miércoles, marzo 25, 2015

Cuba, apoteosis ‘now’

/ Cartel a las afueras de Santiago de Cuba

Patria o Muerte y El Máximo Líder, Con la Revolución Todo y Contra la Revolución Nada, El Futuro Pertenece por Entero al Socialismo y El Enemigo Más Grande de la Humanidad, La Tierra Más Hermosa según Colón y El Primer Territorio Libre de América según Fidel…
Tales absolutos no han desaparecido de la propaganda o el convencimiento, de los sueños o las pesadillas de los cubanos, pero es bueno saber que, desde hace algunos años, esa isla del Caribe ha ido abandonando lentamente la vida en mayúsculas, los discursos altisonantes de Todo o Nada que han distinguido su política, su cultura o su lenguaje.
En principio, el maximalismo operó, como no podía ser de otra manera, a partir de los discursos oficiales, pero muy pronto la política del enaltecimiento –incluido un curioso culto a la personalidad de Fidel Castro en negativo– contaminó distintas esferas de la oposición o el exilio. Para los adeptos a la Vida Mayúscula, Cuba parecía limitarse a lo que emanara de la Plaza de la Revolución o la Casa Blanca, fortalezas encargadas de emitir unas marchas militares que apenas dejaban escuchar otro susurro que no se adscribiera al hilo musical de la Guerra Fría.
Vinieran de alabarderos o críticos, esas audiciones compartían un síntoma invariable, consistente en reparar lo menos posible en los cubanos de a pie que decían representar, en esos individuos –y llamarlos así ya indica su mérito– que continuaron avanzando e intentando evolucionar dentro de sus circunstancias. La sociedad silenciosa que trató, durante todos estos años, de dignificar la supervivencia y relajar el férreo diccionario que los definía unas veces como meros figurantes de un Parque Temático llamado Revolución y otras veces como seres perfectos programados en los laboratorios del Hombre Nuevo.
Algo de todo eso pasó a mejor vida, por decreto oficial, el pasado 17 de diciembre de 2014, día que muchos cubanos veneran a Babalú Ayé, san Lázaro para los católicos. Ese mediodía, Barack Obama y Raúl Castro aparcaron sus respectivos monólogos y ensayaron un dúo, cierto que no del todo afinado, para notificar simultáneamente al mundo la inminencia de sus relaciones diplomáticas. Un pequeño paso en la historia del hombre, pero tal vez un gran paso en la historia de la ecualización.
De sopetón, el calendario que establecía la convocatoria de elecciones en Cuba, seguida por el fin del embargo norteamericano y culminada con el establecimiento de las embajadas, quedó dinamitado en el mismo minuto que la secuencia comenzó por el final.
Ese 17 de diciembre quizá pase a la historia como el día en que, oficialmente, Cuba empezó a operar con minúsculas. El grado cero a partir del cual una isla atrapada –para bien y para mal– en su excepcionalidad emprendió el camino que la colocaría más cerca del estándar que de la épica. Con su advenimiento pactado al mundo corriente de la globalización, del Mercado sin Democracia y de la universalización de un modelo chino que hace mucho tiempo dejó de ser exclusivo de ese país, solo para sus (oblicuos) ojos.
Desde Cuba, El Enemigo se convirtió en “el país vecino”. Desde Estados Unidos, un país en la lista del terrorismo mutó en socio económico viable para el futuro inmediato. Esa transformación semántica ha sido descrita por el periodista cubano Carlos Manuel Álvarez en un artículo publicado en El Malpensante. Un texto alentado por la esperanza de que, una vez cambiado el discurso oficial, más temprano que tarde tendría que cambiar inexorablemente el diálogo de cada uno de los cubanos “con ese poder, sea lo que sea que nos inspire”. Para Álvarez, superada esa enciclopedia bélica, los cubanos pasarían a convertirse, ni más ni menos, en “una tribu que entierra su dialecto”.
Entre las consecuencias directas de ese entierro destaca la eliminación de los traductores; intermediarios que un día pudieron llamarse Unión Europea o México, la ONU o Suiza, todos pillados a contrapié por el acontecimiento; tanto como los hermanos del Socialismo del Siglo XXI, cuya sorpresa quedó simbolizada en el rostro de un Nicolás Maduro petrificado tras el anuncio.
El new deal entre Cuba y Estados Unidos fue celebrado, en casi todo el mundo, como el entierro definitivo de la Guerra Fría. Aunque podría pensarse al revés: que los dos contendientes, más que enterrarla, decidieran recuperar su efectividad a la hora de lidiar con un mundo caótico. Ante la inestabilidad venezolana o la extensión del narcotráfico, los Estados fallidos o la crisis europea, la situación en Ucrania o el terrorismo, la amenaza del Estado Islámico o la pujanza de China –sin olvidar ni un segundo la caída de los precios del petróleo–, un regreso a la diplomacia de la era bipolar podía tener sus ventajas para afrontar una geopolítica sin brújula.
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