Huber Matos Araluce/Cubanálisis-El Think-Tank
En el Estado Mayor me encontré a un personaje agradable a quien agradecí la forma en que me habían tratado.
Me dijo que desde el primer momento que el Presidente había autorizado toda la ayuda posible.
-Cuenten con nosotros y salúdenos a su padre… queremos conocerlo...
Respondieron en serio a nuestras solicitudes:
-Carro sí… chofer sí…
Y mucho más:
-Le vamos a prestar un generador eléctrico de 250 Kw…
Eso era excelente.
-Y las armas que necesiten para su protección…
Todo demasiado bueno para ser verdad, pero así era.
Teníamos resuelto no sólo donde instalar los transmisores que usábamos en Miami sino también el que se estaba construyendo y que nos permitiría entrar en toda Cuba con una señal muy fuerte.
Este transmisor se fabricaba en Costa Rica; era uno de los más sofisticados de su tiempo, diseño de Roy Jiménez, un ingeniero brillante, un personaje positivo y un aliado incondicional de cuanta causa democrática necesitara su apoyo en Latinoamérica.
Roy era el dueño de Electronic Corporation, (ELCOR) una fábrica de transmisores de radio que exportaba sus equipos a todas partes del mundo.
Había conocido a Roy muchos años antes por medio de Jorge Vilaplana, un español-costarricense que era el jefe de comunicaciones del Banco Nacional de Costa Rica. Jorge estaba casado con una cubana, Olga, amiga de mi madre de Manzanillo.
Yo tenía en aquel entonces 16 años, aunque me sentía que andaba por los cuarenta. Él era un anti-norteamericano furibundo, que con la misma intensidad rechazaba a Fidel Castro por haber traicionado los ideales democráticos de la revolución.
Jorge y Olga insistieron que me viniera a vivir con ellos, y ante tanta espontaneidad acepté. Nunca compartí su anti-yanquismo exento de odio, pero con el tiempo me pareció que, aunque sincero, le divertía.
Desde el primer día en aquella casa me di cuenta de que quien no supiera de comunicaciones y de transmisores de radio estaba perdido. Todos sus amigos eran o parecían expertos.
Yo no me sentía ignorante, sino estúpido.
Me compré tres libros y los leí varias veces hasta que los entendí y dejé de sentirme incómodo en sus tertulias.
En una de ellas conocí a Roy Jiménez. Inmediatamente me di cuenta de que estaba en presencia de un personaje excepcional.
Quince años después le pedí un transmisor para la Voz del CID, un aparato muy potente, 50 Kw en onda corta, que pudiera cambiar de bandas y frecuencias en cuestión de segundos o minutos.
Mi preocupación era la interferencia con que los castristas tratarían de bloquear la señal.
No lo pensó dos veces y me dijo sonriendo:
-Yo lo diseño y aquí lo fabricamos… ni a putas los rusos van a poder interferirlo…
Cuando se hicieron las pruebas el transmisor funcionaba de maravilla y trasmitió por años durante 24 horas los siete días de la semana.
La antena fue fabricada por una empresa en California, que era consideraba la mejor del mundo en ese campo.
Cuando desde Cuba nos trataban de interferir, en cuestión de segundos cambiábamos un poco la frecuencia, burlando así la interferencia.
Entonces la dictadura debe haber pedido ayuda a los rusos, porque empezaron a usar unos transmisores muy potentes de Radio Moscú, pero igualmente no podían bloquearnos.
Roy había cumplido su palabra.
Después de casi diez años de transmisiones, la Voz del CID tenía una audiencia importante en Cuba.
La disidente María Elena Cruz Varela había dicho que nuestra programación le gustaba más a la gente que la de Radio Martí.
Era completamente lógico. Radio Martí era una emisora del gobierno norteamericano que tenía que seguir las directrices de su país.
Nosotros, por el contrario, analizábamos con toda libertad la realidad cubana y responsabilizábamos a la dictadura por sus fracasos y abusos. Además, alentábamos y orientábamos políticamente a quienes nos escuchaban.
Ahora la dictadura temía que replicáramos con la televisión lo que habíamos logrado con la radio.
Lo que estaba en juego era la formación de opinión pública en Cuba.
Si con las transmisiones seguíamos avanzando en ese sentido, reduciríamos la capacidad del régimen para mantener aislados a unos cubanos de otros. Tarde o temprano se presentaría una crisis que aceleraría el proceso.
Tele CID era clave. Con la diferencia de que las imágenes unidas a las palabras eran mucho más persuasivas.
Ellos harían lo imposible por detenernos.
Pero no solo ellos, lamentablemente, sino también otros cubanos del exilio, a quienes nuestro éxito les resultaba amenazante.
Entendía el agresivo acoso de la FCC en la Florida como parte del esfuerzo de la Fundación para neutralizarnos. Era gente con mucho dinero, relaciones y ambiciones.
Ahora no podía ignorar la información de Silvino Rodríguez, ni podía pasar por alto las preocupaciones de Robert Wilkinson.
La Seguridad del Estado había entrado en la guerra contra nosotros en Washington, o tal vez lo estaba haciendo desde hacía mucho tiempo.
Jeanne Kirkpatrick también me había hecho una advertencia.
(Continuará)
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