No acercarse en caso de ser periodista... el aeropuerto José Martí de La Habana |
Por: Rodrigo Duarte rduarte@infobae.com
Pese a intentar presentar una imagen de apertura en la reciente
cumbre de la Celac, la dictadura de los Castro no abandonó su implacable
persecución contra todo pensamiento o actitud independiente. Un
periodista de Infobae, de vacaciones en la isla, vivió el acoso en carne
propia y cuenta los absurdos detalles.
Son las ocho y media de la noche en La Habana y según lo planeado hace semanas, cuando decidí que pasaría mis vacaciones de verano cumpliendo una asignatura pendiente de mis años de adolescente y visitaría Cuba, ya debería haber llegado al hotel y comenzado mi recorrida de la ciudad. En cambio, llevo tres horas detenido en el aeropuerto José Martí, incomunicado y, a juzgar por la mirada de pocos amigos del oficial encargado de vigilarme, no parece que vaya a poder irme en cualquier momento.
¿Qué hice para encontrarme en esta situación? ¿Intenté ingresar drogas al país, grité que tenía una bomba en mitad del vuelo hacia Cuba o agredí a alguien en la cola de Migraciones? Ni siquiera intenté introducir literatura "enemiga" ni elementos "subversivos" tales como una laptop o un grabador. No, simplemente mi pasaporte indica que soy periodista y por lo tanto, automáticamente sospechoso de ser un "agente desestabilizador del Imperio" (textuales palabras del diario Granma para referirse a todo aquel que critica al régimen).
A decir verdad, durante todo el tiempo que permaneceré bajo custodia a mi llegada, unas cuatro horas, en las que cada una de las pertenencias con las que viajo -desde la ropa interior hasta mi agenda personal- serán sujetas a una revisión exhaustiva en dos oportunidades y seré interrogado por cuatro personas diferentes, nadie me dirá el porqué de mi demora, pero las constantes preguntas sobre mi "actividad laboral" (¿Usted escribe sobre política? ¿Cuál es la postura de los medios en los que trabaja?) no dejan lugar a la duda sobre el motivo del acoso.
Confinado a una oficina en un rincón del aeropuerto, había pasado suficiente tiempo como para ponerme a pensar sobre qué detalle en mi currículum podría haber hecho a las autoridades cubanas interesarse tanto por mí. Sí, escribo en Infobae, un diario digital que, a diferencia de otros medios argentinos, se ocupa de informar acerca de las constantes violaciones de los Derechos Humanos que se cometen en Cuba, pero yo mismo no escribo notas de ese tipo.
Intenté pensar entonces acerca de notas mías recientes que hubieran podido enojar a los servicios de inteligencia cubana. ¿Pudo haber sido mi entrevista al director de la fundación Federico Klemm sobre el flamante libro sobre su catálogo? Tal vez el fallecido artista fuese considerado por los hermanos Castro un elemento contrarrevolucionario -después de todo, el comunismo no suele ser apreciativo de la homosexualidad o el arte- y al darle difusión a su despolitizada obra yo había atentado contra el proceso de toma de conciencia histórica de los pueblos latinoamericanos y por lo tanto debía ser escarmentado.
¿O tal vez fue mi nota sobre el éxito de la publicidad del refresco Manaos lo que me convirtió en sujeto indeseable para la Revolución? Es verdad que el spot es indudablemente malo, ¿pero podría ser tan malo para hacerme merecedor del destrato de tres funcionarios cubanos e impedir mi entrada al país?
Pero cuando llega el cuarto oficial para hacerme las mismas preguntas que he estado respondiendo desde que me separaron de la fila que se dirigía a migraciones, muchas de ellas mas absurdas que abusivas (¿Vino a cubrir la Celac? No, vine de vacaciones. ¿Está afiliado a algún partido? No, a ninguno ¿Por qué trae con usted un libro en inglés? Porque el libro no está editado en español ¿Quién es Morrissey? Un músico inglés ¿No le gusta la música en español? Sí, también me gusta), me doy cuenta de que esto podría extenderse varias horas más y que es mejor actuar. Decido recurrir al "chapeo", una acción generalmente despreciable pero que, dadas las peliagudas circunstancias, encuentro justificada.
"Escúcheme, oficial. Estoy hace varias horas acá y nadie me dice cuál es el problema. Le pido por favor que llame al embajador uruguayo, que es amigo de mi padre, quien también es diplomático, y pídale de mi parte que venga". Inesperadamente, la estrategia funciona y en diez minutos se apersona otro hombre, cuyo uniforme denota mayor jerarquía, y me dice que puedo quedarme tranquilo, que ya fueron a buscar mis pertenencias y en unos minutos podría irme.
"¿Sabes lo que pasa? Vienen muchos presidentes a nuestro país y estamos velando por la seguridad de todos, inclusive la suya también", es toda la explicación que me ofrece. Pero no todo es amabilidad. Mientras me entrega el celular que me habían quitado al momento de detenerme, se despide con una amenaza, no del todo velada: "Tenga en cuenta que yo confío en usted y le creo que no viene a hacer periodismo sino a vacacionar. No se meta en problemas, no comprometa su estadía en el país. Vaya y disfrute".
Soy escoltado hasta la salida de la terminal por un agente que, antes de subirme al taxi, me recomienda que no vaya a olvidarme del "consejo" que acaban de darme. Le respondo que lo voy a recordar, aunque los primeros tres días en Cuba no tendré forma de olvidarlo ya que un hombre de civil me seguirá no muy sutilmente vaya donde vaya, sea de mañana o de noche.
Una vez en el auto rumbo hacia el hotel, y pese a que ya oscureció, puedo divisar en la ruta carteles oficiales anunciando la cumbre de la Celac, que arranca el día siguiente. "Unidad en la diversidad" es el irónico lema del encuentro y ocupa un lugar destacado en los afiches. Me viene a la mente el consejo que recibe el protagonista al inicio de Nuestro hombre en La Habana, la famosa novela de Graham Greene: "Si quiere pasarla bien en este país, no le conviene afrontar la realidad".
Son las ocho y media de la noche en La Habana y según lo planeado hace semanas, cuando decidí que pasaría mis vacaciones de verano cumpliendo una asignatura pendiente de mis años de adolescente y visitaría Cuba, ya debería haber llegado al hotel y comenzado mi recorrida de la ciudad. En cambio, llevo tres horas detenido en el aeropuerto José Martí, incomunicado y, a juzgar por la mirada de pocos amigos del oficial encargado de vigilarme, no parece que vaya a poder irme en cualquier momento.
¿Qué hice para encontrarme en esta situación? ¿Intenté ingresar drogas al país, grité que tenía una bomba en mitad del vuelo hacia Cuba o agredí a alguien en la cola de Migraciones? Ni siquiera intenté introducir literatura "enemiga" ni elementos "subversivos" tales como una laptop o un grabador. No, simplemente mi pasaporte indica que soy periodista y por lo tanto, automáticamente sospechoso de ser un "agente desestabilizador del Imperio" (textuales palabras del diario Granma para referirse a todo aquel que critica al régimen).
A decir verdad, durante todo el tiempo que permaneceré bajo custodia a mi llegada, unas cuatro horas, en las que cada una de las pertenencias con las que viajo -desde la ropa interior hasta mi agenda personal- serán sujetas a una revisión exhaustiva en dos oportunidades y seré interrogado por cuatro personas diferentes, nadie me dirá el porqué de mi demora, pero las constantes preguntas sobre mi "actividad laboral" (¿Usted escribe sobre política? ¿Cuál es la postura de los medios en los que trabaja?) no dejan lugar a la duda sobre el motivo del acoso.
Confinado a una oficina en un rincón del aeropuerto, había pasado suficiente tiempo como para ponerme a pensar sobre qué detalle en mi currículum podría haber hecho a las autoridades cubanas interesarse tanto por mí. Sí, escribo en Infobae, un diario digital que, a diferencia de otros medios argentinos, se ocupa de informar acerca de las constantes violaciones de los Derechos Humanos que se cometen en Cuba, pero yo mismo no escribo notas de ese tipo.
Intenté pensar entonces acerca de notas mías recientes que hubieran podido enojar a los servicios de inteligencia cubana. ¿Pudo haber sido mi entrevista al director de la fundación Federico Klemm sobre el flamante libro sobre su catálogo? Tal vez el fallecido artista fuese considerado por los hermanos Castro un elemento contrarrevolucionario -después de todo, el comunismo no suele ser apreciativo de la homosexualidad o el arte- y al darle difusión a su despolitizada obra yo había atentado contra el proceso de toma de conciencia histórica de los pueblos latinoamericanos y por lo tanto debía ser escarmentado.
¿O tal vez fue mi nota sobre el éxito de la publicidad del refresco Manaos lo que me convirtió en sujeto indeseable para la Revolución? Es verdad que el spot es indudablemente malo, ¿pero podría ser tan malo para hacerme merecedor del destrato de tres funcionarios cubanos e impedir mi entrada al país?
Pero cuando llega el cuarto oficial para hacerme las mismas preguntas que he estado respondiendo desde que me separaron de la fila que se dirigía a migraciones, muchas de ellas mas absurdas que abusivas (¿Vino a cubrir la Celac? No, vine de vacaciones. ¿Está afiliado a algún partido? No, a ninguno ¿Por qué trae con usted un libro en inglés? Porque el libro no está editado en español ¿Quién es Morrissey? Un músico inglés ¿No le gusta la música en español? Sí, también me gusta), me doy cuenta de que esto podría extenderse varias horas más y que es mejor actuar. Decido recurrir al "chapeo", una acción generalmente despreciable pero que, dadas las peliagudas circunstancias, encuentro justificada.
"Escúcheme, oficial. Estoy hace varias horas acá y nadie me dice cuál es el problema. Le pido por favor que llame al embajador uruguayo, que es amigo de mi padre, quien también es diplomático, y pídale de mi parte que venga". Inesperadamente, la estrategia funciona y en diez minutos se apersona otro hombre, cuyo uniforme denota mayor jerarquía, y me dice que puedo quedarme tranquilo, que ya fueron a buscar mis pertenencias y en unos minutos podría irme.
"¿Sabes lo que pasa? Vienen muchos presidentes a nuestro país y estamos velando por la seguridad de todos, inclusive la suya también", es toda la explicación que me ofrece. Pero no todo es amabilidad. Mientras me entrega el celular que me habían quitado al momento de detenerme, se despide con una amenaza, no del todo velada: "Tenga en cuenta que yo confío en usted y le creo que no viene a hacer periodismo sino a vacacionar. No se meta en problemas, no comprometa su estadía en el país. Vaya y disfrute".
Soy escoltado hasta la salida de la terminal por un agente que, antes de subirme al taxi, me recomienda que no vaya a olvidarme del "consejo" que acaban de darme. Le respondo que lo voy a recordar, aunque los primeros tres días en Cuba no tendré forma de olvidarlo ya que un hombre de civil me seguirá no muy sutilmente vaya donde vaya, sea de mañana o de noche.
Una vez en el auto rumbo hacia el hotel, y pese a que ya oscureció, puedo divisar en la ruta carteles oficiales anunciando la cumbre de la Celac, que arranca el día siguiente. "Unidad en la diversidad" es el irónico lema del encuentro y ocupa un lugar destacado en los afiches. Me viene a la mente el consejo que recibe el protagonista al inicio de Nuestro hombre en La Habana, la famosa novela de Graham Greene: "Si quiere pasarla bien en este país, no le conviene afrontar la realidad".
No hay comentarios:
Publicar un comentario