El bloqueo estructural del Islam
Juan Benemelis -Cubanálisis - El Think-Tank
¿Es el Islam un credo religioso más “primitivo” que el cristianismo y el judaísmo?
¿Cómo es posible que la otrora esplendorosa civilización islámica fuese tolerante con otras devociones y que hoy se presente con el Talibán afgano o el Imán del Yemen como la más intransigente?
¿Es el mundo árabe-islámico un bloque político y social monolítico, como ha proclamado constantemente la Liga Árabe, en el cual están fundidas antípodas como el Estado de corte “moderno” tipo tunecino y el medieval a lo yemenita?
¿Qué permite en ese universo la persistencia de iluminados, que arrastran multitudes, ya sean políticos de renombre como Gamal Abdul Nasser, Muamar Gadafi; grupos clánicos como los hachemitas jordanos, o simplones transfigurados en profetas por elección propia, como el líder del movimiento Almohade del siglo XII, el marroquí Ibn Tumart, o el recién ayatolá iraní Ruhollah Jomeini, o el prófugo afgano mullah Mohammed Omar, o el connotado terrorista saudita Osama Ben Laden?
Desde que el imperio babilónico del sanguinario Nabucodonosor reinó por sobre el mapa antiguo hace más de dos milenios, nunca el Medio Oriente ha ejercido tal atracción internacional. Tránsito obligado entre el Oriente y Occidente, este páramo desolado ha acrecentado su importancia a lo largo de la última centuria y la actual que recién inicia, sobre todo tras el impacto de la colonización europea y la subsiguiente descolonización, los bruscos cambios tecnológicos, la neurosis árabe-israelí y, por último, ante el hecho de ver convertido sus arenales en los depósitos energéticos más fabulosos del planeta. Hay además otros elementos tangentes que le conceden relevancia, como el No-alineamiento, la progresión industrial chino-japonesa, la uni-polaridad norteamericana; todos ellos factores que se han movido en las coordenadas que comprenden de Australia a Suez.
Así, el mundo islámico, teocrático, ultra-religioso o laico, envuelto en el misterioso declinar de su inmensa y vieja civilización, ha devenido en un vasto frente de rechazo a Occidente y a todo lo moderno, abrazando las confrontaciones suicidas con Israel y el terrorismo. El secreto de su frustración, de su histeria colectiva, de la constante comparecencia de “iluminados” y “profetas”, se remonta a una docena de siglos cuando se engendró su paranoia religiosa y su nacionalismo arcaico.
Diversos factores se manifiestan en su actual fondo problemático, brindando una especial fisonomía a estas naciones árabes. Entre tales elementos, acaso el menos abordado por los analistas políticos resulta el credo musulmán, con sus disímiles sectas y sus escuelas místicas, correspondiendo cada una, en realidad, a intereses económicos y de clases sociales desiguales. Y, así, es un error considerar al Islam y a las diferentes naciones de su mundo como tendencias catastróficas imbricadas íntimamente, pues existen tantas interpretaciones diferentes del Islam como naciones componen ese vasto mundo, distinción que, de no establecerse, lleva a derivaciones inexactas. No es igual el Islam propugnado por Arabia Saudita y el interpretado por Malí.
Si para el estudio del Islam el idioma árabe es central, no puede identificarse sistemáticamente la cultura árabe con el Islam, pues tendríamos que prescindir de una inmensa literatura no religiosa, y toda la herencia tanto cristiana, persa, bizantina, romana, visigoda, etcétera, que el Islam incorporó de los países conquistados. Considerar a “los árabes" como una entidad o una etnia que identifique a todo el mundo islámico es caer de lleno en una fe racista, pues lo “árabe” se quedó en el camino de la historia y lo que tenemos es una amalgama de pueblos diversos convertidos a tal religión. Denunciar al Islam radical como el sólo culpable de los acontecimientos que hemos contemplado en las últimas décadas es aislar al factor religioso de los problemas en cada país, pues el fundamentalismo resulta sólo una expresión de crisis y no su causa: la angustia de una civilización que se ha negado a aceptar su ruina ocurrida hace ya más de cinco siglos. Es la confusión que se presenta en nuestros tiempos como una ambigüedad entre ambos campos, el cultural y el religioso, entendible en un mundo en el cual las fronteras van desapareciendo.
Claro, la explicación se halla en su intra-historia, pero hundirnos en los anales del mundo islámico requiere entender que rebuscar y entender el pasado no es factible con los instrumentos de la historiografía de Occidente con sus disciplinas seculares, como la lógica, la sociología o la literatura. El Islam se estudia como una guía del mundo vivo y se halla en un dominio diferente a la fe. La ley en Occidente, también ha sido, al menos desde el Medioevo, un objeto secular. Para los cristianos cuyo dogma se estableció bajo los dominios de Roma, la ley religiosa creció dentro del sistema legal romano Los occidentales pueden debatir sobre el lugar de Dios en los anales de los asuntos humanos, pero es el humano, y no los dioses, quien asume la responsabilidad de establecer sus propias leyes de conducta.
Si bien en distintos períodos de su existencia el Medio Oriente resultó el foro de la civilización, junto a la India y China, este pasado le ha impulsado y compelido al narcisismo artificial de tal grandeza, recreando los días del Islam medieval cuando era el centro político del imperio abasida que corría de los Pirineos al Asia Menor. El esplendor con que brilló el Islam durante el califato de Córdoba, o en el Bagdad del califa Harún al-Rashid, o en el Estambul de Solimán, el Magnífico, le posibilitó brindar al Occidente "bárbaro" lecciones de prosperidad. Sin embargo, desde el siglo XIII en adelante, las victorias de sus conquistadores (persas, turcos, tártaros, kurdos), no suscitaron un Renacimiento, un Iluminismo, ni un maquinismo o una revolución científica como las que se fecundaron en Europa. La mayoría de estas sociedades islamizadas quedaron congeladas precisamente en los umbrales de la revolución industrial y del pensamiento moderno racional.
Y esta superioridad de Occidente ha resultado incomprensible para el firmamento islámico, y de ahí su espejismo de prepotencia y su delirio de persecución; su muro de rechazo a la tecnología, al Estado secular, a las leyes ciudadanas, por venir de los infieles materialistas. La inhabilidad de adentrarse en una revolución industrial se debió a una ilusión de perfección enraizada, la de haber sido la fuente de la civilización europea, de su sistema constitucional, de sus ciencias (álgebra, física, química), de su tecnología (el compás, la pólvora, la literatura, la historia). Al virar las espaldas a la modernidad lo hacían sobre el principio de que las bases de la sociedad contemporánea eran sólo las acciones y las tradiciones del profeta Mahoma. Este era el mensaje que se generalizó desde el siglo XIX (con la excepción de los Jóvenes Turcos), y que luego se racionalizó en términos de un efímero concepto pan-islámico.
A partir de este falso supuesto, cada golpe que se propine a Occidente es, por tanto, la restauración de un fantasmagórico "orden natural" para escapar de una realidad política, de una soñolienta decadencia incapaz de revelar que ante el desafío que le planteó la historia, el Islam resultó el derrotado. Por esa razón, el milagro de la "unidad árabe" sólo conocerá la cimitarra laica o la lapidación devota; donde la renovación es un "don emponzoñado" del cristianismo a un Islam que no puede igualarle en capacidad tecnológica, en ciencia y en poder; donde lo único hacedero es tratar de salvaguardar la espiritualidad “a lo Jomeini” o al estilo talibán; donde la cultura es alérgica a la idea de nación moderna, mercancía del otrora “bárbaro” vecino. El caso más visible y trágico es Egipto, cuyo impulso hacia la unidad árabe se halla trabado por un nudo ideológico complejo, forjado por una milenaria identidad nacional, la de los faraones, y que se evidenció dramáticamente durante la presidencia de Anuar El-Sadat.
En su reciente libro La memoria mutilada, el escritor iraní exiliado, Daryush Shayegán diagnosticó la "memoria hemipléjica" de lo árabe-islámico que trata de ocultar su cara a Occidente, ligando estructuralmente los problemas teológicos con los políticos. Como sintetizaría el egipcio Mohammed Said Al-Ashmawy: “Dios veló porque el Islam fuese una religión, pero los hombres la han hecho una política; hacer la política en nombre de la religión es transformar esta última en guerras interminables, en divisiones sin fin”.
Bien seguro es que no se trata aquí de cantar las virtudes de un Occidente angelical frente a un Oriente diabólico; Adolf Hitler, Josef Stalin y las guerras coloniales ya son pasajes de la historia, pero lo de Hitler no justificó a Sadam Husein, y la limpieza étnica ejercida por el serbio Slobodan Milosevic no fundamentó el genocidio que los turcos realizaron sobre la población cristiana Armenia. Y así, en estos momentos que Europa, Estados Unidos, Japón, China y la India arrastran al planeta hacia el futuro, y que, al menos en la retórica política, el diálogo tiende a reemplazar la violencia, el gran cuerpo árabe, en coma prolongada, dentro de una comarca llena de injusticias históricas y aberraciones étnicas, heredadas mas del imperio otomano islámico que del colonialismo euro-cristiano, engendraría cíclicamente los delirios crónicos anti-Occidentales, amparados por un factor extravagante: la confiscación, por parte de clanes camelleros y familias tribales, de un gran tajo de la riqueza energética mundial.
A pesar de este golpe petrolero sobre el mapamundi, el mundo islámico es un trozo planetario donde la industria no ha descollado y en la cual el petróleo ha insuflado la arrogancia pueril y las escandalosas desigualdades. Dentro de tal nebulosa, ni todo es árabe ni todo es islámico; simplemente es una periferia de la modernidad en sus diversas gradaciones; es la sombra federada de un mundo que fue tragado por el maquinismo euroamericano. Hace poco más de un siglo, con la revolución de los Meijí, el Japón se sacudió de su Edad Media, y a partir de un par de décadas atrás, con Deng Xiaoping, la China despertó de su letargo rústico, pero la comarca árabe-islámica aún se halla postergada.
Pero no todas las culpas provienen del lado islámico. El desconocimiento brutal sobre la literatura, la política y el credo de su espacio ha tenido repercusiones funestas para el mundo contemporáneo. Es notorio cómo pasan inadvertidos acontecimientos trascendentales de tipo intelectual y religioso, producto de que el análisis tradicional y la información video-electrónica sólo toma en cuenta lo que acontece en los polos industriales del planeta. El ascenso del Medio Oriente a punto de tensión internacional se asienta en varios ingredientes: el conflicto árabe-israelí con su secuela de ciclos de violencia palestina; el fundamentalismo religioso de los imanes y los mullah; el incomprendido ultra nacionalismo gubernamental de Argelia, Egipto, Túnez y Libia en el África norte, de Siria y Turquía; el imperativo geo-estratégico terminante en que se ha convertido el petróleo; y la flamante irrupción de los ex estados soviéticos islámicos del Asia Central en la mesa de la puja política internacional.
En la medida que el “impulso secular” de la descolonización se debilitaba en la década de los ochenta del siglo pasado, y ante el fracaso del nacionalismo árabe ignorados por un occidente ignorante, los pobladores de esa tierra asistieron al ascenso de profetas atizando la guerra santa islámica. Así se entraba en una era política marcada por la escasez de recursos, el incremento de la hipersensibilidad cultural, la caótica urbanización, las oleadas migratorias y la reinante crisis financiera global que, por otra parte han facilitado la propagación e intensificación de la fe islámica, la que más rápido crece en el planeta. Ante ello, ni siquiera el gobierno egipcio de Hosni Mubarak o el de cualquier otro “nacionalista” de la esfera cultural árabe-islámica pueden ya mantenerse del todo como “seculares”.
Y es que la religión se entromete en la vida diaria del sujeto en una extensión desconocida en el contemporáneo Occidente. Allí, el dogma congeló la cultura y en su lugar se asumió un nostálgico arabismo religioso que no se ha innovado desde su fundación y articulación cuando tal ortodoxia llevó la cimitarra y la media luna hasta Poitiers, en Francia, y hasta los muros de Viena por el oriente europeo. Por eso, querer restaurar la “nación árabe” a lo Hamás es algo así como reconstruir la Europa católica que se movilizaba alrededor de la bandera papal y combatía a los fieles de otras confesiones.
La representación que se hacen los árabes de los anales universales -y del lugar que ellos han ocupado en esta historia- varió radicalmente hace más de un siglo; y ésto queda muy bien ilustrado por el giro que observamos en el léxico político con el cual hoy nombran sus objetivos colectivos y sus aspiraciones históricas. Así, el término de Nahda (Renacimiento) pasó a representar al realista y concreto "progreso económico y social".
Pero la Nahda no es un término aplicable a la economía, pues se refiere a una concepción esencialmente cultural, religiosa y moral, y ahí está la diferencia, pues para el Islam no es el progreso científico y tecnológico el fundamento y la fuente del avance material. Para tal dogma el mejoramiento humano reside en una lucha contra la decadencia moral, pero la explicada en su teología que es el fruto de un repliegue en sí mismo, del despotismo y de la esclerosis en el campo de las ciencias y de las letras árabes. Para salir de ello, no basta con tal estrategia que rehusa la reforma de la religión y de la moral, y no se ocupa de liberar a las masas del dañino espíritu del fatalismo y la superstición. Así, el fracaso de la Nahda estaba escrito en las realidades prácticas mismas, incluso desde la precedente dominación otomana.
La frustración del proyecto de reforma y renovación del Califato islámico, emprendida desde El Cairo a fines del siglo XVIII y principios del XIX, bloqueó definitivamente esta vía. El mundo árabe quedó privado, hace más de un siglo, de un incipiente intento de reestructuración y de despegue, de lo única que le hubiera concedido un mínimo de coherencia en su cometido como civilización, y de unidad en su acción para ponerse a todo con los aires de la revolución industrial. Por eso Egipto, durante un prolongado tiempo, quedó aislado de su entorno árabe y sometido a la dominación británica.
Asimismo, no fue muy feliz el desenlace que aguardaba a la Gran Rebelión árabe poetizada en Occidente por las aventuras de Lawrence “de Arabia”, que intentó sustraerlos, a fines de la Primera Guerra Mundial, de la dominación otomana. El proyecto nacionalista elaborado por la alianza establecida entre las tribus del Hiyaz, dirigidas por los hachemitas, y la burguesía Siria, y que nombró como jefe al jerife Hussein, guardián de los Santos Lugares del Islam, no pudo siquiera concretarse. La rebelión, que debía terminar con la proclamación de un reino árabe unido abarcando las provincias asiáticas del Imperio, terminó en una confusión general. Habría podido movilizar a las élites, golpear a los ejércitos turcos, liberar Siria y proclamar la independencia árabe, pero, desgraciadamente, no tenía ni la inteligencia ni los medios para vencer o, en su defecto, para convencer a los vencedores de la Primera Guerra Mundial.
Mientras que el emir Feisal, comandante en jefe de aquellas fuerzas beduinas, se batía desesperadamente en París en 1919 para conseguir una invitación a la Conferencia de la Paz de los vencedores (de los cuales inicialmente formaba parte), que supuestamente iba a decidir el destino de los territorios del Medio Oriente, su hermano Abdel Aziz Ibn Saud, futuro rey de Arabia, apoyado secretamente por los ingleses, emprendía su campaña militar contra el Hiyaz y se preparaba para negarle su reino, aun antes de que éste fuese reconocido.
Pero ya las metrópolis europeas habían consagrado la repartición de toda la región previa a la Conferencia y conforme a los acuerdos Sykes-Picot (1916), completados por la Declaración Balfour (noviembre de 1917) sobre la creación del hogar nacional judío en Palestina (T. E. Lawrence: Awakening, London, 1938). El fracaso de la Rebelión Árabe condujo directamente a la revolución nacionalista de post-guerra, cuyo objetivo ya no era corregir una alteración cultural, religiosa o política, sino oponerse a una dominación extranjera que, más allá de los problemas económicos de desarrollo, era vista como una mutilación moral.
Pero el mapa de este prorrateo colonial no pudo ser modificado incluso por este nacionalismo árabe; esta balcanización viene actuando como uno de los factores de desequilibrio y tensiones, y de numerosas guerras mortíferas que ha conocido la región. Así, de la necesidad de recuperar la soberanía y la dignidad nació y se desarrollaron los diferentes temas del nacionalismo: revalorización del patrimonio cultural, liquidación de las secuelas del pasado colonial o feudal, unificación política. En el fondo, de lo que se trataba era de restaurar y hacer revivir las redes de solidaridad, los vínculos orgánicos, las afinidades, rotas o puestas en duda por el fracaso y la dominación extranjera.
En ese momento se pensaba que por el sólo acto de liberarse del yugo colonial iban a recuperarse todas las libertades políticas e intelectuales; que la salida de las tropas extranjeras provocaría un gran movimiento de reunificación de la nación; que el establecimiento del Estado nacional engendraría, por sí mismo, la justicia, la fraternidad perdida, el desarrollo y el progreso buscados. En menos de un puñado de décadas se tuvo que reconocer que la vía de la emancipación política no estaba más abierta para los árabes que la de su renacimiento cultural. De tal forma, la lucha nacionalista contribuyó más a reforzar la compartimentación de las entidades estatales que a crear el espacio de libertad o de soberanía unificada. Los Estados independientes que salieron de la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial fundaron una nueva y sólida jerarquía social que nada tendría que ver con las soñadas fraternidad y justicia social.
La imposibilidad de fundir en una sola entidad a todo el mundo árabe, la degeneración de los poderes nacionalistas en oligarquías francamente anti-populares y el colapso del campo progresista, tras la muerte del presidente egipcio Gamal Abuld Nasser, pudieron más que las grandiosas ambiciones del nacionalismo árabe. Ni imperio musulmán, ni imperio árabe ya son posibles; y lo es menos el desarrollo económico y político bajo los pliegues del fundamentalismo islámico. Lo que se quedó en llamar, simplemente, "décadas de desarrollo" a partir de los petrodólares, es una de las experiencias históricas más frustrantes, desde los puntos de vista moral y material, que jamás hayan conocido las sociedades (Nader Fergani. El despilfarro de los recursos, Beirut, 1980).
La frustración de modernización acarreó el hundimiento de las clases medias, pedestal y equilibrio del sistema, y sobre las que descansaba el intento de desarrollo tipo euroamericano. El manido "consenso árabe" saltó en pedazos, sufriendo la misma suerte que los valores y consignas nacionalistas, ahogados en las reacciones de miedo, las rebeliones aplastadas, las sangrientas revueltas "del pan", la claudicación colectiva de las clases políticas, las irracionales retracciones. Millones de seres humanos, asfixiados en las Suras del Profeta y atrapados en la marginalidad se hallan a expensas del fundamentalismo.
Entre los diferentes aspectos de este bloqueo estructural de la civilización islámica se pueden enumerar la asfixia del crecimiento, el aumento del paro, especialmente de jóvenes que representan más de la mitad de la población total; la caída vertiginosa, con ayuda de la política inflacionista, del ingreso promedio, la bancarrota de las empresas públicas o privadas; la desorganización de la industria y de la agricultura; la anarquía reinante en los mercados y en la gestión. Este desorden económico no ha sido el único aspecto inquietante de la crisis. Más graves aún son las rupturas de los equilibrios geopolíticos, políticos y sociales, y su enmarañamiento, como lo demuestran la continuación de la guerra civil libanesa, la multiplicación de los focos de tensión y de los conflictos sociales y regionales, la desarticulación de los movimientos políticos de oposición y el debilitamiento de las organizaciones sindicales, y en el plano cultural el retroceso de las ideologías racionales en provecho de culturas rituales o étnicas, tradicionales o superficiales, falsamente populares o populistas (Lufti el-Juli: El callejón sin salida árabe. Colectivo. El Cairo, 1986).
Muy buena información. El único detalle es que Abdel Aziz ibn Saud no es hermano de Feisal, sino que pertenecían a familias y tribus diferentes que pugnaban por el control político y religioso de la península Arábiga (especialmente las ciudades santas de La Meca y Medina).
ResponderEliminarMientras el padre de Feisal, jerife de La Meca se proclamaba califa a la caida del Imperio Otomano, las potencias occidentales reconocían a Feisal como Rey de Irak y a un hermano como Rey de Transjordania, pero nada más. Ibn Saud conquistaba los territorios santos y finalmente unificaba toda la Arabia "Saudí".
Así se conforman dos familias dinásticas diferentes (los Hachemitas en Inrak y Jordania; los Sauditas en Arabia Saudita) con dos versiones diferentes del Islam (el Sunismo tradicional frente al Wahabismo reformista)
Muchas gracias por su valioso comentario; se lo envio al autor.
ResponderEliminarEl autor del trabajo me ha enviado la siguiente aclaracion que reproduzco textualmente:
ResponderEliminar"Tanto Feisal como ibn Saud provenían del mismo clan, el clan Rashid... y ambos lo han ocultado...., porque el clan rashid en nada tiene que ver con la ascendencia al Profeta... la familia de Saud fue "descastada" por los rashid... y tuvieron que irse..., no fue un "choque de clanes" como luego hicieron ver, y el abuelo de Feisal era un rashid tambien.... Por eso lo de hashemita todavia es un dolor de cabeza...
gracias por tu interes. benemelis