eichikawa
Arnaldo M. Fernández
Al indagar el pasado con ánimo preconcebido, la cubanología no vacila en contar hasta la rara historia que nadie supo. El historiador Manuel Cuesta Morúa explica
qué es el castrimo cultural como una salación gallega, sin anclaje en la nación cubana, y a tal efecto no puede menos que inventar esta justificación histórica: «No se es cubano necesariamente si se nace en Cuba en 1926. El flujo de inmigración a Cuba de la época retarda el proceso endógeno de cimentación cultural y pasma abruptamente el ajiaco del que mucho escribió el etnólogo cubano Fernando Ortiz». Lo pasmoso es que Ortiz no aludiera siquiera tangencialmente a esta peripecia de su ajiaco. Cuesta Morúa muestra cómo el vigor intelectual de la cubanología puede cifrarse hasta en la presunta ignorancia de los demás.
Ante la historia oficial tan monolítica del castrismo, el revisionismo cubanológico tiende a la misma rancia espistemología objetivista: unas historias cerradas se remplazan por otras de igual cerrazón, a las cuales simplemente se atribuye moralidad superior, como si la historiografía se juzgara por su alineamiento a tal o cual bandería que pregona ser portadora de verdad y justicia.
El historiador Pedro Corzo ha pergeñado
Cuba: Cronología de la lucha contra el totalitarismo (2007) con encomiable compilación de hechos que la historia oficial acostumbra a ocultar o poner enseguida a un lado. Sin embargo, el espíritu de partido trasciende y así, las historias oficial y revisada se tornan tan inconciliables que la discusión se rebaja al esquema de la esquina caliente del Parque Central en que los habaneros porfían sobre pelota.
Al tachar de delatores a jóvenes alfabetizadores muertos por alzados en el Escambray, la cronología entra en sincronía con la historia oficial para girar alrededor de disyuntivas absolutas, como si el juicio histórico fuera penal y sólo cabe una de dos: guilty or not guilty. ¿Eran delatores los jóvenes alfabetizadores? Quizás unos sí y otros no, pero despacharlos a todos como delatores entraña igual tesitura que tildar de bandidos a todos los alzados.
La historiografía no aguanta códigos binarios ni planteos en blanco y negro, sino que exige justificar cada afirmación o negación con la lógica de los hechos. Sólo después de establecerlos pueden manejarse valoraciones y aun situaciones contrafácticas, pero la cubanología muestra especial proclividad a manejarlas para remplazar un mito por otro.
Así, la cronología precitada ofrece el tracto histórico del Frente Revolucionario Democrático (FRD) al Consejo Revolucionario Cubano (CRC) sin dar pista siquiera de que su disolución se precipitó hacia junio de 1963 —bajo la presidencia del nieto de Antonio Maceo— por ballyhoo sobre otra invasión a Cuba, que resultó ser pura invención y terminó en la picota pública con reportaje del Premio Pulitzer (1962) Hal Hendrix (Miami News).
Para guardar las apariencias del FRD, Rojas
precisó que se había conformado (1960) con partidarios de «la revolución nacionalista (
sic) democrática». El propio Rojas escribió la introducción al dossier «La primera oposición cubana» (
Encuentro [Madrid]
, No. 39, invierno 2005-2006, páginas 125-87) y allí mismo el historiador José Manuel Hernández, miembro de la Comisión Planificadora del FRD, atestiguó que el nombre «lo escogieron los cubanos», pero el FRD fue criatura «de la política de Estados Unidos», como consecuencia directa del
Cuban Project elaborado por la CIA (página 134).
Todo parece indicar que muchos cubanólogos esgrimen la historiografía con intención de que el pasado cumpla cierto deber para con la patria, en vez de cumplir la misión disciplinaria de sacar del olvido o de la ocultación sin apartarse de la noción enfática de verdad, que dista mucho de ser cuestión filosófica enrevesada: para contar la verdad, tal y como todos esperan, basta que el historiógrafo remueva las mentiras del pasado y del presente.
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Foto © Bill Klipp (2010)
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