosos sistemáticos y los arrestos recurrentes de que durante largos años han sido y continúan siendo víctimas en Cuba las Damas de Blanco y la disidencia en general, contra quienes se lanza la consabida imprecación de "mercenarios", con el vano afán de desprestigiar una lucha tan digna como ejemplar. Como tampoco lograrán el efecto esperado los abucheos lanzados por las huestes castrochavistas contra la bloguera Yoani Sánchez a su paso por Brasil.
Ni mucho menos lo logrará la reciente tentativa del representante del castrismo ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, secundado por sus cómplices de Nicaragua, Rusia, China y Bielorrusia, de impedir que Rosa María Payá, hija del disidente Oswaldo Payá, tomase la palabra en dicho cónclave para pedir una investigación imparcial sobre las circunstancias en las que murió su padre en julio de 2012 en un extraño accidente automovilístico.
Todos esos ataques abyectos representan los estertores de una ideología desahuciada por la historia que solo se mantiene en pie mediante la represión, la intimidación y el inhabilitamiento de disidentes y opositores, y que —como lo demuestra el caso de la Venezuela bolivariana de Chávez y Maduro— no funciona ni siquiera disponiendo de pozos infinitos de petróleo.
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