An iron sculpture by Stephen Broadbent, made in Belfast on the border between the Protestant and Catholic communities, in 1990/ jonathan.rawle.org |
Geandy Pavón
Pero la reconciliación para los católicos comienza en casa, es decir, ocurre de forma íntima, personal, a través de la confesión. El cristiano católico, antes que nada, debe buscar reconciliarse consigo mismo.
En el plano social y político la reconciliación necesita de un contexto totalmente diferente, porque trasciende la esfera de lo privado para entrar en la esfera de lo público. Este proceso solo es viable a través de una asamblea Inter pares, en condición de igualdad. La reconciliación es un fenómeno solamente posible en un estado post-conflicto.
Por tanto, cuando la iglesia habla de reconciliación entre cubanos, no solo lo hace fuera de los márgenes de la religión, sino que se precipita al terreno político. Al mismo tiempo, acusa paradójicamente a otros actores de querer que esta institución asuma una postura ética ante la represión por razones políticas, actores que le exigen que actúe en un terreno que, según la iglesia, no le corresponde.
Recientemente, en una conferencia en la universidad de Harvard el cardenal Jaime Ortega hablaba una vez más de reconciliación, sin embargo, el líder de la institución que ha pretendido encabezar este proceso decía lo siguiente al referirse al grupo de 13 disidentes que ocuparon una iglesia en la Habana: “me apena mucho, pero todos eran antiguos delincuentes… había toda una gente allí sin nivel cultural, algunos con trastornos psicológicos…”, concluyendo que estos son grupos organizados y financiados desde Miami.
Me pregunto si es posible una reconciliación cuando el posible mediador ha adoptado de antemano el lenguaje del victimario. A raíz del escándalo por la muerte en huelga de hambre del prisionero de consciencia Orlando Zapata Tamayo, un editorial del periódico Granma decía lo siguiente: “… un preso común que fue estimulado una y otra vez por sus mentores políticos a iniciar huelgas de hambre que minaron definitivamente su organismo”.
Entiendo que la iglesia en su papel de mediador trate de evitar algunas palabras y definiciones como: “dictadura”, “represión”, “asesinato”, etc. Lo que no entiendo es que a su vez no evite otras como “delincuentes comunes” para referirse a las victimas que no tienen derecho a réplica.
Según Jaime, en Miami no se puede hablar de reconciliación. “Cuando yo fui a Miami como cardenal la primera vez, nuestro querido amigo desaparecido ya, obispo Román, me llamó aparte y me dijo: en tus discursos, en tus homilías, tú hablas de reconciliación, no menciones esa palabra en Miami”, dice, y concluye: “… es terrible que un obispo, que nosotros tengamos que callar esa palabra que es nuestra…”.
Miami es últimamente el lugar en el que más se menciona esa palabra, quizás por eso, por el uso vano que se le da, es que rebota en su propia vacuidad. Mientras los académicos y religiosos hablan de reconciliación, y se regodean en su exégesis, el resto de los cubanos actuamos reconciliatoriamente sin hablar tanto de ello. Miami es la cuna de la reconciliación, donde los antiguos funcionarios del régimen toman café en el Versalles en compañía de expresos políticos, donde un anticastrista manda dinero a su hermano del MININT y un ex-chivato hace las veces de experto en la televisión local. El perdón no es legislable, es un acto personal y no se percibe si no se pone en práctica, por mucho que se hable de él. Hay cacareo de reconciliación en estos días “como metal que resuena y címbalo que retiñe”, pero quienes se reúnen en torno al tema solo giran sobre sí mismos y sus intereses, y con la cáscara de la reconciliación pretenden disfrazar y vendernos la resignación.
El totalitarismo cubano, en su nuevo destape como dictadura, ofrece una imagen que lo distancia de su antigua apariencia estalinista y lo acerca más a su versión franquista, con clero, claro está, con cardenal y todo. Ahora los verdugos tienen confesor y el opio de los pueblos ya no es ilegal, ahora es legitimador.
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