Cubanalisis-El
Think-Tank continúa reproduciendo aquí otra parte del libro de
Armando Navarro Vega "Cuba, el socialismo y sus éxodos", publicado
por Palilibro en 2013. En este capítulo se aborda una constante
para el análisis de la realidad cubana: ¿qué pudo haber sido una
Cuba sin revolución castrista?
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Armando
Navarro Vega
Cuba fue una de las últimas colonias españolas en independizarse, y por
ello la etapa republicana de su historia comenzó con un siglo de
retraso respecto al resto de Latinoamérica. El 1 de enero de 1959 la
joven República no había cumplido aún 57 años, pero en su breve
existencia ya había acumulado notables resultados positivos y
también negativos, sobre todo en el ámbito político.
¿Qué sería Cuba hoy día, en los comienzos de la segunda década del siglo
XXI, si no hubiese triunfado la revolución? Eso nunca lo sabremos
con certeza, porque todo ocurrió de la manera en que ocurrió.
El régimen, y la porción de la izquierda mundial que aún le apoya,
continúan insistiendo machaconamente en que la isla sería el casino
y el burdel de los Estados Unidos, la joya de la corona de la mafia
norteamericana. Un país intervenido y mediatizado por los Yankees,
atrasado y subdesarrollado como el que más, con una población sin
educación ni salud, dominada por una burguesía cuyo único mérito
conocido es que sabía disfrutar de la vida.
Una versión que Hollywood ha contribuido a fomentar gracias (por
ejemplo) a cintas como “El Padrino”, segunda parte, dirigida por
Francis Ford Coppola. Toda la secuencia que supuestamente transcurre
en Cuba es una especie de “círculo político” que frecuenta casi
todos los tópicos conocidos.
Es memorable (por panfletaria) aquella escena en que el capo Rothman
(Lee Strasberg) ofrece una recepción a los representantes de las
“familias” reunidos supuestamente en la terraza del Hotel Capri, y
la cámara hace un largo primer plano de una tarta decorada con el
mapa de la isla de Cuba en merengue, que un camarero va cortando en
porciones y sirviéndole a los asistentes, mientras Rothman explica
las enormes oportunidades de negocios que se abren ante ellos.
Cuando unos instantes después Michael Corleone (Al Pacino) menciona el
heroísmo de un revolucionario que se inmola durante una redada de la
que fue testigo, solo faltó que todos los actores, brechtianamente,
mirasen directo a cámara en un cuadro general y declamasen al
unísono: “porque en una revolución se triunfa o se muere si es
verdadera”, citando un fragmento de la carta de despedida de Che
Guevara.
La Habana que recrea Coppola es una ciudad fea y ajada, con las calles
abarrotadas de gente que deambula sin oficio ni beneficio, al
parecer estúpidamente contentas y resignadas con su miseria, mal
vestidas, con hordas de niños mendigando, de la que se enseñorea el
juego, la pornografía y la prostitución, y que contrasta con la
elegancia, la pulcritud y hasta la inteligencia de los delincuentes
norteamericanos, y con la opulencia de los hoteles y lugares que
frecuentan.
Curiosamente, esa mirada cinematográfica inspira la impostada
escenografía que tanto gusta a los turistas que frecuentan hoy esa
Habana de atrezzo, con sus automóviles norteamericanos de época
trucados con piezas soviéticas, sus personajes very typical
interpretados por figurantes profesionales que se exhiben en la
Plaza de la Catedral o en la Plaza Vieja (la “Negra Santera”, o el
“Dandy” impecablemente vestido de blanco, recién salido a su vez de
Nuestro hombre en la Habana
[1]) o los inevitables y omnipresentes tríos
con sus guayaberas interpretando lo más florido del repertorio
musical de los años 40, en los mismos hoteles, restaurantes y bares
supuestamente elitistas que frecuentaban en aquellos años los
gangsters, los políticos corruptos, los american tourists, los
burgueses, los intelectuales, los faranduleros, y los diletantes del
patio y de allende los mares.
Que levante la mano el turista que, sintiéndose Hemingway por un día, no
se ha tomado un Daiquirí en “El Floridita” o un Mojito en “La
Bodeguita del Medio”, a great place to get drunk como dicen
que dijo Errol Flynn.
El turista progre reconoce con rubor (y con una sensación agridulce,
todo hay que decirlo) que sus euros o sus dólares le confieren un
estatus privilegiado frente al aborigen “bisnero” o negociante que
le aborda descaradamente en la calle para venderle el alma si hace
falta; o frente a esa indígena zalamera de grupas abundosas, que le
ofrece con gran desparpajo su juventud y su sabiduría amatoria a
cambio de casi nada, soñando con que algún rendido enamorado se la
lleve a Roma o a Madrid, igual que hicieron con sus amigas
Yudislaidys y Yenisey; o frente a ese mestizo dicharachero, bailón y
bien dotado que le sube a esa extranjera (tan feminista ella) la
moral y la temperatura, susurrándole al oído palabras que la
desordenan, que le hacen perder toda compostura y hasta las nalgas
con gran alborozo. Las mismas palabras por las que en Montreal o en
Salamanca hubiese denunciado airadamente a cualquiera por acoso
sexual.
Después de varios daiquirís y de una profunda reflexión filosófica de un
minuto acerca de la colonización de América, el turista progre
reconoce en los rasgos de su solícito bartender la superioridad
moral del buen salvaje transmutado en buen revolucionario, y se
despide de él con un clásico: You're a better man than I am,
Gunga Din!
Es lo que tiene el alcohol, que mezcla, revuelve y confunde el
internacionalismo proletario con la secular memoria colonial grabada
en el código genético de nuestros nuevos “amigos”; que hace aflorar
un íntimo desprecio inconsciente y condescendiente, del que es
portadora su efímera admiración etílica; del que Gunga Din se entera
perfectamente bien, y del que toma nota con una amplia sonrisa.
Llegará el día en que el aborigen negociante, que a la sazón regentará
en propiedad (y sin absurdas restricciones) un bar de moda junto al
solícito bartender; en que la indígena zalamera, que será socia y
vendedora en la boutique de sus amigas Yudislaidys y Yenisey, y en
el que el mestizo-dicharachero-bailón-y-bien-dotado, convertido en
pequeño empresario de la construcción, se venguen “a la cubana” y le
griten a coro al turista progre que, a destiempo y despojado de “sus
encantos” les observa perplejo, desorientado y solitario desde la
esquina del Hotel Sevilla: ¡Galleeego, que clase´e come miedda tu
ereee! mientras se alejan, riendo y congueando con sabrosura por el
Prado en dirección al Malecón.
Esa Habana hollywoodense para turistas es una máscara que oculta a la
verdadera Habana. Esa ciudad sobreactuada no existe. Nunca existió.
En La Habana que recuerdo de mi primera infancia había de todo.
Ciertamente había niños descalzos y harapientos que limpiaban
zapatos, o que pugnaban por limpiar los cristales de los automóviles
en los semáforos a cambio de alguna moneda; que viajaban parados en
la defensa trasera de las “guaguas” General Motors, agarrados en
precario equilibrio con la punta de los dedos al mínimo espacio que
quedaba entre el cristal de atrás y la carrocería.
En los bares había victrolas que reproducían sin cesar boleros y
guarachas, que eran las brújulas comerciales de las casas
discográficas cubanas y extranjeras. Los autobuses eran abordados
por músicos que tocaban y cantaban un número con más o menos arte, y
que al terminar su interpretación pasaban el sombrero diciendo
“coopere con el artista cubano”.
Había mendigos en las puertas de las iglesias, y zonas de tolerancia
donde se ejercía la prostitución, en viviendas que se anunciaban
discretamente con una bombilla roja sobre la puerta. Había casas de
vecinos o solares que olían a keroseno y a carbón (el olor de la
pobreza urbana) bullangueros, ruidosos, que solo decretaban una
tregua para escuchar en la radio los poemas de Amado Nervo y Rubén
Darío declamados por Carlos Badías, mientras esperaban la novela de
las tres.
Había un barrio chino (que nada tenía que envidiarles a los de San
Francisco o Nueva York) donde vivían chinos de verdad, recién
llegados de la China comunista, con sus teatros, sus restaurantes,
sus cines, sus lavanderías o “trenes de lavado”, sus farmacias y sus
periódicos.
Había “polacos” nacidos en Ucrania y en Hungría en la calle Muralla,
sobrevivientes de algún ghetto o de un campo de concentración
alemán, que vendían retales, pañuelos y corbatas expuestos en
tarimas de madera en los portales.
Había un número importante de “isleños” de Tenerife y Gran Canaria, de
“gallegos” de Gijón, de Bilbao, de Tarragona y hasta de Lugo que
seguían llegando con la esperanza de labrarse un futuro mejor,
acompañados de italianos y de “moros” libaneses.
Había miles de vendedores ambulantes, fondas, cantinas, restaurantes y
puestos de lotería; en muchas esquinas había pequeños locales con
cromadas cafeteras italianas que vendían café expresso en tazas
pequeñas, y los chóferes de los autobuses se bajaban unos segundos
escoltados por algunos pasajeros a libar “el néctar negro de los
dioses blancos” como le llamaba a esa infusión un conocido
comediante, frase que caló y perduró en el argot popular; se vendían
ostiones (ostras) con salsa picante de tomate en vasos de cristal
cortos y largos; fritas, pan con bistec y minutas de pescado,
churros, chiviricos, algodón de azúcar y chicharrones de viento.
Maniseros, heladeros, granizaderos y tamaleros pregonaban las
excelencias de sus productos (¡Creeemita de leche condensada
Nelaaa! ¡Eeel máni, que rrrico eeel máni! ¡Paleticas de Coco, pa´las
niñas y pa´las señoras!) y los fruteros llevaban su mercancía
hasta las puertas de las casas o hasta los balcones, transportada
por las amas de casa en una bolsa o cesta atada a una cuerda.
Había extensas barriadas, edificadas o ampliadas durante la primera
mitad del siglo, como Lawton, Santos Suárez, La Víbora, el Cerro,
Marianao o el Vedado, donde vivía una creciente y pujante clase
media. Las huellas del Art Nouveau y Decó aún hoy se pueden apreciar
no solo en edificios emblemáticos, sino en las deterioradas fachadas
de muchas casas de la Habana Vieja y Centro Habana, espectrales
testigos de ese apogeo.
También había sofisticación, buen gusto y modernidad; tiendas por
departamentos que emulaban con las mejores tiendas norteamericanas,
y que estaban al alcance de muchos bolsillos; boutiques,
perfumerías, casas de moda, cafeterías y restaurantes con encanto,
concesionarios y casas de representación de las mejores marcas.
La gente iba mayoritariamente bien vestida, al menos con pulcritud.
Había limpieza en los edificios y viviendas, los portales y los
pasillos olían a “Pinaroma”, y las fuentes de los parques tenían
agua.
Yo pertenezco a la última generación (los nacidos en la primera mitad de
los 50´) que conserva recuerdos propios de esa otra ciudad, que se
resistió con todas sus fuerzas a desaparecer durante algunos años
más después del triunfo de la horda.
Aún, cerrando los ojos, puedo paladear el sabor de los helados de
caramelo del “Restaurante Miami”, o ver las librerías de la calle
Obispo, las grandes como “La Moderna Poesía” o “Minerva”, o las
pequeñas librerías de viejo, que en nada se parecían y que siempre
evoco, por alguna extraña razón, cuando veo los quioscos de prensa
de la Rambla barcelonesa.
Yo sé cómo olía la tienda “El Encanto” (la Universidad de Ramón
Areces, el cofundador de “El Corte inglés”) parado frente a la
puerta; todavía me parece asombroso el realismo de los maniquíes de
sus escaparates o vidrieras, que volví a encontrar decenas de años
después en algunas tiendas de París, y aún recuerdo el fulgor de las
llamas en el cielo aquella aciaga noche de 1961 en que la devoró el
fuego, convirtiendo a La Habana, como dijera Edmundo Desnoes, en la
“Tegucigalpa del Caribe”, y que me perdonen los hondureños.
Yo conocí un Paseo del Prado con el suelo pulido, con un techo tejido
por las ramas entrelazadas de los laureles que lo flanqueaban a uno
y otro lado, en el que anidaban miles de gorriones (un verdadero
peligro para la ropa al atardecer) y que protegían al paseante de
los rigores del sol y el calor en toda su extensión, desde la calle
Neptuno hasta casi el Malecón.
Recuerdo el sonido en las noches de las bombas y los petardos “del
Directorio y del 26”, que después seguiría escuchando hasta 1961 ó
1962, colocadas por las manos de la resistencia
contrarrevolucionaria.
Recuerdo el arbolito de mi casa sin luces (y mi enfado por ello) en las
navidades de 1958, apagado siguiendo una consigna revolucionaria
según supe después. Yo vi desde mi balcón cómo las turbas rompían y
saqueaban los parquímetros a toda velocidad, aquel uno de enero de
1959 disfrazado de alborada, y vi una semana después, a horcajadas
sobre los hombros de mi padre, entrar el Apocalipsis a La Habana a
lomos de un rugiente caballo de fuego, desde el mausoleo a la
memoria de los estudiantes de medicina fusilados en 1871, frente al
Castillo de la Punta. Yo también aplaudí y vitoreé con entusiasmo a
los “barbudos” ese día, a mis ojos una especie de reyes magos con
fusiles y cananas, paradójica o proféticamente a la sombra de un
antiguo paredón de fusilamiento.
La diferencia con la actual Habana de cartón para turistas es que
aquella era real, estaba viva. Solo los “paladares” o restaurantes
privados aportan algo de esa autenticidad perdida. Esta Habana de
atrezzo es una ciudad imposible, detenida en el tiempo.
Todo es de una mendacidad difícil de disimular. Es una caricatura, un
cómic de lo que fue. Los camareros, los cantineros, el torcedor de
puros, la Negra Santera, el Dandy, “la jinetera y el
pinguero”
[2] comparten un escenario, actúan como
extras en una superproducción para extranjeros, fingen que no
“representan” mientras se comportan como los habaneros de celuloide
del cine progresista yankee. Son cubanos del siglo XXI disfrazados
de época.
Ellos también saben, mejor que nadie, que la verdadera Habana está a la
vuelta de la esquina, apenas a 50 metros de esta plaza declarada
Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad. Una Habana que
canta raps contestatarios en vez de boleros, y que no usa
guayaberas. Allí está la frontera donde cada madrugada, finalizado
el show, los figurantes se quitan la máscara de la sonrisa
obsequiosa y recuperan su impotente agresividad, en la sordidez de
las ruinas habitadas y en la desesperación por escapar de ellas
antes que acaben aplastando sus vidas definitivamente. Pero lo peor,
lo que más me duele, es esa pátina de indignidad que todo lo cubre.
Mis percepciones y recuerdos son legítimamente míos, tanto como para
cualquier persona los suyos, incluso aunque sean diametralmente
opuestos. Ese es el gran problema que hace que aún se siga
discutiendo sobre el rigor científico al que aspira la Historia, y
la razón por la que necesita apoyarse en otras disciplinas para
obtener datos e información.
Pero la cuestión se magnifica cuando entran en liza criterios
político-ideológicos encontrados, que pretenden demostrar la validez
de su propio relato acerca de una realidad concreta, en un momento
histórico concreto.
La comparación rigurosa y multifacética entre la Cuba republicana
prerrevolucionaria y la actual sería sin duda una empresa
apasionante (sobre todo ahora que se acerca el momento en que la
duración temporal de ambos procesos históricos será la misma) pero
que excede con mucho mi capacidad y entusiasmo, así como el alcance
del presente trabajo.
Cada vez quedan menos testigos, y las fuentes documentales son escasas
y/o poco fiables tras largos años de manipulación, de secretismo o
destrucción sistemática y minuciosa. El desarrollo tecnológico hace
imposible comparar los adelantos actuales con una etapa en que aún
no existían.
En cuanto a las metodologías de medición del desarrollo económico y
social internacionalmente aplicadas ocurre otro tanto, como lo
explican Carmelo Mesa-Lago y Mauricio de Miranda.
El Índice de Desarrollo Humano (IDH) comenzó a aplicarse a partir de
1990. En 1958 no existía el “dólar internacional con paridad de
poder adquisitivo” o PPA
[3] para estimar el PIB por habitante, ni
tampoco estaban generalizados los métodos estandarizados para medir
indicadores sociales como la incidencia de la pobreza, o el
coeficiente GINI de desigualdad (ya existente, pero que se comenzó a
aplicar solo en algunos países a partir de 1960) sobre los que Cuba
en cualquier caso no publica estadísticas en la actualidad por
razones obvias.
Otro obstáculo para la comparabilidad es la existencia de dos monedas en
circulación, el peso nacional y el CUC o peso convertible
(que tampoco lo es) así como de diferentes tasas de cambio de ambas
respecto al dólar, mientras que en 1958 el peso cubano era
mundialmente convertible a la par con el dólar.
Otra cuestión a considerar es la disponibilidad de información
uniformemente compilada y tratada, y el nivel de actualización en
fecha de la misma. Por ejemplo, los datos más recientes disponibles
de alfabetización y de la situación de la vivienda anteriores a la
revolución provienen del censo de población de 1953, seis años antes
del arribo al poder de los Castro. El reporte de enfermedades de
1958 es deficiente e incompleto comparado con los posteriores.
Para rematar, están los constantes cambios metodológicos que el gobierno
cubano ha introducido a lo largo de los años para calcular los
resultados de la producción a nivel social y su crecimiento. Esta es
la descripción del problema que ofrece Mesa-Lago:
“… a) durante el período
1959-1960 continuó con el sistema convencional de cuentas
nacionales; b) en el período 1962-1989 cambió para el producto
material bruto típico de los países socialistas; c) en el período
1994-2002 regresó al primer método; d) a partir de 2003 introdujo
una alteración única en la región, pues agregó al PIB el valor de
los servicios sociales gratuitos y el subsidio a los bienes vendidos
por la libreta de racionamiento. Esto último, unido al cambio del
año base (de 1981 a 1997) para calcular el PIB cubano en precios
constantes, ha resultado en una sobreestimación sustancial del
mismo, así como en la imposibilidad de compararlo con el resto de la
región y del mundo.[4]
En cuanto a esta “revolucionaria” modificación por parte del gobierno
cubano de la metodología de cálculo del PIB reevaluando los
servicios sociales y comunales (responsable de los crecimientos
espectaculares del mismo calculados en 2003, 2004, 2005 ó 2006)
Mauricio de Miranda precisa lo siguiente:
“El cambio esencial consiste en que la medición de los servicios
sociales no comerciales se establezca por el “precio de producción”
que tendría si se vendiese, y no por el gasto como establece la
metodología del sistema de cuentas nacionales. Para establecer ese
“precio de producción” se elaboraron unas “tarifas” que incluyeron
el costo más una determinada tasa de rentabilidad calculada para
cada tipo de actividad en este tipo de servicios sociales. Así, se
estableció que sólo con fines de la contabilidad nacional al gasto
del presupuesto se le sumaría un impuesto del 25% por el uso de la
fuerza de trabajo y a la magnitud resultante se le aplicaría una
tasa de rentabilidad base del 20% más un plus calculado según la
calidad del servicio prestado considerando el nivel de formación del
capital humano y el tipo de servicio.
Obviamente, el resultado de
tal manejo contable es una distorsión significativa en el cálculo
del PIB de Cuba. Ciertamente las diferencias de precios nacionales
en los factores de la producción e incluso en los bienes y servicios
es un factor que dificulta la comparación internacional entre las
economías nacionales con la sola aplicación de la tasa de cambio.”[5]
De Miranda enfatiza la importancia metodológica del cálculo del PIB como
valor agregado principal de la economía a los efectos tanto de la
determinación del nivel de actividad económica como comparativos, a
precios de mercado y al coste de los factores, y que los argumentos
que emplea el gobierno para justificar el cambio metodológico son
débiles.
En cualquier caso, y volviendo al punto inicial, existen datos
económicos y sociales de Cuba publicados con anterioridad a 1959,
que tienen como principal virtud que no están viciados por
prejuicios ideológicos derivados de la ascendencia de la revolución
cubana al poder, que permiten establecer comparaciones con otros
países de su entorno más próximo y del mundo en general, e incluso
con respecto al momento actual cuando ello es posible.
He aquí algunos comentarios, datos y cifras extraídas fundamentalmente
de tres trabajos citados (la “Geografía de Cuba” de Levi Marrero, el
“Atlas del desarrollo económico” de Norton Ginsburg y el “Balance
económico-social de 50 años de revolución en Cuba”, de Carmelo
Mesa-Lago), que se añaden a los ya comentados con anterioridad en
materia socio-económica, salud o educación:
·
El Producto
Interno Bruto[6]
por habitante (PIB p/h) de Cuba se colocaba en 1958 en el tercer
lugar de la región, sólo superado por Venezuela y Uruguay.
·
La proporción
de la Formación Bruta de Capital Fijo[7]
en relación al PIB (o tasa de inversión) era del 17,6% en el
año 1957, la quinta más alta en la región.
·
La Renta o
Ingreso Nacional Bruto[8]
ascendía a finales de la década de los años 50 a 2,200
millones de pesos o dólares, ocupando el puesto número 40 dentro de
una lista de 91 países. En Latinoamérica ocupaba el 6º lugar.
- Al calcular la Renta o Ingreso Nacional per cápita, Cuba se adelantaba a los puestos 31 y 5 en el ranking mundial y latinoamericano respectivamente. Según estos datos, la nación se situaba entre los 36 países que ocupaban el estrato superior a escala mundial.
·
Si bien aún
existían marcadas diferencias en cuanto a la distribución del
ingreso (el estrato más bajo estaba integrado probablemente por los
campesinos de la Ciénaga de Zapata o de la Sierra Maestra, sin que
ello signifique que sus condiciones fueran generalizables o
representativas de toda la población campesina) resultaba evidente
la considerable elevación del nivel de vida de la población durante
los casi 57 años de República.
·
Cuba ocupaba
el tercer lugar en América Latina detrás de Venezuela y Puerto Rico
en la proporción de automóviles por habitantes; el cuarto lugar en
la proporción de teléfonos detrás de Puerto Rico, Argentina y
Uruguay; el tercero en cuanto al número de radiorreceptores por
habitantes, y funcionaban 270 estaciones de radio. Cuba fue el
segundo país del continente, detrás de los Estados Unidos, en tener
televisión (un televisor por cada 25 habitantes) y en 1958 existían
23 estaciones de televisión, una de ellas en colores. Con una
circulación diaria de 101 ejemplares de periódicos por cada 1,000
habitantes, ocupaba el lugar 33 entre 112 países analizados. En
Latinoamérica solo era superada por Uruguay, Argentina y Panamá.
·
Según el
censo de 1953, el número de habitantes por vivienda ascendía a 2,9 y
más del 55% de las mismas disponía de servicios de acueducto y
electricidad. En el período comprendido entre 1954 y 1958 las
inversiones en el sector de la construcción promediaron 92 millones
de pesos o dólares anuales y se edificaron unos 5,000 edificios por
año, multifamiliares en su mayoría. No obstante aún quedaba una
ingente tarea por realizar en cuanto a las viviendas rurales y de
bajo precio. En La Habana existían los “solares” o casas de vecinos,
pero no existía el sobrecogedor panorama de muchas capitales
latinoamericanas, rodeadas de favelas y villas miseria. El conocido
Barrio Las Yaguas era un remanente en extinción de la crisis de
1929-33.
·
La
homogeneidad y la fluidez de la sociedad cubana, así como la
ausencia de relaciones de trabajo de tipo feudal o de una economía
tribal, habían propiciado el desarrollo y la extensión de la clase
media. No hay informaciones estadísticas precisas sobre la
proporción que representaba la misma dentro de la sociedad cubana,
pero los estudios citados por Levi Marrero la situaban
proporcionalmente entre el 22% y el 33% de la población. El
economista Juan F. Noyola aporta sus apreciaciones al respecto: “el
grupo de ingresos medios de Cuba era el mayor de Latinoamérica… las
diferencias regionales y culturales entre los distintos sectores de
la población (eran) mucho menos marcada que en otros países… los
contrastes entre miseria y pobreza eran menores… Cuba (era) uno de
los países, con excepción tal vez de Costa Rica y Uruguay, donde
(estaba) menos mal distribuido el ingreso en América Latina”.
·
A mediados de
los años 50, Cuba ocupaba el puesto número 26 en una lista de 93
naciones en cuanto al valor calórico de la dieta per cápita diaria,
con 2,700 calorías (2,870 según la FAO) En el continente solo era
superada por Argentina, Estados Unidos, Canadá y Uruguay.
·
La
alimentación cubana estaba próxima a disponer de una proporción
adecuada de grasas y proteínas. Las proteínas de origen vegetal eran
aportadas por las legumbres, y en cuanto a las proteínas de origen
animal el país era uno de los mejor abastecidos proporcionalmente a
escala mundial, al disponer de algo menos de 6 millones de cabezas
de ganado vacuno (casi una res por habitante) a lo que se sumaba el
ganado porcino.
·
El consumo
per cápita de carne roja al año era de 34 kilogramos, a lo que
habría que añadir el consumo de aves y pescado. El precio de la
carne de vacuno era mucho más bajo que en casi todos los países
latinoamericanos, lo cual la hacía accesible a amplias capas de la
población.
·
La producción
anual de leche en 1958 era de 771,000 toneladas métricas, alrededor
de un tercio de litro diario por habitante, y la industria avícola
producía 315 millones de huevos al año, sin incluir la pequeña
producción doméstica no contabilizada.
·
La proporción
de la población empleada en la agricultura hacia el año 1955
alcanzaba el 58% en Europa meridional, el 73% y el 76% en África del
Norte y subsahariana respectivamente; el 62% en América Central, el
55% en América del Sur, en Asia más del 70% como promedio, y en
América del Norte el 13%. Cuba ocupaba el rango 30 entre 97 países
analizados, con solo el 30,5% de la población económicamente activa
ocupada en este sector.
·
Numerosos
sociólogos y economistas coincidían en afirmar que Cuba no era un
país campesino típico. No había agricultores de subsistencia,
excepto una pequeña minoría. Según el economista Noyola, no existía
(como en Bolivia, en Guatemala, en México, en Europa central u
oriental y en China) el tipo de campesino tradicional, una especie
de remanente cultural de otras épocas, apegado a la tierra,
profundamente tradicionalista y reacio a cambiar los métodos y
técnicas de producción, no incorporado a la economía de mercado, y
muchas veces ni siquiera lingüísticamente a la cultura nacional como
los mayas de Guatemala, los aymaras de Bolivia, o muchos de los
numerosos grupos indígenas de México. El campesino cubano, al ser
culturalmente moderno e incorporado a la civilización del país, era
considerado como un factor de éxito en el desarrollo de una posible
reforma agraria.
·
Cuba era el
primer productor mundial de azúcar en la década de 1950, a pesar de
lo cual disponía de vastas extensiones de suelo agrícola no
cultivado, debido entre otros factores a la existencia de
latifundios inactivos (cuya extinción prescribió la Constitución de
1940) y a la mala distribución de la tierra como consecuencia del
latifundismo azucarero y ganadero. No obstante, Cuba ocupaba el
segundo lugar entre todos los países latinoamericanos en cuanto a la
utilización proporcional de los suelos agrícolas, con el 17% del
área total cultivada. El promedio latinoamericano era del 5%, y el
mundial del 10%.
·
Cuba producía
hacia 1957 más del 75% de los alimentos que consumía, según CEPAL, y
algunos renglones como el arroz, las patatas, la piña, el tomate, el
café o los frijoles reportaban espectaculares incrementos en ese año
con respecto al promedio de 1935-39.
·
En Cuba
existía una tradición de agricultura extensiva que comenzó a cambiar
con el cultivo comercial de los productos antes mencionados, entre
otros, y que trajo como resultado el empleo (y la producción
nacional) de fertilizantes y sistemas de regadío. De un listado de
102 países, Cuba ocupaba junto con España el lugar 35 al utilizar
una proporción de 26 Kilogramos de fertilizantes por hectárea
cultivada. El promedio mundial era de 22 Kg/Ha.
·
En el año
1959, los porcentajes de la fuerza de trabajo ocupada en la
industria eran los siguientes: África 11%; Asia 10%; Latinoamérica
17%; América del Norte 37% y Europa Occidental el 42%. Según el
censo de población de 1953, el 23,9% de la fuerza de trabajo en Cuba
estaba ocupada en el sector de la industria, cifra que se elevaba al
30% antes de terminar la década.
·
La primera
industria del país, la azucarera, contaba con 161 centrales, pero
existían al propio tiempo 2,340 establecimientos que producían
10,000 productos industriales diferentes. La producción del sector
alcanzaba los 1,000 millones de pesos o dólares, casi la mitad del
producto nacional, y de ella menos de la mitad, 483,5 millones, se
correspondía con el azúcar, con lo que el proceso de diversificación
industrial había comenzado mucho antes de la revolución,
fundamentalmente a partir de la década del 30´ con la incorporación
y/o el desarrollo de la producción textil y el cemento, la minería,
la industria alimenticia, bebidas y licores, el calzado (con una
producción que superaba los 14 millones de pares al año) la
industria química, el papel y los plásticos, la industria gráfica,
la madera, la industria pesquera, y el turismo (este último aún
incipiente, pero pujante) unido a la tradicional industria
tabacalera.
·
Cuba ocupaba
en el año 1955 el lugar 33 dentro de un listado de 124 países en
cuanto a consumo de energía, con 65,3 millones de megavatios hora.
El consumo energético per cápita era de 11,8 megavatios hora
anuales. La media mundial era de 10 Mgv/h, y Cuba ocupaba el puesto
25 en este ranking. En Latinoamérica era la primera, seguida por
Venezuela.
El sector comercial cubano era muy denso. En 1958 existían unos 65,000
establecimientos comerciales (uno por cada 1,000 habitantes
aproximadamente) que empleaban a 254,000 personas, y que exhibían
una media anual de ventas de 2,500 millones de pesos o dólares.
Un problema crónico que sin duda afectaba a la economía cubana en la
etapa republicana era el desempleo y el subempleo, asociado
principalmente a las características estacionales de su principal
industria, la azucarera.
Al desempleo estacional, conocido como tiempo muerto, se sumaba
la reducción del período de elaboración fabril como consecuencia de
una mayor eficiencia tecnológica de los procesos, algo muy favorable
desde el punto de vista del rendimiento industrial y de la
competitividad internacional del sector, pero que reducía la
capacidad de absorber mayor cantidad de mano de obra.
Ello provocaba, según Levi Marrero, que de una fuerza de trabajo de
2.200,000 personas, equivalente al 53% de la población mayor de 14
años (en aquel entonces considerada internacionalmente como la edad
laboral mínima) existiera un desempleo crónico del 16,4%, agravado
por la existencia de un 6,1% de subempleados.
Debido a ello, a las convulsiones políticas y económicas que se
sucedieron a lo largo de la primera mitad del siglo XX, a las
presiones del bien organizado e ideologizado movimiento obrero
cubano, al accionar de una sociedad civil que disponía de los medios
para hacerse escuchar, e incluso a las prácticas populistas de
algunos presidentes, Cuba llegó a disponer de una importante
legislación laboral, muy avanzada según los cánones de la
socialdemocracia.
Efrén Córdova aporta un análisis[9]
de dicha legislación, llegando a la siguiente conclusión final:
“… A la política laboral de la República cabe en cambio acreditarle
el que Cuba tuviera en 1959 uno de los ingresos per cápita más altos
de la región latinoamericana y que, según datos de la OIT, dedicara
un 66,6 por ciento de su producto nacional bruto al pago de sueldos
y salarios.”
Según este autor, existe consenso entre los especialistas en considerar
que la protección laboral de los trabajadores entre 1902 y 1933 fue
insuficiente y de aplicación irregular, aún cuando se produjeron
algunos avances de cierta relevancia.
Con la caída del dictador Gerardo Machado en agosto de 1933, y bajo los
efectos de la crisis económica internacional comenzada en 1929, se
adoptaron por parte de los gobiernos provisionales de Grau San
Martín y de Mendieta (1933-34)… “importantes medidas de
protección social: la jornada máxima de ocho horas «para toda suerte
de ocupaciones», la creación de la Secretaría del Trabajo, el
derecho de sindicalización, que invistió de personalidad jurídica y
ciertas protecciones a las organizaciones que hasta entonces se
regían por la insuficiente Ley de Asociaciones, la nacionalización
del trabajo (inicialmente conocida como Ley del 50 por ciento) la
regulación del trabajo de mujeres y menores, el mejoramiento de las
prestaciones por accidentes del trabajo, las vacaciones retribuidas,
las comisiones encargadas de fijar los salarios mínimos, el derecho
de huelga y la creación de las comisiones de cooperación social (que
fungirían como órganos de conciliación y arbitraje) y la protección
contra el despido injusto.”
Posteriormente se promulgaría el Decreto 798 de abril de 1938, referente
a la contratación laboral, que sirvió en la práctica como una
especie de código del trabajo, y la Ley de Coordinación Azucarera de
1937, por el cual se vinculaban los salarios del sector a los
precios del azúcar. Más tarde, el articulado del Título VI de la
Constitución de 1940 incluyó una cantidad de preceptos válidos, que
no siempre contaron con un apropiado desarrollo posterior mediante
leyes complementarias.
De cualquier manera y por mandato constitucional, la legislación laboral
republicana fue acumulando beneficios sustanciales para los
trabajadores cubanos, como… “el derecho a un descanso semanal de
uno y medio o dos días, a un mes de vacaciones por cada once de
trabajo, a cuatro días de inactividad por fiesta o duelo nacional y
a nueve días de descanso por enfermedad que normalmente se conferían
aun cuando no mediase enfermedad alguna, así como a un día adicional
de descanso en el verano para los empleados de empresas comerciales
y oficinas. El cómputo de todos esos descansos arrojaba en 1957 un
año laboral de 1880 horas…”
Eso es apenas 105 horas más que el actual año laboral español de 1,775
horas. El trabajo de los menores y de las mujeres se ajustaba a la
normativa internacional vigente entonces.
Según Efrén Córdova, el ordenamiento laboral de la República fue en
ocasiones francamente antieconómico, tutelar, relativamente generoso
y/o permisivo según el caso (con lagunas y excepciones importantes,
como los siempre postergados obreros agrícolas no azucareros). Como
ejemplo del coste económico de los beneficios que se habían
concedido al trabajador, sitúa los acuerdos adoptados en el XI
Congreso de la Central de Trabajadores de Cuba de 1961, ya en plena
revolución, mediante los cuales los delegados acordaron por
unanimidad “renunciar al bono de Navidad, al pago de los nueve
días de indemnización que se pagaban a fin de año aún cuando no
hubiese habido enfermedad, a la remuneración por horas
extraordinarias de la zafra de 1962, al 9,09% de las 44 por 48 horas
de trabajo a la semana, a las cláusulas sobre participación en las
utilidades, y a cualquier otra que se estimara contraria al
desarrollo y la productividad”, porque según dijera Fidel Castro en
el discurso de clausura “esos beneficios eran pagos absurdos que
obstaculizaban el desarrollo y la revolución”.
· Uno
de los argumentos preferidos para desacreditar la etapa republicana
anterior al triunfo de la revolución, es la subordinación económica
y política de Cuba a los Estados Unidos de América, y las constantes
referencias a la entrega por parte de la metrópoli española de la
soberanía de la isla al vecino del norte mediante el Tratado de
París, firmado el 10 de diciembre de 1898, que tuvo como posterior
corolario la conocida como Enmienda Platt, vigente desde 1901 hasta
su derogación el 29 de mayo de 1934, que ciertamente representó para
muchos una ominosa limitación del ejercicio de la soberanía
nacional, y el inicio de un sentimiento antinorteamericano más o
menos extendido.
Esta no fue, como muchos creen, una enmienda a la constitución cubana de
1901, sino a la Ley sobre Presupuestos del Ejército en el Exterior
de los Estados Unidos, propuesta por el senador Orville H. Platt,
que se añadió a la primera como apéndice, y cuyo artículo más
conocido y polémico, el tercero, establecía textualmente lo
siguiente: “Que el Gobierno de Cuba consiente que los Estados
Unidos pueden ejercitar el derecho de intervenir para la
conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un
Gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad
individual y para cumplir las obligaciones que, con respecto a Cuba,
han sido impuestas a los EE.UU. por el Tratado de París y que deben
ahora ser asumidas y cumplidas por el Gobierno de Cuba”.
Al margen de los intereses de los grupos políticos norteamericanos en
esa dirección o en la contraria (que también los hubo) de las
opiniones de la prensa estadounidense, de los “lobbistas” cubanos en
los aledaños al Congreso y a la Casa Blanca, y en particular de la
corriente anexionista de la que participaba un numeroso grupo de
cubanos (que junto a la autonomista y a la independentista,
claramente predominante, conformaban las opciones políticas
mayoritarias de la época), este fue un requisito exigido por España,
que quería impedir a toda costa el establecimiento de la República
de Cuba, supuestamente por temor a que las vidas y propiedades de
los peninsulares se pusiesen en riesgo.
La historia demostró que ese temor era totalmente infundado. Los cubanos
nunca pelearon contra los españoles, sino contra el gobierno
español, y dada la inextricable red de lazos familiares existente en
la sociedad cubana entre peninsulares y criollos, la guerra de
independencia de Cuba (cruel y devastadora como pocas), tuvo un
marcado carácter de guerra civil.
No solo no ocurrió nada después, sino que cientos de soldados españoles
desertaron, se quedaron a vivir en “territorio enemigo”, e incluso
algo más de dos décadas después hubo que regular la contratación
para facilitar el acceso al trabajo de los cubanos, como
consecuencia de la notable migración hacia Cuba desde la península.
Según Hugh Thomas,[10]
solo entre 1902 y 1910 llegaron a la isla 200,000 peninsulares, en
su mayoría gallegos y asturianos.
(continuará)
NOTAS:
[1]
Our Man in Havana, novela del escritor británico
Graham Greene llevada al cine en 1959, producida y dirigida por
Carol Reed, protagonizada por Alec Guinness, Burl Ives, y
Maureen O´Hara entre otros, y rodada en La Habana.
[2]
La prostituta y el actual híbrido entre proxeneta y gigoló
tropical.
[3]
Es la cantidad de unidades monetarias locales que se necesitan
para adquirir, dentro del país en cuestión, la misma cantidad de
bienes que en EEUU se comprarían con un dólar estadounidense.
Los bienes deben ser iguales o al menos comparables. Mesa-Lago
comenta que “los organismos internacionales y regionales,
como el PNUD y la CEPAL, no han logrado medir hasta ahora ese
indicador en Cuba con un mínimo de confiabilidad”.
[4]
Mesa-Lago, Carmelo.- “Balance económico-social de 50 años de
revolución en Cuba” Ediciones Universidad de Salamanca
América Latina Hoy, 52, 2009, pp. 41-61
[5]
De Miranda Parrondo, Mauricio.-
“Los
problemas de la inserción internacional de Cuba, y su relación
con el desarrollo económico.”
Op. Cit. Pag. 335-336
[6]
Producción total obtenida dentro del territorio económico del
país. No incluye los consumos intermedios (de materias primas,
materiales, etc.) para evitar su doble contabilización, como
producción en unos casos y como consumo en otros.
[7]
Valor de los bienes duraderos nuevos (maquinarias, equipos,
etc.) y de los servicios incorporados a ellos adquiridos por las
unidades productoras
residentes para
ser utilizados durante un
plazo superior a
un año en el
proceso productivo.
Además
deben incluirse
también los
bienes usados
procedentes de la
importación, así
como las grandes reparaciones o
mejoras de los
bienes
existentes que cumplan una de estas dos condiciones: que
alarguen su
vida media o que
modifiquen sustancialmente su
estructura.
[8]
Mide el ingreso o la renta total obtenida por todos los
agentes económicos residentes dentro del territorio (hogares,
empresas y administraciones públicas) por lo que es necesario
incorporar la renta recibida por las unidades residentes
procedentes del exterior y deducirle la renta (originada como
consecuencia de la producción realizada en el país) que ha sido
transferida a unidades residentes en el exterior. No incluye las
ganancias y pérdidas de capital, que en cuentas nacionales se
denominan “de posesión”.
[9]
Córdova, Efrén.- “Política laboral y legislación del trabajo.”
Revista Encuentro de la Cultura Cubana nº 24, Primavera de 2002.
Páginas 212 a 222.
[10]
Thomas, Hugh.- “Cuba. La lucha por la libertad” Capítulo
35, página 361
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