Parte II: LA CRISIS DEL CANAL DE SUEZ
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Egipto era un inmenso desierto con sólo un 5 % de su superficie cultivable. La mayor parte de las escasas tierras fértiles estaban en manos de unas cuantas familias de pachás. Estas se enriquecían a costa de los miserables y paupérrimos fellahs, campesinos sin tierra que formaban la inmensa mayoría de la población. En la cumbre de esa pirámide social se hallaba el rey Faruk, el hombre más rico del país y más ambicioso aún que los mismos pachás terratenientes. Esta fue la deplorable situación que Gamal Abdel Nasser combatió con todos los medios a su alcance, hasta llegar a ser el líder más prestigioso de los países árabes y uno de los más destacados del llamado Tercer Mundo.
Gamal Abdel Nasser nació en un pequeño pueblo del Alto Egipto llamado Beni-Mor, donde su padre era empleado de correos. Concluyó sus estudios secundarios en El Cairo. Aquí entró en contacto con el grupo de la Hermandad Musulmana, fundamentalistas radicales que abogaban por la desvinculación total entre el mundo árabe y Occidente. Nasser pertenecía a un ejército que hasta entonces había estado controlado por los británicos. Sin embargo, a éste se había ido incorporando una nueva clase de jóvenes militares que, como él, había nacido en el seno de la pequeña burguesía egipcia. Esos militares se identificaban por su nacionalismo, su oposición al colonialismo británico y su crítica a la corrupta clase dirigente egipcia.
Ya en 1945 Nasser inspiraba con su visión nacionalista al movimiento de los Oficiales Libres que derrocaría al rey Faruk y eliminaría todo vestigio colonial de su país. El detonante de esta rebelión fue la creación del Estado de Israel en 1948. Cuando Gran Bretaña anunció el fin de su mandato en Palestina el 13 mayo 1948, las tropas egipcias, según la decisión de la Liga Árabe -formada tres años antes por Egipto, Argelia, Arabia Saudita, Iraq, Jordania, Yemen, Siria y Libia- invadieron la zona prevista por la ONU para el Estado árabe. Era el único frente en que los judíos perdían terreno. Sin embargo, las treguas de junio y julio, rotas ambas por los egipcios, dieron paso a la victoriosa ofensiva israelita que obligó a los egipcios a retroceder a sus fronteras en enero de 1949.
Las negociaciones, patrocinadas por el mediador de la ONU, Ralph Bunche, condujeron al acuerdo del 24 de febrero de 1949, que establecía una zona desmilitarizada entre Egipto e Israel. La humillación de la Liga Árabe por esta derrota aumentó la hostilidad hacia Gran Bretaña. Por su parte, los Oficiales Libres la atribuían a la ineficacia de la monarquía egipcia. Durante la contienda, Nasser había combatido en Palestina y mereció por su valor el apodo de El tigre de Faluja. Pero al advertir la indiferencia con que los gobernantes egipcios enviaban a sus tropas a la batalla, con pertrechos inadecuados, juzgó que la situación era intolerable. Prisionero en Israel tras el descalabro de las fuerzas panárabes, cuando regresó a su patria, creó el Comité Ejecutivo de los Oficiales Libres, y publicó clandestinamente La Voz de los Oficiales Libres. Este periódico se alzó como el representante de la nueva ideología basada en el nacionalismo árabe, la lucha contra cualquier potencia colonial -y, en especial contra los británicos-, la instauración de una república laica y la defensa de los principios del socialismo.
Comienza entonces la agonía de la monarquía egipcia. Los grandes latifundistas y los ricos burgueses, tranquilizados con la permanencia británica, se aferran al poder agrupándose en torno del rey. El campesinado, que experimenta un crecimiento demográfico, padece el alza de los precios y la escasez de viviendas. El crecimiento de la criminalidad, las sublevaciones campesinas y las huelgas realizadas desde 1949 fueron un aviso que no se escuchó. Parecía llegada la hora de los extremistas. La Hermandad Musulmana, que se había revelado como una organización nacionalista y terrorista, aun disuelta en diciembre de 1948, siguió actuando, así como el ilegal partido comunista.
Sin embargo, los beneficiarios de la situación no fueron ni uno ni otro, sino el Movimiento de Oficiales Libres, jóvenes militares que, desde la derrota de Palestina, planeaban el derrocamiento del régimen. Sus escasos miembros encontraron apoyo en el resto del ejército, en la prensa y en los partidos políticos de izquierda. Su lema era “eliminar la monarquía, los ingleses y los políticos”, y su hombre de paja, escogido antes del alzamiento, fue el general Mohamed Naguib, popular héroe de la guerra en Palestina. En el golpe de Estado del 23 de julio de 1952 alcanzaron el poder, depusieron al rey Faruk, y le obligaron a abdicar a favor de su hijo Fuad II (26 julio), tutelado por un Consejo de Regencia. En enero siguiente, los partidos políticos existentes fueron disueltos. No quedó sino el Agrupamiento de la Liberación, cuyo problema era el de quiénes formarían la Junta de Gobierno tras la salida inglesa, la propia evacuación inglesa, las inconcretas y demagógicas reformas sociales, la autodeterminación del Sudán, y el reforzamiento de los lazos con los otros pueblos árabes, entre otros candentes temas.
Nasser prefirió permanecer en la sombra durante esos meses. Apoyó la elección de Mohamed Naguib, el general más antiguo del ejército, como primer ministro, al tiempo que creaba el Consejo Directivo de la Revolución (CDR), organismo que de hecho detentaría el poder una vez derrocada la monarquía. Cuando en junio de 1953, fue proclamada la República de Egipto, Naguib fue nombrado presidente, y Nasser decidió salir de su discreto segundo plano y aceptar los cargos de viceprimer ministro y Ministro del Interior. Pero las tensiones entre Naguib y los Oficiales Libres, liderados por Nasser, no se hicieron esperar. El presidente trató de hacer del primer aniversario de la revolución una especie de triunfo personal. Se atrajo las simpatías de los jefes musulmanes y, frente a la “aventura” socialista que preconizaban los hombres del Consejo de la Revolución, defendió la vuelta de los políticos civiles a la vida pública.
Durante la primera mitad de 1954, los Oficiales Libres se dedicaron a preparar a la opinión pública para el golpe definitivo. En octubre, Nasser resultó ileso de un atentado perpetrado por la Hermandad Musulmana, para quienes era ahora el representante de una ideología -el socialismo- que iba a acabar con su influencia en la sociedad egipcia. Nasser aprovechó la ocasión para destruir la fuerza de esta organización. Al mes siguiente, Naguib era acusado de tener veleidades de dictador y fue destituido. Nasser se hizo con el poder.
El nuevo régimen se proclamó nacionalista, socialista e interesado en beneficiar a los fellahin, los campesinos pobres del país. Se inició una reforma agraria que limitó el poder de los grandes propietarios agrícolas. En su programa de reformas, el gobierno dio prioridad a la construcción de la represa de Assuán, una de las mayores del mundo. Fue realizada con ayuda técnica y financiera de la Unión Soviética, tras la negativa de las potencias occidentales. Presentada como la clave para la industrialización y el “desarrollo” del país, a la postre la represa fue reconocida como causa de serios trastornos ambientales.
Las potencias occidentales creyeron que el tratado de Suez era un paso decisivo para incorporar a Egipto al frente anti-soviético. Nasser, por el contrario, lo veía como requisito previo para crear un grupo neutral de Estados árabes y, por cuanto implicaba la desaparición del amortiguador británico, entre Egipto e Israel, como un imperativo para fortalecer el ejército egipcio. Esta visión se robusteció en febrero de 1955, cuando Turquía e Iraq firmaron un tratado –el embrión del pacto de Bagdad- por el que se escapaban al control de Egipto, y cuando las tropas israelitas atacaron en 1955 el pasillo de Gaza.
La situación desembocó en la crisis de 1956. Ese año comenzó con la implantación de la nueva constitución en 16 enero, que configuraba a Egipto como un Estado árabe, en régimen de república democrática y religión islámica. En junio, un referéndum la ratificó y Nasser fue elegido presidente. Su fama llegaría a su punto culminante con la cuestión de la presa de Asuán, momento en el que Nasser se rebeló abiertamente contra las potencias occidentales, confirmando su papel de líder de los países en vías de desarrollo.
La crisis de Suez de 1956 fue una situación compleja con consecuencias trascendentales para la historia internacional del Medio Oriente. Los orígenes de la crisis se pueden atribuir al conflicto árabe-israelí en que se vio envuelta la región a finales de los años cuarenta y a la oleada de descolonización que barrió el mundo a mediados del siglo XX, causando enfrentamientos entre las potencias imperiales y los países emergentes. Antes de terminar, la crisis agravó el conflicto árabe-israelí, estuvo a punto de provocar una confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética, asestó un golpe mortal a las pretensiones imperiales británicas y francesas en el Medio Oriente, y le dio la oportunidad a Estados Unidos de asumir una posición política destacada en la región.
Egipto e Israel permanecieron técnicamente en estado de guerra tras el armisticio que había puesto fin a las hostilidades de 1948-1949. Las gestiones de Naciones Unidas y varios estados para lograr un tratado de paz final -en particular el llamado plan de paz Alfa promovido por Estados Unidos y Gran Bretaña en 1954-1955- no lograron asegurar un acuerdo en un marco de tensión. Los violentos enfrentamientos a lo largo de la frontera egipcio-israelí casi desataron la reanudación de las hostilidades en gran escala en agosto de 1955 y abril de 1956. Después que Egipto compró armas soviéticas a fines de 1955, aumentó la presión en Israel para lanzar un ataque preventivo que debilitaría a Nasser y desmantelaría la capacidad militar de Egipto antes que tuviera tiempo de asimilar los armamentos soviéticos.
Mientras tanto, Gran Bretaña y Francia se habían cansado de los desafíos que planteaba Nasser a sus intereses imperiales en la cuenca del Mediterráneo. Gran Bretaña consideró que la campaña de Nasser para expulsar a las fuerzas militares británicas de Egipto -que se logró mediante un tratado en 1954- fue un golpe a su prestigio y capacidad militar. La campaña de Nasser para proyectar su influencia en Jordania, Siria e Iraq convenció a los británicos de que el primer ministro egipcio buscaba eliminar su influencia en la región. Las autoridades francesas se irritaron por el apoyo de Nasser a la lucha de los rebeldes argelinos. A comienzos de 1956, funcionarios estadounidenses y británicos pactaron una política de máximo secreto, cuyo nombre de código era Omega, para aislar y confinar a Nasser a través de sutiles medidas económicas y políticas.
Nasser basaba sus esperanzas de desarrollo económico en la gran presa de Asuán. Estados Unidos, Inglaterra y el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BIRD) le prometieron ayuda para su construcción, previo reconocimiento a la soberanía del Sudán, proclamado independiente en enero de 1956. Se trataba de paliar la ancestral falta de superficie irrigable en Egipto con la construcción de una gigantesca presa sobre el Nilo en Asuán, que no sólo extendiese las tierras cultivables, sino también abasteciese al país de energía eléctrica. Era pues, una cuestión vital para la nación. Sin embargo, aquellos retiraron sus promesas como manifestación de desagrado por el pacto con Checoslovaquia, alarmados por la orientación neutralista y socialista del Raïs Nasser.
La respuesta era cercana y lógica: el Canal de Suez que pasaba a través de Egipto era uno de los canales más importantes del mundo, pero hasta ahora, la mayoría de los beneficios del canal iban a parar a compañías británicas.
Su respuesta fue fulminante: al cabo de una semana, Nasser anunció en un discurso en Alejandría ante millares de egipcios que los fondos para financiar la presa de Asuán saldrían de la nacionalización del canal de Suez. Los beneficios del tráfico del canal, en manos de la Compañía Universal del Canal de Suez, constituida con capital anglo-francés, servirían para financiar la presa. En su discurso del 15 de septiembre de 1956 sobre la crisis de Suez, Nasser alegaría que Egipto nacionalizó la Compañía del Canal de Suez. Cuando Egipto garantizó la concesión a Lesseps fue establecido en la concesión entre el Gobierno Egipcio y la Compañía que la Compañía del Canal de Suez era una compañía egipcia sujeta a la autoridad egipcia. Egipto nacionalizó esta compañía egipcia y declaró que la libertad de navegación sería preservada. Pero los imperialistas se enojaron. Gran Bretaña y Francia dijeron que Egipto confiscó el Canal de Suez como si fuera parte de Francia o Gran Bretaña. El secretario del Foreign Office británico olvidó que hacía sólo dos años firmó un acuerdo estableciendo que el Canal de Suez era una parte integral de Egipto.
El conflicto de Suez marcó el fin del imperio británico. El diario The Times describió a la muerte del premier Anthony Eden la significación de la crisis de Suez no sólo para éste sino también para el país entero con esta frase: “Fue el último premier en creer que el Reino Unido era un gran poder y el primero en confrontar una crisis que probó que no lo era”. El veredicto tradicional respecto a la operación en el Canal del Suez lo dio el historiador Corelli Barnett, quien se refirió al tema en su libro “El colapso del poderío británico”: “Fue el último coletazo del imperio. Un último intento del gobierno británico de comportarse como lo había hecho hasta entonces cuando se trataba de defender intereses más allá de sus fronteras. Fue una locura completa”.
El Reino Unido todavía creía ser un imperio, la Segunda Guerra Mundial era un recuerdo fresco, y a los pupilos en las escuelas inglesas aún les enseñaban que fue su país quien la ganó. Se sabía que los estadounidenses habían participado, pero habían llegado sólo al final y no se mencionaba a la Unión Soviética. Al este de Suez, el fin del imperio estaba próximo, pero era ya criterio que algunos lugares estaban por perderse: Ghana (la Costa de Oro), Nigeria. Algunos ya se habían perdido, particularmente India, y en otros sitios -Kenia, Chipre, Malasia- los británicos luchaban por contener rebeliones y levantamientos.
El Reino Unido seguiría muy debilitado tras la guerra, pero no renunciaba a las pretensiones de sentarse a la cabeza de la mesa internacional. Acababa de participar en la guerra en Corea, pero su reducido papel debió haber puesto en evidencia cuál era su verdadero poder. Eden mismo rechazó la idea de que debía unirse al entonces joven y continental “mercado común”, declarando muy ufano: “Nuestros horizontes son más amplios”. Su visión respondía a una era que había pasado y no a la que estaba por comenzar.
Cuando en 1954 un nuevo tipo de líder político, el nacionalista árabe Gamal Abdel Nasser, emergió como dirigente de Egipto, Eden no comprendió que el mundo había cambiado. Lo que vio fue a otro dictador, a otro Mussolini y no pudo aceptar que Egipto debía administrar el Canal del Suez, a pesar de haber aceptado previamente que las tropas británicas se retiraran del mismo. Si bien el lugar había perdido algo de su importancia estratégica para el Reino Unido, había adquirido una nueva relevancia como el paso para que el petróleo llegara a Europa. Para el gobierno británico del primer ministro Sir Anthony Eden, esto significaba una amenaza al capital británico, pero mucho más importante, para las exportaciones de petróleo de la península árabe controladas por los británicos.
Cuando Nasser anunció que iba a nacionalizar la Compañía del Canal del Suez, que Gran Bretaña y Francia controlaban (en parte, dijo, para pagar por la represa de Asuán que Estados Unidos se rehusó a financiar), Eden se alarmó. Les dijo a sus colegas en el gobierno que no permitiría que Nasser “ponga su pulgar en nuestra tráquea”. Londres, que todavía mantenía colonias árabes, estaba amenazado por su propagación del nacionalismo árabe. Y Estados Unidos y Europa Occidental veían con inquietud el incremento de lazos militares de Nasser con naciones comunistas.
Estados Unidos y Europa Occidental estaban en contra de la nacionalización del Canal porque no creían que Egipto iba a poder controlarlo y, sobre todo, porque iba a dar un mal ejemplo. De hecho, Indonesia nacionalizó las posesiones de Holanda el 1º de agosto, tan sólo cinco días después de Egipto. Así, Eden tramó un plan tripartito secreto con Francia e Israel. Este encuentro secreto entre los tres países resultó en el Protocolo de Sèvres. Francia era hostil a Nasser porque Egipto apoyaba a los rebeldes argelinos. Además, su asociación con el canal era histórica: al fin y al cabo, fue un francés el que lo construyó. También Francia veía pasar la mayor parte de sus importaciones de petróleo a través del Canal de Suez.
Israel, por su parte, estaba ansioso por detener a Nasser, debido al cierre del canal de Suez por parte de Egipto, la obstaculización de la navegación israelí y los ataques armados de los fedayín. Los israelíes, gobernados en ese momento por el primer ministro David Ben Gurión, habían comprendido que los combates de 1948 de la guerra de Independencia no habían sido los últimos. Sabían que habría una segunda vuelta. Esa fue la guerra de 1956, que en Israel se la conoce más como “Operativo Sinaí” u “Operativo Kadesh”, por la ciudad Kadesh Barnea, en la península del Sinaí.
El nuevo régimen militar egipcio que asumió el poder en julio de 1952 comenzó de inmediato a reforzar el bloqueo de los barcos que, procedentes o en ruta hacia Israel, atravesaban el Canal de Suez. Pero, Londres, interesado en que Egipto se uniese a un bloque militar en el Mediterráneo, desmanteló en 1954 sus tropas del Canal y mejoró la fuerza aérea egipcia con nuevos aparatos, posibilitando que Nasser apretase al máximo su bloqueo naval. Por su parte, el secretario de Estado norteamericano, John Foster Dulles, aconsejaba al presidente Dwight Eisenhower que adoptase una política pro-árabe para facilitar el establecimiento de un anillo de bases militares alrededor de la Unión Soviética. La posición política y militar de Israel en el contorno del Medio Oriente era insustancial para Washington, que negociaba un acuerdo para suplir a Iraq con armamento. El entonces subsecretario de Estado Henry A. Byroads abogaba por una diplomacia de no preferencia con Israel. Este viraje en las relaciones de Estados Unidos con los países árabes era peligroso para Israel.
“El mundo árabe todo era hostil”, dijo a BBC Mundo el Dr. Meir Pail, historiador militar y coronel retirado, jefe del batallón que conquistó la zona de Rafah, al sur de la Franja de Gaza, de manos egipcias. A pesar de que el Reino de Jordania controlaba en ese momento Cisjordania y la mitad de Jerusalén, y los egipcios controlaban la Franja de Gaza, el mundo árabe proclamaba que, llegado el día, iniciaría una nueva guerra y terminaría lo que no había alcanzado a hacer en 1948. Con este trasfondo, fue un proceso natural elaborar una doctrina de defensa basada de hecho en la ofensiva. El Operativo Sinaí fue la primera ocasión en la que se implementó.
Durante aquella guerra, el presidente Dwight D. Eisenhower abordó la crisis del canal sobre la base de tres premisas fundamentales e interrelacionadas. Primero, aunque comprendía el deseo de Gran Bretaña y Francia de recuperar la compañía del canal, no cuestionaba el derecho de Egipto de confiscar la empresa, siempre que pagara una indemnización adecuada, tal como lo estipula el derecho internacional. Eisenhower procuró de esta manera prevenir un enfrentamiento militar y resolver la disputa del canal mediante la diplomacia, antes de que la Unión Soviética explotara la situación en busca de ganancias políticas. Ordenó al secretario de Estado John Foster Dulles que resolviera la crisis en términos aceptables para Gran Bretaña y Francia, mediante declaraciones públicas, negociaciones, dos conferencias internacionales en Londres, la creación de una Asociación de Usuarios del Canal de Suez y deliberaciones en Naciones Unidas. No obstante, hacia fines de octubre estas acciones resultaron infructuosas y continuaron los preparativos de guerra anglo-franceses.
El presidente Eisenhower no deseaba alienar a los nacionalistas árabes y, por tanto, incluyó a estadistas árabes en su diplomacia para poner fin a la crisis. La negativa de Eisenhower a respaldar la fuerza anglo-francesa contra Egipto provenía, en parte, de haberse dado cuenta de que la confiscación de la compañía por Nasser fue muy popular entre el pueblo egipcio y otros pueblos árabes. De hecho, el aumento de la popularidad de Nasser en los países árabes frustró los esfuerzos del presidente Eisenhower por resolver la crisis del canal con ayuda de gobernantes árabes. Los líderes de Arabia Saudita e Iraq rechazaron las propuestas de Estados Unidos para que criticaran la acción de Nasser o pusieran en tela de juicio su prestigio.
Eisenhower trató de aislar a Israel de la controversia del canal, por temor a que la mezcla de los volátiles conflictos egipcio-israelí y anglo-franco-egipcio pudiera desatar una conflagración en el Medio Oriente. En consecuencia, Dulles le negó a Israel voz en las conferencias diplomáticas convocadas para resolver la crisis e impidió la discusión de las quejas de Israel en torno a la política egipcia durante las deliberaciones en Naciones Unidas. Al percibir en agosto y septiembre un recrudecimiento de la belicosidad israelí hacia Egipto, Eisenhower dispuso el envío de abastecimientos limitados de armas de Estados Unidos, Francia y Canadá, con la esperanza de aliviar los recelos de inseguridad israelíes y de evitar, por lo tanto, una guerra egipcio-israelí.
Durante los meses siguientes la guerra dominó la escena en Reino Unido y Francia. Estados Unidos sugirió varias iniciativas para reducir las tensiones, pero sin éxito, pues para El Cairo las demandas occidentales fueron demasiado lejos. Sin embargo, nadie esperaba el desenlace del 29 de octubre. La agresión tripartita fue una verdadera sorpresa, nadie explícitamente prohibió la nacionalización; inclusive los laboristas en el Reino Unido habían hecho nacionalizaciones y parecía ser parte de los derechos soberanos.
Entendiendo que la nación se dirigía hacia la guerra, el presidente Nasser advertía el 15 de septiembre en un discurso: “Defenderemos nuestra libertad e independencia con la última gota de nuestra sangre”. Las interesadas protestas de Estados Unidos, Inglaterra y Francia no sirvieron más que para crear un ambiente enrarecido.
Ya el 17 de abril el gobierno de Moscú había alertado al mundo sobre los pormenores de una posible invasión israelí a Egipto para entorpecer los decisivos pasos ejecutados por Nasser. En septiembre de 1956, el Kremlin formulaba a Francia e Inglaterra las consecuencias que podrían desencadenar los planes que se fraguaban contra El Cairo, denunciando la concentración de fuerzas armadas en Somalia francesa, Madagascar, Adén, Chipre y los contornos de Suez. Pero en noviembre, cuando la guerra de Suez estalló, la Unión Soviética se hallaba demasiado preocupada con la crisis de Hungría como para arriesgar un choque con Occidente. La operación anglo-francesa buscaba garantizar con la fuerza militar la restauración de la soberanía internacional sobre el Canal de Suez, revocada por Nasser.
En octubre la crisis tomó un nuevo rumbo, inesperado para Estados Unidos. Sin que lo supieran las autoridades estadounidenses, Francia y Gran Bretaña actuaron en complicidad con Israel en una maniobra para iniciar una guerra coordinada secretamente contra Egipto. Según el plan, Israel invadiría la península del Sinaí; Gran Bretaña y Francia emitirían ultimátum ordenando la retirada de tropas egipcias e israelíes de la zona del canal de Suez y, cuando Nasser rechazara las resoluciones definitivas (como era de esperar), las potencias europeas bombardearían los aeropuertos egipcios durante 48 horas, ocuparían la zona del canal y derrocarían a Nasser.
En octubre de 1956 Ben-Gurión anunció que el bloqueo egipcio de los estrechos de Tirán constituía un causus belli, ya que el corredor que conectaba Eilat con Shahrm-el-Sheikh era lo único que garantizaba su libertad de navegación en el Golfo. Por otro lado, era una forma de parar las infiltraciones terroristas provenientes de la franja de Gaza y Jordania. Israel sospechaba de la buena voluntad de Inglaterra, en especial del premier Sir Anthony Eden, arquitecto de la Liga Árabe y del pacto militar anglo-jordano. Sin embargo, decidió participar en esta campaña militar con la condición de que su alianza con Francia e Inglaterra permitiese “rehacer” el mapa político del Medio Oriente. De este modo, se revisaría el viejo acuerdo Sykes-Picot, que había concedido demasiado territorio libanés a los musulmanes, poniendo en peligro el futuro cristiano del Líbano, como la historia ulterior corroboraría.
Las autoridades estadounidenses no lograron prever la maniobra. En parte, porque estaban distraídas por un susto de guerra entre Israel y Jordania, así como por la agitación antisoviética en Hungría. También, porque estaban preocupadas por las cercanas elecciones presidenciales estadounidenses. Y, sobre todo, porque se fiaron de las negativas de amigos en los gobiernos comprometidos, quienes les aseguraron que no era inminente ataque alguno. Sin embargo, la guerra estalló el 29 de octubre, cuando las tropas israelíes invadían la franja de Gaza egipcia y la Península del Sinaí en dirección hacia el Canal de Suez.
El presidente Eisenhower y su secretario de Estado John Foster Dulles, tomados por sorpresa por el comienzo de las hostilidades, adoptaron una serie de medidas dirigidas a terminarlas rápidamente. Según lo convenido previamente, Gran Bretaña y Francia se apresuraron a apoyar a los israelíes y “salvar” el canal. Los israelíes tuvieron que moderar su ataque para no ganar antes de que las fuerzas de “intervención” pudieran llegar. Eisenhower, enojado porque sus aliados en Londres y París le habían engañado con la maniobra encubierta, se preocupaba también porque la guerra empujara a los estados árabes a la dependencia soviética. Para detener los enfrentamientos -incluso mientras aviones británicos y franceses bombardeaban objetivos egipcios-, el presidente estadounidense impuso sanciones a las potencias confabuladas, logró una resolución de alto el fuego en Naciones Unidas, y organizó una Fuerza de Emergencia de Naciones Unidas (UNEF) para separar a los combatientes.
No obstante, el 5 de noviembre -antes de que se pudiera desplegar la UNEF-, paracaidistas de Gran Bretaña y Francia aterrizaron en el canal de Suez. Abdel Nasser se dio cuenta de que iban a aislar al ejército y regresaron a defender el canal. Así, se dejó el camino abierto para una relativamente rápida victoria militar sobre el gobierno del presidente Nasser. Las operaciones militares a finales de octubre eran de breve duración. Militarmente insuficiente, Egipto se dirigía hacia una derrota total.
En efecto, años más tarde se reveló el contenido de la “Operación Mosquetero”. Según ésta, Inglaterra y Francia pedirían a egipcios e israelíes retirarse a una distancia de 16 kilómetros de ambos lados del canal, para instalar una fuerza de intervención anglo-francesa en la zona del canal y Port Saíd. Este acuerdo fue fundamental para que Estados Unidos, que no supo de su existencia, retirara su apoyo a los europeos y pidiera un cese el fuego. Los despliegues de tropas británicas y francesas empujaron la crisis a su fase más peligrosa.
La Unión Soviética, en una maniobra para distraer la atención de su brutal represión del movimiento revolucionario en Hungría, amenazó con intervenir en las hostilidades y quizás incluso tomar represalias y atacar a Londres y París con armas atómicas. Los informes de inteligencia de que las tropas soviéticas se estaban concentrando en Siria para intervenir en Egipto alarmaron a las autoridades estadounidenses, quienes sintieron que la agitación en Hungría había inclinado a los líderes soviéticos hacia un comportamiento impulsivo. Prudentemente, el presidente Eisenhower alertó al Pentágono a prepararse para la guerra. La convergencia de los conflictos árabe-israelí y de descolonización había desatado una portentosa confrontación entre Oriente y Occidente.
El 6 de noviembre, el premier soviético Nicolai Bulganin remitió violentas notas a Francia, Inglaterra e Israel. En estas alertaba que, de mantenerse la presión militar sobre Egipto, los cohetes soviéticos -portadores de ojivas nucleare-s podrían hacer blanco en París, Londres y Tel Aviv. La tensión se acrecentaría y Estados Unidos ponía su ejército en pie de guerra; doce horas después, se detenía la escalada militar. En esta guerra, la presión soviética-americana forzó a Israel a devolver todos los territorios conquistados en el Sinaí pero muchos en el mundo árabe pensaron que fue esta declaración soviética lo que promovió el cese al fuego. Ello abrió más de una puerta del área a la Unión Soviética.
Si bien el presidente Eisenhower y su secretario de Estado Dulles aducían que sus aliados habían lanzado la invasión de forma unilateral, el premier inglés Eden insistía que, durante el curso de la crisis de Suez los Estados Unidos no habían rechazado del todo la posibilidad de presionar por la fuerza a Nasser. Este golpe de gracia a la prepotencia de Europa Occidental marcaría el comienzo de la era de la bipolaridad nuclear. Los soviéticos y Estados Unidos descollarían entonces como los únicos países con capacidad de asestar un golpe atómico, relegando definitivamente a los estados industriales europeos a potencias militares de segundo rango y cohortes norteamericanas.
Estados Unidos había buscado la creación de un sistema de seguridad occidental con la firma del Pacto de Bagdad en febrero de 1955. Con el mismo, intentaba cerrar el paso a los soviéticos en el vacío dejado por los ingleses en el área. Esta convicción se basaba en la experiencia de Corea, que sería central en la política exterior de Washington en esa época. En junio de 1955, como respuesta a la ampliación del Pacto de Bagdad, Egipto concierta algunos acuerdos militares con los soviéticos, mientras Siria negociaba también la adquisición de armamento soviético. Arabia Saudita, por su parte, encaminaba sus pasos hacia el otro extremo, concretando arreglos con los Hachemitas de Jordania e Iraq, inclinándose públicamente en favor del recién creado Pacto de Bagdad.
El presidente Eisenhower, preocupado por las repercusiones en las relaciones con el mundo árabe, y horrorizado por la perspectiva súbita de un conflicto mundial, actuó rápidamente para evitarlo. Aplicó a los países beligerantes presiones políticas y financieras para que aceptaran el 6 de noviembre un alto el fuego de Naciones Unidas, que entró en vigor el día siguiente. Además, apoyó los esfuerzos de las autoridades de la ONU para desplegar urgentemente la UNEF en Egipto.
Las tensiones aflojaron paulatinamente. Las tropas británicas y francesas partieron de Egipto en diciembre y, tras negociaciones complejas, las fuerzas israelíes se retiraron del Sinaí en marzo de 1957. Todas las partes declararon posteriormente su victoria, pero los historiadores ahora conceden la victoria militar a Israel - que probó su superioridad militar en Medio Oriente - y una amplia victoria política al presidente Nasser. Para británicos y franceses, la Guerra de Suez se convirtió en una amarga derrota. El primer ministro Eden tuvo que dimitir, pero nunca admitió que la decisión de la guerra había sido incorrecta. El Cairo no restauró lazos diplomáticos con Londres hasta 1969. Francia -cuyo verdadero papel agresivo no se supo hasta 1998- admitió los errores y normalizó pronto sus lazos con Egipto.
La Guerra de Suez es probablemente el conflicto local con mayores consecuencias globales en el siglo XX. Este conflicto marcó el punto final del papel de Francia y Gran Bretaña como potencial mundiales. A partir del mismo, ni el Reino Unido ni Francia pudieron volver a actuar de manera independiente en el plano internacional. En realidad, la guerra se tradujo en el colapso de los imperios clásicos y la llegada de Estados Unidos y la Unión Soviética a la política del Medio Oriente.
La crisis de Suez, aunque mitigada rápidamente, tuvo un impacto profundo en el equilibrio de poder en el Medio Oriente y en las responsabilidades de Estados Unidos en la región. Empañó terriblemente el prestigio británico y francés entre los estados árabes y debilitó, por tanto, la autoridad tradicional de esas potencias europeas en la región.
No obstante, cada uno de los actores llegó a conclusiones diferentes. Harold MacMillan, quien sucedió a Eden, decidió que en el futuro Londres debía aliarse con Washington. Fue muy buen amigo del presidente John F. Kennedy y hasta lo persuadió de que le permitiera al Reino Unido tener el cohete nuclear Polaris. Desde entonces, Londres no ha estado dispuesto a oponerse a las decisiones de la Casa Blanca. Incluso durante la guerra de Vietnam, el primer ministro Harold Wilson, un laborista, no permitió que se criticara a Washington, al tiempo que astutamente se rehusó a mandar la fuerza simbólica que el presidente Lyndon B. Johnson le pidió.
También marcó el principio de la desconfianza de Francia hacia Washington como aliado no fiable. Francia siguió su propio camino de la mano de Charles de Gaulle. Dejó en manos de la OTAN la estructura del comando militar y se dedicó a dirigir los destinos de Europa junto con la recientemente próspera Alemania. Si, desde entonces, Londres ha tendido a estar de parte de Estados Unidos, París ha tendido a estar en su contra. Las teorías geopolíticas actuales sobre el conflicto le achacan al presidente Eisenhower el haber cometido, por debilidad política, un error estratégico que la Unión Soviética supo explotar convenientemente para penetrar la región.
La crisis acaparó de tal manera la atención internacional que le permitió a la Unión Soviética aplastar brutalmente el levantamiento húngaro que ocurrió al mismo tiempo. Para el resto del mundo, el impacto indirecto fue incluso mayor. La Guerra de Suez consolidó a Naciones Unidas y el papel de estados más pequeños en la política mundial. La ONU condenó el ataque contra Egipto, contribuyendo fuertemente a la retirada de británicos y franceses. Además, se introdujo la institución de las fuerzas de paz de la ONU para supervisar el alto el fuego entre Egipto e Israel. Finalmente, la ONU obtuvo renovado ímpetu en su deseo de descolonización, contribuyendo al establecimiento de Estados africanos.
La Crisis de Suez de 1956 fortaleció todos los movimientos de resistencia en los países árabes y africanos. Inglaterra y Francia, por su parte, perdieron todo su prestigio. Nasser, por el contrario, no sólo sobrevivió la experiencia, sino que se aseguró un nuevo nivel de prestigio entre los pueblos árabes como líder que había desafiado a los imperios europeos y que había sobrevivido una invasión militar de Israel. En Egipto se tradujo en un incremento en la confianza en Abdel Nasser porque logró deshacerse de los ingleses y recuperar el canal de Suez. Económicamente sería un éxito.
La nacionalización del canal de Suez afianzó la autoridad del Raïs en el interior y disparó su prestigio en el exterior. El presidente Nasser no sólo se convirtió en un icono del mundo árabe. Todavía es celebrado como uno de los catalizadores más importantes de la descolonización, a la que se dio una especial importancia en el establecimiento de la Organización de Unidad Africana (OUA, ahora Unión Africana) y del Movimiento de Países No Alineados. Éste fue sobre todo un resultado de la Guerra de Suez, considerada como pretendida demostración de que era posible acabar con el “imperialismo occidental”.
Los restantes regímenes pro-occidentales de la región parecían vulnerables a los levantamientos naseristas. Aunque Nasser no mostró de inmediato inclinación a ser un estado cliente de la Unión Soviética, las autoridades estadounidenses temieron que las amenazas soviéticas contra los aliados europeos hubieran mejorado la imagen de Moscú entre los estados árabes. La perspectiva de promover la paz árabe-israelí parecía así eliminada para el futuro inmediato.
En reacción ante estas consecuencias de la guerra de Suez, a principios de 1957 el presidente norteamericano declaró lo que se daría en llamar la “doctrina Eisenhower”, una nueva e importante política de seguridad regional. La doctrina, propuesta en enero y aprobada por el Congreso en marzo, prometía que Estados Unidos distribuiría ayuda económica y militar y utilizaría la fuerza si fuese necesario para contener al comunismo en el Medio Oriente. El enviado del presidente, James P. Richards, recorrió la región para ejecutar el plan, distribuyendo decenas de millones de dólares en ayuda económica y militar a Turquía, Irán, Paquistán, Iraq, Arabia Saudita, el Líbano y Libia.
Aunque nunca fue invocada formalmente, la “doctrina Eisenhower” guió la política de Estados Unidos en tres conflictos subsiguientes. En la primavera de 1957 el presidente otorgó ayuda económica a Jordania y envió buques de guerra estadounidenses al Mediterráneo oriental para ayudar al rey Hussein a sofocar una rebelión entre oficiales pro-egipcios del ejército. A fines de 1957 Eisenhower alentó a Turquía y otros estados amigos a considerar una incursión en Siria para impedir que se consolidara allí un régimen extremista. Y cuando en julio de 1958 una revolución violenta en Bagdad amenazó con desatar levantamientos similares en el Líbano y Jordania, el presidente Eisenhower ordenó finalmente que tropas estadounidenses ocuparan Beirut y transportaran abastecimientos a las fuerzas británicas que ocupaban Jordania. Estas medidas, sin precedentes en la historia de la política estadounidense en los países árabes, revelaron claramente la firme voluntad del presidente Eisenhower de aceptar la responsabilidad en la preservación de los intereses occidentales en el Medio Oriente.
La crisis de Suez marcó un hito decisivo en la historia de la política exterior de Estados Unidos. Al desechar las tradicionales presunciones occidentales sobre la hegemonía anglo-francesa en el Medio Oriente, al exacerbar los problemas del nacionalismo revolucionario personificado por Nasser, al agudizar el conflicto árabe-israelí, y al amenazar con ofrecer a la Unión Soviética un pretexto para penetrar en la región. La crisis de Suez atrajo a Estados Unidos hacia una participación sustancial, importante y duradera en el Medio Oriente.
A partir de finales de 1956 Egipto, bajo el gobierno de Gamal Abdel Nasser, aceleró el proceso de nacionalizaciones, liquidó los bienes británicos y franceses, y aceptó la ayuda soviética. Al mismo tiempo, impulsó la distribución de tierras consagrada por la reforma agraria y decretó la constitución de un nuevo partido, la Unión Nacional, organización de masas que debía cimentar la nueva sociedad socialista egipcia. En la cúspide de su poder, Nasser pudo controlar las empresas extranjeras, establecer un dirigismo eficaz sobre la economía y encuadrar las masas populares de manera que pudieran ser movilizadas al servicio de los nuevos objetivos. El presidente de Egipto, Nasser -a pesar de que desde el punto de vista político fue el gran ganador en esta situación en 1956-, comprendió que el ejército israelí eras mucho más fuerte de lo que pensaba. Por lo tanto, durante diez años, se abstuvo no sólo de iniciar otra guerra sino de volver a su política anterior de provocar “pequeños” problemas: mandar fedayín, colocar minas a lo largo de la frontera con la Franja de Gaza y demás.
Más trascendente aún fue la política panarabista del líder egipcio. La misma condujo a la fusión de Egipto con Siria y Yemen (1958), dando origen de la República Árabe Unida (RAU), que heredó los problemas de las naciones que la constituían. Para Nasser, estaba llamada a ser la primera piedra de una gran nación árabe que acabase con las fronteras artificiales impuestas por la descolonización. Tal utopía panárabe se reveló inviable en los años siguientes, disolviéndose en octubre 1961. Sin embargo, se mantuvo en el ideario de muchos activistas árabes. Incluso, Nasser conservó simbólicamente el nombre de RAU para su país, a pesar de reconocer el fracaso de tal proyecto.
La disolución de la RAU original motivó la autocrítica de Nasser a su esquema de una Carta Nacional de Principios Socialistas y la reorganización del partido único, que ahora se llamaría Unión Socialista Árabe. Pero esto no le hizo abandonar su panarabismo. Así, propugnó el pacto con Iraq y Siria en 1963, el acuerdo con Iraq de 1964, y la creación del Mercado Común Árabe en ese mismo año.
La política de enfrentamiento con Israel llevó a Nasser a buscar un acercamiento a las monarquías árabes y una cooperación más estrecha con los soviéticos, lo que hizo posible la inauguración de la presa de Asuán en 1964. El Raïs continuó apoyando los movimientos de liberación nacional de África y defendiendo la causa del neutralismo, al tiempo que secundaba la causa palestina y se oponía a la existencia del Estado de Israel. No obstante, la reactivación del prestigio nasserista se paralizó por su enfrentamiento con Arabia Saudita en la cuestión del Yemen.
De la guerra del 1956 Israel obtuvo dos logros claves a largo plazo. El acuerdo de Ben Gurión con París permitió recibir la ayuda francesa en la construcción de un ejército fuerte y moderno, algo que facilitó la victoria de 1967. Aceptar la paz llevó a que Estados Unidos se comprometiese con Israel y se convirtiese, con el tiempo, en su mejor aliado. Además del tema de la navegación bloqueada y de los ataques de los fedayín infiltrados enviados por Egipto, había otra consideración: en la situación anterior los tanques egipcios podían empezar una guerra desde Beit Hanun, al norte de la Franja de Gaza, a tan solo 70 kilómetros de Tel Aviv. Hoy, décadas después, en la Franja de Gaza no hay control egipcio, sino palestino.
(continuará)
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