El mundo se embelesa por visitar La Habana.
Cada vez son más los visitantes de naciones desarrolladas o
tercermundistas, y no me refiero a turistas, interesados en pasar por La
Habana y conversar con Raúl Castro sobre oportunidades comerciales.
Algunos desean, además, visitar el Parque Jurásico Punto Cero y
fotografiarse con el tiranosaurio. Y ninguno muestra demasiado interés
en conversar sobre libertades individuales, derechos humanos o respeto a
opiniones divergentes.
Ya han desfilado por La Habana este año, y
cito de memoria, el presidente francés, el presidente serbio, el
canciller japonés, la jefa de la diplomacia de la Unión Europea, un
Secretario de Estado español, otro italiano y otro holandés, altos
funcionarios del Vaticano, ministros rusos, gobernadores y alcaldes
americanos, jefes de gobierno caribeños, una delegación de empresarios
británicos, funcionarios de la ONU, UNESCO, OPS y FAO, el presidente
venezolano para recibir instrucciones, cabilderos americanos, el
vicepresidente angoleño, ministros chinos, árabes, vietnamitas,
mexicanos, uruguayos, ecuatorianos, brasileños, argentinos, guyaneses,
argelinos, panameños, costarricenses, millonarios norteamericanos,
canadienses y europeos, el ex-presidente del gobierno español,
“celebridades” intrascendentes, inversionistas, artistas de fama
mundial, rectores universitarios, y burócratas de lujo. Pronto visitará
Cuba el presidente salvadoreño. El Papa Francisco arribará en
septiembre, y están en “la cola”, para futuras visitas el Secretario de
Estado de Estados Unidos para reabrir la embajada americana en La
Habana, otros miembros del gabinete en Washington, y hasta el mismísimo
presidente Barack Obama antes de culminar su mandato.
¿Qué
atractivo tiene la empobrecida Cuba de Raúl Castro para tantas personas
decentes y otras no tan decentes? En parte por la supuesta “nueva” ley
de inversiones; por el “paquete” de proyectos para inversionistas
foráneos que el ministro Rodrigo Malmierca presenta a todo el que desee
oírlo; por el publicitado superpuerto de Mariel donde ahora sabemos que
no garantiza el calado requerido para buques súper PostPanamax, problema
para el cual una solución realista y efectiva es extremadamente
compleja, demorada y costosa; o por la bochornosa oferta de fuerza de
trabajo calificada y dócil, controlada por empresas estatales encargadas
de esquilmar cubanos y pagar a inversionistas extranjeros, quienes se
evitan reclamos sindicales, problemas de disciplina laboral o personas
sin calificaciones adecuadas. Pero no para ver un remozado Capitolio
cuya renovación tarda más que su construcción original hace más de
ochenta años.
El atractivo, ante todo, es porque se trata de un
país en venta, ofrecido sin remilgos ni pruritos al mejor postor, con
prisa y sin pausa, buscando asegurar la tajada que añoran los presuntos
herederos del desmadre cubano, pensando que su momento no demora
demasiado. Así que quien pague mejor y más rápido tendrá preferencia,
sean rusos, americanos, árabes, chinos, españoles, japoneses o
marcianos. Ese es el principalísimo atractivo de la isla esclava en
estos momentos. Que no es poca cosa.
Más allá de eso, queda una
morbosa y enfermiza nostalgia por una isla arcaica, anclada en la Guerra
Fría y el “antiimperialismo consecuente”, la libreta de racionamiento,
la ineficiente propiedad estatal, un partido comunista reaccionario,
excluyente, machista y troglodita, aferrado a un poder que se desmorona
diariamente, una ideología quebrada y sin brújula que venera a Lenin,
Mao, el tío Ho y Fidel Castro, y una gerontocracia opuesta al progreso,
la Internet y wi-fi, la televisión satelital, la propiedad privada, el
deporte profesional y la libertad de comunicaciones, pensamiento,
expresión y prensa.
Lamentablemente, entre los atractivos más
destacados para visitantes extranjeros de todo tipo, recursos y
concepciones de la decencia, se mencionan insistentemente los
“almendrones”, fósiles de automóviles americanos de los años cuarenta y
cincuenta del siglo pasado, que funcionan y brindan servicio todavía
gracias a la inventiva cubana y la adaptación de piezas y repuestos de
todo tipo y procedencia, no siempre legal. El otro lamentable atractivo
que Cuba ofrece a quienes la visitan, y no me refiero ahora a
dignatarios, es esa antiquísima profesión conocida en la Isla como
“jineteo”, que hace tiempo dejó de limitarse a servicios sexuales de
mujer a hombre, por pago, para abarcar todo tipo de relaciones sexuales,
sin importar la cantidad ni el sexo de los participantes, ni como se
combinan en las “acciones” eróticas. Esa lacra supuestamente eliminada
por la revolución tiene más fuerza y alcance que antes de 1959, y cuenta
además con aportes sofisticados de la tecnología al servicio de la
lujuria.
Como mercado interno de interés para potenciales
inversionistas o exportadores, Cuba tiene poco que ofrecer. 11,2
millones de personas empobrecidas hasta niveles mínimos de subsistencia
por políticas gubernamentales criminales y fracasadas, que no se
reproducen y envejecen inexorablemente, conforman una demanda potencial
abstracta e inoperante, en una sociedad donde el paradigma, sobre todo
de los jóvenes, es irse a cualquier lugar del mundo y escapar del
paraíso de los Castro. País con industria obsoleta, sin créditos ni
financiamiento, tecnología desfasada, y cultura empresarial más propia
del capitalismo europeo del siglo 19 que del 21. Y una aberrante
dualidad monetaria que imposibilita calcular costos o entender cuentas,
que ni conviene ni resuelve nada a nadie, más allá de a miles y miles de
corruptos que aprovechan el río revuelto para multiplicar sus ingresos.
Ante
estas realidades, ¿cuál es el verdadero atractivo de la Cuba de Raúl
Castro que atrae visitantes extranjeros como miel a las moscas, además
de los tres millones de turistas anuales que ya recibió el año pasado?
Quizás
asistir a un bazar nacional donde todo está en liquidación. Tal vez
conocer una máquina del tiempo que funciona solamente hacia atrás. O
pretender observar en vivo el camino hacia el medioevo.
O las tres cosas a la vez.
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