Eugenio
Yáñez y Juan
Benemelis
El capitalismo, sociedad condenada; el
“socialismo
real”,
solución condenable
Es indudable que la adopción de la teoría conspirativa por parte del
grupo “mesiánico” de los guerrilleros que asumió el poder cubano en
1959, al igual que los bolcheviques, partía del criterio de que
podía establecer el paraíso en la Tierra. Por eso no atinan a ver en
claro que su fracaso, al no lograr la creación de ese paraíso,
paraíso que es el de ellos mismos, es producto de su ineptitud y lo
utópico del proyecto, no de la “malevolencia del demonio imperial”,
que tendría intereses creados en el infierno.
Porque siempre es mucho más fácil culpar de los continuos fracasos a
un malvado difuso y externo -mientras más etéreo mejor- que asumir
la responsabilidad por los errores cometidos.
La idea de que las consecuencias inesperadas de las acciones
políticas de los individuos responden siempre a conspiraciones de
capilla y malvados designios, lleva entonces a la formulación de
regulaciones que enuncian “lo que no podemos hacer”, dando sustento
óseo al totalitarismo que, como metástasis, se extenderá por todo el
tejido de la sociedad. De ahí que La Habana reprima todos los
criterios divergentes, y en el exilio se piense que Changó y San
Lázaro decretaron un castigo purgatorio para la nación cubana.
Ni la casta política que dirigió a Cuba desde 1933 a 1959 tenía que
ser tan ineficiente en términos democráticos (a diferencia de la
eficiente casta gerencial en esa misma época); ni Cuba, fatalmente,
tenía que caer bajo la bota castrista; ni Cuba necesariamente va a
implementar de inmediato un hecho democrático eficiente, como todos
queremos; o un modelo neo-castrista, como la nomenclatura raulista
aspira. El futuro queda en el horizonte de los imponderables, pues
la historia no es un resultado lineal de causa-efecto.
Pero, si como se ha demostrado científica y fehacientemente, es
imposible construir una máquina que sea ciento por ciento eficiente,
¿cómo se puede pensar que podríamos disponer de una teoría -una
solita, cualquiera que sea, y por mucho que se diga no solamente que
es “científica”, sino la única científica posible- que lo explique
todo? Esa teoría (ontología-epistemología) no sólo es insostenible,
sino que impide comprender las verdaderas explicaciones y
consecuencias de las acciones posibles y, de este modo, ayudarnos a
elegir los cursos de acción.
Todas las predicciones del desplome del capitalismo
de Occidente -piedra angular de la doctrina comunista desde el
“Manifiesto”, y posteriormente “enriquecida” por la “teoría”
leninista del imperialismo- resultaron falsas, a pesar de la
carnicería de la Primera Guerra Mundial, la gran depresión de
1929-1933, el ascenso de los fascismos y el totalitarismo, y la
carnicería aun mayor de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, se
siguió martillando en el milenarismo apocalíptico, el mismo de
origen inmemorial y estructuralmente legendario, pero ahora con un
“fundamento científico”, que en suma resultaba un imaginario forzado
en teoría, una nueva religión que a sus dogmas los llamaba “leyes
científicas”, y a sus barbaridades para dirigir la economía,
“regularidades”.
Una persona honesta puede estar suficientemente convencida de que su
visión del mundo es verdadera, en tanto y en cuanto no haya pruebas
en contra. Los marxistas más fieles a los clásicos, aun cuando lo de
la honestidad pueda ponerse en razonable duda, o al menos no
aceptarse 100% en todos los casos, estuvieron dominados por una
concepción aborrecible consistente en “la política de derribar todo
con la esperanza de que algo bueno pueda salir de todo ello”, bajo
el imperativo de tratar de hacer “un mundo mejor”.
Entonces, aferrados a los balbuceos del Marx
hegeliano, principiante y mediocre, llamado “el joven”, un texto
mañoso del húngaro Georg Lukács, algunos atisbos de León Trotski,
tres o cuatro frases de Gramsci, otras de Karl Kosch, destellos
intelectuales de Jean Paul Sartre, y herencias incoherentes de
“mártires” de los soviets como Nicolai Bujarin y Evgueni
Preobashenzky, un batallón de intelectuales europeos y otros
europeizados, en la entre-guerra y la post-guerra (Louis Althusher,
Charles Bettelheim, Albert Camus, Franz Fanon, Ernest Mandel,
Galvano della Volpe, Regis Debray), trató de validar el
diagnóstico, cada uno a su manera.
Se llegó incluso, mediante acrobacias teóricas
inigualables, a presentar a los movimientos descolonizadores
afro-asiáticos, así como a los marginados y excluidos de la sociedad
primermundista, como los verdaderos y potenciales “edificadores” del
socialismo. Entristecía realmente ver a un filósofo de la talla de
Jean-Paul Sartre proclamar al marxismo como la “filosofía
insuperable de nuestro tiempo”, asegurando que aunque no creía en el
materialismo dialéctico sí creía en el histórico, y a muchas
personas instruidas y bien formadas en Europa y América embelesarse
con las ideas de Herbert Marcusse o los llamados de Daniel
Cohn-Benditt, sin hablar del masivo e irracional enamoramiento con
las “teorías” de Che Guevara, que no se cumplían ni en su propia
casa.
Estos marxistas, o lo que fueran bajo ese nombre con
el que coqueteaban muy gustosos, incapaces de vivir en Moscú, Pekín,
Bucarest, Pyongyang, Hanoi, Tirana o La Habana, -cuando más,
temporalmente y con determinados privilegios muy bien especificados
antes de mudarse, en Praga o Budapest, disfrutando de cerveza oscura
en U Flekú, de excelentes gulashs junto al Danubio, o de salchichas
y cerveza en el Berlín “democrático” rodeado por un muro-
convertidos en profetas universales por elección propia, inculcaron
a sus seguidores una dimensión pseudo-religiosa, onírica y hasta
supersticiosa, repleta de catástrofes venideras. Así plagiaban, a
pesar de su “materialismo científico”, del cristianismo de las
catacumbas las promesas de liberación humana, de los cátaros una
sociedad justa, y de los renacentistas un Estado racional sustentado
en las “ciencias”.
Lo que más intrigó en el siglo XX es que esa extraña
alquimia de “ciencia económica”, de “metafísica racionalista de la
historia” y de una escatología laicizada ejerció por casi todas sus
décadas una atracción inconcebible, capaz de despreciar verdaderos
conocimientos y experiencias comprobadas, en aras de un “futuro” que
nunca llegaba ni podría llegar. Los intelectuales irrumpían en los
salones con los textos marxistas como novísimas indulgencias de
salvación de las frágiles e inciertas actividades humanas, con algo
tan incuestionable como “las leyes de la Historia”.
Y, naturalmente, su “marxismo” no pasaba de criticar
con relativa indulgencia los crímenes de Stalin (exonerando a
Lenin), y miraba hacia otro lado cuando “el enemigo” mencionaba el
imperialismo soviético, el extenso y omnipresente gulag, la KGB por
encima de las leyes y el derecho, la masacre de Budapest, la
invasión de Checoslovaquia, la guerra fronteriza con China, la
invasión de Afganistán, o el derribo en pleno vuelo de un avión de
pasajeros surcoreano, puras “campañas de propaganda”.
El proyecto del premier soviético Nikita S.
Jruschov, de hundir al capitalismo con los manuales de
marxismo-leninismo, y su irresponsable y enloquecida declaración en
el XXII Congreso del PCUS de que “esta generación vivirá en el
comunismo”, se convirtió en un delirio, como único podía ser. Ni la
“Primavera de Praga”, ni los coqueteos rumanos y polacos con
occidente, ni las tímidas reformas económicas de 1965 en la URSS, ni
la Perestroika de Mijail Gorbachov, ni los gatos de
diferentes colores del chino Deng Xiaoping, ni el Doi Moi
vietnamita, reformaron al irreformable comunismo leninista, llamado
“socialismo real”, a partir de sus propios mecanismos.
Todos echaron mano, en mayor o menor medida, a
cualquier idea proveniente del “capitalismo decadente”. Y, muy
elegantemente, y con todos los honores, lanzaron a “los clásicos” al
basurero de la historia. Solo un puñado de “viudas de Marx” en
capitales latinoamericanas, y el mediocre equipo de dirección
político-económico que ha regido la Isla de Cuba desde 1959,
mantienen los desgastados slogans y esquemas de una era que ya se
desvaneció en la historia contemporánea.
El “socialismo real”, esa “creación” de un marxismo-leninismo
eslavo-zarista para la universalización y generalización del
bolchevismo de Saigón a Berlín, impuesto bajo las esteras de los
tanques y a punta de bayoneta al resto del mundo, nos permite, con
todo derecho, cuestionar la honestidad de la intención o la
ingenuidad del esfuerzo de muchos de sus apologistas, y demostró
absolutamente su fracaso.
No fue capaz de lograr lo que incluso el feudalismo de los
príncipes, el régimen sultánico, las satrapías asiáticas, las
confederaciones tribales africanas, o las sociedades precolombinas
en América venían aplicando: la justicia en el mercado. Ni la
diversidad de la oferta y la adecuación de los precios al poder
adquisitivo y el regateo y la negociación de los precios en los
tianguis pre-colombinos mexicanos, las kashbas árabes, las candongas
africanas, o cualquier puesto de ventas chino, lo que no lograron
los soviéticos, ni con la perestroika, más allá del limitado “rila”
(mercado libre campesino).
El surgimiento del capitalismo
Aún estamos arrastrando conceptualizaciones filosóficas, económicas,
sociológicas y políticas de los años de la guerra fría, bajo un
manto de dogmatismo que en ocasiones ni en las religiones más
“liberales”, en que cualquier variedad de pensamiento crítico, o
racional pero fuera de la corriente “lógica” comúnmente aceptada, en
ambas orillas ideológicas, es vista con suspicacia. En términos
filosóficos, adoptamos las ideas de un sistema (sea democracia,
tiranía, comunismo, totalitarismo, monarquía) como si fuese una
especie de panacea o condena, que nos obliga a admiración o
abjuración perpetua, pero que no admite estados intermedios ni
modelos híbridos.
La revolución francesa fue la culminación del racionalismo y el
enciclopedismo en el choque entre el derecho público y la razón de
Estado, algo que en nada tiene que ver con tiranía, comunismo o
democracia, y que puede hallarse en contradicción o violentarse en
un régimen democrático, como los Estados Unidos esclavistas del
siglo XIX, que casi cien años después de la independencia y la
“libertad” tuvieron que librar una violentísima y cruenta Guerra
Civil para abolir la esclavitud, seis décadas más para otorgar a
regañadientes en los 1920 el derecho democrático al voto al 50 % de
la población, las mujeres, y otras cuatro décadas después pelear la
batalla de los “derechos civiles” para aplastar la discriminación
racial; o en sorprendente armonía en un régimen oligárquico, como la
Venecia o la Florencia de los siglos XIV al XVII, lo que culminaría
en el “Renacimiento”, el sorprendente desarrollo de las ciencias y
el comercio, las profundas reformas religiosas y el desarrollo de la
burguesía y las sociedades industriales.
La creación de la conjunción del Estado democrático con la economía
de mercado, en la Francia jacobina, girondina y napoleónica
–guillotinas, degollinas e invasiones desde Portugal a Rusia y
Egipto incluidas-, sin embargo, no reprodujo tal esquema en sus
colonias. Así, mientras el código napoleónico expandía las bases
para el “capitalismo” en Europa y liquidaba las sociedades feudales,
aunque Napoleón fuera derrotado en Waterloo y enviado a Santa Elena,
en las colonias no reconocería la fusión del derecho público con la
razón del Estado, y por eso negaría no sólo la independencia de
Haití, sino apoyaría también el mantenimiento de la esclavitud.
En la “culta” Europa, aunque no siempre se exprese de esa manera, no
fueron las degollinas “republicanas” del Terror de Dantón o del Gran
Terror de Maximiliano Robespierre las que extendieron las economías
de mercado y las “democracias” en el continente, sino las guerras
imperiales y los códigos de Napoleón Bonaparte.
El radicalismo político inglés, al imponer el parlamentarismo a una
monarquía previamente descabezada (literalmente) en 1640 y
posteriormente restaurada en 1688 tras devolver los descabezamientos
al bando contrario, al liberar al mercado, resultó una proyección
utilitaria, que llevó a los mismos resultados que a los holandeses,
o los franceses de “la revolución”, sin tanta teoría ni
enciclopedistas.
No puede negarse la reflexión teórico-jurídica sobre la práctica del
gobierno hecha por John Locke; pero, no se trataba de defender al
consumidor ni al citoyen, sino de definir la esfera de
competencia en términos de utilidad: puro pragmatismo en su más
amplia extensión y expresión, tecnología de gobierno y derecho
público -legendaria especialización de los ingleses no solamente en
sus Islas, sino también en sus colonias-, con lo cual se procuraba
limitar la línea pendiente indefinida de la razón de Estado, para
permitirle al mercado una pendiente indefinida sin límites, enfocado
al máximo beneficio, sacudiéndose de las reglamentaciones de
“justicia al consumidor” para establecer e imponer la “justicia del
mercado”.
La dominación política europea fue terminada con
eficacia en la confrontación suicida de las dos guerras mundiales
del siglo XX. Repentinamente, tras la primera guerra (1914-1918),
llamada “Gran Guerra” porque no se creía que pudiera haber otra
igual, los gobiernos democráticos sustituyeron a un anfitrión de
monarquías y de imperios.
Tras la Segunda (1939-1945) los movimientos
anti-colonialistas y el malestar de la explotación del trabajo
barrieron el mundo colonial y crearon el “tercer mundo”, aunque el
imperio soviético se extendió desde Vietnam al Muro de Berlín, con
extensiones aisladas, heréticas y heterodoxas tanto en La Habana
como en Luanda, Addis Abeba, Adén, Phnom Penh y Vientiane.
Es así que el “capitalismo” fue la primera ideología moderna fundada
primariamente en una base económica o material, y un importante paso
en la transformación desde una sociedad dominadora hacia una
participativa desde el punto de vista de la elección de los líderes,
pero a la vez sesgada en estamentos de acuerdo a sus participaciones
en los procesos productivos, que los marxistas identificarían como
“clases”.
Economía de mercado y democracia no tienen que marchar de la mano
Es conveniente aclarar que desde la proclamación teórica de la
democracia (si se quiere puede decirse que a partir de Locke y el
parlamentarismo inglés), hasta su realidad práctica en la segunda
mitad del siglo XX, luego de conceder el voto femenino, descolonizar
las metrópolis y reconocer la injusticia de las prácticas
discriminatorias contra las minorías, el camino recorrido fue de
casi trescientos años, amén de que las democracias suiza,
norteamericana, francesa, sueca, israelí, hindú o inglesa, para
citar algunos ejemplos, son diferentes. Y las economías de mercado
en Estados Unidos, Rusia, Egipto, Alemania, Australia, Singapur,
Japón, o Argentina, son diferentes.
Asimismo, la combinación de democracia política con economía de
mercado, nunca gesta el mismo modelo. ¿Acaso no existía en la Cuba
decimonónica una economía de mercado, conjuntamente con una economía
esclavista y un régimen político colonial autocrático? ¿Acaso no
existía una economía de mercado bajo un régimen oligárquico
teocrático de los sultanes turcos-otomanos? ¿Acaso no existía una
economía de mercado en la Alemania nazi, bajo un régimen político
totalitario? Entonces ¿por qué asombrarse de una economía de mercado
en desarrollo bajo el totalitarismo comunista chino, o el
vietnamita? ¿Dónde se halla la incongruencia?
Al igual que fue posible una economía de mercado bajo el Egipto
faraónico, una economía de mercado bajo la monarquía de Isabel I de
Inglaterra, una economía de mercado bajo el Zar Pedro el Grande, una
economía de mercado bajo el Kuomintang chino, una economía de
mercado bajo los tiranos latinoamericanos, una economía de mercado
bajo el África colonizada… es posible que funcione una economía de
mercado bajo un régimen totalitario comunista, sin llevar
necesariamente al país al hecho democrático.
De la misma manera, existía un régimen político democrático en la
Grecia esclavista, en la Roma esclavista, en las cuasi feudales
ciudades comerciales italianas, en los kanatos mongoles, en los
cantones suizos medievales, en los iroqueses norteamericanos.
Entonces, no asombraría un régimen de dirección política democrática
encaramado en una economía que no sea de mercado.
Además, por su énfasis en el poder adquisitivo individual, la
competitividad y codicia, su jerarquismo inherente y su continua
dependencia de la violencia como última ratio regis, el
capitalismo siguió siendo fundamentalmente androcrático, machista.
El capitalismo, como lo conocemos, descansa en la supremacía
masculina.
Ya en los tiempos del nacionalsocialismo, el fascismo y el
comunismo, resultaba claro que la conducción totalitaria no era algo
fortuito, sino un síntoma de la marcha de una parte de la sociedad
mundial, aquella en la que sus líderes aportaban a la tecnología por
sobre los seres humanos: no eran totalitarios porque lo hubieran
escogido así, sino porque era la única forma posible de hacerlo en
sociedades donde, con independencia de lo que se proclamara en la
propaganda, “la masa” era más importante que el ser humano
individual. El perfeccionamiento de la técnica, la extensión de los
medios de transporte y de las comunicaciones, así como el incremento
de la población, determinan una organización rígida, que en la etapa
de las sociedades industriales “justificaba” una centralización
extrema y hasta antidemocrática, pero que posteriormente es algo que
resulta absolutamente incompatible y anacrónico en tiempos de la
globalización y la sociedad de la información.
El humano racional del siglo XX, exaltado en la expansión
industrial, las tecnologías de destrucción o de intensificación del
trabajo, la regimentación de la producción en línea y la
codificación poblacional en máquinas de cálculo antecedentes de las
computadoras, fue el propagador del militarismo, con su idealización
de la violencia, consolidando la conexión entre dominación
masculina, guerra y autoritarismo; fue el gestor de las masacres de
Verdún en la Primera Guerra Mundial, de la guerra química, del gulag
soviético, de los campos de concentración nacional-socialistas, del
aplastamiento de la insurrección del ghetto de Varsovia, de la bomba
atómica en Hiroshima y Nagasaki, de la masacre de militares polacos
en Katyn por los soviéticos, de la “idea Suche” norcoreana, del
aplastamiento de la insurrección húngara en 1956, de las invasiones
de Checoslovaquia tanto en 1938 por los nazis como en 1968 por los
soviéticos, de las guerras coloniales en Asia y África, del Muro de
Berlín y la macabra “Orden 101” de disparar a matar, de las Unidades
Militares de Ayuda a la Producción en Cuba, de las dictaduras
militares de América Latina, del gran salto hacia adelante y de la
revolución cultural proletaria de Mao Zedong, de la sangrienta
camboyización de Pol Pot, de gobernantes alienados como Idi Amin
Dada y Jean Bedel Bocassa, el emperador caníbal, y de la tragedia
étnica yugoslava, entre muchas otras cosas.
También ha provocado la bancarrota de su hábitat canibalizando la
ecología planetaria, dentro de una sociedad democrática capitalista,
o una totalitaria comunista, que descansando en la supremacía
masculina, la ha regimentado como una colonia de insectos, donde la
recompensa es el dinero, la fama o el poder -aunque, a fin de
cuentas, nada nuevo bajo el sol: ya lo había dicho Ibn Jaldún hace
varios siglos; donde la violencia es glorificada en épicas heroicas,
la mujer es concebida como animal de procreación, -Juana de Arco es
la excepción- y los hijos sirven para transmitir el nombre y la
propiedad masculina.
Autores como Henri Miller y William Faulkner exaltan el crimen como
expresión del “libre arbitrio”; los héroes de la literatura
contemporánea y del cine muchas veces son los gánsteres, los
bandoleros. Del lado soviético, Yulian Semionov y Bogomir Rainov,
con todo el apoyo de los aparatos estatales y partidistas del
comunismo, hacen héroes a espías e informantes que se enfrentan “los
malos”.
El autoritarismo, el romanticismo y el racismo resultaron las
piedras de toque de la cultura política alemana, con raíces muy
propias y autóctonas, aun antes de la existencia de una “Alemania”
unificada en el siglo XIX. Este credo trajo la Primera y Segunda
Guerra Mundial en el siglo veinte. De ser el país líder en las
ciencias y la industria se transformó en una pesadilla política que
le llevó casi a conquistar un mundo aterrorizado y a la pérdida de
su primacía en la eficiencia tecnológica y la eliminación de gran
parte de sus técnicos y científicos judíos, aunque continuamente ha
mostrado una impresionante capacidad de recuperación y
resurgimiento, un “renacimiento” tecnológico y económico que aun sus
aliados más cercanos observaron siempre con determinada
preocupación.
La esperanza de reducir la miseria y la violencia, y establecer la
libertad -todo a la vez-, que por cierto inspiró a un ejército de
filósofos en los siglos XIX y XX, es también una esperanza que nos
inspira en el exilio o en las calles de Santiago de Cuba, en una
manifestación en Madrid o una tángana en Placetas. Ello no es
prerrogativa de teóricos modernos o contemporáneos. El síndrome del
“pobre” inspiró a todas las religiones del planeta, pasando por San
Francisco de Asís, hasta los textos martianos.
Sin embargo, y a riesgo de ser considerados herejes por los
guardianes de textos sagrados de ambas orillas -como anteriormente
hemos sido acusados de “conflictivos”, “agentes de la CIA”,
“raulistas”, o “comunistas”-, hay que decir que estamos convencidos
de que esos objetivos no pueden ser alcanzados por “métodos
revolucionarios” estilo Fidel Castro, pues como se demostró en Cuba
después de 1959, sólo pueden empeorar las cosas y aumentar
sufrimientos, y conducen a todo lo contrario que supuestamente
lograrían, a un aumento de la violencia y a la destrucción de la
libertad.
Durante el siglo veinte, la riqueza material hizo de Estados Unidos
el prototipo de la nueva civilización y del nuevo ser humano, al
punto que la modernización del planeta, en esencia, ha sido su
“americanización”, cuando el nombre Coca-Cola se escribe en árabe,
coreano, chino, farsi o hindi como algo muy natural, y los actores
del cine estadounidense o sus estrellas del deporte se conocen más
en muchos países lejanos que muchos de sus líderes locales.
Con el “New Deal” del presidente estadounidense Franklyn D.
Roosevelt se conformó en la década 1930 un capitalismo de Estado (es
decir, con fuerte regulación e intervención estatal) -mucho más que
un “socialismo”, al que tanto se le teme en Estados Unidos hasta
nuestros días- que se extendió al resto de las naciones industriales
y hasta sus periferias, en la versión parodia, y que aún perdura.
Es una simplificación considerar que las sociedades preindustriales
se identifican con cierto tipo de personalidades dominantes y con el
culto al despotismo. Desde el inicio de la era moderna, en las
sociedades occidentales todo tipo de políticos han ostentado el
poder: ideólogos como Benito Mussolini, Charles de Gaulle, o Ronald
Reagan; racionalistas como Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill
o Henry Kissinger; dictatoriales como Napoleón Bonaparte, Francisco
Franco o Adolf Hitler; autoritarios, como Lázaro Cárdenas, Klemenz
von Metternich, o Juan Domingo Perón; instrumentalistas como
Benjamín Disraelí, Theodore Roosevelt, o Konrad Adenauer.
El fracaso del marxismo
Las utopías y las filosofías parece que en la actualidad ya no
ayudan como antes; los intentos emancipadores del marxismo -la mayor
aventura intelectual del siglo veinte- terminaron fracasando
estrepitosamente; el nihilismo catastrófico ahora es cultivado por
grupúsculos que la prensa occidental identifica como “militantes”, y
que al reducirlos a todos al mismo rasero genérico no describe
exactamente nada, y los recursos intelectuales del Occidente se
hallan desviados hacia objetivos inmediatos, en especial debido a la
esterilidad filosófica de Norteamérica, el país más poderoso del
planeta, pero que disfruta tanto de su pragmatismo utilitario que
muchas veces el pensar a largo plazo en el plano ideológico,
filosófico o social -nunca en la ciencia aplicada y la tecnología-
se toma como debilidad o como falta de enfoque en los problemas
concretos.
La revolución (burguesa, campesina o proletaria) siempre destruye la
armazón institucional y tradicional de la sociedad, atentando contra
el mismo conjunto de valores para cuya realización se ha efectuado,
como sucedió con los parlamentaristas de Cromwell, los jacobinos
franceses, los bolcheviques, los agraristas mexicanos, las SS de
Hitler, los guardias revolucionarios de Mao, o los castristas.
Los valores de una nación sólo pueden tener significación en la
medida que exista una tradición social que los sustente. Cuando la
perestroika de Gorbachov cuestionó decenios de bolchevismo, de
pronto los soviéticos se sintieron sin historia, sin cultura y sin
fundamentos. Por eso cuando el castro-marxismo revolucionó la
sociedad cubana y eliminó sus tradiciones -las Navidades y los
carnavales, las elecciones y el periodismo libre, el deporte
profesional y la enseñanza religiosa, los ascensos por concurso y el
respeto a la familia-, no ha podido auto-detener ese proceso.
Y no nos referimos a cambiar el modelo económico-político. El
castrismo puso todo en tela de juicio, desde la historia más
elemental de la nación y sus precursores hasta inclusive los
objetivos de los revolucionarios bien intencionados que se
enfrentaron a la dictadura de Fulgencio Batista; objetivos que
surgieron y eran parte de la sociedad que la revolución
posteriormente destruyó.
El castro-guerrillerismo proclamó crear una tabla rasa social y
comenzar de nuevo diseñando en ella un supuesto nuevo orden, nuevo
hombre y nuevo sistema social. Pero tal idea es insostenible, aunque
supongamos por un momento que exista semejante conspiración. Pues
una revolución reemplaza los viejos amos por otros nuevos, y ¿quién
nos podía garantizar, más allá de las promesas y las ilusiones, que
los nuevos instalados en Cuba serían mejores que los anteriores? ¿Lo
fueron realmente? ¿Lo son después de cincuenta y tres años?
Esta “profecía histórica”, tenía que producirse supuestamente por
medio de una revolución social (algo que se insiste en la actualidad
en la Venezuela de Hugo Chávez), porque entonces, y sólo entonces,
puede la revolución, con sus inefables sufrimientos, alcanzar el
objetivo de una inefable felicidad. En realidad, más que una
profecía y un anuncio del Paraíso, se convierte en una maldición sin
fecha fija de terminación.
Pero los marxistas, desde Marx hasta nuestros días, y los “profetas
revolucionarios” que se disfrazan de marxismo a falta de algo mejor
y más conveniente, nunca han entendido que, una vez que destruyen la
tradición, la civilización desaparece con ella. Y no es un mero
supuesto retórico: ninguna de las sociedades cuyo conjunto
tradicional de valores ha sido destruido, como ha sucedido en la ex
Unión Soviética, Kampuchea, Etiopía, Corea, o la Cuba castrista, se
ha convertido, por su propio acuerdo, en una sociedad mejor.
La añosa dirigencia cubana, por supuesto, no admite ni podrá admitir
nunca tal criterio. Pero la idea de que la pomposa “revolución
social” conduciría a un mundo mejor sólo es una suposición del
marxismo y estrofas de cantos masivos: “arriba los pobres del
mundo, de pie los esclavos sin pan…”, ¿para qué? “cambiemos
al mundo de faz hundiendo al imperio burgués…”, porque “nosotros
mismos haremos nuestra propia redención”. Épico, sí, pero
inútil, irrealizable de esta forma.
En la práctica, el socialismo real superó a la
Antigüedad esclavista en eso de esclavizar a las masas, heredó de
Genghis Khan el terror sistematizado, superó a los eremitas en la
planificación de la miseria, y mediante absurdas mentiras hundió a
sociedades modernas en el oscurantismo. Lo que proclamaba el
marxismo, que de verdad se pudo materializar, fue su propia
negación: la Unión Soviética fue un modelo ampliado hasta el extremo
de la “comuna esclavizada” de Marx, y la Cuba de Fidel Castro o la
Corea de la dinastía Kim expresión directa del criterio de El
Capital, donde toda la riqueza y todos los recursos se concentran en
unas pocas manos, o en una sola mano, mientras se produce “la
depauperación del proletariado”.
Y es la situación en la que se halla, o tienen, a la fuerza, a la
Isla de Cuba; que ha retrocedido a la pre-civilización, puesto que
lo predominante son los instintos y no los valores, la fuerza y no
las razones. Y es la condición humana del individuo isleño de
nuestros días, con una conducta propia del neolítico, aspirando a
disfrutar de la tecno-globalización. No porque sea un individuo
intrínseca o genéticamente malvado, sino, volviendo al marxismo,
porque el ser social determina la conciencia social.
Y, ahora, ¿que resta de la “ciencia de El Capital”?
Pues no les queda más remedio a las viudas de Marx, tras la
evaporación del bloque comunista que cubría un tercio del planeta,
proclamar como antiguallas metafísicas al materialismo histórico de
Politzer y Konstantinov, la economía política de Nikitin, la
“dirección científica de la sociedad” de Afanasiev, y las tijeras
del “corte epistemológico” de Louis Althusser,
profetas y
visionarios que, a cambio del sacrificio de sus vidas, les prometen
a los trabajadores un futuro mejor para sus descendientes.
Ni siquiera el
marxismo más “racional” y mucho menos soviético de la llamada “nueva
izquierda” norteamericana, desde los “clásicos” Paul Baran, Paul
Sweezy y Leo Huberman, hasta el contemporáneo James Petras, tiene
algo más atractivo que ofrecer que la misma cantinela hablada en
idioma inglés y las promesas un poco más sofisticadas y mucho mejor
presentadas: al fin y al cabo, Estados Unidos es el país del
marketing.
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