miércoles, junio 25, 2014

Cuba: El éxodo interminable [I]

fragmentos del libro "Cuba, El Socialismo y Sus Exodos" de Armando Navarro Vega
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cubanalisis
Armando Navarro Vega
Los antecedentes del éxodo de Mariel

La revolución cumplía su “mayoría de edad” en 1980 con la celebración de su vigésimo primer aniversario, después de transitar por una infancia y una adolescencia complicadas. Para muchos ya era hora de exigir resultados concretos. Parafraseando la letra del tango “Volver”, la gente decía que “veinte años no es nada” siempre que se pasen como Carlos Gardel: “de barra en barra, y con la guitarra bajo el brazo”.
El primer Plan Quinquenal 1976-1980 no arrojó como resultado un cambio positivo visible en la vida de los cubanos. El Sistema de Dirección y Planificación de la Economía chocaba repetidamente contra el liderazgo personal e incontestable del Comandante en Jefe, más Comandante y más Jefe que nunca, inmerso como estaba en la dirección de la guerra de Angola, a la que se había sumado la guerra de Etiopía a partir de 1978, el apoyo directo a la guerrilla del Frente Sandinista hasta su triunfo en 1979 “y más allá”, de la guerrilla salvadoreña, y la presidencia del Movimiento de Países No Alineados.
Las asambleas de circunscripción del Poder Popular dejaron de interesar a la gente en la misma medida en que se reveló su inutilidad para resolver sus problemas. Pronto se convirtieron en una pieza más del denso entramado burocrático. Cada vez estaba más claro que la causa de las dificultades no radicaba en la falta de información de los niveles superiores. El verdadero origen se iba perfilando progresivamente mejor.
El Partido, el único e “inmortal”, impuso el centralismo democrático como principio rector y universal de dirección. Dicho de otro modo y sin eufemismos, refrendó la subordinación de todas las instituciones económicas, políticas, sociales o administrativas del estado y la nación a las orientaciones del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, y Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, algo así como la Santísima Trinidad. En definitiva otro lenguaje, pero nada nuevo bajo el sol.
La re-sovietización del país (duro “regreso al redil” fruto de la acumulación de fracasos en los 60´ y de la crisis energética mundial de principios de los 70´) se evidenciaba de múltiples maneras. En la proliferación de cursos de idioma ruso. En las ridículas “gorras de plato” de los uniformes de diario del ejército, o en los exóticos “hurras” que se gritaban ocasionalmente en los desfiles y actos militares.
En la presencia ostensible en las calles y en los organismos de técnicos y asesores soviéticos civiles y militares, con sus camisas blancas de nylon invariablemente mal cortadas que les daban la apariencia de estar uniformados, y sus voluminosos y robustos cuerpos que les hacían acreedores del apelativo genérico de “bolos”.
En las series de televisión, las películas y los célebres muñequitos (dibujos animados) rusos, con los que un conocido actor cómico amenazó a su nieto en la ficción si se portaba mal durante la emisión en vivo de un programa humorístico, y que le costó una sanción por ello. De hecho, la frase genérica de advertencia “te pongo los muñequitos rusos” se convirtió en un clásico popular. Las diferencias culturales, enormes de por sí, se ensanchaban con la monótona y machacona aridez del socialismo, todo un universo en blanco y negro.
Las carencias materiales eran de índole universal y mostraban un crecimiento sostenido debido a la acumulación de problemas sin resolver, incluyendo los productos agrícolas que jamás habían faltado a la mesa más humilde.

En la crisis de 1929 a 1933 se puso de moda una frase que describía una situación paupérrima (“la cosa está de Yuca y Ñame”) por referencia a dos tubérculos muy corrientes y apreciados en la mesa cubana, que en aquellos años le salvaron la vida a más de una familia. En La Habana de los 60´ (y hasta bien entrada la segunda mitad de los 70´, en que se produjo una efímera aunque insuficiente mejora en los suministros como se verá con posterioridad), no era fácil encontrarlos, y cuando había se distribuía por la Libreta o cartilla de racionamiento. La patata, un cultivo del cual se pueden recoger en la isla tres o cuatro cosechas al año, no corría mejor suerte que los anteriores. Hasta el azúcar estaba racionado.
El llamado “Cordón de la Habana”, una de los planes agrícolas demenciales del Comandante, no logró desbancar a Colombia, a Brasil y al resto de los principales productores mundiales de Café, pero lo que sí logró fue destruir las plantaciones de árboles frutales que rodeaban a la capital.
El plátano manzano o el mamey se convirtieron en “frutas exóticas” para los niños nacidos después de 1968. No corrieron mejor suerte el caimito, la guanábana y tantas otras frutas tropicales, gracias a la deforestación de los bosques para sembrar café Caturra en las montañas y caña en los llanos, noble labor a la que se dedicó con ahínco, bajo las orientaciones del Comandante en Jefe, la “Brigada Invasora Che Guevara”[1] desde el oriente hasta el occidente del país.
   
El racionamiento del café (vigente desde Octubre de 1963, cuando el ciclón “Flora” asoló las provincias orientales) convirtió una conocida guaracha en una canción subversiva porque en el estribillo, versionado por el ingenio popular, el pueblo se lamentaba: “Ay Mama Inés, ya ni los negros tomamos café”, en lugar de “todos los negros...” como reza la letra original.
En las casas ya se notaba algo más que una simple falta de pintura. En la capital, el salitre del mar corroyó sin piedad las rejas y guardavecinos de la Habana Vieja (algunas de ellas verdaderas obras de arte en forja); erosionó las fachadas y las paredes interiores, mordió los muros de las azoteas por donde terminó filtrándose la lluvia que reventó los techos[2]; devoró las ventanas y puertas de madera en colaboración con el sol, la humedad, los ciclones tropicales y la desidia.

Las tuberías se estrecharon por la acumulación de sales minerales, sin posibilidad de sustituirlas. También se deterioraron las instalaciones de gas, las redes sanitarias y las instalaciones eléctricas dentro y fuera de las viviendas. El derrame de las aguas albañales se convirtió en algo habitual en las calles habaneras.
Los cortes de agua eran frecuentes[3]. En determinadas zonas de Centro Habana y la Habana Vieja, dos populosos y céntricos municipios de la capital cubana, nos es que faltara el agua esporádicamente, es que dejó de fluir. En las tomas contra incendios (recuerdo la de la esquina de Prado y Refugio, en la que me abastecí más de una vez) la gente acopiaba el agua aproximadamente entre las 23:00 y las 02:00 de la madrugada en unos tanques de acero de 55 galones “americanos” (unos 208 litros) y en latas de aceite de 5 galones (unos 19 litros) y las acarreaban en unas carretillas fabricadas con madera, que usaban como ruedas unos cojinetes o rodamientos.
Todo ello (incluyendo los depósitos) era material robado, porque nada de eso se vendía en ninguna parte. El ruido era ensordecedor, pero era casi música celestial para aquellos que tenían la suerte de recibir agua directamente en sus casas aunque fuera una hora al día.
La vida transcurría en las colas. En todas partes se hacía cola. Había colas organizadas, colas desorganizadas y “molotes”. Colas por orden de llegada, colas por números, colas en las que se permitía “rotar” y en las que no, colas en la que se permitía “marcar” por otras personas y en las que no se podía. Colas para los que tenían reserva o número por anticipado, y “colas para los fallos”.
Colas que duraban meses ratificando el número mediante presencia física al menos una vez al día para, por ejemplo, comprar un colchón. En caso de no poder asistir a dicha “ceremonia de reafirmación” se perdía la vez. De todos modos, hacer esa cola no garantizaba en muchos casos que se pudiese adquirir el producto, porque no se sabía con anterioridad la cantidad que se iba a distribuir.
En los restaurantes y cafeterías se hacía cola durante horas, incluso para reservar una mesa para el día siguiente. Muchos de los establecimientos existentes antes de la revolución habían cerrado sus puertas después de la Ofensiva Revolucionaria de 1968, y se convirtieron en “locales” que luego se asignaron como viviendas, por lo que la necesidad de recurrir a ellos, unida al crecimiento de la población, hacía que las colas fueran en aumento.
Los restaurantes (que en un principio también estuvieron desabastecidos, como se verá más adelante) permitían después completar la exigua cuota de racionamiento que no llegaba a cubrir el mes y ampliar el suministro de proteínas, además de posibilitar el consumo de productos que nunca se distribuían por la Libreta. Los comedores obreros y escolares (las becas en particular) ayudaban, pero no resolvían el problema.
 
Ya a finales de la primera mitad de los 60´ se podía comer barato y bastante bien en los Círculos Sociales Obreros de las playas. Al que quisiera comerse un sándwich le esperaba una cola más o menos larga y tediosa, según el día y el horario escogido, en la Casa Potin, en El Carmelo de Calzada o en el de 23, en las cafeterías y restaurantes de los hoteles o, si quería un sándwich “a la cubana” con pan de barra, en el Sloppy Joe´s Bar, en la esquina de Ánimas y Zulueta. Los ingredientes no se podían adquirir en ningún otro sitio, por lo que había que recurrir forzosamente a los establecimientos hosteleros.
Había cosas que comer, como no. Se podía degustar una fabada asturiana en el “Centro Vasco”, un lacón con papas o un arroz a la indiana en “Las Bulerías”, un hash gordon blue en el “Club 23”, una crema de queso en “Los Andes”, un filete uruguayo en “La Torre”, un filete mignon en el “Monseñor”, un pollo a la barbacoa en el “Polinesio”, una sopa china en el “Mandarín”, un arroz frito especial con maripositas en el “Yang Tse”, o una pizza de prosciutto en “Montecatini”, en “La Romanita” o en “Doña Rossina”. Estos, entre otros establecimientos, eran la élite de los restaurantes de La Habana (herencia en su mayoría de la etapa republicana) y eso se reflejaba en los precios, por lo que en cualquier caso, y sin llegar a ser prohibitivos en términos generales salvo para las familias y los jubilados de más bajos ingresos, no eran sitios que pudieran frecuentarse asiduamente.
En los antiguos “Ten Cent” de Woolworth (rebautizados con el nombre de “Variedades de Galiano, de Obispo o de 23” según la ubicación física del establecimiento) la cola para almorzar se iniciaba fuera del local hasta la hora de apertura, y después continuaba dentro, detrás de cada puesto en la barra, en filas de dos, tres o cuatro personas en fondo. Los jubilados solían acudir a estos sitios debido a los precios.
No era fácil conseguir pescado, pero en cualquier MARINIT (establecimiento de la red de restaurantes del Instituto Nacional de la Industria Turística especializados en pescados y mariscos) se podía comer cuando se inauguraron, allá por 1964, desde una rueda de pargo meniere o unos camarones enchilados, hasta unas ancas de rana.
En los Fruticuba había (cuando había) mangos, melones y piñas. Las Pizzerías que inundaron La Habana tenían al inicio una excelente oferta, que degeneró progresiva y rápidamente. Pese a ello (¿o quizás gracias a ello?) las pizzas “degeneradas” se convirtieron en auténticos matahambre. Lo de remarcar la frase “al inicio”, válido en uno y otro caso, es una precisión muy importante. Nada perdura en el socialismo, salvo la ineficacia.
El surtido y la calidad original de las nuevas pizzerías se mantuvieron poco tiempo; los MARINIT en su mayoría no llegaron abiertos a los 70´, y de su esplendor solo quedaba el recuerdo, o una acera intransitable inundada de un líquido viscoso en el lugar donde se situaban los depósitos de basura, y un olor insoportable a pescado podrido en los que aún existían, como en “Los Parados”, en la intersección de las calles Consulado y Neptuno.
Muchos habaneros emigrados rememoran con nostalgia los sitios y la oferta gastronómica descrita, incluso aunque no la frecuentaran. La nostalgia sublima el recuerdo del motivo esencial por el cual iban la mayoría de las veces a comer en un restaurante o en una cafetería, así como el tremendo esfuerzo que implicaba hacerlo, comenzando con el simple traslado hasta el lugar elegido, y continuando con las horas de cola bajo el sol o la lluvia; con la amenaza real del anuncio, tras una espera infructuosa y a las puertas mismas del local, de que “se fue el agua o la luz” (como si tuvieran vida propia) de que “se acabó el pan o el hielo”, o de cualquier otra razón para paralizar la venta; con las broncas y la indignación ante el descaro con el que entraban delante de sus narices los que tenían dinero para sobornar a los camareros, mientras los niños se rendían de cansancio en los brazos de unos padres también muy cansados.
Resulta evidente, dado el escaso potencial de satisfacción de las situaciones descritas, que los restaurantes y cafeterías en aquellos momentos no eran sitios (como suelen serlo en otras circunstancias) de ocio y esparcimiento a la par que de alimentación, sino que la gente acudía a ellos mayoritaria y literalmente “para comer”, impelidos por la visión de una despensa vacía[4], o por la alternativa ofrecida por un menú racionado, desbalanceado, escaso, pobre y repetitivo hasta el hartazgo, y para colmo soso por la falta de especias y de los ingredientes más básicos para sazonar, algo que solo lograba compensar al menos en parte la desbordante imaginación de la que hacían (y hacen) gala principalmente nuestras mujeres.
Cubano que peinas canas, remember las lentejas con sal nadando en el agua en los 60´, los chícharos (guisantes) omnipresentes en los 70´ y los 80´, o el arroz con piedrecitas y animalitos varios que llegamos a echar de menos en los 90´, como en el chiste.[5] La juventud, divino tesoro, lo vivíamos de otra manera, pero pasábamos exactamente por los mismos trances, aunque algunos ahora no lo recuerden.
                  
Los precios en la hostelería no eran excesivos, y en cualquier caso la imposibilidad de gastar el salario (en parte por la política de gratuidades que preludiaba la eliminación del dinero, y en gran parte por la carencia de bienes y servicios en que gastarlos, salvo en el mercado negro) determinó la existencia de un excedente monetario exorbitante en manos de la población, que el estado recuperaba parcialmente por esa vía.
El mercado negro reflejaba perfectamente la magnitud del problema. Las cajetillas de cigarrillos (racionados al igual que los puros desde el año 1971 mediante una cuota destinada a los mayores de 16 años, recientemente eliminada después de casi 40 años) tenían un precio oficial de venta en torno a los 20 centavos (céntimos) el tabaco negro, y entre 25 y 30 el tabaco rubio.
En la “bolsa negra” dichos precios llegaron a multiplicarse por 100. Las marcas de tabaco Populares, Ligeros y Vegueros alcanzaron los 20 pesos, y las de tabaco rubio (Dorados y Aroma) 25 y 30 pesos respectivamente.
El salario mínimo rondaba los 70 pesos mensuales, una pensión no contributiva o “renta vitalicia” los 40, y el salario medio no alcanzaba para comprar seis cajetillas de “Aroma”. Por una libra (algo menos de medio kilo) de frijoles negros se llegó a pagar hasta 20 y 25 pesos.
Comprar carne de res era un delito que se pagaba con dos años de cárcel como mínimo; el sacrificio de una res (Sacrificio de Ganado Mayor según el Código Penal) podía suponer, en función de las circunstancias, entre 20 y 25 años de privación de libertad, y ello incluía al legítimo propietario de la res.
Ya comenzaban a convivir forzosamente bajo el mismo techo tres generaciones, por la imposibilidad de adquirir o alquilar una vivienda. La autorización (reciente entonces) para construir por cuenta propia entraba en contradicción con la falta de materiales, y con la persecución del robo de los mismos.
La Habana y los habaneros se habían ido transformando. El “baby boom” de los 60´, el imparable éxodo del campo hacia la ciudad, y el porcentaje inmensamente mayoritario de emigrantes de raza blanca, modificaron el perfil étnico y demográfico de los habitantes de la capital cubana. La superpoblación relativa, fruto de la escasez de viviendas, generó a su vez profundos cambios de índole sociológica.
Las casas no podían albergar en su interior a tantas personas. Los quicios de las puertas de los edificios y las aceras sustituyeron a las salas de estar. La vida privada se trasladó hacia el exterior, se hizo pública y progresivamente impúdica, facilitando de paso la labor de vigilancia de los Comités de Defensa de la Revolución. La calidad de la vida se deterioró de manera generalizada en proporción directa con el aumento del hacinamiento, la promiscuidad y las carencias. La Habana se fue “haitianizando” con el paso del tiempo.
El apartamento justo debajo del mío, de dos dormitorios, albergó recién construido en 1957 a una pareja de mediana edad con una hija. La familia emigró a principios de los 60´, y la vivienda fue entregada a una señora con tres hijas y un hijo. Dos de las hijas se casaron y cada una a su vez tuvo descendencia, con lo cual a mediados de los 70´ el núcleo familiar ya contaba con 12 miembros. En los dormitorios apenas había espacio para colocar las colchonetas que durante la noche tapizaban toda la superficie disponible del apartamento.
 
Los problemas generados por la convivencia en las condiciones descritas deterioraron de forma importante la vida social y familiar, y al matrimonio en particular. La violencia verbal y física (en particular en el ámbito doméstico), la chabacanería, el lenguaje soez, la falta de respeto y de urbanidad, las conductas incívicas en general se convirtieron en habituales. La cultura de la marginalidad impregnó el comportamiento individual y de grupo, con la agravante de ser promovidas desde el poder como “rasgos distintivos de la cultura popular cubana” en contraposición a una pretendida “cultura burguesa afectada y retrógrada”.
La solución propuesta al problema de la vivienda fue el “movimiento de Microbrigadas”, unas brigadas de construcción formadas por trabajadores pertenecientes a un mismo organismo oficial o centro de trabajo, que antes de construir sus propias viviendas tenían que edificar durante años obras sociales y otros edificios, en jornadas de 12 horas como mínimo y prácticamente los 7 días de la semana, si se incluyen los “trabajos voluntarios” y las guardias. Dicho movimiento muy pronto se reveló como una respuesta totalmente insuficiente. Ser “microbrigadista” tampoco garantizaba ser acreedor de una vivienda, las cuales se entregaban mediante asambleas de “otorgamiento” por méritos laborales y políticos.
Las viviendas de las personas que se iban del país eran confiscadas y entregadas por el estado en función de diferentes criterios. Existían “zonas congeladas” (zonas de embajadas, zonas próximas a determinados objetivos económicos o militares, o cercanas a las viviendas de los dirigentes de primer nivel) que se otorgaban por criterios de confianza política, en muchas ocasiones a miembros o informantes del Ministerio del Interior. Había casas o apartamentos que pasaban a ser “Medios Básicos” (bienes de capital) de los organismos públicos, que se convertían en oficinas o que se “asignaban” a trabajadores y cuadros de dirección también por méritos laborales y políticos, o a “casos sociales” de extrema necesidad, mediante asambleas o por asignación directa.
Los efectos electrodomésticos iban muriendo, sin que la población pudiera garantizar su reposición, y sin que los que carecieran de ellos pudieran comprarlos. Los adquiridos antes de la revolución ya rondaban (en el caso de los más nuevos) los 20 años. Los televisores, radios y frigoríficos (refrigeradores o “frigidaires”) soviéticos, y hasta los relojes despertadores se otorgaban también en asambleas por méritos laborales y políticos, y en un escaso número considerando la enorme demanda.
Los cierres de las cajas de armamentos soviéticas representaron una salvadora innovación para arreglar las puertas de los frigoríficos de los hogares y aumentar su hermeticidad (las juntas de goma tampoco eran fáciles de conseguir), alargando así la esperanza de vida de sus motores. Hasta entonces, muchos recurríamos al más primitivo sistema de amarrar con una soga el tirador de la puerta a la parrilla situada en la parte de atrás del equipo.
El transporte urbano (en particular en 1979 y 1980) y el interprovincial empeoraron ostensiblemente. La isla, que tuvo ferrocarril antes que España siendo su colonia, tenía ahora un sistema ferroviario desastroso. Por si fuera poco, el sector azucarero se vio afectado por una plaga, la Roya de la Caña, provocada por el hongo puccinia melanocephala.
Las guerras en las que participaba Cuba demandaban la participación de hombres y mujeres, así como una enorme cantidad de recursos (incuestionable desde la perspectiva del cumplimiento del “sagrado deber internacionalista”).
Vivíamos en un estado de exaltación bélica perpetua, rodeados de consignas, enfrascados en actividades de la defensa y en batallas productivas, movilizados en campañas y organizados para cualquier cosa en contingentes, brigadas y batallones. Sacrificando la vida individual y familiar en absurdos rituales colectivistas, en reuniones inútiles, en mítines y asambleas estériles, en “círculos de estudio” adoctrinadores, panfletarios e insultantes para la inteligencia. Cuidándonos de los vecinos y de los compañeros de estudio o trabajo, callando lo que pensábamos, simulando. Hasta los que estaban de acuerdo con el régimen sabían (y saben) que hay un nivel de crítica al que no se puede acceder, que “se juega con la cadena pero nunca con el mono”.
Ya entonces la cotidianidad transcurría en un escenario de destrucción. Era (y es) la representación simbólica de la invasión que no tuvo lugar, de la guerra que no ocurrió, como afirma el escritor cubano Antonio José Ponte. Es la metáfora viva que legitima el discurso del bloqueo y la agresión imperialista, materializada en la escasez y en la destrucción imparable del entorno urbano, un nuevo arte de fabricar ruinas[6].
Tiendas vacías, cines, teatros, cafeterías y locales cerrados y abandonados, edificios derruidos, inmuebles apuntalados que no se reparan. Viviendas declaradas inhabitables, ruinas habitadas por legiones de seres humanos arruinados; solares yermos en los que se acumula la basura y en los que jamás se construye, escombros amontonados, calles intransitables llenas de agujeros, aceras rotas y sucias, malos olores, oscuridad en las noches por los apagones y por un deficiente alumbrado público.
La Habana se convirtió en un inmenso parque temático para hacer “turismo ideológico”, la capital de una isla supuestamente martirizada por los yanquis, la primera trinchera de la extrema izquierda mundial. La Neverland antiimperialista en la que la utopía se hace realidad, habitada según el imaginario retroprogre por heroicos y sonrientes cubanitos, and beatifull señoritas muy desinhibidas y bastante sanas e instruidas, rescatadas por el marxismo de las garras de la iglesia católica para el disfrute sexual de todos los proletarios del mundo.
Lo malo para esos turistas es que después tienen que regresar al capitalismo consumista, a la decadente sociedad burguesa que les garantiza, entre otros muchos derechos, el de vilipendiarla públicamente sin miedo a ninguna represalia, y el de viajar a donde les plazca[7] siempre que se lo puedan permitir.
Sin embargo, en 1979 se produjo un hecho que removió los cimientos del régimen, y que cambió radicalmente la percepción acerca de la realidad interna y externa de cientos de miles, quizás de millones de cubanos: las visitas de la llamada “Comunidad Cubana en el Exterior”.
La conversión de la “gusanera” en crisálidas: la Comunidad Cubana en el Exterior
Desde la finalización de los “Vuelos de la Libertad” en 1973, el flujo migratorio se ralentizó notablemente. Los que llegaban a los Estados Unidos lo hacían en balsas, y las salidas por vías legales (mucho menos numerosas que las que se producían a través del Puente Aéreo a Miami) se hacían a través de terceros países.
Irse de Cuba hasta esos momentos era como “morirse” en un doble sentido: porque los que lo hacían “pasaban a mejor vida” según el humor popular, y porque el que se iba no volvía, salvo muy contadas y especialísimas excepciones.
La única comunicación existente entre los cubanos de la isla y los del exterior era a través de un lento correo ordinario, y de unas onerosas llamadas telefónicas, ambos sistemas inseguros e intervenidos descaradamente[8]. Nadie, salvo los marineros mercantes, los pescadores y algunos funcionarios de un reducido grupo de instituciones y ministerios viajaba al mundo occidental o incluso a los países socialistas, a los que habría que añadir en este último caso a los estudiantes becados.
La propaganda del régimen insistía en presentar a los exiliados en los Estados Unidos poco menos que pidiendo limosnas en las calles, fregando suelos y platos en restaurantes, o aparcando coches, denigrados y despreciados en un mundo anglosajón. Los que estaban en terceros países tampoco corrían mejor suerte, según dicha versión.
Algo de verdad había y hay en la dureza de los comienzos, de los primeros pasos de aquellos que inician una vida fuera de su país y de sus costumbres, separados de su familia, sin conocer a  nadie, y sobre todo si no hablan el idioma local.
Tengo una amiga que se refiere a esa etapa como “el túnel” por el que todos pasamos con mayor o menor velocidad, y con mejor o peor suerte. Forma parte de un aprendizaje necesario y útil, fundamental para fortalecer el espíritu y desarrollar la inteligencia emocional.
Los primeros emigrantes cubanos se encontraron además con el panorama desolador de una ciudad de Miami que languidecía atrapada en una crisis económica y social, que solo parecía empeorar con su llegada según todos los analistas de la época.
Pero evidentemente ese no era el sentido de la propaganda oficial. Recuerdo un testimonio de alguien que inexplicablemente se fue y volvió, una mujer llamada Marta González, que escribió un libro titulado “Bajo Palabra”.
En él representaba al exilio de Miami como un submundo precario, sórdido, enajenado y desgarrado, en el que la gente vivía de las apariencias y el engaño, retratándose al lado de coches y casas ajenas para enviar las fotos a Cuba como prueba de su éxito en el American Way of Life.
A ella y a su marido no les fue del todo mal. Creo recordar (hace más de 30 años que leí el libro) que empezaron a trabajar en la biblioteca o en una dependencia similar de la Universidad de Harvard, después de ser relocalizados en Massachusetts. Pero aún así decidieron regresar a Cuba (no explican cómo lo lograron, ni cómo o por qué les autorizaron) reconociendo “su profundo error”[9].
Con la llegada de Jimmy Carter a la presidencia norteamericana algo comenzó a moverse. El 30 de mayo de 1977 los gobiernos de Cuba y de los Estados Unidos, mediante un canje de notas diplomáticas, deciden crear (bajo la protección de la Embajada Suiza) la Oficina de Intereses de Washington en La Habana y viceversa, con el objeto de desarrollar “funciones diplomáticas y consulares rutinarias”. Ambas oficinas abren sus puertas simultáneamente el 1 de Septiembre de ese año.
55 hermanos
En Diciembre de 1977 y a lo largo de unas tres semanas, el cineasta y escritor Jesús Díaz, exiliado posteriormente y fallecido el 2 de Mayo de 2002 en Madrid, graba en La Habana un documental titulado “55 Hermanos”, en el cual se refleja la perspectiva que, acerca de Cuba y de la revolución tiene un grupo de jóvenes residentes en Estados Unidos y Puerto Rico, integrantes de la “Brigada Antonio Maceo” (organizada en los propios Estados Unidos años antes, con el objetivo declarado de romper la imagen homogénea del exilio cubano), que fueron “arrancados de Cuba” por sus padres a principio de los 60´.
En general, todos compartían en mayor o menor grado un sentimiento de desarraigo (propio o heredado), y una clara identificación con las posiciones típicas de la izquierda norteamericana de los años 60´ y 70´ en relación con el capitalismo, la guerra de Vietnam, la figura del Che Guevara y, como consecuencia de todo ello, con la revolución cubana.
El documental muestra siempre el alineamiento sin fisuras con la dictadura. En algún caso más elaborado desde el punto de vista teórico, o en otro más emocional, expresado como “una necesidad de ser aceptados como cubanos revolucionarios y comprometidos”.
Al parecer, algunos de estos jóvenes colaboraron con la Dirección General de Inteligencia como informantes, y posiblemente en otras misiones de mayor responsabilidad dentro y fuera de Cuba.
En concreto uno de ellos, Carlos Muñiz Varela, fue reconocido como Mártir y Héroe de la República de Cuba después de su muerte, tras ser ametrallado en su coche en Guaynabo, Puerto Rico, el 28 de abril de 1979. En el momento de su muerte dirigía una agencia de viajes a Cuba (“Viajes Varadero”) que podría haber sido utilizada por la DGI, entre otras labores, para realizar operaciones encubiertas vinculadas al narcotráfico.
La intención del documental de “lavar la imagen” de una parte del exilio, y proclamar la existencia de una nueva generación que no solo no condena a la dictadura, sino que la ama, tiene como colofón la redacción por parte de Marifeli Pérez-Stable[10] de un comunicado final de despedida en nombre de la Brigada, en el que se expresa lo siguiente:
“Hoy somos más cubanos que hace tres semanas, porque hemos visto de cerca como después de 100 años de lucha el pueblo cubano ha rescatado su nacionalidad, su futuro y ha tomado las riendas de su historia en sus manos. También nos sentimos más felices porque entendemos que la condición de cubanos no está atada a una definición geográfica sino a una tradición de lucha que comenzó Carlos Manuel de Céspedes, Antonio Maceo y José Martí, que continuó Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y Antonio Guiteras y que llevó a su justa continuación histórica el compañero Comandante en Jefe Fidel Castro, el Movimiento 26 de Julio y las otras organizaciones revolucionarias. Sólo esperamos estar a la altura de nuestro deber como cubanos en los Estados Unidos y Puerto Rico. La Patria, como nos dijo el compañero Fidel ayer, ha crecido con nosotros, pero nosotros no nos podemos conformar con eso nada más
.
La Brigada Antonio Maceo tendrá otros contingentes, nuestro compromiso es el de rescatar para la patria los hijos de los que se fueron. Nuestra presencia aquí durante estas tres semanas y ese compromiso constituyen en el orden moral una rotunda victoria de los principios de la Revolución Cubana.
 
La Brigada desarrolló muchas actividades durante su estancia en el país, desde trabajos voluntarios hasta encuentros con dirigentes de la revolución como Armando Hart, entonces Ministro de Cultura, y el propio Fidel Castro.
Todavía recuerdo cómo contemplamos atónitos en el documental a Hart conmovido hasta las lágrimas al recordar a unos sobrinos que habían emigrado a los Estados Unidos a principios de la revolución, algo completamente contrario a la “firmeza revolucionaria” exigida hasta entonces frente a los apátridas y traidores, al margen de que tuviesen unas horas de nacidos ó 102 años.
Una pacífica y reconfortante invasión de “mariposas”
Evidentemente nos estaban “preparando el cuerpo” para asimilar algo gordo. Y lo gordo llegó a finales de 1978. Los días 21 y 22 de Noviembre se reunieron en la Ciudad de la Habana personas “representativas” (no “representantes”) de la Comunidad Cubana en el Exterior, conocidas a partir de entonces como el “Grupo de los 75”, y “representantes” (aquí sí) del Gobierno de Cuba para examinar cuestiones de interés común. La reunión tuvo lugar en respuesta a la iniciativa formulada por el propio Fidel Castro, en una comparecencia pública el 6 de septiembre.
En realidad esa reunión se gestó en el Verano de 1977 en Ciudad de Panamá, cuando el coronel de los servicios de inteligencia cubanos Antonio “Tony” de la Guardia contactó allí a Bernardo Benes, un influyente hombre de negocios cubano residente en Miami, y con contactos conocidos en la Casa Blanca. Él fue el enlace entre el gobierno cubano y las “personas representativas” que estuvieron en las negociaciones previas al encuentro en La Habana.
La agenda de la reunión[11] contó con los siguientes puntos:
1)      El problema de las personas que guardaban prisión por “delitos contrarrevolucionarios” (fórmula empleada para hacer referencia a los presos políticos en Cuba).
2)      La reunificación familiar.
3)      La posibilidad de visitar Cuba para las personas de nacionalidad u origen cubano residentes en el exterior.
Los resultados inmediatos fueron:
  • El indulto y excarcelación, a razón de cuatrocientos mensuales, de 3,000 presos políticos, incluyendo la totalidad de las mujeres sancionadas en ese momento. Se anunció además la autorización de salida de todos los expresos políticos y sus familiares inmediatos hacia los Estados Unidos u otros destinos elegidos por lo mismos, pendiente solo de los visados de los países receptores.
  • La autorización de salida “permanente” (igual a deportación) por reunificación familiar y “razones humanitarias” a personas con vínculo familiar directo, entendiendo como tal cónyuges, hijos menores e hijos incapacitados, extensible a hijos mayores de edad que no pudieron acompañar a sus padres en su momento porque se lo impidió la Ley del Servicio Militar Obligatorio (lo que da la medida de la cantidad de familias que se vieron en esa situación).
  • La autorización de las visitas de cubanos residentes en el exterior a partir de enero de 1979, en principio solo en forma de grupos turísticos, y de manera individual solo por motivos humanitarios. El gobierno cubano se reservó el derecho de “admisión” en función de los antecedentes y la conducta de cada cual. O sea, “salvoconducto” a cambio de silencio como mínimo.
Además, las personas “representativas” de la Comunidad Cubana en el Exterior presentes en la reunión realizaron una serie de peticiones cuando menos pintorescas, como “crear un instituto para atender los asuntos de dicha Comunidad, el derecho a la repatriación, la posibilidad de conceder becas de estudios a jóvenes cubanos residentes en el exterior, la participación de niños residentes en el exterior en campamentos de pioneros, o los intercambios entre artistas, intelectuales y profesionales cubanos”, ideas todas que fueron “muy bien recibidas” por el Gobierno Cubano.
Y en enero de 1979, efectivamente, comenzaron a llegar los gusanos convertidos en mariposas. Hijos, madres, padres, hermanos, abuelos, primos, amigos, antiguos vecinos y compañeros de estudio o trabajo, ex novias o novios, personajes del barrio.
Algunos llevaban 20 años fuera de Cuba, y otros apenas 6 ó 7. Algunos se fueron siendo bebés o nacieron en el extranjero, y volvían convertidos en hombres y mujeres. Les poníamos rostro y voz por primera vez. Otros estaban irreconocibles, para bien en muchos casos y también para mal. El tiempo no perdona.
Todos venían cargados de ropas[12], mucha ropa interior, muchos calcetines, zapatos, pantuflas, bañadores, crema y cuchillas de afeitar (a las soviéticas les decíamos “lágrimas de hombre”), relojes digitales, grabadores y reproductores de cassettes, música grabada con los solistas y grupos de moda, perfumes, colonias, desodorantes, jabones de tocador y de baño, compresas y tampones, gel de ducha, esponjas y manoplas, shampoos, acondicionadores y lacas fijadoras para el pelo, cremas hidratantes, cremas limpiadoras, cremas astringentes, cremas y más cremas que olían divinamente, aftershave, pasta de dientes, sets completos de maquillaje con muchos accesorios, polvos faciales, talco, pañuelos y pañales desechables para niños y ancianos, bastones, muletas y andadores, juguetes, calculadoras de pilas y solares (sencillas o científicas), bolígrafos, agendas y libretas de notas, adornos “kitsch” imantados para el frigorífico, gafas para el sol, pinzas para tender ropa, tendederos, perchas sencillas y múltiples, “fosforeras” o mecheros y encendedores piezoeléctricos, gafas graduadas fotosensibles, cámaras polaroid que nos devolvían nuestra imagen al instante, espejos con y sin aumento, cortinas de baño, toallas y alfombrillas, sábanas, aspirinas efervescentes, medicamentos para todo tipo de dolencias, botiquines de primeros auxilios, chocolatinas, café y chocolate soluble instantáneo, galletas con crema, mermeladas y postres enlatados de frutas “cubanas” en almíbar, detergentes, palillos de diente, cepillos de dientes, cepillos para el pelo, peines, secadoras de pelo, betún neutral y de color, cepillos para limpiar zapatos, paños de cocina, útiles de limpieza, productos para desatascar tuberías, manteles, cubertería, exprimidores de naranja, tijeras, corta uñas, y un larguísimo etcétera. Imposible traer todo lo que en Cuba no hay desde hace casi 20 años, o todos los adelantos tecnológicos que aún no se han visto.
Urdían trucos infantiles para llevar más de lo permitido. Surgían las leyendas urbanas: alguien venía con un bacalao atado a la espalda; una señora comenzó a sudar “grasa de chorizo” que traía escondido en el pelo; a otro señor le dio una lipotimia porque traía puestos tres pantalones, cuatro camisas, dos jerseys y un abrigo, con 32º centígrados a la sombra.
Los típicos sombreros de yarey[13] de nuestros campesinos, ahora importados desde Miami, venían sepultados bajo un alud de pendientes, pulseras y pasadores, “para que en la aduana no se den cuenta que es bisutería”. Solidaridad directa. Cariño. La familia cubana de nuevo en el centro de una cultura que, pese a todo, se resistía a desaparecer.
El gobierno cubano pensó en todo. Ya desde 1977 se crea en Panamá la Corporación Importadora y Exportadora (CIMEX S.A.), subordinada al Ministerio del Interior. Con su inestimable apoyo se establece una red de tiendas en todos los hoteles, en las cuales se venden en dólares todo tipo de artículos, desde jabón hasta aceite de oliva y efectos electrodomésticos (comprados en Panamá a precio de saldo) para que los cubanos residentes en el extranjero puedan abastecer a sus familias de todo, o casi todo, cuanto puedan necesitar.
La consigna oficial era recibir a los familiares de la comunidad, “tratarlos bien”. Incluidos los militantes de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas) y del Partido, que hasta ese momento tenían prohibido cualquier tipo de comunicación con familiares y amigos residentes en el exterior. Incluso podían recibir regalos. Sólo los miembros de las Fuerzas Armadas y el Ministerio del Interior tenían limitaciones.
En la intimidad todo es menos rígido, más natural. Volvemos a sentarnos juntos a la misma mesa. Tratamos de actualizarnos, de recuperar inútilmente los años vividos los unos sin los otros. Descubrimos que nos contamos los mismos chistes, que nos reímos de las mismas cosas, que compartimos gustos, recuerdos, vivencias y afectos. Que somos cubanos, sin distinciones ni etiquetas.
Muchas conversaciones comienzan de manera similar, tratando de recordar la última imagen, las últimas palabras intercambiadas. Y a continuación una pregunta de doble dirección pronunciada en buen criollo: “Chico, ¿y a partir de ahí que pasó, qué fue de tu vida?” Comienza a aclararse el misterio, a abrirse las cortinas.
Establecerse afuera cuesta años y sacrificios. Muchos no lograron recuperar su profesión. En Estados Unidos si no hablas inglés lo tienes muy difícil. Del “guarejaus”[14] y de la “factoría” no hay quién te saque, salvo excepciones. Los hijos se van integrando mejor. Son bilingües. Estudian, trabajan, se esfuerzan.
Los que nos quedamos comenzamos a percibir que los que se han ido han logrado mucho más que el simple acceso a bienes materiales. Han recuperado una vida propia. Cuidan de sí mismos. No dependen inexorablemente de un destino general impuesto, no son peones de infantería. Al menos no a tiempo completo, y sin la “literalidad” que ello adquiere en Cuba.
Allí donde están hay opciones, y ejercen su derecho a optar. Tienen ilusiones, hacen planes, viajan, conocen, experimentan satisfacciones que nosotros tenemos olvidadas o desconocemos.
No se trata solo de libertad política. Es algo mucho más sutil, inmediato y directo. Toman todos los días decenas de pequeñas decisiones sobre su vida personal, cotidianas, intranscendentes, con las que ni siquiera soñamos porque no sabemos que existen como posibilidad. Compran pan, no “el pan”. Han recuperado el albedrío.
Disfrutan en comparación con nosotros de una autonomía personal infinitamente mayor, eligen constantemente dentro de su zona o rango de libertad para elegir y decidir. Participan (o no) en la vida social y política de su comunidad cuando y como quieren. Enfrentan retos, incertidumbres y desilusiones, pero también reciben recompensas. Están vivos.
Aunque te vistas de la cabeza a los pies con la ropa de la “comunidad”, la gente sabe que no vienes “de afuera”. En ellos se percibe una actitud, una seguridad, un aplomo que hemos perdido los de “adentro”.
Entran a un restaurante (de acceso discrecionalmente restringido ya desde entonces al público nacional, no así a los extranjeros y a la “comunidad”)[15] eligen la mesa que quieren y se sientan. No se cuestionan si tienen derecho a ello. Paran un taxi, abren la puerta y entran sin preguntarle al taxista a dónde va. Dan por sentado que tiene que ir donde ellos le indiquen.
No pueden comprender por qué un sándwich en una cafetería tiene que ser de jamón y queso, y no puede ser de jamón sin queso, o de queso sin jamón. Chocan constantemente con el imperio de las normativas, con el paraíso de la burocracia, de las orientaciones que “descienden” de algún lugar y que paralizan cualquier iniciativa. Y a veces también la digestión.
Para los que vienen de afuera el tiempo es valioso. Los de “adentro” hemos perdido esa noción, porque no hay referencias para medir su utilidad. Estamos atrapados en una cola universal que no avanza, en una espera infinita.
Asistimos como meros espectadores a un deterioro lento, inexorable y constante de todo lo que nos rodea. Los meses y los años transcurren solo para dejar testimonio de ello. Nuestro presente es tremendamente restrictivo, castrante, asfixiante. El pasado es un refugio engañoso. Los más jóvenes recrean la memoria de sus mayores, nutren su identidad de recuerdos heredados, no suyos. Y el futuro siempre está en otra parte.
La propaganda oficial ha descrito un panorama desolador allende los mares. En los Estados Unidos los trabajadores “blancos” no tienen derechos ni protección alguna ante las arbitrariedades de los amos capitalistas. La falta de derechos es absoluta para los negros y los latinos, que ni siquiera son considerados personas.
La educación y la salud son un privilegio exclusivo de los ricos. La depauperación del proletariado es universal, la juventud no tiene futuro, está condenada a las drogas para evitar que se rebelen. La única alternativa (dicen) para alcanzar una vida digna es la revolución socialista.
Pero los cubanos que vienen de visita hacen un relato diferente. Muchos tienen negocios. A algunos les va francamente bien, y otros fracasaron. La mayoría son asalariados que trabajan para compañías grandes o pequeñas, y disfrutan de garantías y prestaciones laborales, coberturas médicas familiares, seguros de desempleo.
Muchos tienen más de un trabajo para poder alcanzar unos ingresos ajustados a sus necesidades o a sus deseos. Llama la atención que tienen muy pocos días de vacaciones. En Cuba el mes de vacaciones pagadas es un derecho desde los años 30´.
El hermano de una conocida trabaja limpiando el suelo en el Aeropuerto de Miami. Es negro. La madre de ambos vive con él. Tiene problemas de movilidad y mientras la familia trabaja durante el día, ella permanece en un centro especializado. Todos los gastos, incluido el transporte diario al centro, corren a cargo de un programa federal para personas mayores de 65 años, y también se beneficia de unas ayudas para personas con escasos recursos económicos.
Su hija estudia en la Universidad  (¡Una negra cubana en una universidad norteamericana! ¿Cómo es posible, por dónde se “coló”?)
Viven en el Southwest, un área residencial popular de Miami, a la que los cubanos llaman “la sagüesera”[16]. Trae las fotos de su casa, de su jardín, de su coche. Las muestra con genuina humildad, consciente de que son bienes muy modestos en comparación con su entorno de “allá”. Los domingos toca el piano en la iglesia. Algunos fines de semana improvisa descargas musicales con un grupo de amigos en su cochera, y después hacen una barbacoa en el patio. Quiere viajar a España en un par de años para celebrar el trigésimo aniversario de su matrimonio.
Claro, el imperio es el imperio, y alguna que otra migaja cae de las fauces de los poderosos. Pero ¿se podrá vivir en otros países? Los que venían de Costa Rica hablaban de unos índices de salud y educación muy altos, impensables para una república bananera con una economía de mercado; de una gran estabilidad política, de un país sin ejército, de gente respetuosa que trata a todo el mundo de “usted”.
Los que venían de España describían una realidad sorprendente. Para muchos de nosotros España era un país en tonos sepia[17], como las fotografías antiguas, de donde la gente salía huyendo del hambre y la desesperanza.
La imagen estereotipada que teníamos del inmigrante español era el típico “galleguito” con dos chapetas coloradas en las mejillas, con alpargatas, una boina negra, pantalones de pana y una maleta de cartón o madera amarrada con una cuerda de cáñamo, descendiendo de un barco.
El mismo gallego que con posterioridad, ya convertido en nuestros abuelos, padres, o vecinos, era un ejemplo de superación y de trabajo. Que con su esfuerzo y valor había ayudado a construir, codo a codo con los cubanos, un país habitable, una nación receptora de inmigrantes, un lugar de acogida para los perseguidos y los hambrientos que huían del infierno en el que las guerras y los totalitarismos habían convertido a la muy civilizada Europa en la primera mitad del siglo XX, y a los que llamábamos popularmente “polacos”.
  
Pues en España ya no había dictadura ni hambre, y existía un sistema público de salud, de educación y de pensiones, a todas luces compatible con una economía de mercado y con un régimen político democrático. Y ahora éramos los cubanos los que llegábamos a España con lo puesto, acompañados por los emigrantes españoles que volvían con las manos vacías después de sufrir el expolio de las confiscaciones revolucionarias.
Francesc, un catalán amigo de mi padre, llegó a Cuba en 1939, al término de la guerra civil española. Comenzó a trabajar en un bar de La Habana, y ya a finales de los años 40´ había iniciado su propio negocio de hostelería.
En Cataluña quedaron varios hermanos y un “batallón” de sobrinos a los que enviaba dinero con regularidad, y que visitó en dos o tres ocasiones durante los 50´ llevando baúles cargados de ropas y de comida para todos. Yo lo conocí personalmente siendo ya un señor mayor, de muy buena planta y elegantes maneras. Contaba que en sus viajes a España solía estrenar un traje confeccionado en una sastrería muy conocida en La Habana, “La Casa Oscar”, de lo cual se sentía muy orgulloso y satisfecho.
Con la llegada de la revolución dichos viajes se interrumpieron. En 1968 le intervinieron su negocio, no lo indemnizaron porque el local que ocupaba aún no era de su propiedad, y pasó a trabajar en una empresa del Estado hasta su jubilación a principios de los 80´. Después de mucho insistir, su familia en España lo convenció para que fuera de visita. Ellos corrían con todos los gastos.
Francesc finalmente aceptó, y a finales de los 80´ llegó a su pueblo, 30 años después de su anterior viaje. Iba como siempre muy elegante, impecable, también con su último traje de “La Casa Oscar”...confeccionado en 1958. Sus sobrinos lo convencieron para hacer una fogata con aquella ropa, y ahuyentar con su luz las sombras del pasado. El final de esta historia lo conoció mi padre a través de una carta, porque Francesc no regresó.
Por último, los cubanos que venían del sur del Río Bravo hablaban también de la miseria, de contrastes y desigualdades brutales. De una corrupción política y administrativa que alcanzaba en algunos casos, como en Méjico, proporciones bíblicas. Pero incluso allí nuestros compatriotas encontraban la oportunidad de iniciar una nueva vida.
Y también lo hacían en todos los países de Europa Occidental (y sin “Ley de Ajuste”) donde el Estado de Bienestar garantizaba salud y educación, pero también prosperidad, democracia, derechos y libertades civiles e individuales. Por primera vez en muchos años, precisamente las “mariposas[18] nos ofrecían un mensaje de esperanza: “en el mundo hay dolor, pero no es dolor el mundo”.
Con las visitas de los miembros de la “Comunidad”, miles de cubanos residentes en la isla fueron conscientes de estar pagando un precio inasumible en términos de pobreza impuesta, de carencia de libertades, de lealtades exigidas y de sacrificios inútiles, a cambio de unas supuestas “conquistas” que constituyen la base de la propaganda ideológica del régimen, y la justificación de su permanencia en el poder.
Ningún partido político, ninguna ideología, ningún gobierno le puede exigir a un pueblo que le entregue su vida y su alma a cambio de un sistema de salud y educación ilusoriamente gratuito. Tampoco un pueblo realmente libre lo aceptaría, ni renunciaría voluntariamente a todo lo demás. Esa sí sería una deuda que (como diría el Comandante) además de ser impagable, es incobrable.
 
(continuará)
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[1] “Ustedes han desbrozado 4,236 caballerías.  Pues bien: aún restan por buldocear en el país para ponerlas cuanto antes en producción, con la urgencia que nuestras necesidades lo imponen, con la urgencia que nuestros deseos de avanzar el máximo nos exigen, quedan por desbrozar 58 000 caballerías de tierra.  Esas 58,000 caballerías, aproximadamente, son en Oriente, 10,860; en Camagüey, 25,380; en Las Villas, 8,343; en Matanzas, 5,976; en La Habana, 2,793; en Pinar del Río, 3,041; en Isla de Pinos, 2,500, que hacen un total de 58,893 caballerías”. Discurso de Fidel Castro en el acto efectuado en Jobabo con motivo de finalizar sus tareas en la provincia de Oriente la Brigada Invasora “Che Guevara” y pasar a realizarlas en la de Camaguey, el 24 de diciembre de 1967.
[2] El célebre arquitecto y urbanista cubano Nicolás Quintana, recientemente fallecido, comentaba en una conferencia el 18 de febrero de 2011 en la Casa Bacardí de la Universidad de Miami, que un problema bastante extendido de las edificaciones de la ciudad, fruto de la fiebre constructiva que se vivió en la primera mitad del siglo XX, consiste en que la arena de mar utilizada no estaba lavada. No había tiempo para ello en momentos en que se terminaban hasta 12 edificios diarios. Nada ocurrió hasta que las filtraciones, como consecuencia de la falta total de reparaciones y de mantenimiento constructivo, provocaran en combinación con la sal la corrosión del hierro de las placas de hormigón, y finalmente los derrumbes desde la azotea, piso a piso, tan característicos de los últimos años. Fui testigo de esos estragos en la casa de mis padres y en las viviendas colindantes. Según Quintana, “entre un 12 y un 15% de la superficie actual de la ciudad se construyó a lo largo de unos 390 años. El resto (alrededor del 85%) se edificó en los 56 años, 7 meses y 11 días de República” entre el 20 de Mayo de 1902 y el 1 de Enero de 1959. Citando a Octavio Paz, recordó que “la arquitectura es el testigo menos sobornable de la historia”.     
[3] Unos 30 años después, el 13 Abril de 2011, el diario Granma informa que La Habana sufre la mayor crisis de abastecimiento de agua de los últimos 50 años, de la cual culpa en primer lugar a la sequía, pero reconoce que el 70 por ciento de los 3.158 kilómetros de tuberías que tiene la ciudad se encuentra en mal estado. Algo similar ocurría ya entonces. Ni la CONACA (Comisión Nacional de Acueductos y Alcantarillados) ni el Poder Popular, con todos los recursos de los que dispuso Cuba en esos momentos, resolvió el problema. La Ingeniera Sonia Bueno García afirma que actualmente “las pérdidas de agua ascienden al 85% del volumen total bombeado… y que la cuota de reinversión entre 1959 y 2010 no supera el 30% de la depreciación… lo que evidencia que se han destruido valores”. Tomado de su artículo titulado “Transformar la infraestructura de acueducto y alcantarillado en sistemas eficientes, rentables y sostenibles”. Revista de Arquitectura e Ingeniería. Vol. 4, Nº 3, Diciembre de 2010.   
[4] La progresía populista suele comparar esta situación con las hambrunas africanas, para reafirmarse desde el punto de vista ideológico y justificar lo injustificable. Salvo en los campos de concentración de Valeriano Weyler, nadie se murió de hambre en Cuba. Nunca. Cuba no es Burundi, nunca lo fue por multitud de razones, y espero que no lo sea jamás. Que el país ya en la década de los 50´ fuera comparable en todos los órdenes con los más avanzados de Latinoamérica, o que se situase en muchos parámetros por encima de la media mundial, incluyendo la alimentación, no es en apariencia pertinente para este análisis según la lógica retroprogre.    
[5] Dos amigos conversan en los 90, en pleno Período Especial, y uno le dice al otro: “¿Te acuerdas de aquellos chícharos aguados, del arroz con gorgojos, de aquellas croquetas de “ave” (de averigua-de-qué-son) que les decían Apolo XI o Cielito Lindo, porque se incrustaban en el cielo de la boca y había que desprenderlas con una espátula…?” y el otro le interrumpe diciéndole: “Calla, calla, que se me hace la boca agua”.
[6] Ver el documental Habana: Arte nuevo de hacer ruinas (Raros Media, 2006) dirigido por los alemanes Florian Borchmeyer y Matthias Hentschler, basado en textos de Antonio José Ponte.
[7] En el avión de Iberia que me trajo a España en 1993 coincidí con un jardinero de Madrid que venía en estado de gracia, convencido de que había conocido el paraíso. Trataba a todo el mundo de “compañero”, incluidas las azafatas españolas, cantaba canciones de Silvio Rodríguez y Carlos Puebla, y brindaba por el Che y por Fidel con ron añejo Havana Club. La llegada inminente a la península lo fue sumiendo en una profunda melancolía, envuelto en una densa nube de vapor etílico.
[8] En Cuba ha sido una práctica habitual la escucha de las llamadas telefónicas, así como la violación y lectura de la correspondencia. Muchos cubanos dentro y fuera de la isla, entre los que me incluyo, pueden corroborar esta afirmación por experiencia propia. Además, muchas personas fueron investigadas o simplemente “cuestionadas” y “analizadas” políticamente en centros de estudio o trabajo por mantener correspondencia con el extranjero, muy a menudo con la inestimable colaboración del CDR del lugar de residencia del “sospechoso”. La gente solía (y suele) escribir y hablar en clave. Es muy revelador, como ejemplo de lo anterior, la lectura de “Cartas a Eloísa y otra correspondencia” (Editorial Verbum, 1998) una recopilación de cartas escritas por el escritor cubano José Lezama Lima a su hermana y a otras personas, principalmente en los años 60´y 70´.
[9] Según tengo entendido esta señora se volvió a ir años después, pero no  puedo asegurarlo.

[10] Con posterioridad, profesora de sociología de la FIU, Vicepresidenta para la gobernabilidad democrática del Diálogo Interamericano en Washington, DC y Coordinadora de diversos trabajos e informes sobre la transición en Cuba. Articulista y autora de varios libros. Dice defender ahora una posición crítica con la revolución. Emigró con su familia siendo una niña en 1960.
[11] "Diálogo del Gobierno Cubano y personas representativas de la Comunidad Cubana en el Exterior, 1978"  Editora Política, La Habana, 1994
[12] En cierta ocasión, un burgués de izquierda español recién llegado de unas “vacaciones solidarias” en Cuba, elegantemente ataviado con una chaqueta de marca, con su kufiya palestina y con la preceptiva cara de preocupación a juego con dicha prenda, se escandalizó recordando las frívolas apetencias consumistas que había apreciado en algunos “desagradecidos” pero sanos  e instruidos cubanitos de a pie, durante una animada tertulia aderezada con jamón ibérico, queso curado de oveja y un buen Ribera del Duero. Cuando le hice notar la inoportunidad de su comentario dadas las “condiciones objetivas” que nos rodeaban, además de su evidente falta de ejemplaridad personal en lo que a austeridad se refiere (coche de gran cilindrada y segunda vivienda incluida)  me dijo sin inmutarse “que eso era distinto”, pero no me enteré muy bien qué era “eso”, ni por qué “era distinto”.     
[13] En Cuba, planta de la familia de las palmas, que tiene tronco delgado y corto y hojas plegadas, sin espinas, cuyas fibras se emplean para tejer sombreros.
[14]  Warehouse, almacén.
[15]  Dicho acceso discrecional sería el antecedente del “apartheid” que prohibió posteriormente la entrada a los cubanos residentes en Cuba a los hoteles, centros de ocio, restaurantes, bares, cafeterías e incluso a determinadas playas y zonas geográficas como “Cayo Largo”, reservadas exclusivamente para el “turismo internacional”.
[16] De la misma forma Key Biscayne se convierte en “Quivicán” y Kendall Area en “Candelaria”, dada la semejanza de pronunciación con dos conocidos toponímicos cubanos.   
[17] A pesar de “La vida sigue igual”, el film protagonizado por Julio Iglesias y Andrés Pajares, que se proyectó simultáneamente en casi todos los cines de La Habana, y que algunos vieron más de 10 veces. Tal era la necesidad de asomarse a una ventana para disfrutar de un paisaje en colores y de un poco de aire fresco, lejos de los ecos de “la Gran Guerra Patria”.
[18] “Mariposa” es el título de la canción del compositor cubano Pedro Luis Ferrer a la que pertenece la cita entrecomillada.

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