El problema agrario en Cuba
Waldo Acebo Meireles/ Cubanálisis-El Think-Tank
“In most developing countries, land is the most important asset, and is key to economic and thus political power… The solution is land reform, an orderly redistribution of assets”.- Fared Zakaria
Sin embargo cuando leemos, o escuchamos, los proyectos que en ocasiones, por cierto que no muchas, se han elaborado para la reconstrucción del país, este primordial tema ni se menciona. Tomemos un ejemplo reciente que con el título de “Para propiciar el día después” realiza una serie de proposiciones de qué hacer para ese esperado día, y después. Podemos estar o no de acuerdo con lo que propone, pero lo que si consideramos un serio error es el pasar por alto qué medidas se tomaran con la propiedad agraria, qué se hará con los grandes latifundios estatales, cómo se va a lograr reconstruir la clase campesina virtualmente desaparecida, cómo se va a lograr elevar la producción alimentaria.[1] Quién y cómo va a facilitar los recursos económicos, imprescindibles en la actualidad, para llevar la agricultura a los niveles de producción necesarios para el abastecimiento del país.[2]
Considero que el análisis de esta problemática es medular, y añadiría que impostergable y en ninguna forma debe ser considerado como un aspecto coyuntural: en Cuba hay que poner de cabeza las formas de explotación de la tierra, es necesaria una reforma agraria.
Reforma agraria hemos padecido varias, y no me refiero solo a las de 1959 y 1963, aunque esas fueron las únicas que jurídicamente se presentaron como tales. A la llegada del conquistador y procederse a los repartos de tierras, y de paso de los indios encomendados, se produjo lo que podemos llamar nuestra primera reforma agraria. De una posesión natural de la tierra, más que posesión un uso, en la cual el aborigen se asentaba y utilizaba el medio como base de su sustento de manera natural sin otro ánimo que ese, de ese estado primigenio, cuasi edénico, pasamos a una posesión refrendada por la fuerza y la aplicación más o menos consecuente de las ‘Leyes de Indias’.
El cabildo de La Habana, con alegría y entusiasmo, repartió corrales, hatos y estancias al ‘buen tun tun’, generando tal desastre que tomó varias décadas el solucionar el enredo que crearon. Eran aquellos inefables tiempos en que al recibir una real orden, que generalmente llegaba con casi un año de retraso firmada por la augusta persona, ni resolvía la situación que había demandado el interés del Rey, ni se ajustaba a los deseos de la relativamente poderosa oligarquía habanera. De ahí la deliciosa actuación de los regidores, que tendría gran trascendencia en la sociología del cubano de los siglos posteriores, y que consistía en poner sobre su cabeza la orden real y proclamar con voz profunda y bien articulada: ‘Se acata… pero no se cumple’.
Pero llegó el siglo XVIII y el desarrollo de la industria azucarera se encontró, entre otros variados problemas, el del asunto de la posesión, que no era propiedad, de la tierra. ¿Cómo iniciar una industria que requería, aún en aquellos primeros tiempos, de una inversión de capital que se tendría que realizar sobre la base de una ‘no propiedad’ del principal activo: la tierra?
No, a nadie se le ocurriría emplear su capital en y sobre algo de lo cual sólo tenía en el mejor de los casos un simple registro en las actas del Cabildo, y que podía en cualquier momento ser retomado por su verdadero, por la gracia de Dios, propietario: el Rey.
El proceso de transformación de los corrales y hatos en pequeñas, medianas y grandes haciendas llevó años; miles de miles de legajos en el Archivo Nacional de Cuba recogen las batallas legales que se originaron en el proceso que conocemos como demolición de las haciendas comunales. Ese proceso, que para ser completado requirió la sabiduría, habilidad y el ingenio de varios funcionarios y decenas de miembros de la naciente burguesía, marcó las bases para que la tierra, el principal activo, no sólo dejara de ser una posesión, sino propiedad con todas las prerrogativas que de tal estatus se derivan, lo cual incluye su enajenación en un acto de compra y venta, dentro de los cánones del mercado capitalista.
Con el surgimiento del mercado de tierra se abrió una nueva etapa en esa reforma agraria, y con ella la acumulación de tierras en pocas manos, pero ya no como una posesión, sino como una propiedad; se desarrollaron las formas de explotación de la mano de obra que correspondía a esa nueva estructura, con el aparcero, el arrendatario, el precarista, todas ellas formas no feudales, como gustan de señalar ciertos historiadores, sino como formas de explotación vinculadas a la economía mercantil. La tierra misma era una mercancía.[3]
Sobre la explotación del esclavo, y paralelamente a esa estructura no clásica de esclavitud, se desarrollaron esas otras formas de apropiación del trabajo ajeno. Cultivos como el del tabaco generaron una incipiente pequeña burguesía agraria, y el desarrollo de la industria azucarera, con la entrada de los adelantos técnicos en el siglo XIX, fue preparando las bases del colonato, que nada tiene que ver con la forma de explotación del mismo nombre en los años finales de Roma, y que fuese precursora de las estructuras feudales.
El colonato en Cuba es la peculiar manera en que la separación de la industria de la agricultura se desarrolló; se agilizó con las guerras independentistas ampliando las bases de una burguesía agraria que tendría en la república un importante papel en los campos cubanos.
Otros no menos importantes procesos de transformación agraria se produjeron en el siglo XIX, como la desaparición de los llamados ‘bienes de manos muertas’, que eran posesiones de la Iglesia y resultaban en grandes posesiones generalmente improductivas, o puesta a censo.
Al finalizar la guerra de independencia en 1898, prácticamente la estructura agraria de Cuba estaba finalizada y refrendada jurídicamente. Dos interesantes procesos se destacan a partir de ese momento: Uno, la penetración del capital norteamericano y la compra de tierras que, entre otros, Sanguily y Juan Gualberto Gómez trataron de frenar, lo cual visto desde la actual perspectiva era una tarea imposible, ya que se enfrentaban a las fuerzas del mercado capitalista, a sus avatares, a sus altas y bajas.
El otro, y que también queremos analizar desde la perspectiva actual, fue el proceso de reconstrucción de la agricultura después de los terribles destrozos ocasionados por la guerra, en particular en las provincias occidentales.
La tea, y más que la tea la ‘reconcentración’, dejaron nuestros campos desiertos; pocas cabezas de ganado en el occidente se salvaron del bandolerismo, las necesidades de las tropas españolas y mambisas, y la hambruna generalizada. Los cultivos eran prácticamente inexistentes, y sólo en los alrededores de las zonas fortificadas que defendían algunos de los poblados rurales. El censo de 1899 deja claro los estragos sufridos por la guerra; el del 1907 nos deja entrever que esos estragos fueron superados en menos de los 8 años transcurridos de un censo al otro.
¿Cómo se produjo eso que podemos llamar milagro económico? Tomemos en cuenta que ese proceso en nada dependió de inversiones extranjeras; sólo las pequeñas aportaciones de capital comercial en forma de ‘refacción’, de larga tradición en nuestros campos, y que generalmente era suministrada o por pequeños comerciantes de la zona o por otro campesino, aunque esto último no era lo común.
Sin bueyes, con la tierra yerma y necesitada de una profunda preparación, casi sin aperos, el campesino se aprestó, en primer término, a alimentar a su familia, y después a producir para el mercado. El campo rindió frutos y las hambrunas desaparecieron: ninguna ayuda se recibió para aliviarla, fue el trabajo el que dio la solución. Para 1907 la población en la mayor parte de los pueblos y ciudades afectadas por la guerra se había recuperado, y en muchos de ellos se incrementó con relación a 1895.
Sin empréstitos, ayuda o inversiones extranjeras, sin bancos que financiaran la recuperación económica, se logró la misma.
El siglo XX profundizó y expandió las formas capitalistas de explotación agraria, sin con ello admitir que esto generó en todos los planos las más adecuadas formas de distribución y explotación de la tierra. El latifundio improductivo fue un mal de la república que intentó tibiamente eliminar en la Constitución del 40. Ello justificó la reforma agraria de 1959, que tenía un fuerte fundamento económico y social, aún cuando el postulado ‘la tierra para quien la trabaja’ quedara prácticamente incumplido con la constitución de las ‘granjas del pueblo’ y las demás invenciones nominales que no fueron más que formas mal aplicadas de capitalismo de estado. El proceso refrendado por la llamada Segunda Reforma Agraria en 1963 ya carecía de un fundamento económico, su justificación era ideológica y sus resultados la expropiación del campesino medio.
El desastre generado se hace evidente cuando tomamos la propia Habana que antes de 1959 prácticamente se autoabastecía: alrededor de la ciudad existía un cinturón de pequeñas propiedades que suministraban la leche, junto a modernas plantas para procesarla, y además las legumbres y otros alimentos eran producidos a menos de 15 kilómetros del Capitolio, las lechugas y otras actuales rarezas eran sembradas por chinos y cubanos en pequeñísimas parcelas bien regadas por los pequeños arroyos tributarios del río Almendares. La “genial” invención del Cordón de la Habana solo trató de reproducir algo que había existido y funcionado sin dificultades dentro de la estructura de la agricultura mercantil. Su resultado: ni café suficiente para una taza. Arrasaron con los frutales, mangos, mameyes, guayabas, y más, y afectaron lo que quedaba de la producción de vegetales y flores en esa área.
¿Qué esperar ahora de las tibias medidas tomadas en el sector agrario a partir de la aplicación del Decreto-Ley 259? Muy poco, ya que el problema de la propiedad de la tierra no se soluciona en ese decreto, sino que se reafirma la voluntad gubernamental de monopolizar la tierra.
Un breve análisis de ese Decreto nos dará la razón. Veamos:
Ya en su primer artículo, por no señalar desde el título del decreto, se presenta el primer problema: ARTÍCULO 1.- Se autoriza la entrega de tierras estatales ociosas en concepto de usufructo a personas naturales o jurídicas, las que serán utilizadas en forma racional y sostenible de conformidad con la aptitud de uso del suelo para la producción agropecuaria.
Es decir, que la tierra será entregada en usufructo y no en propiedad, con lo cual de hecho limita la utilización productiva y económica de la tierra. ¿Quién va a invertir capitales en una tierra que no es de su propiedad y sólo la posee en usufructo?
En el segundo artículo se define el alcance temporal del usufructo cuando se señala: El usufructo concedido es por un término de hasta diez (10) años y podrá ser prorrogado sucesivamente por términos de hasta diez (10) años para las personas naturales… Cualquiera que tenga una mínima idea del tiempo necesario para que una inversión capital en la agricultura, por ejemplo, la creación de acequia, se recupere es de no menos de de 2-3 años, comprenderá que el término de 10 años, aunque prorrogables, es una limitación en el orden económico, y por ende tecnológico.
El decreto establece otra limitaciones, como es la del máximo de tierra que se le puede entregar a una personal natural: 13.42 hectáreas, es decir, una caballería, que pueden ser, en casos que el decreto no deja aclarado, elevadas hasta 40.26 ha. (3 caballerías). Determinadas producciones no son rentables, ni incluso factibles, con esas limitaciones: por ejemplo, la producción sostenible y comercial de leche.
Por último, pero no finalmente, en sus “Disposiciones Finales”, deja un aspecto básico a definir en 30 días, el cual es el Reglamento para la aplicación de ese Decreto. De ese Reglamento no sabemos nada, absolutamente nada, aunque ya empiezan a aflorar condicionales como las de que el presunto usufructuario debe demostrar poseer los aperos y medios necesarios para poner a producir la tierra, y los mismos sólo pueden ser adquiridos en pesos convertibles (CUC).
Quedó también pendiente el impuesto que gravará esa posesión, y el volumen del mismo puede hacer irrentable ese usufructo, sin considerar el precio inflado de los insumos, y los deprimidos para la producción obtenida.
Este Decreto 259 no es ni por asomo lo que se necesita, y esperar algo positivo del mismo es una ilusión que se convertirá en desengaños, una vez más. La situación agraria de Cuba es reversible, y lo podría ser a corto plazo, pero para ello es necesario romper con los esquemas ideológicos de un socialismo inoperante. Sin embargo, esa no es una tarea que, al parecer, quieran emprender los actuales gobernantes.
Los campesinos, o aspirantes a tales, como ya mencionamos, solo reciben la tierra en posesión, y limitada a diez años, sin contar que las causales para perder el usufructo son múltiples y variadas. Con franqueza, me resulta difícil imaginar a alguien dispuesto a invertir capital y dedicar sus energías físicas a acondicionar una tierra que le puede ser arrebatada en cualquier momento. Sin embargo, al parecer, se cuentan ya por miles los que tienen esa disposición, muchos de ellos esperando que la tramitación burocrática culmine y puedan ponerse a trabajar.
Pero el problema va más allá para tocar fondo. Veamos: si partimos de las cifras oficiales, veremos que se está entregando la tierra a un promedio de 10 hectáreas por solicitante, es decir, menos que lo establecido por el decreto. Esto puede ser perfectamente lógico, ya que es posible que muchos solicitantes no lleguen a solicitar el máximo establecido en el decreto. El problema es otro si aceptamos que las cifras más serias establecen que el 65% de las tierras de cultivo están ociosas, o como yo prefiero definirlas, abandonadas, que no es igual. Entonces 4,4 millones de hectáreas están abandonadas: por lo tanto, será necesario entregarle tierras a 440 mil campesinos o aspirantes, lo cual parece bastante difícil de lograr en un país que aniquiló su clase campesina.
Las mismas cifras que se brindan oficialmente lo dejan bien claro: el 80% de las solicitudes provienen de personas que no tienen tierra alguna, o sea, son aspirantes a campesinos, o más bien aspirantes a ‘precaristas’, que es como se conocía en Cuba a aquellos que ponían en cultivo una parcela sin la seguridad de que el dueño no se la arrebatase en cualquier momento. Siendo todo esto así, hacen falta unos 300 mil aspirantes para supuestamente poner las tierras ociosas a producir.
Sin embargo, el Decreto-Ley 259, ya de por sí bastante tibio, se ha ido aplicando con aún mayor apatía y lentitud en la base, que es donde se produce el proceso real de redistribución de las tierras. En la práctica, criterios ideológicos, y no económicos, ni en el mejor de los casos técnicos, han estado influenciando la parsimonia en el otorgamiento de las tierras. En los municipios, arrogantes burócratas del partido, el poder popular o la ANAP, deciden de acuerdo a sus criterios quién tiene o no el suficiente aval político, o por lo menos no es un abierto “contrarrevolucionario”, que merezca recibir la posesión de la tierra.
Pierden de vista que esos no muy confiables campesinos actualmente, con todas las limitaciones que tienen para la adquisición de los insumos necesarios, con precios muy desestimulantes para sus producciones, producen más del 65% de la producción agropecuaria nacional: de esas cifras, el 95% del tabaco; el 71% de la carne porcina; el 60% de las viandas y tubérculos; el 62% de las hortalizas; el 88% de los granos; y el 60% de las frutas. Esta información es la ofrecida oficialmente, y ya sabemos de qué pata cojean las estadísticas cubanas.
Todos estos cometidos son impostergables para la recuperación económica del país, y en particular para sentar las bases, por lo menos las bases, de una sociedad democrática, qué con ello no bastará, claro que no, pero sin ello considero que será imposible.
Necesitaremos otra reforma agraria.[4]
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[1] Por ejemplo lo único que señala al respecto es “La necesidad de llevar a cabo de forma inmediata reformas macroeconómicas con el fin de incrementar la producción de alimentos, buscar empleos, reducir los tremendos niveles de pobreza que deja la dictadura, entre otros aspectos. Son necesarios cambios en las relaciones de propiedad y de mercados. Hay que proceder de inmediato a la privatización selectiva de algunas empresas estatales y dejar que rijan la oferta y la demanda.”
[2] Otro ejemplo de un proyecto en que el tema agrario no se aborda, e incluso se toca muy de pasada el tema económico es la llamada “Carta del Nuevo País”. Sobre la economía la única referencia es: “son únicamente válidos y legítimos aquellos principios de organización social, económica y política que puedan ser racionalmente definidos y aceptados, sin coerción, por todos los ciudadanos”
[3] En mi criterio, sobre la base de mis investigaciones históricas en la fenecida provincia de La Habana, es la apertura del mercado libre de la tierra, la posibilidad de vender y comprar la tierra como un activo básico como un elemento fundamental del capital lo que determina el desarrollo y el auge económico del siglo XIX, y el surgimiento de una burguesía en Cuba, con independencia de que la mano de obra principal sea esclava.
[4] Y una revolución moral ya que lo que llamamos el milagro económico, después de la Guerra de Independencia, fue realizado por campesinos con una recia moral de trabajo, con un deseo irreprimible de poner a producir la tierra y alimentar a su familia, esa moral de trabajo se ha perdido en gran medida en nuestro país.