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Haroldo Dilla Alfonso
Cada vez que escucho a Ricardo Alarcón hablar de los cambios en Cuba recuerdo un poema de Guillén que le leía a mi hija en un libro bellamente ilustrado por Rapi Diego. De tanto leerlo aún recuerdo versos completos. Trataba de las aventuras de dos hermanos, Sapito y Sapón, que eran, decía Guillén, “dos muchachitos de buen corazón”. Pues al final de todo, Alarcón es también, a su manera, un muchachito de buen corazón.
Su vida política debe haber sido dura, compartiendo la mesa con tantos generales y burócratas que no tienen la menor idea de quien es Hans Kelsen, su ídolo intelectual, a quien cita obstinadamente, cuando viene al caso y cuando no. Alarcón sabe quien es porque no tuvo que ir a la Escuela Ñico López para conseguir un título. Quizás por eso, por demasiado intelectual, nunca ha podido ascender más allá de un plano figurativo. Y cuando intentó posar como un político moderno en su debate con Mas Canosa, no solo fue destrozado por este, sino también castigado en el patio, donde tuvo que asumir la ingrata tarea de dar dos conferencias diarias contra la Ley Helms Burton. Diciendo siempre lo mismo y a un público invariablemente nada interesado. Y finalmente quedarse ahí, en la incolora Asamblea Nacional, donde puede coger cámara dos veces al año y contemplar añorante su Cancillería perdida.
Y ahora, este chico de buen corazón aparece hablando de “una reforma migratoria radical y profunda”. Lo que dice después no es nada nuevo: la emigración cubana ha sido utilizada como un arma de desestabilización contra el Gobierno cubano, pero esa emigración ha cambiado y ahora es económica y aspira a una relación “pacífica” con el país. Luego, que habrá cambios pero sin poner en peligro el capital humano que “cuesta muy caro al estado cubano”. Y algunas otras afirmaciones que solo agregan distorsiones a un asunto muy complejo cuyo abordaje positivo debe comenzar por un análisis menos tendencioso que el que hace Ricardo Alarcón. Que es lo mismo que ha dicho antes el General/Presidente Raúl Castro. Y exactamente igual a lo que repiten los voceros intelectuales del Gobierno cuando se dan sus duchas de liberalismo en las universidades de Estados Unidos y Europa.
No me detengo a analizar ahora los componentes de este discurso basado en supuestos falsos. Solo quiero hacer una apuesta. No habrá cambios radicales que impliquen una devolución a la sociedad de sus derechos al libre tránsito, a los cubanos de su prerrogativa para decidir libremente dónde van a vivir y cuándo quieren regresar. Porque con menos que esto no tenemos un cambio radical de nada.
No creo que el Gobierno cubano vaya a actuar en esta dirección —repito, la única aceptable— porque lo que el Gobierno cubano busca es una mejor imagen internacional, y una relación más sostenida con la faceta económica de la emigración y buscando en ella nuevos apoyos. El Gobierno cubano no ve en su emigración a ciudadanos, sino a remesadores y pagadores de servicios consulares. En su top ve inversionistas con mucho dinero, perfectos socios para su propia conversión burguesa. Y eventualmente trata de mejorar posiciones para alentar un lobby anti-embargo en la mismísima Miami.
Pero no está buscando la creación de una situación de derechos y libertades que permita a cada cubano decidir libremente su vida.
Lo que está buscando puede conseguirlo haciendo pequeños cambios en un sistema migratorio abusivo, discriminatorio y antinacional. Puede, por ejemplo, bajar los precios de los servicios, alargar los tiempos de estadía de los que salen y los que entran, eliminar algunos requisitos como las cartas de invitación, entre otras acciones que serían positivas pero no suficientes. Porque lo único suficiente, lo único que podemos aceptar con beneplácito es la plena restitución de los derechos de los cubanos a entrar y salir del territorio nacional.
Y creo que hay cinco puntos que son imprescindibles:
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