Foreign Policy/
Carlos Sardiña
Las irreconciliables posiciones entre el Gobierno birmano y el grupo étnico kachín.
La noche del 9 de junio de 2011 una serie de fuertes estruendos
despertaron a Labang Hkwan Tawng, una robusta mujer de 60 años,
mientras dormía con su nieto en Sang Grang, una aldea de unas sesenta
casas en las montañas del norte del Estado Kachín, en Birmania. El
sonido era inconfundible: fusiles de repetición y morteros cuyos
proyectiles llegaron a caer en pleno centro del pueblo. Aterrados y sin
tiempo para recoger sus pertenencias, Labang Hkwan Tawng y su nieto
corrieron a refugiarse en el bosque junto a otros habitantes del
pueblo. Desde allí caminaron durante días y finalmente llegaron al
campo de desplazados internos de Nhkawng Pa, situado en una aislada
zona montañosa a pocos kilómetros de la frontera con China.
Más de un año después, el pueblo está vacío y Labang Hkwan Tawng y
su nieto continúan viviendo en el campo junto a otros 1.636 refugiados.
Las organizaciones no gubernamentales locales calculan que al menos
75.000 personas han tenido que abandonar sus casas desde que aquel día
de junio volviera a estallar el conflicto entre el KIO y el Tatmadaw, el Ejército birmano, tras el frágil alto el fuego que ambos bandos habían mantenido desde hacía 17 años.
Según el coronel Zaw Tong, del Ejército para la Independencia Kachín
(KIA), el conflicto se venía preparando durante meses, cuando el Tatmadaw
decidió rodear una de presa que se estaba construyendo en el río Ta
Ping, muy cerca del pueblo de Labang Hkwan Tawng. La zona se halla en
el límite de la región que, según los términos del alto el fuego
firmado en 1994 por ambos bandos, debía estar bajo el control del
KIA/KIO y los kachín consideraron el movimiento de tropas un acto de
agresión.
Durante los últimos meses, al mismo tiempo que el presidente Thein Sein iniciaba un incierto proceso de apertura política
que ha recibido el apoyo, y hasta el aplauso, de una gran parte de la
comunidad internacional, la guerra en el Estado Kachín no ha hecho más
que recrudecerse. Y el futuro de Birmania probablemente se juegue tanto
en la capital Nayipyidaw como en las remotas montañas del norte.
Las raíces del conflicto son tanto políticas como económicas. El KIO
lleva luchando contra el Gobierno central desde su fundación en 1961,
primero por la independencia y, a partir de mediados de los 70, por la
autodeterminación dentro de un Estado federal, tal y como habían
acordado los líderes kachín y otras minorías con el general Aung San,
padre de Aung San Suu Kyi y artífice de la independencia birmana, en el
Acuerdo de Panglong de 1947. El acuerdo contemplaba un Estado federal
con autodeterminación y el derecho de secesión en diez años para las
minorías étnicas que lo firmaron, pero, tras la muerte de Aung San
pocos meses después, ningún Gobierno birmano lo ha respetado nunca.
Los kachín, en su mayoría cristianos baptistas y católicos, han
vivido en esa región montañosa durante siglos, y tienen una lengua,
una cultura y unas costumbres distintas a los bamar, en su mayoría
budistas, que habitan las regiones centrales del país. Hasta la llegada
de los colonizadores británicos en el siglo XIX, cuando Birmania, no
existía como unidad política y territorial, los kachín, como muchas de
las otras minorías que componen el complejo puzle étnico birmano,
vivían de forma independiente y no estaban sometidos a los reyes
birmanos de las llanuras centrales.
Por otro lado, el Estado Kachín es rico en recursos naturales.
Cuenta con piedras preciosas, sobre todo jade, minas de oro, abundantes
reservas de madera de teca y grandes recursos hidrológicos cuyo
potencial no se ha escapado a la vista del Gobierno y los empresarios
chinos. A lo largo de los últimos años, el Gobierno birmano ha estado
entregando esos recursos a precio de saldo a empresarios chinos, lo que
está dañando el ecosistema y ha supuesto la expulsión de numerosos
agricultores kachín de sus tierras.
El Gobierno birmano recibe armas y el apoyo político de China, pero las relaciones del KIO con el gigante
del norte son más ambiguas. Pese a no estar reconocido por ningún país
ni organismo internacional, el KIO controla un mini-Estado a lo largo
de la frontera con la provincia china de Yunnan y cobra impuestos a
todos los camiones de mercancías que atraviesan su territorio de camino
al país vecino. Al otro lado de la frontera, muchos habitantes
pertenecen a la misma etnia kachín y, con frecuencia, los heridos más
graves del KIA son enviados a hospitales chinos. Además, durante muchos
años, el KIA luchó contra el Gobierno birmano al lado del desaparecido
Partido Comunista de Birmania, que recibía el apoyo de Pekín.
En esta guerra sucia, ambos bandos han sido acusados de cometer
violaciones de los derechos humanos. Según un informe reciente de Human
Rights Watch el Tatmadaw ha llevado a cabo violaciones masivas y usado
a civiles como porteadores y detectores humanos de minas y ambos
utilizan minas antipersona y niños soldado. La Nan, el
portavoz y subsecretario general del KIO, no niega las acusaciones pero
las matiza: según él, el KIA cuenta con algunos niños soldado
entre sus filas, pero no los recluta activamente ni los emplea para
combatir, y las minas que utiliza se desactivan en dos meses. Dado el
estricto control que el KIO ejerce sobre los periodistas que visitan su
zona, resulta imposible corroborar la veracidad de esas afirmaciones.
También resulta imposible saber a ciencia cierta la cifra de
víctimas mortales o incluso la de combatientes que toman parte en el
conflicto. Zaw Tong, coronel del KIA, afirma que los kachín cuentan con
10.000 soldados, a los que hay que sumar 20.000 milicianos de las
Fuerzas de Defensa de los Pueblos, un cuerpo de voluntarios que luchan a
las órdenes del KIA. Según él, el último año han muerto en combate
unos 200 soldados kachín y otros 200 han resultado heridos y podrían
haber caído una cantidad hasta cinco veces mayor de soldados del Tatmadaw.
Pero los dos bandos tienden a minimizar las bajas propias y a exagerar
las ajenas y, sin observadores independientes sobre el terreno, los
verdaderos hechos, como en tantos otros aspectos de una guerra casi
totalmente oculta a los ojos del mundo, son un misterio.
En cualquier caso, el coronel Zaw Tong reconoce que “ninguno de los
dos bandos podrá conseguir nunca una victoria militar clara”, porque
las fuerzas están bastante equilibradas. El Ejército birmano cuenta con
más efectivos y un armamento más sofisticado, pero “nuestras tropas
conocen mucho mejor un terreno sumamente escarpado y están bien
entrenadas en la guerra de guerrillas”. Como consecuencia de ello, el
conflicto podría mantenerse casi indefinidamente.
El objetivo de ambos bandos consiste, por tanto, en poner contra las
cuerdas militarmente al enemigo para tener una posición de fuerza en
la mesa de negociaciones. Pero, hasta ahora, no se ha producido ningún
avance. El principal obstáculo radica que ambos bandos parten de
posiciones irreconciliables. Según Sumlut Gam, jefe del equipo de
negociadores del KIO, el Gobierno birmano quiere acordar el alto el
fuego antes de iniciar un diálogo político y el KIO exige un comienzo
del diálogo como condición previa a un alto el fuego. Sumlut Gam
sostiene que el Ejecutivo ya les engañó en 1994, cuando los kachín
aceptaron el alto el fuego en primer lugar con la esperanza de que
diera paso a un diálogo político que nunca se ha producido. “En aquel
momento nos dijeron que el Ejército, que entonces gobernaba el país, no
tenía legitimidad para llegar a un acuerdo político, que debíamos
esperar a que hubiera un Gobierno civil para mantener ese tipo de
diálogo”, explica. Y ahora que en Naypyidaw hay un Gobierno oficialmente
civil, aunque fuertemente controlado por los militares, llegar a un
acuerdo entre ambas partes no parece más fácil que antes. Para el
Ejecutivo birmano, la base de cualquier diálogo político ha de ser la
Constitución aprobada en 2008, sumamente centralista. Para el KIO, el
punto de partida ha de ser el Acuerdo de Panglong de 1947.
Mientras tanto, decenas de miles de refugiados permanecen en unos
campos a los que la ayuda internacional llega con cuentagotas. Según
Mary Tawn, cofundadora de la ONG local Wungpawng Ningthoi (“Luz para el
pueblo”), la ayuda de organismos internacionales a los desplazados
internos en territorio controlado por el KIO ha sido totalmente
insuficiente, debido a que el Gobierno birmano se ha negado a dar los
permisos necesarios. Como consecuencia, en los campos no siempre se
dispone de los alimentos o medicinas suficientes.
En un contexto de aislamiento internacional casi total, los kachín
se ven obligados a luchar y sobrevivir solos. Hasta el momento, y dadas
las circunstancias, organizaciones locales como Wungppawng Ninthoi han
realizado un trabajo ejemplar administrando los campos de desplazados
internos, pero existe un peligro muy real de que el conflicto degenere
en una auténtica catástrofe humanitaria de grandes proporciones.
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