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No. Mi padre, a diferencia de mucha gente de su generación, actuaba de acuerdo con la realidad y no a la ideología. Por eso crecí en un ambiente de libertad, pues, en la vida privada, de hogar, mi padre era un anarquista. En política, fue un liberal, aunque él jamás hubiese usado ese término para sí mismo, pero siempre trabajó por los derechos ciudadanos.
Sí. Creo que he sistematizado sus ideas. A mi padre le interesaba más el pueblo que las ideologías. Por eso, por ejemplo, nunca fue prosoviético o procubano. Fue amigo de Castro y estuvo muchas veces en Cuba. Lo respeté siempre porque no era manipulable.
Empecé estudiando marxismo a los 12 años. Mi formación es marxista; durante muchos años me reconocí como marxista… Eran los tiempos. Eso sí, nunca fui comunista. Durante unos seis meses, cuando tenía 16 años, fui trotskista, y allí, de militante, creé mis anticuerpos contra el autoritarismo, el dogma y la fe. Salí del trotskismo cuando, en una reunión, nos dijeron que teníamos que esperar la llegada del gurú del partido para que nos dijera qué era lo correcto. Allí me di cuenta de que no buscaban mirar la realidad sino profesar una fe. Luego me declaré anarquista, profundamente anticomunista y, en ese momento, antiimperialista. Años después me fui a terminar mi carrera de Economía a Estados Unidos.
No por una cuestión política, sino porque mi tío, quien me pagaba la carrera, así me lo pidió. Cuando se me quiere desprestigiar por esto, se hace evidente la banalización de la opinión. Me fui a Boston y me gradué con honores… pero no creía en nada de lo que había estudiado. Volví a Bolivia aún con ganas de hacer la revolución…
Esa revolución que es tan nuestra y es siempre imprecisa, que es más un anhelo que una realidad: la búsqueda de un paraíso. Por eso, más que a una ideología, sigue a una pulsión. Esta es la razón por la que los pueblos se entregan a ella, porque ven allí la esperanza milenaria de restablecer el curso divino de la naturaleza, de la justicia, de la igualdad… Todo lo demás es charlatanería. En el fondo, este proceso es la secularización de la religión. Era 1984, la inflación era de 25,000% y el pueblo boliviano estaba en la calle. Yo aún no era liberal, por lo que viví, durante muchos años, una especie de angustia existencial. Me hice industrial… y de noche escribía literatura.
Por entonces quise escribir una novela sobre un falsificador de monedas de plata, en Potosí, en el siglo XVII. Allí me di cuenta de que esta historia excedía mi capacidad de fabular. Entonces, dirigí mis intereses hacia la historia virreinal. Dejé de leer libros sobre teoría política y me concentré en la historia. Allí descubrí cosas que están veladas para el hombre común latinoamericano, para quien la historia empieza con la independencia y, antes, con los pueblos precolombinos, pero cuya etapa virreinal quiere negar, y un pueblo sin historia, como decía Hegel, nos hace esclavos. Los latinoamericanos nos sentimos o indios o liberales, y negamos aquel periodo donde se construyó nuestra identidad. Con estas lecturas, empecé a entender a América Latina porque me di cuenta de que éramos hijos de la misma estructura, de la misma colonia, de la misma organización jurídica, política, social.
Comprendía. Así evitaba el maniqueísmo, la manipulación. Nos hemos acostumbrado a ver la época colonial como una etapa de víctimas y victimarios, un reduccionismo que decidí romper. Dejé de sentir a la Colonia como un eslogan y empecé a ver sus personajes, sus eventos… una historia compleja.
Digamos que es cierto… porque, luego de estudiar la Colonia, pasé a la Edad Media y las invasiones bárbaras y Roma. Digamos que fui consciente de los ciclos históricos. Así pasé a mirar de otra manera nuestra independencia y el liberalismo, que fue el sistema que reemplazó a la monarquía. Allí hice mío el liberalismo, y, sobre todo, lo que yo llamo la transición que sufrió América Latina de las mentalidades tradicionales –feudales, religiosas– hacia el liberalismo… y en este momento histórico estamos. Hoy, incluso los que se proclaman liberales tienen una mezcla de santos, de guerreros… como los primeros cristianos.
Todo lo que digo sobre Cuba está sustentado. Si alguien me llama “paranoico” me parece súper, pero debe sustentarlo. Yo no me dedico a insultar a Cuba, y cuando digo que Fidel Castro es un canalla, lo hago con pruebas porque, por ejemplo, mandó hundir el remolcador 13 de Marzo, que tenía a niños como pasajeros.
El propio embajador de Cuba aquí dijo que en el Perú, en 2012, trabajaban seis mil maestros cubanos. Este es un dato concreto. Denunciar estas cosas ha hecho que gane amigos y enemigos… y así me he enterado de que dos cubanos manejan el IPD, el deporte peruano. Hoy hay muchos médicos cubanos, como si en el Perú no los hubiera. Se han creado asociaciones peruano-cubanas en lugares donde el Estado no llega: Áncash, Ayacucho… y allí van estos médicos. Y así, poco a poco, ha ido creciendo la presencia de cubanos en el Perú.
Hay testimonios de muchos disidentes cubanos –por ejemplo, de algunos de los ocho mil médicos que trabajaron en Brasil–, quienes señalan que esto obedece a un plan orquestado por Castro: los obligan a penetrarse en las instituciones, a enviar reportes a las embajadas cubanas, a espiar, a apoyar movimientos sociales que se oponen a la inversión privada. Otra vez, acá no hay fantasía ni paranoia, sino data, un hecho concreto.
Lo está intentando, sino ¿por qué son tantos? Hay que reconocer que los únicos que hacen trabajo partidario, los tenaces, son los comunistas y, en América Latina, los castristas. Son muy hábiles. Ellos trabajan con la propaganda, que es crear opinión; los capitalistas trabajan con la publicidad, que es comprender la opinión… He allí la diferencia de sus alcances e intenciones.