sábado, noviembre 12, 2011

Reformas en Cuba: los límites del descaro

Tomado de Ichikawa

Arnaldo M. Fernández
La gente con diploma para pensar sobre el problema cubano sobrepasó ya la etapa de discurrir sin contaminarse con la realidad. La cosa anda por presentar las autorizaciones para vender y comprar autos y casas, bajo férreo control estatal, como «cambios importantes» que liberan «mercados domésticos» y rompen con «algunas rigideces» de la economía de ordeno y mando. Sólo la ilusión o la hipocresía pueden referir como mercado el bazar, plaza o zoco cubiche donde se compra y se vende sin orden legal adecuado para dar seguridad jurídica ni para promover al empresario innovador antes que al traficante que sabe arreglárselas para hacer dinero. Sólo la ilusión o la hipocresía pueden presentar reacomodos del Estado totalitario como cambios.
Sólo la lectura de las regulaciones de compraventa de casas y autos —y de teléfonos celulares, guatacas y otras cosas— convence de que la esencia del totalitarismo continúa manifestándose en el dominio capilar del poder político público sobre la vida extrapolítica del individuo y la intervención estatal en parcelas tan privadas como qué hacer con mi casa o mi auto.
El discurso cubanológico sobre la bondad de las reformas en Cuba va más allá del ademán especulativo para escapar al boomerang de los ideales que fracasaron. Se está dando la cara para suprimir u ocultar la quidditas : la misma gente que hizo leña al país se arroga la potestad de recomponerlo con la misma entraña totalitaria de creerse (o peor: engatusar a los demás con) que tienen acceso privilegiado a la verdad y lo bueno, lo útil y hasta lo bello. El colmo discursivo estriba en condenar al «bloqueo» de EE. UU. porque si se levanta, la dictadura castrista cae.
El totalitarismo en Cuba se definió precisamente por la economía planificada centralmente, que entró en sinergia con el partido único y la ideología oficial, el monopolio de las armas y de los mass-media, y la represión política. Apenas se separan economía y política en el análisis cubanológico, el rendimiento intelectual se precipita al nivel más bajo. No hay términos hábiles para justificar la arrogancia del Estado rector de planificación indicativa ni la minoría histórica que se considera mastermind por encima del mercado.
Al referirse a reforma o cambio este discurso cubanológico ignora más de medio siglo de ingente desperdicio, despiadado voluntarismo y engaño sistemático. Así se echan a perder ambos términos y el discurso avanza con el viejo ardid de pasar la terminología como equivalencia de las cosas, para que los apodos queden y se olviden las argumentaciones. Vayamos al socorrido término «cálculo económico», que tantas vueltas dio en el redil del castrismo soviéticamente subvencionado. Nada tenía que ver con su recto sentido apud Ludwig von Mises, quien había dejado claro: «en el socialismo todo sucede de noche (sic) y así se suprime la racionalidad económica y con ella la economía misma» (Le socialisme, París: Libraire de Médicis, 1926 [1952], páginas 137-40). Es curioso que tareas propias del cálculo económico, como reformar precios, se hagan en Cuba de madrugada: desde aquella en 1981 del Comité Estatal de Precios, que sacó a su presidente [Santiago Riera] por el techo como consecuencia de subir el precio a las pizzas, hasta otra que el propio Castro dictó en 2003 con ayuda del Director de Precios de CIMEX [Arnaldo Vega] y otros amanuenses para el «mercado en divisas».
El quid ha radicado siempre en que es imposible calcular costos y precios sin libre cambio en el mercado. El erudito italiano Vilfredo Pareto sudó la camiseta para demostrar que la regulación de la oferta y la demanda, tan solo para una sociedad de 100 personas y 700 bienes y servicios, requiere un sistema de 70 699 ecuaciones (Manuale di economia politica, Milán: Societá Editrice Libraria, 1919, capítulo 3, parágrafos 201 y 217). Sólo que siempre fue más fácil leer a Mussolini y darse cuenta de que el totalitarismo rutinario y completo (id est: con economía planificada centralmente) no reclama terror ni ferocidad, sino que funciona perfectamente dando y metiendo miedo.
La economía es la economía y no funciona bien sin cálculo económico. A este último respecto no hay mejor instrumento que el mercado, pero el proyecto socialista de Castro se empecinó en repudiarlo por malévolo. El mercado es cruel, pero de su acción no se salvan ni los propios capitalistas, que no sólo se enriquecen, sino que también se arruinan por obra y gracia del mercado. Ante la victoria aplastante del mercado sobre la planificación, la revolución castrista se aferra a una de sus creaciones más indignas: el Estado propietario y controlador incontrolado del mercado, que ya propició una economía tan mala que destruyó a la economía. Ni ganadería ni industria azucarera ni agricultura no cañera ni nada con vergüenza queda en la Isla, salvo los enclaves de inversión extranjera o subvención interesada.
Para desentenderse de tal realidad, los analistas de las «reformas» encubren la ideología como forma mentis y echan a andar el mecanismo bloqueante del recto pensamiento: insuflan la creencia de que algo bueno puede esperarse de una economía controlada por quienes nunca pagarán de su propio bolsillo. En el mercado, quien pierde desaparece (y deja de molestar); en el contexto económico cubiche, quien pierde puede seguir perdiendo —sin dejar de molestar— y de paso inhabilitando a los demás para acostumbrarse a pagar un precio justo, enfrentar la crueldad del mercado, trabajar en serio, paliar el desempleo y vivir la casa que cuesta.
Aunque no se defina pro de qué, con qué sentido y con qué fines se transfiguran las medidas obligadas para preservar el poder en «reformas» económicas, parece razonable la hipótesis de semejante discurso se encauza ya sólo hacia la aceptación y justificación del status quo.

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