Juan Benemelis /Cubanálisis-El Think-Tank
Las campañas bélicas de la OTAN en los Balcanes, y las norteamericanas contra Irak hace una década, y contra el terrorismo y Afganistán en la actualidad, encontraron en Turquía un trampolín militar valioso y firme, pero a la vez, un socio político astuto que deviene nuevamente en la llave y la puerta del Occidente hacia el universo del Islam.
Después de la faraónica, la dinastía otomana es la más estable de la historia, con un ejército cuyas raíces llegan hasta las legiones romanas. Herederos del califato de Bagdad y de los kanatos mongoles, tomaron Constantinopla en 1453, convirtiendo al Mediterráneo en un lago turco. En la realidad, sólo reemplazaron el barniz bizantino por el islámico. Sus sultanes eran meros emperadores bizantinos, y sus mezquitas, inclusive, copias del viejo estilo arquitectónico de las iglesias ortodoxas. La gran diferencia del califato turco con el resto de los que fraguó el Islam es que Turquía fue una continuación directa del extraño engendro griego y bizantino, donde la Pax Otománica igualmente marcó el maridaje entre las civilizaciones eurocristianas y las asiáticas, en medio de un entorno multi-étnico y multi-cultural que albergaba a los tres credos monoteístas.
El imperio turco se aproximó en extensión geográfica al de Alejandro el Magno. Al igual que la imperial Macedonia, el Estado y el ejército estaban fundidos en una teocracia militar que ha perdurado, y en la actualidad rige al país tras bambalinas. Otro mérito otomano fue que el califato encarnaba la insuperable autoridad religiosa en la cual todas las escuelas de la tradición (sunna) estaban personificadas. Si bien es cierto que en los umbrales del siglo XX el coloso otomano estaba enfermo, no se reconocieron los vientos de reforma y remozamiento que acometían los Jóvenes Turcos, aquel núcleo de oficiales conscientes de la prepotencia militar y económica de la civilización occidental, y de la necesidad de modernizar su conservador mundo islámico. Pero este proyecto de estructura multinacional se contraponía al minimalismo europeo de Estado nacional en boga, y a la nefasta intrusión de Rusia por elevar al rango de naciones a las pequeñísimas etnias del brasero balcánico.
La suerte de los otomanos quedó sellada con el error de coligarse con Alemania, el perdedor de la I Guerra Mundial; y con ver las regiones de su imperio (los Balcanes, el Cáucaso, la Gran Siria, Mesopotamia, la península Árabe) transformadas en un semillero de estados islámicos artificiales que conformaron un tablero político hasta hoy inestable. Así, París y Londres descarrilaron la obra de los Jóvenes Turcos, que buscaban forjar un moderno Estado secular multinacional de casi todo el mundo islámico articulado a Europa, que estuviese regido por una clase media profesional, y que englobara todo el petróleo del Medio Oriente. Sólo la habilidad política y militar de Mustafá Kemal (Atatürk), el héroe de Galípoli y el más brillante de los nacionalistas del siglo, pudo salvar la meseta de Anatolia, fundando en pilares seculares a la República de Turquía.
En la democracia turca, asentada después de la II Guerra Mundial, la teocracia militar ha sido la fibra reformadora y revolucionaria de la sociedad -herencia de los reformistas de Atatürk- secundada tras bambalinas por las comunidades financieras de los judíos turcos, griegos y armenios, la otrora elite bizantina de Estambul. En la actualidad, el Estado Mayor del ejército es quien, en realidad, maneja a Turquía y su política exterior. La pugna entre los nuevos ricos islámicos y la acaudalada colectividad judía, sin embargo, no ha originado una crisis de identidad, pues la clara separación del Estado y la religión islámica es reconocida por todos, al punto que fue tan reciente como 1996 cuando un islámico, Necmettín Erbakán, asumió el cargo de primer ministro.
La destrucción del califato Otomano suprimió la legitimidad institucional que hasta ese momento gozaba la tradición musulmana, creando un vacío que han tratado de llenar los extremistas. Por eso estamos aún lidiando con una realidad que proviene de los turcos sin los méritos del imperio Otomano donde las religiones minoritarias disponían de territorios autónomos bajo el patrocinio sultánico.
El califato Otomano poseía tal confianza en su autoridad y legitimidad que nunca se inquietó ante la posible rivalidad de otras religiones o etnias. La islamización en Turquía fue muy diferente al resto del área, con pocas razones para la germinación de una tendencia fundamentalista estilo Talibán. La Turquía posmoderna, punteada de un flagrante individualismo, ha sobrepujado el tradicionalismo del Medio Oriente. La mujer disfruta de más libertad y derechos que en otras sociedades islámicas, y el porcentaje de las profesionales supera al de muchos países del Occidente. El renovado Islam turco organizado en el Partido de la Virtud rechaza el fundamentalismo y no se nutre de los desclasados (como en Argelia o Irán) y el más ferviente de ellos detesta al resto de los árabes.
En la última década Turquía ha emprendido una ofensiva en los territorios otrora parte de su imperio, aunque aprovecha toda ocasión para acusar de traición a los árabes por subordinarse a Inglaterra y Francia durante la I Guerra Mundial. Turquía arrastra la complicación kurda, el único grupo minoritario que quedó sin Estado después de ese conflicto. Siria, que mantiene una querella con Turquía por el desvío del río Eúfrates, reclama la porción sureña turca de Hatai y alienta el terrorismo kurdo.
Con Armenia subsiste un enorme resquemor por la masacre de un millón de armenios en 1915, y la expulsión de Anatolia de los que quedaron con vida. Estambul convenció a la OTAN para que intercediera a favor de los musulmanes de Bosnia, y sus negociantes han invadido nuevamente los Balcanes. En el caso de Irak, Turquía no ha cesado en sus reclamos sobre la provincia petrolera de Mosul, que espera recuperar si el régimen actual en Bagdad se desploma tras la salida norteamericana, propósito al que ha contribuido militarmente.
Si bien los árabes sirios, griegos y armenios fueron sus víctimas tradicionales, los judíos, los Hachemitas y los azeríes (de Azerbaiyán) siempre estuvieron ligados a sus esferas de poder; de ahí, sus excelentes relaciones con la familia real jordana y con Azerbaiyán. Un escenario que amenaza con transformarse en pesadilla es la coalición entre Turquía, Israel, Jordania y Azerbaiyán, en contraposición a Siria, Grecia y Armenia. Los israelíes perciben que Turquía tiene un porvenir brillante y que su hostilidad hacia el judaísmo es más tibia que la del resto del Medio Oriente; por eso se ha formado una asociación comercial, militar y de inteligencia entre Tel-Aviv y Estambul, una peligrosa combinación en el Medio Oriente.
Turquía alimenta una estrategia a largo plazo en Azerbaiyán, donde se ha sumergido en la economía y entrena al ejército. Allí logró que se construyera un oleoducto de mil millas desde Bakú al puerto Mediterráneo de Ceiján, proyecto que fue endosado por el entonces presidente norteamericano Bill Clinton, y que compite con la otra alternativa a través del Irán. El Caspio puede producir 4 millones de barriles diarios de petróleo de alta calidad, el doble de Kuwait.
La geografía que confirió a Turquía ser la Puerta Sublime al Asia, puede asignarle el mismo papel en este siglo XXI. Ahora que el imperio soviético se esfumó, el Mar Negro (la Colquis de Medea) puede trocarse en su traspaís. La rivalidad por el Cáucaso -con reservas de petróleo superiores a las de Irak e Irán combinadas-, promete ser entre Turquía y Rusia. El Occidente cristiano de nuevo reconoce en Estambul su pared de contención a una flamante y agresiva autocracia ortodoxa rusa. Del mismo modo, los estados del Medio Oriente susceptibles de estallar en pedazos étnicos son precisamente los colindantes con Turquía: Siria, Irak, Armenia, Georgia y Azerbaiyán.
Es exagerado decir que un moderno imperio Bizantino-Otomano está naciendo en el Bósforo, pero no puede omitirse la realidad de que Turquía pueda proyectar su poderosa silueta en el Medio Oriente y el Asia Central, alterando la ecuación política de toda esa enmarañada geografía. El destino de Irak también pasa por Estambul.
Es muy prematuro asumir como indisoluble la actual partición en naciones árabes de este parche de terreno enclavado entre los Montes Taurus y los arenales de la Arabia, que antiguamente se apellidó la Gran Siria, y que por dos milenios estuvo uncida al carro de guerra de romanos, bizantinos, árabes, mamelucos, selyúcidas y otomanos, y del cual dejaron testimonios estupendos las audaces exploradoras inglesas Gertrude Bell y Freya Stark.
La rivalidad anglo-francesa echó a perder lo único que tenía sentido para ese paraje, la Gran Siria, que dividieron en seis entidades. El turco Kemal Atatürk recuperó un trozo del norte; los secretarios coloniales británicos dibujaron caprichosamente en un mapamundi los mandatos de Palestina, Transjordania e Irak; y los franceses convirtieron su zona, más tarde, en Siria y Líbano. La parte que conservó el nombre de “Siria”, separada de Turquía por el arco de triunfo romano de Bab-al-Hawa, hoy está tan lejos de ser una nación, como lo estaba bajo Estambul.
El sentimiento nacional no constituye el cimiento de la nueva Siria. El único patriotismo que ha existido allí ha sido el pan-arabismo circunscrito a Damasco; después de todo, al igual que los Balcanes, es parte del mismo mundo que aún no se ha repuesto del colapso del imperio turco, y los conflictos fronterizos que ello generó. Pese a que el territorio ha sido cortado por todos los costados, Siria -como el Líbano- es una cazuela de sectas, cofradías religiosas e intereses tribales parroquiales, enemigos unos de otros y, peor aún, cada uno con su localización geográfica específica, que la hace una versión levantina de los Balcanes.
Siria es un país atiborrado de templos griegos, anfiteatros romanos, castillos de cruzados, e imponentes arquitecturas árabes antiguas. La urbe de Alepo, al norte y a orillas del legendario río Eúfrates, es la Hal-pa-pa de los textos de Ebla que datan 5,000 años; es la segunda ciudad de Siria y una de las más viejas del planeta; destruida por los mongoles de Hulagú en el año 1260 y por Tamerlán, el cojo de hierro, en el año 1400. Con sus bazares multinacionales (árabes, turcos, armenios, kurdos), Alepo es la entrada hacia la meseta turca de Anatolia, y conserva más vínculos históricos con el norte, Mosul y Bagdad (ambos ahora en Irak), que con el resto del territorio. En medio del país se halla el espacio musulmán sunnita de Hama, Homs y Damasco. La región austral está ocupada por la comunidad islámica de los Drusos. Hacia el poniente montañoso, y contiguo al Líbano, está el núcleo de los Alawitas, otra secta islámica que se haría del poder con Hafiz al-Assad y su actual heredero Bashir al-Assad.
Tanto los Drusos como los Alawitas (seguidores de Alí) son los remanentes de una ola de shiísmo procedente de Persia y Mesopotamia, que hace un milenio se esparció por sobre la Gran Siria. Pero los Alawita, el 12% de la población, practican una versión desteñida del shiismo, con afinidades peligrosas al paganismo fenicio y al cristianismo (navidades, domingo de ramos, pan y vino en las ceremonias). Los Alawitas se refugiaron en el secularismo turco y la sombrilla preventiva que ofrecía el multi-etnicismo de la Gran Siria para escudarse del fundamentalismo de los islámicos sunnitas. De la minoría Alawita –y de los Drusos-, reclutaban fusileros y burócratas tanto los otomanos como los franceses, granjeándose el rencor, que aún perdura, de los árabes de Damasco.
Los Alawita abrazaron el baasismo, un corpus doctrinario inspirado por el nacional-socialismo alemán de la década 1930, que cobró ímpetu entre los árabes de Damasco, Bagdad, Beirut y Palestina. El baasismo concluyó como una pose intelectual que infló el racismo a los árabes sunnitas contra los cristianos y judíos, y que parió los regímenes dictatoriales en Siria e Irak, e influyó en los militares egipcios que derrocaron al rey Farouk, y los oficiales yemenitas que establecieron la república de Sanaá en los años 1960.
La aspiración de su clase política, incluyendo al clan Assad, ha sido el empeño de rediseñar todas las fronteras improvisadas por los europeos para restaurar la añorada Gran Siria. Pero, por ser esta Siria más pequeña que la otra Siria es que no dispone de atractivos políticos para la unificación de todo el Levante. En 1958, la claque rectora siria forma con el Egipto de Gamal Abdul Nasser un experimento de unidad árabe -la República Árabe Unida- que se desintegró en 1961, porque el desprecio mutuo entre los alawitas sirios y los sunnitas egipcios casi provoca un conflicto. Dos años después, el ejército compuesto principalmente de alawitas, asumió el poder en Damasco, implantando un estado policiaco que –similar a Irak-, destruyó a la clase política, y eliminó la sociedad civil.
El círculo alawita que rige el país ha construido numerosas mezquitas, como un medio para aplacar a los fundamentalistas sunnitas, cuyas aspiraciones por un estado islámico fueron ahogadas sangrientamente en la década 1980 por Assad padre. En lo adelante, el movimiento fundamentalista sirio optaría por la semi-clandestinidad, mientras el régimen ilegalizaba la Internet y los teléfonos móviles. Pero eso no fue óbice para que Siria alentase el terrorismo internacional, ya desde la década 1960. Ella utiliza a los shiítas en el sur del Líbano para atacar a Israel; ejerce control sobre HizbAlláh asentado en el valle libanés del Bekaa, a la vez que facilita inteligencia, dinero y el tráfico internacional a organizaciones tipo Al-Qaida.
En junio del 2000 murió Hafiz Assad quien gobernó con intolerancia y la ley marcial. Al ascenso de su hijo de 35 años, Bashir Assad, los intelectuales, y un cenáculo de políticos independientes capitaneados por Riad Seif, pensaron que tenían ante ellos a un Gorbachov árabe, y se sintieron confiados para emitir criterios para reformar al ancien regime, como el uni-partidismo, privatizar la economía, libertad de expresión. Pero Bashir, apoyado en la vieja guardia baasista se cuadró ante los reformistas y calificó de invención extranjera el término de sociedad civil.
Durante la guerra civil del Líbano en 1976, las tropas sirias irrumpieron para inclinar la balanza a favor de los musulmanes y palestinos. Tras ascender al poder Bashir se percató de la creciente vulnerabilidad de su anticuado ejército en el Líbano, sobre todo después que en abril del 2001, los cazas israelitas destruyeron sus principales estaciones de radares. Con sus tentáculos en la política, la economía y el aparato de seguridad libanés, con 25,000 soldados en el valle del Bekaa, y con la complicidad de Occidente, Bashir se dio el lujo de extraer sus tropas de Beirut.
Aunque con Assad padre la retórica anti-israelita era intensa, con Assad hijo esta ha llegado a niveles de crudeza tal que incluso el puñado de judíos de Damasco no se atreve a tocar los rollos de Toráh apilados en los rincones de las custodiadas sinagogas. En las cumbres árabes, Bashir se destaca por vilificar a Israel, y ha reanudado las relaciones con Palestina, que había congelado su padre, asegurando que nunca seguiría los pasos de Egipto y Jordania de una paz por separado con Israel. En ocasión del peregrinaje del Papa por los pasos de San Pablo, en el “camino de Damasco”, Bashir aprovechó para expresar que él era un mandatario tolerante en el aspecto religioso, pero que ello no incluía a los judíos quienes habían traicionado al Profeta Jesús y al Profeta Mahoma, y ofreció a un vacilante Papa una alianza anti-judía.
Es muy difícil que Occidente pase más allá de las presiones diplomáticas y alguna que otra sanción para lidiar con el expediente terrorista sirio. Esta cúpula de poder es la más taimada en todo el Medio Oriente. A raíz del sabotaje de septiembre 11 en Nueva York, Damasco se desplazó en dirección contraria a las turbas islámicas, ofreció su “apoyo total” a la alianza occidental y ha mantenido un silencio auto-protector ante los demonios desatados por Washington en el área.
Siria es una entidad política que engloba tres zonas sin algo en común, que se repudian y aspiran a separarse. Aunque está congelada en el tiempo, su similitud con el Líbano e Irak hacen que cualquier tratado de paz entre Israel y Palestina, aparte de atraer las consabidas bandas de turistas cazadores de monumentos, desmovilice la supremacía alawita sobre su sociedad, con el peligro adicional de que se desintegre como nación. Su dirigencia se halla aterrorizada ante la perspectiva de una nueva Yugoslavia, donde el norte busque reintegrarse a Turquía; el centro-este y la región de los drusos se amalgame con Jordania, y el suroeste se sume al Líbano; y donde sólo quedaría un mini-estado Alawita al nordeste, como refugio del clan Assad.
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