fragmentos del libro "Cuba, El Socialismo y Sus Exodos" de Armando Navarro Vega
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cubanalisis
Armando
Navarro Vega
Los antecedentes del éxodo de Mariel
La revolución cumplía su
“mayoría de edad” en 1980 con la celebración de su vigésimo primer
aniversario, después de transitar por una infancia y una
adolescencia complicadas. Para muchos ya era hora de exigir
resultados concretos. Parafraseando la letra del tango “Volver”, la
gente decía que “veinte años no es nada” siempre que se pasen como
Carlos Gardel: “de barra en barra, y con la guitarra bajo el brazo”.
El primer Plan Quinquenal
1976-1980 no arrojó como resultado un cambio positivo visible en la
vida de los cubanos. El Sistema de Dirección y Planificación de la
Economía chocaba repetidamente contra el liderazgo personal e
incontestable del Comandante en Jefe, más Comandante y más Jefe que
nunca, inmerso como estaba en la dirección de la guerra de Angola, a
la que se había sumado la guerra de Etiopía a partir de 1978, el
apoyo directo a la guerrilla del Frente Sandinista hasta su triunfo
en 1979 “y más allá”, de la guerrilla salvadoreña, y la presidencia
del Movimiento de Países No Alineados.
Las asambleas de
circunscripción del Poder Popular dejaron de interesar a la gente en
la misma medida en que se reveló su inutilidad para resolver sus
problemas. Pronto se convirtieron en una pieza más del denso
entramado burocrático. Cada vez estaba más claro que la causa de las
dificultades no radicaba en la falta de información de los niveles
superiores. El verdadero origen se iba perfilando progresivamente
mejor.
El Partido, el único e
“inmortal”, impuso el centralismo democrático como principio
rector y universal de dirección. Dicho de otro modo y sin
eufemismos, refrendó la subordinación de todas las instituciones
económicas, políticas, sociales o administrativas del estado y la
nación a las orientaciones del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz,
Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba,
y Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, algo así como
la Santísima Trinidad. En definitiva otro lenguaje, pero nada nuevo
bajo el sol.
La re-sovietización del
país (duro “regreso al redil” fruto de la acumulación de fracasos en
los 60´ y de la crisis energética mundial de principios de los 70´)
se evidenciaba de múltiples maneras. En la proliferación de cursos
de idioma ruso. En las ridículas “gorras de plato” de los uniformes
de diario del ejército, o en los exóticos “hurras” que se gritaban
ocasionalmente en los desfiles y actos militares.
En la presencia ostensible
en las calles y en los organismos de técnicos y asesores soviéticos
civiles y militares, con sus camisas blancas de nylon
invariablemente mal cortadas que les daban la apariencia de estar
uniformados, y sus voluminosos y robustos cuerpos que les hacían
acreedores del apelativo genérico de “bolos”.
En las series de
televisión, las películas y los célebres muñequitos (dibujos
animados) rusos, con los que un conocido actor cómico amenazó a su
nieto en la ficción si se portaba mal durante la emisión en vivo de
un programa humorístico, y que le costó una sanción por ello. De
hecho, la frase genérica de advertencia “te pongo los muñequitos
rusos” se convirtió en un clásico popular. Las diferencias
culturales, enormes de por sí, se ensanchaban con la monótona y
machacona aridez del socialismo, todo un universo en blanco y negro.
Las carencias materiales
eran de índole universal y mostraban un crecimiento sostenido debido
a la acumulación de problemas sin resolver, incluyendo los productos
agrícolas que jamás habían faltado a la mesa más humilde.
En la crisis de 1929 a
1933 se puso de moda una frase que describía una situación
paupérrima (“la cosa está de Yuca y Ñame”) por referencia a dos
tubérculos muy corrientes y apreciados en la mesa cubana, que en
aquellos años le salvaron la vida a más de una familia. En La Habana
de los 60´ (y hasta bien entrada la segunda mitad de los 70´, en que
se produjo una efímera aunque insuficiente mejora en los suministros
como se verá con posterioridad), no era fácil encontrarlos, y cuando
había se distribuía por la Libreta o cartilla de racionamiento. La
patata, un cultivo del cual se pueden recoger en la isla tres o
cuatro cosechas al año, no corría mejor suerte que los anteriores.
Hasta el azúcar estaba racionado.
El llamado “Cordón de la
Habana”, una de los planes agrícolas demenciales del Comandante, no
logró desbancar a Colombia, a Brasil y al resto de los principales
productores mundiales de Café, pero lo que sí logró fue destruir las
plantaciones de árboles frutales que rodeaban a la capital.
El plátano manzano o el
mamey se convirtieron en “frutas exóticas” para los niños nacidos
después de 1968. No corrieron mejor suerte el caimito, la guanábana
y tantas otras frutas tropicales, gracias a la deforestación de los
bosques para sembrar café Caturra en las montañas y caña en los
llanos, noble labor a la que se dedicó con ahínco, bajo las
orientaciones del Comandante en Jefe, la “Brigada Invasora Che
Guevara”[1]
desde el oriente hasta el occidente del país.
El racionamiento del café
(vigente desde Octubre de 1963, cuando el ciclón “Flora” asoló las
provincias orientales) convirtió una conocida guaracha en una
canción subversiva porque en el estribillo, versionado por el
ingenio popular, el pueblo se lamentaba: “Ay Mama Inés, ya ni los
negros tomamos café”, en lugar de “todos los negros...” como
reza la letra original.
En las casas ya se notaba
algo más que una simple falta de pintura. En la capital, el salitre
del mar corroyó sin piedad las rejas y guardavecinos de la Habana
Vieja (algunas de ellas verdaderas obras de arte en forja); erosionó
las fachadas y las paredes interiores, mordió los muros de las
azoteas por donde terminó filtrándose la lluvia que reventó los
techos[2];
devoró las ventanas y puertas de madera en colaboración con el sol,
la humedad, los ciclones tropicales y la desidia.
Las tuberías se
estrecharon por la acumulación de sales minerales, sin posibilidad
de sustituirlas. También se deterioraron las instalaciones de gas,
las redes sanitarias y las instalaciones eléctricas dentro y fuera
de las viviendas. El derrame de las aguas albañales se convirtió en
algo habitual en las calles habaneras.
Los cortes de agua eran
frecuentes[3].
En determinadas zonas de Centro Habana y la Habana Vieja, dos
populosos y céntricos municipios de la capital cubana, nos es que
faltara el agua esporádicamente, es que dejó de fluir. En las tomas
contra incendios (recuerdo la de la esquina de Prado y Refugio, en
la que me abastecí más de una vez) la gente acopiaba el agua
aproximadamente entre las 23:00 y las 02:00 de la madrugada en unos
tanques de acero de 55 galones “americanos” (unos 208 litros) y en
latas de aceite de 5 galones (unos 19 litros) y las acarreaban en
unas carretillas fabricadas con madera, que usaban como ruedas unos
cojinetes o rodamientos.
Todo ello (incluyendo los
depósitos) era material robado, porque nada de eso se vendía en
ninguna parte. El ruido era ensordecedor, pero era casi música
celestial para aquellos que tenían la suerte de recibir agua
directamente en sus casas aunque fuera una hora al día.
La vida transcurría en las
colas. En todas partes se hacía cola. Había colas organizadas, colas
desorganizadas y “molotes”. Colas por orden de llegada, colas por
números, colas en las que se permitía “rotar” y en las que no, colas
en la que se permitía “marcar” por otras personas y en las que no se
podía. Colas para los que tenían reserva o número por anticipado, y
“colas para los fallos”.
Colas que duraban meses
ratificando el número mediante presencia física al menos una vez al
día para, por ejemplo, comprar un colchón. En caso de no poder
asistir a dicha “ceremonia de reafirmación” se perdía la vez. De
todos modos, hacer esa cola no garantizaba en muchos casos que se
pudiese adquirir el producto, porque no se sabía con anterioridad la
cantidad que se iba a distribuir.
En los restaurantes y
cafeterías se hacía cola durante horas, incluso para reservar una
mesa para el día siguiente. Muchos de los establecimientos
existentes antes de la revolución habían cerrado sus puertas después
de la Ofensiva Revolucionaria de 1968, y se convirtieron en
“locales” que luego se asignaron como viviendas, por lo que la
necesidad de recurrir a ellos, unida al crecimiento de la población,
hacía que las colas fueran en aumento.
Los restaurantes (que en
un principio también estuvieron desabastecidos, como se verá más
adelante) permitían después completar la exigua cuota de
racionamiento que no llegaba a cubrir el mes y ampliar el suministro
de proteínas, además de posibilitar el consumo de productos que
nunca se distribuían por la Libreta. Los comedores obreros y
escolares (las becas en particular) ayudaban, pero no resolvían el
problema.
Ya a finales de la primera
mitad de los 60´ se podía comer barato y bastante bien en los
Círculos Sociales Obreros de las playas. Al que quisiera comerse un
sándwich le esperaba una cola más o menos larga y tediosa, según el
día y el horario escogido, en la Casa Potin, en El Carmelo de
Calzada o en el de 23, en las cafeterías y restaurantes de los
hoteles o, si quería un sándwich “a la cubana” con pan de barra, en
el Sloppy Joe´s Bar, en la esquina de Ánimas y Zulueta. Los
ingredientes no se podían adquirir en ningún otro sitio, por lo que
había que recurrir forzosamente a los establecimientos hosteleros.
Había cosas que comer,
como no. Se podía degustar una fabada asturiana en el “Centro
Vasco”, un lacón con papas o un arroz a la indiana en “Las
Bulerías”, un hash gordon blue en el “Club 23”, una crema de queso
en “Los Andes”, un filete uruguayo en “La Torre”, un filete mignon
en el “Monseñor”, un pollo a la barbacoa en el “Polinesio”, una sopa
china en el “Mandarín”, un arroz frito especial con maripositas en
el “Yang Tse”, o una pizza de prosciutto en “Montecatini”, en “La
Romanita” o en “Doña Rossina”. Estos, entre otros establecimientos,
eran la élite de los restaurantes de La Habana (herencia en su
mayoría de la etapa republicana) y eso se reflejaba en los precios,
por lo que en cualquier caso, y sin llegar a ser prohibitivos en
términos generales salvo para las familias y los jubilados de más
bajos ingresos, no eran sitios que pudieran frecuentarse
asiduamente.
En los antiguos “Ten Cent”
de Woolworth (rebautizados con el nombre de “Variedades de Galiano,
de Obispo o de 23” según la ubicación física del establecimiento) la
cola para almorzar se iniciaba fuera del local hasta la hora de
apertura, y después continuaba dentro, detrás de cada puesto en la
barra, en filas de dos, tres o cuatro personas en fondo. Los
jubilados solían acudir a estos sitios debido a los precios.
No era fácil conseguir
pescado, pero en cualquier MARINIT (establecimiento de la red de
restaurantes del Instituto Nacional de la Industria Turística
especializados en pescados y mariscos) se podía comer cuando se
inauguraron, allá por 1964, desde una rueda de pargo meniere
o unos camarones enchilados, hasta unas ancas de rana.
En los Fruticuba había
(cuando había) mangos, melones y piñas. Las Pizzerías que inundaron
La Habana tenían al inicio una excelente oferta, que degeneró
progresiva y rápidamente. Pese a ello (¿o quizás gracias a ello?)
las pizzas “degeneradas” se convirtieron en auténticos matahambre.
Lo de remarcar la frase “al inicio”, válido en uno y otro caso, es
una precisión muy importante. Nada perdura en el socialismo, salvo
la ineficacia.
El surtido y la calidad
original de las nuevas pizzerías se mantuvieron poco tiempo; los
MARINIT en su mayoría no llegaron abiertos a los 70´, y de su
esplendor solo quedaba el recuerdo, o una acera intransitable
inundada de un líquido viscoso en el lugar donde se situaban los
depósitos de basura, y un olor insoportable a pescado podrido en los
que aún existían, como en “Los Parados”, en la intersección de las
calles Consulado y Neptuno.
Muchos habaneros emigrados
rememoran con nostalgia los sitios y la oferta gastronómica
descrita, incluso aunque no la frecuentaran. La nostalgia sublima el
recuerdo del motivo esencial por el cual iban la mayoría de las
veces a comer en un restaurante o en una cafetería, así como el
tremendo esfuerzo que implicaba hacerlo, comenzando con el simple
traslado hasta el lugar elegido, y continuando con las horas de cola
bajo el sol o la lluvia; con la amenaza real del anuncio, tras una
espera infructuosa y a las puertas mismas del local, de que “se fue
el agua o la luz” (como si tuvieran vida propia) de que “se acabó el
pan o el hielo”, o de cualquier otra razón para paralizar la venta;
con las broncas y la indignación ante el descaro con el que entraban
delante de sus narices los que tenían dinero para sobornar a los
camareros, mientras los niños se rendían de cansancio en los brazos
de unos padres también muy cansados.
Resulta evidente, dado el
escaso potencial de satisfacción de las situaciones descritas, que
los restaurantes y cafeterías en aquellos momentos no eran sitios
(como suelen serlo en otras circunstancias) de ocio y esparcimiento
a la par que de alimentación, sino que la gente acudía a ellos
mayoritaria y literalmente “para comer”, impelidos por la visión de
una despensa vacía[4],
o por la alternativa ofrecida por un menú racionado, desbalanceado,
escaso, pobre y repetitivo hasta el hartazgo, y para colmo soso por
la falta de especias y de los ingredientes más básicos para sazonar,
algo que solo lograba compensar al menos en parte la desbordante
imaginación de la que hacían (y hacen) gala principalmente nuestras
mujeres.
Cubano que peinas canas,
remember las lentejas con sal nadando en el agua en los 60´, los
chícharos (guisantes) omnipresentes en los 70´ y los 80´, o el arroz
con piedrecitas y animalitos varios que llegamos a echar de menos en
los 90´, como en el chiste.[5]
La juventud, divino tesoro, lo vivíamos de otra manera, pero
pasábamos exactamente por los mismos trances, aunque algunos ahora
no lo recuerden.
Los precios en la
hostelería no eran excesivos, y en cualquier caso la imposibilidad
de gastar el salario (en parte por la política de gratuidades que
preludiaba la eliminación del dinero, y en gran parte por la
carencia de bienes y servicios en que gastarlos, salvo en el mercado
negro) determinó la existencia de un excedente monetario exorbitante
en manos de la población, que el estado recuperaba parcialmente por
esa vía.
El mercado negro reflejaba
perfectamente la magnitud del problema. Las cajetillas de
cigarrillos (racionados al igual que los puros desde el año 1971
mediante una cuota destinada a los mayores de 16 años, recientemente
eliminada después de casi 40 años) tenían un precio oficial de venta
en torno a los 20 centavos (céntimos) el tabaco negro, y entre 25 y
30 el tabaco rubio.
En la “bolsa negra” dichos
precios llegaron a multiplicarse por 100. Las marcas de tabaco
Populares, Ligeros y Vegueros alcanzaron los 20 pesos, y las de
tabaco rubio (Dorados y Aroma) 25 y 30 pesos respectivamente.
El salario mínimo rondaba
los 70 pesos mensuales, una pensión no contributiva o “renta
vitalicia” los 40, y el salario medio no alcanzaba para comprar seis
cajetillas de “Aroma”. Por una libra (algo menos de medio kilo) de
frijoles negros se llegó a pagar hasta 20 y 25 pesos.
Comprar carne de res era
un delito que se pagaba con dos años de cárcel como mínimo; el
sacrificio de una res (Sacrificio de Ganado Mayor según el Código
Penal) podía suponer, en función de las circunstancias, entre 20 y
25 años de privación de libertad, y ello incluía al legítimo
propietario de la res.
Ya comenzaban a convivir
forzosamente bajo el mismo techo tres generaciones, por la
imposibilidad de adquirir o alquilar una vivienda. La autorización
(reciente entonces) para construir por cuenta propia entraba en
contradicción con la falta de materiales, y con la persecución del
robo de los mismos.
La Habana y los habaneros
se habían ido transformando. El “baby boom” de los 60´, el imparable
éxodo del campo hacia la ciudad, y el porcentaje inmensamente
mayoritario de emigrantes de raza blanca, modificaron el perfil
étnico y demográfico de los habitantes de la capital cubana. La
superpoblación relativa, fruto de la escasez de viviendas, generó a
su vez profundos cambios de índole sociológica.
Las casas no podían
albergar en su interior a tantas personas. Los quicios de las
puertas de los edificios y las aceras sustituyeron a las salas de
estar. La vida privada se trasladó hacia el exterior, se hizo
pública y progresivamente impúdica, facilitando de paso la labor de
vigilancia de los Comités de Defensa de la Revolución. La calidad de
la vida se deterioró de manera generalizada en proporción directa
con el aumento del hacinamiento, la promiscuidad y las carencias. La
Habana se fue “haitianizando” con el paso del tiempo.
El apartamento justo
debajo del mío, de dos dormitorios, albergó recién construido en
1957 a una pareja de mediana edad con una hija. La familia emigró a
principios de los 60´, y la vivienda fue entregada a una señora con
tres hijas y un hijo. Dos de las hijas se casaron y cada una a su
vez tuvo descendencia, con lo cual a mediados de los 70´ el núcleo
familiar ya contaba con 12 miembros. En los dormitorios apenas había
espacio para colocar las colchonetas que durante la noche tapizaban
toda la superficie disponible del apartamento.
Los problemas generados
por la convivencia en las condiciones descritas deterioraron de
forma importante la vida social y familiar, y al matrimonio en
particular. La violencia verbal y física (en particular en el ámbito
doméstico), la chabacanería, el lenguaje soez, la falta de respeto y
de urbanidad, las conductas incívicas en general se convirtieron en
habituales. La cultura de la marginalidad impregnó el comportamiento
individual y de grupo, con la agravante de ser promovidas desde el
poder como “rasgos distintivos de la cultura popular cubana” en
contraposición a una pretendida “cultura burguesa afectada y
retrógrada”.
La solución propuesta al
problema de la vivienda fue el “movimiento de Microbrigadas”, unas
brigadas de construcción formadas por trabajadores pertenecientes a
un mismo organismo oficial o centro de trabajo, que antes de
construir sus propias viviendas tenían que edificar durante años
obras sociales y otros edificios, en jornadas de 12 horas como
mínimo y prácticamente los 7 días de la semana, si se incluyen los
“trabajos voluntarios” y las guardias. Dicho movimiento muy pronto
se reveló como una respuesta totalmente insuficiente. Ser
“microbrigadista” tampoco garantizaba ser acreedor de una vivienda,
las cuales se entregaban mediante asambleas de “otorgamiento” por
méritos laborales y políticos.
Las viviendas de las
personas que se iban del país eran confiscadas y entregadas por el
estado en función de diferentes criterios. Existían “zonas
congeladas” (zonas de embajadas, zonas próximas a determinados
objetivos económicos o militares, o cercanas a las viviendas de los
dirigentes de primer nivel) que se otorgaban por criterios de
confianza política, en muchas ocasiones a miembros o informantes del
Ministerio del Interior. Había casas o apartamentos que pasaban a
ser “Medios Básicos” (bienes de capital) de los organismos públicos,
que se convertían en oficinas o que se “asignaban” a trabajadores y
cuadros de dirección también por méritos laborales y políticos, o a
“casos sociales” de extrema necesidad, mediante asambleas o por
asignación directa.
Los efectos
electrodomésticos iban muriendo, sin que la población pudiera
garantizar su reposición, y sin que los que carecieran de ellos
pudieran comprarlos. Los adquiridos antes de la revolución ya
rondaban (en el caso de los más nuevos) los 20 años. Los
televisores, radios y frigoríficos (refrigeradores o “frigidaires”)
soviéticos, y hasta los relojes despertadores se otorgaban también
en asambleas por méritos laborales y políticos, y en un escaso
número considerando la enorme demanda.
Los cierres de las cajas
de armamentos soviéticas representaron una salvadora innovación para
arreglar las puertas de los frigoríficos de los hogares y aumentar
su hermeticidad (las juntas de goma tampoco eran fáciles de
conseguir), alargando así la esperanza de vida de sus motores. Hasta
entonces, muchos recurríamos al más primitivo sistema de amarrar con
una soga el tirador de la puerta a la parrilla situada en la parte
de atrás del equipo.
El transporte urbano (en
particular en 1979 y 1980) y el interprovincial empeoraron
ostensiblemente. La isla, que tuvo ferrocarril antes que España
siendo su colonia, tenía ahora un sistema ferroviario desastroso.
Por si fuera poco, el sector azucarero se vio afectado por una
plaga, la Roya de la Caña, provocada por el hongo puccinia
melanocephala.
Las guerras en las que
participaba Cuba demandaban la participación de hombres y mujeres,
así como una enorme cantidad de recursos (incuestionable desde la
perspectiva del cumplimiento del “sagrado deber internacionalista”).
Vivíamos en un estado de
exaltación bélica perpetua, rodeados de consignas, enfrascados en
actividades de la defensa y en batallas productivas, movilizados
en campañas y organizados para cualquier cosa en
contingentes, brigadas y batallones. Sacrificando la vida
individual y familiar en absurdos rituales colectivistas, en
reuniones inútiles, en mítines y asambleas estériles, en “círculos
de estudio” adoctrinadores, panfletarios e insultantes para la
inteligencia. Cuidándonos de los vecinos y de los compañeros de
estudio o trabajo, callando lo que pensábamos, simulando. Hasta los
que estaban de acuerdo con el régimen sabían (y saben) que hay un
nivel de crítica al que no se puede acceder, que “se juega con la
cadena pero nunca con el mono”.
Ya entonces la
cotidianidad transcurría en un escenario de destrucción. Era (y es)
la representación simbólica de la invasión que no tuvo lugar, de la
guerra que no ocurrió, como afirma el escritor cubano Antonio José
Ponte. Es la metáfora viva que legitima el discurso del bloqueo y la
agresión imperialista, materializada en la escasez y en la
destrucción imparable del entorno urbano, un nuevo arte de fabricar
ruinas[6].
Tiendas vacías, cines,
teatros, cafeterías y locales cerrados y abandonados, edificios
derruidos, inmuebles apuntalados que no se reparan. Viviendas
declaradas inhabitables, ruinas habitadas por legiones de seres
humanos arruinados; solares yermos en los que se acumula la basura y
en los que jamás se construye, escombros amontonados, calles
intransitables llenas de agujeros, aceras rotas y sucias, malos
olores, oscuridad en las noches por los apagones y por un deficiente
alumbrado público.
La Habana se convirtió en
un inmenso parque temático para hacer “turismo ideológico”, la
capital de una isla supuestamente martirizada por los yanquis, la
primera trinchera de la extrema izquierda mundial. La Neverland
antiimperialista en la que la utopía se hace realidad, habitada
según el imaginario retroprogre por heroicos y sonrientes cubanitos,
and beatifull señoritas muy desinhibidas y bastante sanas e
instruidas, rescatadas por el marxismo de las garras de la iglesia
católica para el disfrute sexual de todos los proletarios del mundo.
Lo malo para esos turistas
es que después tienen que regresar al capitalismo consumista, a la
decadente sociedad burguesa que les garantiza, entre otros muchos
derechos, el de vilipendiarla públicamente sin miedo a ninguna
represalia, y el de viajar a donde les plazca[7]
siempre que se lo puedan permitir.
Sin embargo, en 1979 se
produjo un hecho que removió los cimientos del régimen, y que cambió
radicalmente la percepción acerca de la realidad interna y externa
de cientos de miles, quizás de millones de cubanos: las visitas de
la llamada “Comunidad Cubana en el Exterior”.
La conversión de la
“gusanera” en crisálidas: la Comunidad Cubana en el Exterior
Desde la finalización de
los “Vuelos de la Libertad” en 1973, el flujo migratorio se
ralentizó notablemente. Los que llegaban a los Estados Unidos lo
hacían en balsas, y las salidas por vías legales (mucho menos
numerosas que las que se producían a través del Puente Aéreo a
Miami) se hacían a través de terceros países.
Irse de Cuba hasta esos
momentos era como “morirse” en un doble sentido: porque los que lo
hacían “pasaban a mejor vida” según el humor popular, y porque el
que se iba no volvía, salvo muy contadas y especialísimas
excepciones.
La única comunicación
existente entre los cubanos de la isla y los del exterior era a
través de un lento correo ordinario, y de unas onerosas llamadas
telefónicas, ambos sistemas inseguros e intervenidos descaradamente[8].
Nadie, salvo los marineros mercantes, los pescadores y algunos
funcionarios de un reducido grupo de instituciones y ministerios
viajaba al mundo occidental o incluso a los países socialistas, a
los que habría que añadir en este último caso a los estudiantes
becados.
La propaganda del régimen
insistía en presentar a los exiliados en los Estados Unidos poco
menos que pidiendo limosnas en las calles, fregando suelos y platos
en restaurantes, o aparcando coches, denigrados y despreciados en un
mundo anglosajón. Los que estaban en terceros países tampoco corrían
mejor suerte, según dicha versión.
Algo de verdad había y hay
en la dureza de los comienzos, de los primeros pasos de aquellos que
inician una vida fuera de su país y de sus costumbres, separados de
su familia, sin conocer a nadie, y sobre todo si no hablan el
idioma local.
Tengo una amiga que se
refiere a esa etapa como “el túnel” por el que todos pasamos con
mayor o menor velocidad, y con mejor o peor suerte. Forma parte de
un aprendizaje necesario y útil, fundamental para fortalecer el
espíritu y desarrollar la inteligencia emocional.
Los primeros emigrantes
cubanos se encontraron además con el panorama desolador de una
ciudad de Miami que languidecía atrapada en una crisis económica y
social, que solo parecía empeorar con su llegada según todos los
analistas de la época.
Pero evidentemente ese no
era el sentido de la propaganda oficial. Recuerdo un testimonio de
alguien que inexplicablemente se fue y volvió, una mujer llamada
Marta González, que escribió un libro titulado “Bajo Palabra”.
En él representaba al
exilio de Miami como un submundo precario, sórdido, enajenado y
desgarrado, en el que la gente vivía de las apariencias y el engaño,
retratándose al lado de coches y casas ajenas para enviar las fotos
a Cuba como prueba de su éxito en el American Way of Life.
A ella y a su marido no
les fue del todo mal. Creo recordar (hace más de 30 años que leí el
libro) que empezaron a trabajar en la biblioteca o en una
dependencia similar de la Universidad de Harvard, después de ser
relocalizados en Massachusetts. Pero aún así decidieron regresar a
Cuba (no explican cómo lo lograron, ni cómo o por qué les
autorizaron) reconociendo “su profundo error”[9].
Con la llegada de Jimmy
Carter a la presidencia norteamericana algo comenzó a moverse. El 30
de mayo de 1977 los gobiernos de Cuba y de los Estados Unidos,
mediante un canje de notas diplomáticas, deciden crear (bajo la
protección de la Embajada Suiza) la Oficina de Intereses de
Washington en La Habana y viceversa, con el objeto de desarrollar
“funciones diplomáticas y consulares rutinarias”. Ambas oficinas
abren sus puertas simultáneamente el 1 de Septiembre de ese año.
55 hermanos
En Diciembre de 1977 y a
lo largo de unas tres semanas, el cineasta y escritor Jesús Díaz,
exiliado posteriormente y fallecido el 2 de Mayo de 2002 en Madrid,
graba en La Habana un documental titulado “55 Hermanos”, en el cual
se refleja la perspectiva que, acerca de Cuba y de la revolución
tiene un grupo de jóvenes residentes en Estados Unidos y Puerto
Rico, integrantes de la “Brigada Antonio Maceo” (organizada en los
propios Estados Unidos años antes, con el objetivo declarado de
romper la imagen homogénea del exilio cubano), que fueron
“arrancados de Cuba” por sus padres a principio de los 60´.
En general, todos
compartían en mayor o menor grado un sentimiento de desarraigo
(propio o heredado), y una clara identificación con las posiciones
típicas de la izquierda norteamericana de los años 60´ y 70´ en
relación con el capitalismo, la guerra de Vietnam, la figura del Che
Guevara y, como consecuencia de todo ello, con la revolución cubana.
El documental muestra
siempre el alineamiento sin fisuras con la dictadura. En algún caso
más elaborado desde el punto de vista teórico, o en otro más
emocional, expresado como “una necesidad de ser aceptados como
cubanos revolucionarios y comprometidos”.
Al parecer, algunos de
estos jóvenes colaboraron con la Dirección General de Inteligencia
como informantes, y posiblemente en otras misiones de mayor
responsabilidad dentro y fuera de Cuba.
En concreto uno de ellos,
Carlos Muñiz Varela, fue reconocido como Mártir y Héroe de la
República de Cuba después de su muerte, tras ser ametrallado en su
coche en Guaynabo, Puerto Rico, el 28 de abril de 1979. En el
momento de su muerte dirigía una agencia de viajes a Cuba (“Viajes
Varadero”) que podría haber sido utilizada por la DGI, entre otras
labores, para realizar operaciones encubiertas vinculadas al
narcotráfico.
La intención del
documental de “lavar la imagen” de una parte del exilio, y proclamar
la existencia de una nueva generación que no solo no condena a la
dictadura, sino que la ama, tiene como colofón la redacción por
parte de Marifeli Pérez-Stable[10]
de un comunicado final de despedida en nombre de la Brigada, en el
que se expresa lo siguiente:
“Hoy somos más cubanos que
hace tres semanas, porque hemos visto de cerca como después de 100
años de lucha el pueblo cubano ha rescatado su nacionalidad, su
futuro y ha tomado las riendas de su historia en sus manos. También
nos sentimos más felices porque entendemos que la condición de
cubanos no está atada a una definición geográfica sino a una
tradición de lucha que comenzó Carlos Manuel de Céspedes, Antonio
Maceo y José Martí, que continuó Julio Antonio Mella, Rubén Martínez
Villena y Antonio Guiteras y que llevó a su justa continuación
histórica el compañero Comandante en Jefe Fidel Castro, el
Movimiento 26 de Julio y las otras organizaciones revolucionarias.
Sólo esperamos estar a la altura de nuestro deber como cubanos en
los Estados Unidos y Puerto Rico. La Patria, como nos dijo el
compañero Fidel ayer, ha crecido con nosotros, pero nosotros no nos
podemos conformar con eso nada más
.
La Brigada Antonio Maceo
tendrá otros contingentes, nuestro compromiso es el de rescatar para
la patria los hijos de los que se fueron. Nuestra presencia aquí
durante estas tres semanas y ese compromiso constituyen en el orden
moral una rotunda victoria de los principios de la Revolución
Cubana.
La Brigada desarrolló
muchas actividades durante su estancia en el país, desde trabajos
voluntarios hasta encuentros con dirigentes de la revolución como
Armando Hart, entonces Ministro de Cultura, y el propio Fidel
Castro.
Todavía recuerdo cómo
contemplamos atónitos en el documental a Hart conmovido hasta las
lágrimas al recordar a unos sobrinos que habían emigrado a los
Estados Unidos a principios de la revolución, algo completamente
contrario a la “firmeza revolucionaria” exigida hasta entonces
frente a los apátridas y traidores, al margen de que tuviesen unas
horas de nacidos ó 102 años.
Una pacífica y
reconfortante invasión de “mariposas”
Evidentemente nos estaban
“preparando el cuerpo” para asimilar algo gordo. Y lo gordo llegó a
finales de 1978. Los días 21 y 22 de Noviembre se reunieron en la
Ciudad de la Habana personas “representativas” (no “representantes”)
de la Comunidad Cubana en el Exterior, conocidas a partir de
entonces como el “Grupo de los 75”, y “representantes” (aquí sí) del
Gobierno de Cuba para examinar cuestiones de interés común. La
reunión tuvo lugar en respuesta a la iniciativa formulada por el
propio Fidel Castro, en una comparecencia pública el 6 de
septiembre.
En realidad esa reunión se
gestó en el Verano de 1977 en Ciudad de Panamá, cuando el coronel de
los servicios de inteligencia cubanos Antonio “Tony” de la Guardia
contactó allí a Bernardo Benes, un influyente hombre de negocios
cubano residente en Miami, y con contactos conocidos en la Casa
Blanca. Él fue el enlace entre el gobierno cubano y las “personas
representativas” que estuvieron en las negociaciones previas al
encuentro en La Habana.
La agenda de la reunión[11]
contó con los siguientes puntos:
1)
El problema
de las personas que guardaban prisión por “delitos
contrarrevolucionarios” (fórmula empleada para hacer referencia a
los presos políticos en Cuba).
2)
La
reunificación familiar.
3)
La
posibilidad de visitar Cuba para las personas de nacionalidad u
origen cubano residentes en el exterior.
Los resultados inmediatos
fueron:
-
El indulto y
excarcelación, a razón de cuatrocientos mensuales, de 3,000 presos
políticos, incluyendo la totalidad de las mujeres sancionadas en
ese momento. Se anunció además la autorización de salida de todos
los expresos políticos y sus familiares inmediatos hacia los
Estados Unidos u otros destinos elegidos por lo mismos, pendiente
solo de los visados de los países receptores.
-
La autorización de
salida “permanente” (igual a deportación) por reunificación
familiar y “razones humanitarias” a personas con vínculo familiar
directo, entendiendo como tal cónyuges, hijos menores e hijos
incapacitados, extensible a hijos mayores de edad que no pudieron
acompañar a sus padres en su momento porque se lo impidió la Ley
del Servicio Militar Obligatorio (lo que da la medida de la
cantidad de familias que se vieron en esa situación).
-
La autorización de las
visitas de cubanos residentes en el exterior a partir de enero de
1979, en principio solo en forma de grupos turísticos, y de manera
individual solo por motivos humanitarios. El gobierno cubano se
reservó el derecho de “admisión” en función de los antecedentes y
la conducta de cada cual. O sea, “salvoconducto” a cambio de
silencio como mínimo.
Además, las personas
“representativas” de la Comunidad Cubana en el Exterior presentes en
la reunión realizaron una serie de peticiones cuando menos
pintorescas, como “crear un instituto para atender los asuntos de
dicha Comunidad, el derecho a la repatriación, la posibilidad de
conceder becas de estudios a jóvenes cubanos residentes en el
exterior, la participación de niños residentes en el exterior en
campamentos de pioneros, o los intercambios entre artistas,
intelectuales y profesionales cubanos”, ideas todas que fueron “muy
bien recibidas” por el Gobierno Cubano.
Y en enero de 1979,
efectivamente, comenzaron a llegar los gusanos convertidos en
mariposas. Hijos, madres, padres, hermanos, abuelos, primos, amigos,
antiguos vecinos y compañeros de estudio o trabajo, ex novias o
novios, personajes del barrio.
Algunos llevaban 20 años
fuera de Cuba, y otros apenas 6 ó 7. Algunos se fueron siendo bebés
o nacieron en el extranjero, y volvían convertidos en hombres y
mujeres. Les poníamos rostro y voz por primera vez. Otros estaban
irreconocibles, para bien en muchos casos y también para mal. El
tiempo no perdona.
Todos venían cargados de
ropas[12],
mucha ropa interior, muchos calcetines, zapatos, pantuflas,
bañadores, crema y cuchillas de afeitar (a las soviéticas les
decíamos “lágrimas de hombre”), relojes digitales, grabadores y
reproductores de cassettes, música grabada con los solistas y grupos
de moda, perfumes, colonias, desodorantes, jabones de tocador y de
baño, compresas y tampones, gel de ducha, esponjas y manoplas,
shampoos, acondicionadores y lacas fijadoras para el pelo, cremas
hidratantes, cremas limpiadoras, cremas astringentes, cremas y más
cremas que olían divinamente, aftershave, pasta de dientes, sets
completos de maquillaje con muchos accesorios, polvos faciales,
talco, pañuelos y pañales desechables para niños y ancianos,
bastones, muletas y andadores, juguetes, calculadoras de pilas y
solares (sencillas o científicas), bolígrafos, agendas y libretas de
notas, adornos “kitsch” imantados para el frigorífico, gafas para el
sol, pinzas para tender ropa, tendederos, perchas sencillas y
múltiples, “fosforeras” o mecheros y encendedores piezoeléctricos,
gafas graduadas fotosensibles, cámaras polaroid que nos devolvían
nuestra imagen al instante, espejos con y sin aumento, cortinas de
baño, toallas y alfombrillas, sábanas, aspirinas efervescentes,
medicamentos para todo tipo de dolencias, botiquines de primeros
auxilios, chocolatinas, café y chocolate soluble instantáneo,
galletas con crema, mermeladas y postres enlatados de frutas
“cubanas” en almíbar, detergentes, palillos de diente, cepillos de
dientes, cepillos para el pelo, peines, secadoras de pelo, betún
neutral y de color, cepillos para limpiar zapatos, paños de cocina,
útiles de limpieza, productos para desatascar tuberías, manteles,
cubertería, exprimidores de naranja, tijeras, corta uñas, y un
larguísimo etcétera. Imposible traer todo lo que en Cuba no hay
desde hace casi 20 años, o todos los adelantos tecnológicos que aún
no se han visto.
Urdían trucos infantiles
para llevar más de lo permitido. Surgían las leyendas urbanas:
alguien venía con un bacalao atado a la espalda; una señora comenzó
a sudar “grasa de chorizo” que traía escondido en el pelo; a otro
señor le dio una lipotimia porque traía puestos tres pantalones,
cuatro camisas, dos jerseys y un abrigo, con 32º centígrados a la
sombra.
Los típicos sombreros de
yarey[13]
de nuestros campesinos, ahora importados desde Miami, venían
sepultados bajo un alud de pendientes, pulseras y pasadores, “para
que en la aduana no se den cuenta que es bisutería”. Solidaridad
directa. Cariño. La familia cubana de nuevo en el centro de una
cultura que, pese a todo, se resistía a desaparecer.
El gobierno cubano pensó
en todo. Ya desde 1977 se crea en Panamá la Corporación Importadora
y Exportadora (CIMEX S.A.), subordinada al Ministerio del Interior.
Con su inestimable apoyo se establece una red de tiendas en todos
los hoteles, en las cuales se venden en dólares todo tipo de
artículos, desde jabón hasta aceite de oliva y efectos
electrodomésticos (comprados en Panamá a precio de saldo) para que
los cubanos residentes en el extranjero puedan abastecer a sus
familias de todo, o casi todo, cuanto puedan necesitar.
La consigna oficial era
recibir a los familiares de la comunidad, “tratarlos bien”.
Incluidos los militantes de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas) y
del Partido, que hasta ese momento tenían prohibido cualquier tipo
de comunicación con familiares y amigos residentes en el exterior.
Incluso podían recibir regalos. Sólo los miembros de las Fuerzas
Armadas y el Ministerio del Interior tenían limitaciones.
En la intimidad todo es
menos rígido, más natural. Volvemos a sentarnos juntos a la misma
mesa. Tratamos de actualizarnos, de recuperar inútilmente los años
vividos los unos sin los otros. Descubrimos que nos contamos los
mismos chistes, que nos reímos de las mismas cosas, que compartimos
gustos, recuerdos, vivencias y afectos. Que somos cubanos, sin
distinciones ni etiquetas.
Muchas conversaciones
comienzan de manera similar, tratando de recordar la última imagen,
las últimas palabras intercambiadas. Y a continuación una pregunta
de doble dirección pronunciada en buen criollo: “Chico, ¿y a partir
de ahí que pasó, qué fue de tu vida?” Comienza a aclararse el
misterio, a abrirse las cortinas.
Establecerse afuera cuesta
años y sacrificios. Muchos no lograron recuperar su profesión. En
Estados Unidos si no hablas inglés lo tienes muy difícil. Del
“guarejaus”[14]
y de la “factoría” no hay quién te saque, salvo excepciones. Los
hijos se van integrando mejor. Son bilingües. Estudian, trabajan, se
esfuerzan.
Los que nos quedamos
comenzamos a percibir que los que se han ido han logrado mucho más
que el simple acceso a bienes materiales. Han recuperado una vida
propia. Cuidan de sí mismos. No dependen inexorablemente de un
destino general impuesto, no son peones de infantería. Al menos no a
tiempo completo, y sin la “literalidad” que ello adquiere en Cuba.
Allí donde están hay
opciones, y ejercen su derecho a optar. Tienen ilusiones, hacen
planes, viajan, conocen, experimentan satisfacciones que nosotros
tenemos olvidadas o desconocemos.
No se trata solo de
libertad política. Es algo mucho más sutil, inmediato y directo.
Toman todos los días decenas de pequeñas decisiones sobre su vida
personal, cotidianas, intranscendentes, con las que ni siquiera
soñamos porque no sabemos que existen como posibilidad. Compran pan,
no “el pan”. Han recuperado el albedrío.
Disfrutan en comparación
con nosotros de una autonomía personal infinitamente mayor, eligen
constantemente dentro de su zona o rango de libertad para elegir y
decidir. Participan (o no) en la vida social y política de su
comunidad cuando y como quieren. Enfrentan retos, incertidumbres y
desilusiones, pero también reciben recompensas. Están vivos.
Aunque te vistas de la
cabeza a los pies con la ropa de la “comunidad”, la gente sabe que
no vienes “de afuera”. En ellos se percibe una actitud, una
seguridad, un aplomo que hemos perdido los de “adentro”.
Entran a un restaurante
(de acceso discrecionalmente restringido ya desde entonces al
público nacional, no así a los extranjeros y a la “comunidad”)[15]
eligen la mesa que quieren y se sientan. No se cuestionan si tienen
derecho a ello. Paran un taxi, abren la puerta y entran sin
preguntarle al taxista a dónde va. Dan por sentado que tiene que ir
donde ellos le indiquen.
No pueden comprender por
qué un sándwich en una cafetería tiene que ser de jamón y queso, y
no puede ser de jamón sin queso, o de queso sin jamón. Chocan
constantemente con el imperio de las normativas, con el paraíso de
la burocracia, de las orientaciones que “descienden” de algún lugar
y que paralizan cualquier iniciativa. Y a veces también la
digestión.
Para los que vienen de
afuera el tiempo es valioso. Los de “adentro” hemos perdido esa
noción, porque no hay referencias para medir su utilidad. Estamos
atrapados en una cola universal que no avanza, en una espera
infinita.
Asistimos como meros
espectadores a un deterioro lento, inexorable y constante de todo lo
que nos rodea. Los meses y los años transcurren solo para dejar
testimonio de ello. Nuestro presente es tremendamente restrictivo,
castrante, asfixiante. El pasado es un refugio engañoso. Los más
jóvenes recrean la memoria de sus mayores, nutren su identidad de
recuerdos heredados, no suyos. Y el futuro siempre está en otra
parte.
La propaganda oficial ha
descrito un panorama desolador allende los mares. En los Estados
Unidos los trabajadores “blancos” no tienen derechos ni protección
alguna ante las arbitrariedades de los amos capitalistas. La falta
de derechos es absoluta para los negros y los latinos, que ni
siquiera son considerados personas.
La educación y la salud
son un privilegio exclusivo de los ricos. La depauperación del
proletariado es universal, la juventud no tiene futuro, está
condenada a las drogas para evitar que se rebelen. La única
alternativa (dicen) para alcanzar una vida digna es la revolución
socialista.
Pero los cubanos que
vienen de visita hacen un relato diferente. Muchos tienen negocios.
A algunos les va francamente bien, y otros fracasaron. La mayoría
son asalariados que trabajan para compañías grandes o pequeñas, y
disfrutan de garantías y prestaciones laborales, coberturas médicas
familiares, seguros de desempleo.
Muchos tienen más de un
trabajo para poder alcanzar unos ingresos ajustados a sus
necesidades o a sus deseos. Llama la atención que tienen muy pocos
días de vacaciones. En Cuba el mes de vacaciones pagadas es un
derecho desde los años 30´.
El hermano de una conocida
trabaja limpiando el suelo en el Aeropuerto de Miami. Es negro. La
madre de ambos vive con él. Tiene problemas de movilidad y mientras
la familia trabaja durante el día, ella permanece en un centro
especializado. Todos los gastos, incluido el transporte diario al
centro, corren a cargo de un programa federal para personas mayores
de 65 años, y también se beneficia de unas ayudas para personas con
escasos recursos económicos.
Su hija estudia en la
Universidad (¡Una negra cubana en una universidad norteamericana!
¿Cómo es posible, por dónde se “coló”?)
Viven en el Southwest, un
área residencial popular de Miami, a la que los cubanos llaman “la
sagüesera”[16].
Trae las fotos de su casa, de su jardín, de su coche. Las muestra
con genuina humildad, consciente de que son bienes muy modestos en
comparación con su entorno de “allá”. Los domingos toca el piano en
la iglesia. Algunos fines de semana improvisa descargas musicales
con un grupo de amigos en su cochera, y después hacen una barbacoa
en el patio. Quiere viajar a España en un par de años para celebrar
el trigésimo aniversario de su matrimonio.
Claro, el imperio es el
imperio, y alguna que otra migaja cae de las fauces de los
poderosos. Pero ¿se podrá vivir en otros países? Los que venían de
Costa Rica hablaban de unos índices de salud y educación muy altos,
impensables para una república bananera con una economía de mercado;
de una gran estabilidad política, de un país sin ejército, de gente
respetuosa que trata a todo el mundo de “usted”.
Los que venían de España
describían una realidad sorprendente. Para muchos de nosotros España
era un país en tonos sepia[17],
como las fotografías antiguas, de donde la gente salía huyendo del
hambre y la desesperanza.
La imagen estereotipada
que teníamos del inmigrante español era el típico “galleguito” con
dos chapetas coloradas en las mejillas, con alpargatas, una boina
negra, pantalones de pana y una maleta de cartón o madera amarrada
con una cuerda de cáñamo, descendiendo de un barco.
El mismo gallego que con
posterioridad, ya convertido en nuestros abuelos, padres, o vecinos,
era un ejemplo de superación y de trabajo. Que con su esfuerzo y
valor había ayudado a construir, codo a codo con los cubanos, un
país habitable, una nación receptora de inmigrantes, un lugar de
acogida para los perseguidos y los hambrientos que huían del
infierno en el que las guerras y los totalitarismos habían
convertido a la muy civilizada Europa en la primera mitad del siglo
XX, y a los que llamábamos popularmente “polacos”.
Pues en España ya no había
dictadura ni hambre, y existía un sistema público de salud, de
educación y de pensiones, a todas luces compatible con una economía
de mercado y con un régimen político democrático. Y ahora éramos los
cubanos los que llegábamos a España con lo puesto, acompañados por
los emigrantes españoles que volvían con las manos vacías después de
sufrir el expolio de las confiscaciones revolucionarias.
Francesc, un catalán amigo
de mi padre, llegó a Cuba en 1939, al término de la guerra civil
española. Comenzó a trabajar en un bar de La Habana, y ya a finales
de los años 40´ había iniciado su propio negocio de hostelería.
En Cataluña quedaron
varios hermanos y un “batallón” de sobrinos a los que enviaba dinero
con regularidad, y que visitó en dos o tres ocasiones durante los
50´ llevando baúles cargados de ropas y de comida para todos. Yo lo
conocí personalmente siendo ya un señor mayor, de muy buena planta y
elegantes maneras. Contaba que en sus viajes a España solía estrenar
un traje confeccionado en una sastrería muy conocida en La Habana,
“La Casa Oscar”, de lo cual se sentía muy orgulloso y satisfecho.
Con la llegada de la
revolución dichos viajes se interrumpieron. En 1968 le intervinieron
su negocio, no lo indemnizaron porque el local que ocupaba aún no
era de su propiedad, y pasó a trabajar en una empresa del Estado
hasta su jubilación a principios de los 80´. Después de mucho
insistir, su familia en España lo convenció para que fuera de
visita. Ellos corrían con todos los gastos.
Francesc finalmente
aceptó, y a finales de los 80´ llegó a su pueblo, 30 años después de
su anterior viaje. Iba como siempre muy elegante, impecable, también
con su último traje de “La Casa Oscar”...confeccionado en 1958. Sus
sobrinos lo convencieron para hacer una fogata con aquella ropa, y
ahuyentar con su luz las sombras del pasado. El final de esta
historia lo conoció mi padre a través de una carta, porque Francesc
no regresó.
Por último, los cubanos
que venían del sur del Río Bravo hablaban también de la miseria, de
contrastes y desigualdades brutales. De una corrupción política y
administrativa que alcanzaba en algunos casos, como en Méjico,
proporciones bíblicas. Pero incluso allí nuestros compatriotas
encontraban la oportunidad de iniciar una nueva vida.
Y también lo hacían en
todos los países de Europa Occidental (y sin “Ley de Ajuste”) donde
el Estado de Bienestar garantizaba salud y educación, pero también
prosperidad, democracia, derechos y libertades civiles e
individuales. Por primera vez en muchos años, precisamente las “mariposas”[18]
nos ofrecían un mensaje de esperanza: “en el mundo hay dolor,
pero no es dolor el mundo”.
Con las visitas de los
miembros de la “Comunidad”, miles de cubanos residentes en la isla
fueron conscientes de estar pagando un precio inasumible en términos
de pobreza impuesta, de carencia de libertades, de lealtades
exigidas y de sacrificios inútiles, a cambio de unas supuestas
“conquistas” que constituyen la base de la propaganda ideológica del
régimen, y la justificación de su permanencia en el poder.
Ningún partido político,
ninguna ideología, ningún gobierno le puede exigir a un pueblo que
le entregue su vida y su alma a cambio de un sistema de salud y
educación ilusoriamente gratuito. Tampoco un pueblo realmente libre
lo aceptaría, ni renunciaría voluntariamente a todo lo demás. Esa sí
sería una deuda que (como diría el Comandante) además de ser
impagable, es incobrable.
(continuará)
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Unos 30 años después, el 13 Abril de 2011, el diario Granma
informa que La Habana sufre la mayor crisis de abastecimiento de
agua de los últimos 50 años, de la cual culpa en primer lugar a
la sequía, pero reconoce que el 70 por ciento de los 3.158
kilómetros de tuberías que tiene la ciudad se encuentra en mal
estado. Algo similar ocurría ya entonces. Ni la CONACA (Comisión
Nacional de Acueductos y Alcantarillados) ni el Poder Popular,
con todos los recursos de los que dispuso Cuba en esos momentos,
resolvió el problema. La Ingeniera Sonia Bueno García afirma que
actualmente “las pérdidas de agua ascienden al 85% del
volumen total bombeado… y que la cuota de reinversión entre 1959
y 2010 no supera el 30% de la depreciación… lo que evidencia que
se han destruido valores”. Tomado de su artículo titulado
“Transformar la infraestructura de acueducto y alcantarillado en
sistemas eficientes, rentables y sostenibles”. Revista de
Arquitectura e Ingeniería. Vol. 4, Nº 3, Diciembre de 2010.
Ver el documental
Habana: Arte nuevo de hacer
ruinas (Raros Media, 2006) dirigido por los alemanes
Florian Borchmeyer y Matthias Hentschler, basado en textos de
Antonio José Ponte.
Según tengo entendido esta señora se volvió a ir años después,
pero no puedo asegurarlo.
Con posterioridad, profesora de sociología de la FIU,
Vicepresidenta para la gobernabilidad democrática del Diálogo
Interamericano en Washington, DC y Coordinadora de diversos
trabajos e informes sobre la transición en Cuba. Articulista y
autora de varios libros. Dice defender ahora una posición
crítica con la revolución. Emigró con su familia siendo una niña
en 1960.
"Diálogo del Gobierno Cubano y personas representativas de la
Comunidad Cubana en el Exterior, 1978"
Editora Política, La Habana, 1994
En cierta ocasión, un burgués de izquierda español recién
llegado de unas “vacaciones solidarias” en Cuba, elegantemente
ataviado con una chaqueta de marca, con su kufiya palestina y
con la preceptiva cara de preocupación a juego con dicha prenda,
se escandalizó recordando las frívolas apetencias consumistas
que había apreciado en algunos “desagradecidos” pero sanos e
instruidos cubanitos de a pie, durante una animada tertulia
aderezada con jamón ibérico, queso curado de oveja y un buen
Ribera del Duero. Cuando le hice notar la inoportunidad de su
comentario dadas las “condiciones objetivas” que nos rodeaban,
además de su evidente falta de ejemplaridad personal en lo que a
austeridad se refiere (coche de gran cilindrada y segunda
vivienda incluida) me dijo sin inmutarse “que eso era
distinto”, pero no me enteré muy bien qué era “eso”, ni por qué
“era distinto”.