Mi estado físico deja mucho que desear y arrastro años de amarguras y privaciones. No tengo la vitalidad del hombre joven que era cuando entré a la prisión. Veo en algunos compañeros los mismos estragos, y en muchos, los ojos marchitos. En otros, algunos raptos de demencia. Hay en todos agobio, indignación e impotencia. Presentamos un cuadro patético. No acepto seguir viviendo así. Voy a retar a la dictadura hasta mi muerte, si es necesario.
No ingiero alimentos, sólo bebo agua en contadas ocasiones, menos de un tercio de litro al día. Vuelve el carcelero y con él la comida para todos. Mis compañeros me dicen: “Ahí te trajeron una comida buenísima.” Mi único comentario es que ya no me interesa.
Me conmueven Lauro Blanco y Nerín Sánchez. Se acercan y me dicen:
–Huber, vamos a la huelga contigo.
Los observo y medito. Sus ojos cansados y el maltrato a que han sido sometidos sus cuerpos hacen aún más meritoria su decisión.
–Escuchen –les respondo–, debemos evitar una huelga solidaria conmigo y con mi planteamiento a la dictadura. Actuaremos individualmente. Creo que en mi caso, el final será la muerte. No será de extrañar que estemos en plena huelga y uno de ustedes sea separado y asesinado con el propósito de cargar sobre mis espaldas esa responsabilidad. Ustedes saben que ellos actúan así.
Nerín y Lauro están de acuerdo en hacer la huelga individualmente, pero están tan seguros como yo de que esperar una respuesta favorable de los comunistas es una ilusión cuyo precio conocemos. Me apena la situación de los demás. Creo que su papel de espectadores es un poco incómodo.
Los tres o cuatro primeros días del ayuno total son muy difíciles; el cuerpo lucha por recibir su alimento de costumbre. Exige, primero con ansiedad, la cantidad de calorías que necesita para sobrevivir, y como no la recibe, reacciona con dolores de cabeza y mareos, en particular cuando uno se incorpora. Después de estos primeros días el organismo comienza a vivir de sus reservas gracias a la ración de agua que le sirve para metabolizarlas. El mecanismo biológico consiste en ir extrayendo del propio cuerpo los nutrientes necesarios para evitar la muerte.
Al principio el organismo se va debilitando y la mente tiene mayor lucidez. Después desaparece el deseo de comer y la razón huye involuntariamente de la realidad; se confunde con las nieblas del sopor y participa con el cuerpo en esa fuga lenta y sostenida de la vida. En el día tomo tragos de agua, pero cuido de no sobrepasarme, pues podría vomitar y debilitarme más.
La debilidad y las libras que he perdido facilitan el trabajo de los carceleros. Me suspenden en el aire usando la vieja y delgada colchoneta como un saco y me sacan rápidamente a la galera inmediata, la 23-B. Me tiran en el piso sobre la colchoneta. Quedo más como un animal enfermo o herido que como una persona. Solo y sin fuerzas. Llevo once días sin probar bocado y por momentos siento que mi cuerpo ya no está conmigo, que se ha volatilizado. Pero no, de pronto me vienen molestias viscerales agudas y persistentes; imagino que cuando abandone el mundo, todas mis partes –sensoriales, orgánicas y anímicas– se irán juntas.
Dormido o despierto, el maligno juego continúa. La huelga de hambre avanza sobre mi organismo erosionándolo gradualmente. Sin embargo, siento la presencia magnífica del espíritu que enciende en mí la llama de la vida y mantiene el estado de rebelión al que el cuerpo hubiera renunciado ciegamente en su afán de sobrevivir. Es el espíritu contra las debilidades del organismo y el espíritu contra el atropello de la fuerza.
Vivo con una paupérrima luz artificial que jamás se apaga y no puedo distinguir el crepúsculo, ni el resplandor del amanecer, nada. No sé que tiempo llevo sin ingerir alimento alguno. Cuando puedo reunir algunas fuerzas, más impulsado por el espíritu que por los músculos enflaquecidos y debilitados, voy dando pasos hasta el baño, a dos metros de distancia. El agua sobre la piel me da un frío insoportable. Por dentro siento un calor abrasante. Mis mucosas gástricas parecen arder en un fuego que sube hasta la boca.
Puede que esté ya próximo el final. Cuando me trajeron a este lugar tenía once días de no probar bocado. Y eso está ya lejos.
Intento caminar envuelto en la frazada. Creo que podré llegar hasta el baño pero me caigo, golpeándome la cabeza contra algo; todo queda oscuro… ¿Habré estado en el suelo cinco minutos, una hora? No lo sé... Fugazmente recupero el conocimiento y veo que me suben a la cama. Sé que no tengo fuerzas para llegar hasta el baño y que sin agua estoy en el preludio inmediato al fin.
Fragmentos del capítulo: La huelga de hambre, del libro Cómo llego la noche, autor Huber Matos Benítez
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