Exilio
es llegar a entender
que el día que tanto esperamos
no será más que una noticia
encapsulada entre dos comerciales
de Pepsi y Tylenol.
Jesús J. Barquet; “Destinos”
Navegando por la red, me asaltó hace poco la última foto de un Fidel Castro rural, contra un fondo de arbustos (no descarto la moringa porque jamás la he visto). La camisita de cuadros —reminiscencia de las que un día vendieron en Flogar por la libreta de productos industriales— lo traviste de paisano, lejanas ya las glorias del sempiterno uniforme verde olivo. La imagen me recordó la escena final de Marlon Brando en El Padrino, cuando juega con su nieto en el huerto e intenta asustarlo con una dentadura improvisada de cáscaras de naranja, instantes antes de ser fulminado por un infarto. Pero Brando no metía tanto miedo como Castro.
La mano huesuda, de uñas afiladas, admonitoria. La boca entreabierta. El gesto amargo. Pero, sobre todo, la mirada de loco furioso al fondo de las cuencas hundidas de los ojos, como de calavera apenas revestida de piel, algo que acentúa la sombra proyectada por el ala del sombrero. Otra de las fotos es más lúgubre: el gesto contraído y la mano en la cintura, donde algún día llevó la pistola. (Supongo que ya no le permitan portar armas).
Castro se empeña en demostrar que está vivo y en activo, apelando al expediente de los secuestradores clásicos cuando sostiene el periódico del día. Pero se equivoca.
Gracias a que se extravió en las calles de Santiago de Cuba, la ciudad donde habitó media vida, salió ileso del Moncada. Aficionado a las miras telescópicas, durante la guerra no sufrió ni un rasguño. Fidel Castro sobrevivió a cientos de complots para asesinarlo. Vio aparecer y esfumarse a diez inquilinos de la Casa Blanca, a todos los líderes del campo socialista y sus homólogos asiáticos. Ya estaba en el poder cuando levantaron el Muro de Berlín y siguió en el poder cuando lo derribaron. Desde 1959 se ha vaticinado una y otra vez, con más deseos que datos, la caída de su régimen. Su muerte inminente ha sido anunciada una docena de veces, y muchos periódicos importantes ya tienen preparada la cabecera y el artículo que publicarán ese día en primera.
Las botellas de champán, ron añejo y vino gran reserva que muchos guardan a la espera de ese día, se han ido añejando en las bodegas. Confiemos que se conserven a la temperatura adecuada.
Desde su infancia, Fidel Castro soñó un mundo a la medida de sí mismo. Y como político, en buena medida, lo consiguió. Cientos de hombres murieron bajo sus órdenes en nombre del restablecimiento de la democracia que más tarde él demolería hasta los cimientos. Utilizó a los demócratas en la guerra y a los viejos comunistas en la paz. Y luego los desechó sin el menor escrúpulo. Ministros, consejeros, tecnócratas de corte soviético, generales que ganaron las guerras de las que él se jactaba, cowboys de la revolución y jóvenes promesas sufrieron la misma suerte cuando la preservación de su poder personal lo hizo recomendable. Como diría Monterroso, y el dinosaurio permanecía allí. Hasta que fue su propio cuerpo el que se declaró en rebeldía. El comandante no ha podido encarcelar a su cuerpo por ese desacato. Ni fusilarlo. Ni mandarlo al exilio. No le ha quedado más remedio que confinar a su cuerpo en el famoso plan pijama, destino de cientos de funcionarios cubanos a lo largo de medio siglo.
Si la ambición del comandante se redujese a conservar el poder hasta que la muerte nos separe, como un alcalde de San Nicolás del Peladero, el balance de su vida habría sido un éxito. Pero él siempre aspiró a más. Quiso ser un estadista memorable, un líder de talla mundial, una figura histórica, perdurar en la posteridad.
Lamentablemente (para él) y por suerte (para la humanidad), el destino lo dotó con una isla minúscula y unos pocos millones de súbditos. Su carta a Kruschov durante la Crisis de los Misiles (o de Octubre, o de los Misiles de Octubre), donde lo instaba a dar el primer golpe, es pavorosa. El mundo nos debería estar agradecido por cargar con él a solas. Ya entonces, Nikita Kruschov aclaró a Fidel que en las grandes ligas de la política mundial, un pequeño zar del Caribe no pasaba de cargabates, cosa que Castro jamás le perdonará.
Su hegemonía en la insurgencia continental se diluyó a la misma velocidad que las guerrillas y la aventura africana es apenas un capítulo exótico (salvo para quienes dejaron allí a sus muertos) en la historia del continente negro.
Su fugaz liderazgo en el Movimiento de los No Alineados no pasó a mayores. Castro estaba demasiado alineado para el gusto de la concurrencia, y su alegría por la invasión soviética a Afganistán no tuvo quórum.
Si fue su propósito establecer un nuevo paradigma, el fracaso ha sido rotundo. Basta mirar el lamentable estado de la Isla para alejarse de semejante fórmula. Incluso el llamado “Socialismo del siglo XXI” dista mucho del modelo impuesto por Castro a los cubanos. Chávez ha aprovechado, eso sí, las recetas populistas/represivas de su mentor cubano, pero eso no es un sistema de gobierno, sino un código mafioso.
El presunto estadista que iba a convertir a Cuba en un modelo para el mundo entero, un país que en diez o quince años sobrepasaría en PIB per cápita a Estados Unidos —en la Biblioteca Nacional, los diarios donde constan sus desatinos de entonces no son accesibles salvo permisos especiales— arruinó en dos lustros una economía solvente y la remató a golpes de inspiradas campañas dignas del realismo mágico. Quizás eso explique su amistad con Gabriel García Márquez. Éste se limitó a escribir la saga de Macondo. Castro patentó el socialismo macondiano.
¿Será una figura histórica? ¿Ocupará un escaño en el parlamento de la posteridad? Desde luego, para los cubanos será para siempre una cicatriz de medio siglo. Un queloide en la historia de Cuba. En cuanto a la posteridad, Fidel Castro no lega una filosofía, como Karl Marx; ni una teoría memorable, como Einstein; ni es el padre de una nación, como Washington, sino el padrastro maltratador que se ha ensañado con la pobre Patria y con sus hijos. Su ideario está emborronado en miles de discursos repetitivos y contradictorios: demócrata, comunista, prosoviético y antisoviético, internacionalista, nacionalista, leninista y martiano, pacifista mientras fraguaba invasiones y guerrillas; predicador de la virtud mientras la Isla se convertía en confortable escala de la cocaína. En nombre de la autodeterminación y contra un pensamiento único global, invoca el derecho a la diferencia de sátrapas sirios, libios, serbios o coreanos. En nombre de su autodeterminación, se erige a domicilio en sumo sacerdote del pensamiento único.
Sólo tres constantes en medio siglo: su avaricia del poder absoluto, su aversión a la libertad y el bienestar de los cubanos, y su odio a Estados Unidos, único enemigo a la medida de su arrogancia. Aunque este último ha sido su mejor coartada para venderse de inocente David mientras ejercía en casa de Goliat abusón. No creo que la avaricia y el odio sean suficientes para conseguirle un escaño en la historia.
Siempre he creído en la sabiduría que subyace bajo muchos chistes populares. Uno que escuché hace veinte años narraba el regreso de Fidel Castro a la tierra tras medio siglo en el más allá. Caminando por una Habana reverdecida, constata con asombro que nadie lo reconoce y, peor aún, que nadie lo conoce ni de oídas. Acude entonces a la biblioteca y consulta la enciclopedia. Efectivamente, allí está:
Castro, Fidel: Dictador cubano que vivió durante la Era de los Van Van. (Ver Van Van).
Morirse a plazos y no al contado tiene efectos secundarios, daños colaterales. El que nos abrumaba sin compasión con discursos de ocho horas por el placer de escucharse a sí mismo, balbucea incoherencias ahora cuando le conceden unos minutos de cámara. Al dueño de la palabra le han escamoteado el espacio para sus reflexiones desde que atacó a Deng Xiaoping, arquitecto del neocapitalismo chino. Desde entonces, apenas ha susurrado algunas incoherencias por escrito sobre el yoga y la moringa. Y sufre en vida la suerte de Mao: Raúl Castro implementa en su nombre las políticas que él siempre aborreció.
El que ha sido durante años el acontecimiento más esperado por el exilio, es ya una noticia intrascendente, “una noticia / encapsulada entre dos comerciales / de Pepsi y Tylenol”, como reza el poema de Jesús J. Barquet. Aunque enarbole el periódico del día para demostrar su existencia, aunque no se haya hecho pública la noticia, ni hayan exhibido el féretro en la Plaza de la Revolución, el Comandante está en un error. Ha muerto lentamente de intrascendencia aunque hayan olvidado retirar su cadáver.
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