Uno de mis íntimos amigos a los largo de la vida, de esa gente irredenta, políticamente incorrectísima y repleto de vaivenes, pero con la extraña virtud de la autenticidad y la coherencia, del valor y la lealtad, me hizo hace poco una confesión después de muchos años sin vernos, ya que yo me fui de Cuba y él emigró a Miami.
Evelio me dijo que en aquel país, donde se hablaba otra lengua, habitado por seres que creían pertenecer a un estrato superior entre los humanos, la especie de los “americanos”; en aquel país que le habían querido enseñar a odiar por todos los medios y sobre el cual a todos lograron meternos al menos algo de desconfianza con unas pocas consignas de no demasiada factura intelectual, plagadas de lugares comunes y grabadas a fuego en el hipotálamo; en aquel país famoso por el ego de sus habitantes, por el desprecio a otras nacionalidades; fue, sin embargo, donde aprendió a ser una persona con los mismos derechos que los demás.
Fue el país que lo dotó de una dignidad como ciudadano, desconocida para él hasta entonces.
Derechos pisoteados
Me contó que por primera vez sintió que no era menos que sus vecinos, que por primera vez le hicieron saber que contaba con una extensa batería de derechos y que nadie se los podía pisotear sin más. Mi amigo no es un iluso, es un rebelde nato, eso me ayudó a creerle sin demasiados remilgos, ya que entre sus defectos nunca se encontraron la cobardía ni la obsecuencia.
Me lo comentó justo en estos días, cuando los cubanos no pertenecientes a ninguna casta política, retomarán, tras más de 50 años, la sana costumbre de contrastar su cultura con el resto del mundo a través de los viajes que les permite ahora la reforma migratorio. Ello inevitablemente me trajo algunos recuerdos.
En los años que viví en La Habana, tenía un anverso en moneda nacional y un reverso en divisas. Cubanos y extranjeros. Había diferentes tipos de extranjeros y de tiendas para ellos. La sociedad estaba más estratificada con fines mercantiles y de contención y represión del deseo de comprar que cualquier país capitalista, incluso que la sociedad de castas en India.
Excluyendo los turistas, que era el grupo más fácilmente diferenciable por el aspecto, el color, el olor, y los sitios donde se hallaban, llegó un momento que se hizo complicado distinguir cuántos tipos de extranjeros había en Cuba, incluso para los policías, de aquellos que vivían entre la gente que ya habían recibido la bendición y la maldición del Caribe en sus pieles, estómagos y costumbres cotidianas.
Tipos, clases y categorías
Había varios tipos, clases y categorías de extranjeros: estaban los residentes permanentes, aquellos de larga estadía que pensaban vivir el resto de su vida en la isla; estos contaban con algunos derechos que el resto de la población nacional no tenía, como viajar a su país una vez cada dos años, pagando el billete en moneda nacional, único derecho que los beneficiaba con respecto a las otras categorías de extranjeros.
El nivel más bajo estaba compuesto por los estudiantes, que eran todos aquellos que tenían sólo permiso para estudiar, no podían trabajar ni comprar en tiendas de turistas, aunque había algunas tiendas donde podían adquirir ciertos productos del área dólar, muy reducidas ya que esta categoría era considerada la más baja socialmente. Estos eran mayormente provenientes de países en vías de desarrollo, con menor desarrollo que Cuba, tales como Angola, Mozambique, Etiopía o Nicaragua.
Luego ascendiendo en la escala social había residentes temporales, quienes no sabían cuando partirían -la gran mayoría de los exiliados pertenecían a esta categoría. Y aunque se les permitía comprar en las tiendas de productos capitalistas o de exportación, se entendía que no contaban con fuentes frecuentes de obtención de divisas.
Técnicos extranjeros
Siguiendo la línea estaban los “técnicos extranjeros”, cuadros medios de los países socialistas del este de Europa, y en su mayoría de la Unión Soviética. Estos tenían derecho a comprar en tiendas especiales en moneda nacional, en las cuales había productos alimenticios de notoria mejor calidad que los de la población nacional.
Además, estos técnicos del área socialista, que de técnicos tenían aún menos que de socialistas, podían comprar en algunas tiendas de divisas, sobre ellos no se ejercía el control por parte de los agentes cubanos, contaban en sus propios barrios con un responsable del partido de sus países de origen. Vivían en barriadas habitadas sólo por ellos. Los rusos interactuaron relativamente nada con el pueblo cubano, pero no había cosa que le molestara más a un ruso, que soportar que se le metiesen un grupo del sector “estudiantes extranjeros” a beber en los bares con aire acondicionado, habilitados para ellos. En toda la isla, pocas cosas olían peor, que la axila de un soviético. Sin embargo, ellos decían que los angolanos eran sucios, y que los centroamericanos cuando se emborrachaban se fajaban entre ellos. Lo cual no era necesariamente menos cierto.
Estaban los segundos de la escala más privilegiados, el cuerpo diplomático. Estos tenían un tren de vida de bastante escaso sacrificio. Casi no topaban con el socialismo en ninguna de sus formas más rudas, menos redondeadas. Tanto por el dinero que ganaban como por la impunidad que les otorgaba la inmunidad diplomática. En las tiendas habilitadas para su consumo, se podía notar esa diferencia. Estaban dotadas de lo mejor que llegaba a Cuba. Eran las tristemente famosas “diplotiendas”, radicadas casi en exclusiva en el barrio de Miramar y en Siboney. Tal era la distinción que le otorgaba a una tienda, a una peluquería o a una panadería, el prefijo “diplo”, que durante un tiempo cuando una chica se distinguía por su belleza se la denominaba: Diploniña.
Crema de privilegiados
Y, por último, la crema de los privilegiados. Había empezado a desembarcar un nuevo tipo de extranjero, que se convertiría en el menos queridos pero el más deseado: los empresarios a quienes el Gobierno daría el visto bueno. Empresarios españoles, franceses, canadienses, que soñaban como todos, con beneficios económicos, pero por alguna razón arbitraria, aleatoria, anárquica o fortuita, más que racional, fueron asimilados por el sistema como capitalistas con un toque suficientemente revolucionario.
Dueños de cadenas de hoteles, empresas de comunicación, astilleros, petroleras, etc, simplemente millonarios que establecían sus sucursales en Cuba, contando con la cómoda inexistencia de sindicatos y sin el siempre molestísimo derecho de huelga. Estos compraban en las tiendas que se les antojara y no eran importunados por agente, ni ley alguna, los sempiternos bienvenidos.
Por debajo de todas estas castas, estaban los cubanos como mi amigo Evelio. Los nativos de aquel país, no podían entrar a ninguna de aquellas tiendas, ni manipular la moneda extranjera, de modo alguno, bajo amenaza de cárcel.
Una realidad así de absoluta, simple y llana.
*Sobrino del Che Guevara. Vivió como refugiado en Cuba por 15 años y permaneció en La Habana hasta 1988. Actualmente reside en España y escribe un libro testimonial sobre su experiencia cubana y el peso del mito que rodea a su célebre tío guerrillero.
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