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Yoan Capote/ gerrypinturavisual.blogspot.com |
Cuba y la democracia post-castrista
La consideración de cómo se puede producir e implementar en Cuba el
modelo democrático político con una economía de mercado, conlleva un
análisis complejo, a partir de la experiencia que tuvo lugar en el
ex bloque soviético. Mucho se ha escrito sobre el tema, e incluso,
muchos modelos y programas se han articulados para ser
implementados.
El caso cubano tiene varios componentes de los cuales no se puede
prescindir a la hora de meditar sobre la democracia. El país
contiene dos elementos históricos: el del modelo llamado de
“socialismo real” que se ejecutó en Eurasia, de centralización
burocrático-totalitaria y economía de plan, y la tradición de su
acontecer republicano-latinoamericano, con su carga de caudillismo
clientelar militarista. Prescindir de cualquiera de los dos módulos
es disponer de un esquema a medias y realizar pronósticos amputados.
Es pueril idear esquemas y bocetos a priori, para llevar como
pilotos a la Isla, a la hora de la transición, considerando
ilusoriamente que allí existe un vacío que permitiría calzar
cualquier medida. La experiencia de los países que llevaron a cabo
la transición del comunismo al capitalismo en nada tuvo que ver con
la forma en que el capitalismo se desarrolló en Europa y América a
partir del siglo XVII, sobre todo. La primera lección es que no
existía un patrón que forjase paso a paso el llevar un país del
comunismo al capitalismo, de la economía de plan a la economía de
mercado, del totalitarismo a la democracia.
Los ejemplos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia o Alemania en
nada sirvieron. Allí, en cada uno de esos países, se impusieron su
historia, sus costumbres; y el capitalismo democrático que se ha ido
consumando ha sido diferente en cada uno de los casos. Nada que se
pronosticó de antemano sucedió luego. Lección que debemos aprender
para nuestro caso.
Ninguno de esos países, que en el siglo XXI admiran por sus
conceptos de democracia y libertad, fueron perfectos en sus
comienzos. Estados Unidos arrancó proclamando que todos los hombres
tenían determinados derechos inalienables concedidos por el Creador,
como la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad, pero tal
concepto universal excluía a los negros. El derecho al voto se
defendía con uñas y dientes, pero no incluyó a las mujeres hasta el
siglo XX. Fue necesaria una cruenta guerra civil para eliminar la
esclavitud casi un siglo después de la independencia, y cien años
después de la guerra civil una gigantesca movilización, que costo
sangre, sudor y lágrimas, por los derechos civiles.
Inglaterra y Francia establecieron modelos de democracia en sus
países, y al mismo tiempo bochornosas caricaturas en sus colonias.
La “pérfida Albión” daba alimentos salados , pero no agua, a Jomo
Kenyata cuando estaba en la cárcel tras la rebelión de los “mau-mau”,
para horas después darle botellas de ginebra, con la intención de
alcoholizar a quien posteriormente sería el líder de la naciente
nación independiente de Kenya. La Francia de la “liberté, egalité y
fraternité” expandió el código napoleónico por Europa, pero sus
verdades no aplicaban para el Haití independizado en el Caribe.
Ambas potencias defendían determinados derechos humanos en sus
propios países, pero aplastaban con mano de hierro, a sangre y
fuego, y sin misericordia, cualquier intento de obtener algo aunque
fuera parecido en sus colonias.
Alemania, cuando Marx y Engels escribieron El Manifiesto Comunista
en 1848, todavía no era una nación unificada, y después de serlo
“aportó” a la historia universal, además del autoritarismo extremo y
sus impresionantes logros de ingeniería y tecnología, entre otras
cosas, dos guerras mundiales, las cámaras de gases, y el holocausto
judío.
Italia vino a unificarse hace más o menos siglo y medio, y debió
pasar, entre otras cosas, por su Duce, su ridículo imperio
colonial y su fascio para llegar a la actual democracia.
España y Portugal son en estos momentos democracias, sí, pero con
menos de cuarenta años de historia en su versión moderna. Bélgica y
Holanda, modelos democráticos actuales, se horrorizarían de
simplemente imaginarse si en sus propios territorios se vivieran las
masacres que sus tropas coloniales impusieron en el Congo e
Indonesia.
Entonces, si a las cuatro “lumbreras” del mundo occidental, y a sus
“periferias” europeas más pequeñas, pueden señalarse esos pecados,
¿qué nos lleva a creer que los cubanos, por obra y gracia del
espíritu santo, resolveremos milagrosamente todos nuestros problemas
y disfrutaremos de una democracia perfecta e inmaculada tan pronto
como salgan de esta vida los dos hermanos Castro? Si para construir
un marco constitucional ejemplar en 1940 tuvimos que pasar por las
mil y una noches de conflictos, caudillos y “revoluciones”, y
solamente nos duró doce años, nada perfectos, por cierto, con la
acción de pandilleros y ladrones en paralelo con nuestro
¡constitucionalismo” de orgullo, ¿por qué vamos a pensar ahora que
vamos a resolverlo todo muy rápidamente tras Fidel y Raúl Castro,
sin dificultades, zig-zags, marcha atrás, fracasos, decepciones y
frustraciones?
Además, habría que ir más atrás de 1940-Constitución, para
recapacitar aquellos aspectos propios de la nación que se comenzó a
construir en 1900 que quedaron inconclusos, aquellos que derivaron
efectivos, y los que condujeron a errores. Un punto de inicio
debería ser estudiar las opiniones y debates que llevaron a forjar
la nación; en especial los que tuvieron lugar en torno a la
constitución de 1901 para la inauguración de la República en 1902.
Y, lamentablemente, más allá de un grupo de historiadores y algunos
estudiosos, ¿cuántos cubanos en la Isla o el exilio han estudiado
los debates que condujeron a la proclamación de la Constitución de
1901? Más aún, ¿cuántos han podido leer los de la Constitución de
1940? Independientemente del interés o la vocación de los cubanos
dentro de la Isla, el acceso a las actas de la Constituyente que
desembocó en la Constitución de 1940 no es público ni libre, sino
que está restringido a quienes tengan las autorizaciones de “los
niveles correspondientes”. Incluso la misma Constitución de 1940 no
es de fácil acceso en el país, y la de 1901 es rara avis
entre el vulgo, solamente significativa para los entendidos. (Ambos
documentos, la Constitución de 1901 y la de 1940, así como la
Enmienda Platt que lastró el nacimiento de nuestra primera
República, puede consultarlos el lector de Cubanálisis-El Think-Tank
en nuestra sección “Documentos para conocer la historia de Cuba).
Pensar exclusivamente en la Constitución de 1940 es partir del falso
supuesto de la existencia de una nación. Verla desde 1900 es tener
en cuenta que se debe construir una distinta nacionalidad. Pues eso
es lo que sucedió en todo el ex bloque soviético. Allí no fue sólo
un mero cambio de modelo económico y político, sino que ante el
desmembramiento territorial, étnico, y el entronizar una formación
socio-económica diferente, se tuvieron que edificar nuevas naciones.
1900 nos permitiría entrar en el debate ante un horizonte
transformado. Allí se discutió si era plausible un sistema
parlamentario o no, una presidencia fuerte o débil, un Estado laico
o religioso; y se llegó a la salomónica conclusión de que lo
esencial resultaba fortalecer las instituciones administrativas,
financieras y judiciales en especial. Aunque esto pueda parecer muy
poco, gestar el nacimiento de una nación con principios de esa
naturaleza es algo que no todas las sociedades pueden mostrar en la
historia de sus naciones.
La República en 1958 aún se hallaba en pleno período formativo;
estaban pendientes asuntos como la necesidad de consumar la
incorporación de la población negra a las instituciones y la
sociedad civil, desniveles económicos regionales, un horizonte
político que aún no había cuajado en los ideales democráticos, un
Estado cuasi benefactor que aupaba la corrupción, bolsones de
pobreza, extensas áreas ausentes de servicios como escuelas,
electricidad, carreteras, acueductos y alcantarillados, una desigual
distribución de la riqueza y las tierras, desempleo, analfabetismo y
muchos problemas más.
A todo ello, el mundo moderno globalizado ha incorporado como
imprescindibles en nuestros tiempos un grupo de actividades
económicas, sociales y políticas que antaño, cuando fue proclamada
la Constitución de 1940, no se tenían en cuenta, pero que ahora se
va considerando “incivilizado” o “subdesarrollado” ignorar, como la
ecología, los derechos por sectores (etnia, género, edad,
preferencias sexuales), la protección del medio ambiente, de la
flora y la fauna, la conexión digital, y demás.
Entonces, no tiene sentido pretender que la Constitución de 1940
resultaría una especie de “ungüento de la Magdalena” que resolvería
milagrosamente todos los problemas de la nación. No se trata de que
tal documento constitucional sea algo inservible o bochornoso, o que
no nos aporte nada, sino que hay que verlo como un elemento más del
gran reto que tendremos por delante, y no necesariamente como el
único ni el perfecto, desconociendo a todos los demás.
Cuba a la luz de las transiciones post-comunistas
Los regímenes del bloque soviético no eran bloques monolíticos
ausentes de pugnas intestinas, de corrientes políticas diversas, de
pugnas de grupos de intereses que iban desde los socialdemócratas
reformistas hasta los estalinistas ortodoxos, y de conflictos
nacionalistas, étnicos y religiosos que no siempre salían a la
superficie. La visión de la sociedad uniforme estalinista no se
logró repetir en todo el bloque soviético ni en el “socialismo
real”. El marxismo, a su vez, no logró uniformar la sociedad, ya que
siempre existieron diversas y contradictorias interpretaciones de
ese pensamiento.
En esas sociedades “socialistas” siguieron existiendo grupos de
intereses diversos, como pequeños propietarios, pequeña burguesía
urbana, comerciantes, gitanos, musulmanes, minorías nacionales. Se
debatía o se ignoraba el debate acerca de cómo desarrollar la
economía, de cuál tipo de educación necesitaba la sociedad, de cuál
debía ser la posición del Estado ante la cultura, de cuáles debían
ser las prioridades presupuestarias, de cuál la política pública
hacia la sociedad. Demasiadas preguntas quedaban sin respuestas.
Precisamente el mundo de la economía ilegal o del mercado negro
gestó y consolidó esas capas sociales, a pesar del partido único, la
centralización extrema y el estado leviatánico empeñado en
proletarizar a toda la sociedad. Esos estratos tenían una cultura
política que divergía con la oficial, y que cada vez era más amplia,
más grande y más fuerte.
Por muchos años los estudios “occidentales” sobre el sistema
comunista (incluido el cubano) se centraban sólo en la cúpula del
poder o en las personalidades políticas relevantes, en los caudillos
tipo Mao, Tito, Ceaucescu y Castro, sin concederle peso a los
estratos sociales contrarios a la concepción oficial, a los grupos
dentro del entramado del poder. Solamente unos pocos visionarios
lograron vislumbrar el peso del crecimiento de las poblaciones
musulmanas en la desintegración de la Unión Soviética, o el papel
del campesinado y de los “chinos de ultramar” en el despegue
vertiginoso y crecimiento acelerado de la economía china.
Las tendencias económicas y sociales dentro de la sociedad, aparte
de la oficial, o las características de las regiones dentro de un
país, no fueron tomadas en consideración, pero son las que han
prevalecido en las transiciones post-comunistas.
Ninguno de los partidos comunistas del antiguo bloque soviético,
incluyendo el cubano, resultaba una maquinaria disciplinada de
arriba a abajo, sin criterios, y manipulada totalmente desde la
cúpula. Esa es una visión generalizada durante la guerra fría y
extraída de la colectivización forzosa estalinista y del terror
masivo del maoísmo. El proceso dentro de cada uno de tales partidos
conllevaba una pugna intensa por acomodar intereses regionales, de
grupos a veces ingobernables, de interacción de intereses económicos
regionales, y de intereses enfocados exclusivamente en corrupción y
enriquecimiento ilegal.
Las pugnas y políticas durante la NEP, la desestalinización en la
URSS (elegantemente llamada “deshielo”), el levantamiento húngaro,
el “sectarismo” y la “microfracción” cubana, la Primavera de Praga,
las reformas húngaras, no son cambios estratégicos introducidos por
la cúpula, sino resultados de presiones internas de grupos con
diferentes horizontes políticos.
En Cuba se vio no solamente en la micro-fracción, sino también en la
pugna por los estímulos morales o materiales, en las diversas
posiciones entre una estrategia azucarera o la vía de la
industrialización, en los choques entre el “sistema de
financiamiento presupuestario” guevarista y el “cálculo económico”
clásico-soviético, en el nuevo y fresco marxismo de enfoque
“guerrillero” y “occidental”, coqueteando con la “nueva izquierda”
norteamericana y el marxismo-no-leninismo con guiños al trotskismo y
al marxismo “tercermundista”, propugnado desde los predios de
Filosofía de la Universidad de La Habana y la revista “Pensamiento
Crítico”, en “el castrismo y la larga marcha de América Latina”
frente al tradicionalismo soviético de los partidos comunistas
anclados en la Tercera Internacional y las órdenes desde Moscú, en
los esfuerzos por introducir la descentralización en la economía en
la década de los setenta, y en los intentos de establecer un nuevo
sistema de dirección y planificación de la economía tras la debacle
de la zafra de los diez millones, entre otros ejemplos, reflejando
cada uno de ellos una lucha muy solapada entre corrientes y
fracciones, muchas de las cuales fueron liquidadas por las que
lograron imponerse y prevalecer, casi siempre las que tenían la
bendición de Fidel Castro.
La historia del bolchevismo, donde se desechó sistemáticamente la
democracia interna y los conceptos del consenso y la negociación
para sustituirlos por el funesto “centralismo democrático” y la
imposición de un grupo prevaleciente sobre los demás, es una
interminable cronología de pugnas intestinas intrapartidarias, de
grupos que no sólo reflejaban la ambición de poder sino formas
dispares de cómo construir la sociedad comunista. Los países del
antiguo bloque europeo oriental también resultan un corolario
semejante. El maoísmo no está lejos de tal esquema, y los años
finales con la subsiguiente reforma económica china dan prueba de
esta sociología.
La perestroika y el glasnost de Gorbachov eran nada más y nada menos
que las mismas posiciones enarboladas por la “oposición de
izquierda” de León Trotski, y por el modelo de sociedad y economía
socialistas que defendían Nicolás Bujarin o Evgueni Preobrazhenski
ante el estalinismo en la década de los veinte. Las reformas
económicas introducidas por Deng Xiaoping en China eran una
resurrección de las posiciones que defendía el “revisionista” Li Li
Sang contra Mao Zedong en los inicios del Partido Comunista chino.
La “institucionalización” cubana de los años setenta, o la
“actualización” del modelo que propugna Raúl Castro en estos
momentos, tienen sus orígenes en las críticas y el pensamiento de
los “micro-fraccionarios” cubanos detenidos y aplastados en 1968, y
de los “tecnócratas” defenestrados por Fidel Castro tras el tercer
congreso del partido comunista cubano en 1986.
El sistema comunista encerraba grupos de intereses contrarios, que
manifestaban los intereses de diferentes clases y estamentos de tal
sociedad (elite política, burocracia, nueva clase media, campesinos
y pequeños propietarios privados) así como diferentes
consideraciones ideológicas sobre el marxismo
(centralización-descentralización, estatalización
total-estatalización solo de los puntos claves de la economía,
integración al mundo capitalista-aislamiento del mundo capitalista,
unipartidismo-multipartidismo).
Al igual que podemos explicarnos la socialdemocracia del siglo XX y
XXI en Europa occidental y el extinto euro-comunismo como un
desprendimiento del marxismo leninista propugnado por Moscú, una
visión diferente de cómo debe ser la sociedad socialista en Europa
occidental, dentro del ex bloque soviético existieron infinidad de
variantes de cómo establecer tal sociedad, abanderadas por
diferentes grupos y personalidades. En estos regímenes existían las
tendencias grupales capaces de reformar los mismos desde su
interior. El que hayan sido abortados en sus intentos no exime su
posibilidad, como lo han demostrado los húngaros y los eslovacos en
su actual transición, que se encuentran entre las más exitosas del
post-comunismo europeo.
La incapacidad de aprehender esta dinámica grupal en el interior de
tales sociedades llevaría a conclusiones generales que serian
incapaces de pronosticar las tendencias predominantes y la actual
situación de las transiciones en el anterior bloque soviético. Por
eso, la forma en que se desplomaron los regímenes del “socialismo
real”, y en que se han desarrollado las transiciones, luego de la
euforia inicial, ha sorprendido a los politólogos, porque muchos
grupos relacionados con la cúpula de poder de antaño al final
lograron sobrevivir a la caída del comunismo y se transformaron en
fuerzas políticas o económicas dentro de la actual transición en sus
respectivos países.
La “cultura guerrillera” en el totalitarismo cubano
El castrismo constituye un ejemplo saliente de
polarización y colisión generacional, de facciones y clanes, que se
han regenerado y remodelado al paso del tiempo, y están presentes,
agazapados, esperando su momento propicio. Varias cofradías se
dibujan en este retablo cubano, con agendas difusas y estrategias de
supervivencia, aglutinados alrededor de una figura política
poderosa, de antiguos jefes guerrilleros, de caciques ministeriales,
de generales y jefes de ejércitos, y de secretarios provinciales del
PCC y líderes territoriales, en medio de una constante puja, y
conspiraciones, y donde las estructuras y cargos del poder formal o
las relaciones familiares representan mucho menos que las lealtades
forjadas al calor de la cultura guerrillera.
Estas posiciones de grupos han pesado en la política interna y
externa del castrismo, y mucho más aún tras la enfermedad y
desplazamiento de Fidel Castro y el surgimiento del neocastrismo
bajo la dirección de Raúl Castro, y se harán sentir con mayor
intensidad en cualquier transición. Las máximas figuras en la élite
castrista se han movido siempre dentro de las instituciones, pero a
la vez dentro de sus propios feudos -territoriales o
socio-sicológicos- , acompañados de “su” clientela, sus fieles y
adeptos, al estilo de los patricios romanos.
La preocupación fundamental en la élite cubana es la sucesión
política y si ella podrá realizarse a partir de los débiles
instrumentos legales y constitucionales existentes en el país o
deberá establecerse por la fuerza y la represión. Porque en ningún
momento esa élite vislumbra un escenario democrático, donde la
voluntad “del pueblo” vaya a ser tenida en cuenta a la hora de
distribuirse poderes, territorios, privilegios y espacios
económicos. Por eso la crisis dentro del régimen devendrá aguda,
pues la transición postcastrista puede tener lugar en medio de una
lucha brutal entre los grupos e individualidades para ampliar sus
espacios de poder y sus agendas políticas. Dentro de los nuevos
tecnócratas y burócratas ministeriales y empresariales existe la
inclinación hacia una reforma económica y una renovación política
que se hará más patente en una transición, mientras que los
“guerrilleros” y los “históricos” mantienen su mentalidad de
atrincherarse a partir de “columnas”, “frentes”, y de “¿en que fecha
fue que tú te alzaste?”.
Todo indica que en su período inicial, la eventual transición en
Cuba no tiene formas ni mecanismos para escapar a una crisis. La
débil historia democrática del país, la violencia política, la
presencia de grupos en pugna dentro de la esfera del poder y de las
fuerzas armadas y las instituciones de la seguridad, el caudillismo,
la militarización de la sociedad, las presiones “desde afuera” de un
exilio que puede decidir muy poco como entidad en “la hora de los
hornos”, la vasta cantidad y la debilidad de organizaciones internas
de oposición y disidencia contra el régimen, la limitada aceptación
del papel de la Iglesia en un eventual proceso de negociación, la
falta de una visión general del camino a seguir (donde hasta ahora
está más claro para todos lo que no se desea que lo que
verdaderamente se desearía), el aislamiento del país con respecto a
sus vecinos, que los dificulta para una circunstancial mediación a
tiempo, los diferentes y dispares grupos internacionales con
intereses en Cuba y en su futuro, y el desconocimiento general sobre
el retablo político interno, más allá del casi moribundo Fidel
Castro, son elementos que no contribuyen para nada a que se pueda
pensar que se podría producir fácilmente una transición pacífica.
La sucesión en Cuba debería ser una preocupación importante de la
política de Estados Unidos hacia América Latina, y de la seguridad
regional para todas las naciones del continente. La postura que
adopte Estados Unidos frente a una transición que comience podría
tener derivaciones trascendentes en el proceso de sucesión, en
especial en la formación y consolidación de grupos, en los
alineamientos de coaliciones pro-democráticas, y en los principales
líderes, tanto los existentes como los que puedan surgir
potencialmente. Si Estados Unidos no logra situarse a la altura de
las circunstancias en el momento decisivo, no para intervenir y
ordenar, sino para colaborar y facilitar, la transición puede
resultar una sorpresa muy desagradable en la región.
Es un sinsentido en el escenario cubano considerar que la democracia
resurgirá simplemente porque “muerto el perro se acabó la rabia”, y
que sería cuestión de algunos meses o cuando más de un par de años
para restaurar una democracia, con elecciones transparentes y
multipartidistas, que, por otra parte, ni era perfecta ni fue
siempre respetada, y como si no hubieran existido “manengues”, robo
de urnas, incendios provocados en juzgados para hacer desaparecer
los registros electorales, pucherazos y golpes de estado.
Desde el momento mismo de la desaparición física de Fidel y Raúl
Castro, tan pronto terminen los grandiosos funerales, existirá un
período, que puede tomar años, donde se va a determinar quién o
quiénes van en definitiva a regir los destinos de la nación, pero
que de seguro no van a ser personas que residan en Miami y que
serían llamadas con urgencia para regir los destinos de la futura
nación; y esa definición del futuro nacional va a tener lugar en
medio de una lucha brutal entre los grupos para imponer su hegemonía
de poder en la nación y definir su programa político, que no por ser
de un grupo o una camarilla tiene que estar más claramente definido
que el de cualquiera de sus adversarios.
Existen, por tanto, razones para juzgar la eventual transición hacia
la democracia en Cuba desde el mismo ángulo de complejidad e
incertidumbre: porque es parte de la cultura política del país, por
cualquier razón; ya que esa ha sido la historia del castrismo;
puesto que el régimen castrista (y sus instituciones, incluyendo las
armadas) está actualmente plagado de grupos en intensa querella;
porque el exilio y la disidencia interna (lo que hoy percibimos como
la parte más moderna de nuestro quehacer político) responden al
mismo esquema de intensas pugnas de partidas (no partidos) y
caudillos.
La transición no se va a circunscribir a un proceso de reforma
económica hacia una economía más o menos mixta, de mercado, o de
cualquier otro modelo, y a la eliminación de vetustas restricciones
“políticas” leoninas, como los “permisos de salida” y la
flexibilización de infames regulaciones, como los mecanismos de
“peligrosidad pre-delictiva”. Esa transformación de la realidad
económica cubana será el aspecto más sencillo y, a la vez, el que
más rápidamente comience a mostrar sus resultados a favor de la
población y sus niveles de vida, fundamentalmente en lo referente a
la alimentación, vestuario, transporte y condiciones de vivienda (en
ese mismo orden precisamente).
La transición resultará un escenario de batalla política donde el
desplazamiento hacia una agenda de economía abierta se realizará con
más rapidez que en la política. Aquí, las alianzas políticas tendrán
más peso que el argumento de si la economía militar de las fuerzas
armadas se halla en un proceso más flexible y experimental que el
resto de la economía nacional. Y no habría que sorprenderse si en un
plazo relativamente breve se impone determinada laxitud a los
mecanismos de autorización de la inversión extranjera y la creación
de empresas mixtas, incluyendo la participación de capitales de
exiliados cubanos. Pero todo esto, siempre, desde el punto de vista
de acelerar las “reformas económicas”, quedando pendiente de
solución la compleja gama de todos los aspectos jurídicos y
legislativos que deberán acompañar estos procesos, y cuya velocidad
y profundidad dependerán de cómo se diriman las pugnas por el poder
dentro de la élite.
De todas maneras, la casta militar cubana se halla en el poder, y no
solamente dentro de las estructuras y mecanismos de las fuerzas
armadas y el ministerio del interior, y la “solución militar” a la
sucesión, es decir, el control directo desde el ejército sobre el
gobierno, implica mayor peligro que si esas fuerzas armadas fuesen
sólo árbitro de grupos civiles en disputa. Lo que tenemos entonces
en realidad, en el contexto de la eventual sucesión, es desde ya
mismo una sucesión en crisis con todas sus complejidades y
eventualidades.
Para tener una aproximación a la hipotética transición, es necesario
analizarla desde un prisma de luchas de grupos que tiene lugar en la
cúpula del poder, en las fuerzas armadas y el ministerio del
interior, en la disidencia y la oposición, en el exilio. En su
período inicial, y que puede abarcar años, la transición en Cuba no
tiene formas ni mecanismos para escapar a tal destino.
Casi todos los análisis políticos sobre el futuro de Cuba se han
hecho soslayando este elemento decisivo. Para eso se impone
esclarecer los entresijos del poder político del castrismo y el
neocastrismo, identificar no solamente los viejos grupos (los
llamados “sospechosos habituales”), sino también los nacientes, y
los posibles. Es necesario distinguir las personalidades con
verdadero poder, sus inclinaciones políticas y sus alianzas, y no
confundirles con los ejecutores visibles de ese poder, que pueden
haber disfrutado o disfrutar de sus quince minutos de fama, o tener
cierto “name recognition” y aparentar un poder que no vas más
allá del vicariato, es decir, poder que pueden ejercer “en
representación de” pero no por derecho propio, y que se les puede
cercenar de un momento para otro, porque no disponen de liderazgo
efectivo ni de ningún poder de convocatoria, ni disfrutan
verdaderamente de ningún poder real, sino exclusivamente vicarial.
Así ha sido en Cuba desde 1959 hasta ahora, y así será, con o sin
los hermanos Castro en vida, mientras la “cultura guerrillera” y las
individualidades “históricas” que la sustentan se mantengan,
mientras siga imperando como principal y en casi todas las ocasiones
el único mecanismo de legitimación la ya anteriormente mencionada
famosa pregunta de “¿en que fecha fue que tú te alzaste?”.
Interrogante a la que nunca podían responder esos delfines ungidos
por Fidel Castro, como Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, Carlos
Valenciaga, Otto Rivero o Hassan Pérez Casabona. Ni tampoco pueden
ahora responder Alejandro Castro Espín o su hermana Mariela, ni
“Fidelito” Castro Díaz-Balart o “Tony” Castro Soto del Valle, de ahí
que todos ellos (tanto los “tronados” como los que están en el
actual “hit parade”) puedan ocupar determinados cargos de gobierno o
espacios en los medios de difusión y llamen la atención de la prensa
extranjera y la academia despistada, pero nunca serán los verdaderos
herederos del poder ni tienen la más mínima posibilidad de serlo,
por mucho que los “expertos” juren cualquier cosa en contrario. No
es lo mismo heredar la mansión con piscina y muchas comodidades, el
yate o los viajes al extranjero, por ser el vástago de un personaje
histórico, que heredar las riendas del poder, reservadas única y
exclusivamente para los guerrilleros que en las sierras han sido.
A partir de estos criterios, hay que seguir los pasos a los grupos e
individualidades con verdadero poder en Cuba, mezclados y
confundidos en la política general del país, y seguir su desarrollo,
los choques internos, las movidas de alianza. Y eso solamente se
puede lograr analizando fríamente, sin prejuicios ni ideas
preconcebidas, sin querer o tener que aceptar el mito de la “unidad
monolítica del liderazgo revolucionario” o el de la “fidelidad
eterna” de los “históricos a esta o aquella personalidad. Las
lealtades de 1959 o hasta las del 2006, no son las mismas en estos
momentos, ni tienen por qué serlo. Figuras encumbradas del liderazgo
han fallecido o han perdido su protagonismo por diversas causas, y
otras que años atrás no despuntaban tanto se encuentran ahora en las
cimas de la élite.
Y nada sería más falso que creer que a la muerte de los hermanos
Castro, y principalmente la del Comandante en Jefe “aquello se
desmorona como un merengue en la puerta de un colegio”. Aferrarse a
esos criterios solamente demuestra una tozudez rayana en la
irresponsabilidad, una ignorancia digna de antología, o ambas cosas
a la vez.
Sólo a partir de un enfoque realista y frío es que podrían
identificarse con mayor certeza la opción u opciones de la
transición; cómo se va a desarrollar la misma; qué intereses
internacionales puede afectar cada una de ellas; qué modalidad
política le espera al país; qué problemas de seguridad regional se
van a gestar. Sólo a partir de ello es que se puede considerar de
qué manera es posible influir, desde ahora, y desde dónde, en una
solución no traumática para el pueblo de Cuba y afín a la ética
política, seguridad e intereses de los países de la región.
(continuará)