Mañana mi hija cumple seis años de edad, exactamente
dos años más de los que yo tenía la primera vez que de
la mano de mi padre visité el ICR (sin T). De aquella
tarde recuerdo a Armando, el portero; y a Cristy
Domínguez disfrazada de "Caritas" ensayando "en seco"
en el Estudio 10. Embrujado, me senté sobre la enorme
base de hierro de una de las cámaras bajo la mirada
inquisidora del Coordinador, y mientras el Camarógrafo
se desplazaba en vivo, de set en set, disfruté del
ensayo. Desde ese palco único, irrepetible,
privilegiado, conocí personas fabulosamente
increíbles, o como se dice en buen cubano, "los
grandes". Son viejos recuerdos de una institución a la
que he pertenecido como una extensión geográfica de mi
casa. Entonces el ICR funcionaba como un reloj, y sus
creadores, con la meticulosidad y la creatividad de un
relojero. He deambulado por sus pasillos, trabajado en
los estudios, bromeado en cualquiera de sus abundantes
oficinas y estoy seguro de que lo he cuidado,
defendido y querido más que todos sus presidentes, de
los cuales a cuatro, he visto salir como bala por tronera.
Cuando todavía la pañoleta de pionero era blanca y
azul como nuestra bandera, mis amigos inventaban
fabulosos combates juntando al Corsario Negro y Nacho
Verdecia, con Espartaco y Enrique de Lagardere, pero
en el preciso momento en que me tocaba elegir un
personaje, yo quería ser Carlos Gilí, Mario Limonta,
Luis A. García, o Miguel Gutiérrez; y besar en los
labios, con ardorosa pasión, a Cristina Obín. Sucedía
que la representación del juego pasaba por un hecho
irremediable: gracias al milagro del maquillaje, cada
noche los veía transformarse de un ser real en otro
imaginario, lo que fue componiendo la esencia
fundamental de mi percepción sobre cualquier
acontecimiento. Si los límites entre realidad y
ficción se pierden, el tiempo demostrará que lo que se
ve, normalmente se transforma.
Pienso que han sido ustedes, los funcionarios, quienes
despreciaron al artista e invalidaron el diálogo,
quiénes corrompieron al trabajador. Un solo argumento
basta para sostener esta dolorosa verdad: ninguno de
los creadores trascendentes de nuestra televisión ha
militado en el partido, es más, el partido casi
siempre los ha observado con desconfianza, y en
algunos casos, me consta, los ha condenado al
ostracismo y la calumnia.
Me voy del ICRT sin robar, sin haber sido comprado,
seguro de que ninguno de ustedes ha aportado más ideas
y horas de trabajo a la televisión, que un solo
miembro de mi familia. En ese sentido les llevamos de
ventaja quintales de moral, buenos recuerdos y algunos
desgarramientos.
El aislamiento manifiesto en el que viven ustedes, los
convierte en la caricatura del niño que fueron: ni son
jóvenes, ni se comportan como revolucionarios, más
bien parecen personajes surgidos de la bufonería
impopular, porque mientras ustedes piensan la
televisión como instrumento de poder, nosotros
intentamos imágenes que ofrezcan otra alternativa
ética sobre la realidad.
Lo que usted y la actual dirección de la Redacción
Dramática han intentado hacer con la figura de mi
padre, demuestra cómo en un país que se identifica con
la palabra revolución (en el sentido literal de la
palabra), los ignorantes y los oportunistas pueden
convertir en arte de culto, a la mediocridad, el
nepotismo, el oportunismo y la corrupción, a veces,
lamentablemente, apoyados en loca comparsa de
candidaturas, desde otras instituciones culturales.
Pobres de aquellos que se han prestado al juego,
porque de ellos será el reino del subsuelo.
Pero no seré yo, como algunos piensan, quién abandone
el barco. Al fin y al cabo, la revolución se hizo para
que bajo la herrumbre de sus muros, mis hijos
reconstruyan, armoniosamente, lo mejor de nuestras
tradiciones libertarias, mismas que procuran evitar,
de un plumazo, que olvidemos el idioma de nuestros
antepasados. Viéndolos crecer he aprendido que el
éxito, el dinero, las representaciones públicas, las
medallas y los privilegios, son meras vacuidades que
en nada sustituyen el cariño de mis compañeros. A
usted lo podrán elevar hasta el cielo, pero allá,
frente a esa cosmovisión diminuta que nos horroriza y
encanta, que algunos llaman Dios, y a otros
sencillamente nunca nos ha sido presentado, quien se
va a sentar a tomar un trago de ron se llama, no le
quepan dudas, Juan Vilar.
Porque cuando de la mayoría de ustedes no quede ni el
recuerdo, habrá un actor que les contará a sus nietos
cómo mi padre le dio la oportunidad de trabajar, por
primera vez, en la pequeña pantalla.
Juan Pin Vilar
juanpinv@yahoo.com
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