Ana Nance/ Cartel a las afueras de Santiago de Cuba |
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Patria
o Muerte y El Máximo Líder, Con la Revolución Todo y Contra la
Revolución Nada, El Futuro Pertenece por Entero al Socialismo y El
Enemigo Más Grande de la Humanidad, La Tierra Más Hermosa según Colón y
El Primer Territorio Libre de América según Fidel…
Tales absolutos no han desaparecido de la propaganda o el
convencimiento, de los sueños o las pesadillas de los cubanos, pero es
bueno saber que, desde hace algunos años, esa isla del Caribe
ha ido abandonando lentamente la vida en mayúsculas, los discursos
altisonantes de Todo o Nada que han distinguido su política, su cultura o
su lenguaje.
En principio, el maximalismo operó, como no podía ser de otra manera,
a partir de los discursos oficiales, pero muy pronto la política del
enaltecimiento –incluido un curioso culto a la personalidad de Fidel Castro
en negativo– contaminó distintas esferas de la oposición o el exilio.
Para los adeptos a la Vida Mayúscula, Cuba parecía limitarse a lo que
emanara de la Plaza de la Revolución o la Casa Blanca, fortalezas
encargadas de emitir unas marchas militares que apenas dejaban escuchar
otro susurro que no se adscribiera al hilo musical de la Guerra Fría.
Vinieran de alabarderos o críticos, esas audiciones compartían un
síntoma invariable, consistente en reparar lo menos posible en los
cubanos de a pie que decían representar, en esos individuos –y
llamarlos así ya indica su mérito– que continuaron avanzando e
intentando evolucionar dentro de sus circunstancias. La sociedad
silenciosa que trató, durante todos estos años, de dignificar la
supervivencia y relajar el férreo diccionario que los definía unas veces
como meros figurantes de un Parque Temático llamado Revolución y otras
veces como seres perfectos programados en los laboratorios del Hombre
Nuevo.
Algo de todo eso pasó a mejor vida, por decreto oficial, el pasado 17 de diciembre de 2014,
día que muchos cubanos veneran a Babalú Ayé, san Lázaro para los
católicos. Ese mediodía, Barack Obama y Raúl Castro aparcaron sus
respectivos monólogos y ensayaron un dúo, cierto que no del todo afinado,
para notificar simultáneamente al mundo la inminencia de sus relaciones
diplomáticas. Un pequeño paso en la historia del hombre, pero tal vez
un gran paso en la historia de la ecualización.
De sopetón, el calendario que establecía la convocatoria de
elecciones en Cuba, seguida por el fin del embargo norteamericano y
culminada con el establecimiento de las embajadas, quedó dinamitado en
el mismo minuto que la secuencia comenzó por el final.
Ese 17 de diciembre quizá pase a la historia como el día en que,
oficialmente, Cuba empezó a operar con minúsculas. El grado cero a
partir del cual una isla atrapada –para bien y para mal– en su
excepcionalidad emprendió el camino que la colocaría más cerca del
estándar que de la épica. Con su advenimiento pactado al mundo corriente
de la globalización, del Mercado sin Democracia y de la
universalización de un modelo chino que hace mucho tiempo dejó de ser
exclusivo de ese país, solo para sus (oblicuos) ojos.
Desde Cuba, El Enemigo se convirtió en “el país vecino”. Desde
Estados Unidos, un país en la lista del terrorismo mutó en socio
económico viable para el futuro inmediato. Esa transformación semántica
ha sido descrita por el periodista cubano Carlos Manuel Álvarez en un
artículo publicado en El Malpensante.
Un texto alentado por la esperanza de que, una vez cambiado el discurso
oficial, más temprano que tarde tendría que cambiar inexorablemente el
diálogo de cada uno de los cubanos “con ese poder, sea lo que sea que
nos inspire”. Para Álvarez, superada esa enciclopedia bélica, los
cubanos pasarían a convertirse, ni más ni menos, en “una tribu que
entierra su dialecto”.
Entre las consecuencias directas de ese entierro destaca la
eliminación de los traductores; intermediarios que un día pudieron
llamarse Unión Europea o México, la ONU o Suiza, todos pillados a
contrapié por el acontecimiento; tanto como los hermanos del Socialismo
del Siglo XXI, cuya sorpresa quedó simbolizada en el rostro de un
Nicolás Maduro petrificado tras el anuncio.
El new deal entre Cuba y Estados Unidos fue celebrado, en
casi todo el mundo, como el entierro definitivo de la Guerra Fría.
Aunque podría pensarse al revés: que los dos contendientes, más que
enterrarla, decidieran recuperar su efectividad a la hora de lidiar con
un mundo caótico. Ante la inestabilidad venezolana o la extensión del
narcotráfico, los Estados fallidos o la crisis europea, la situación en
Ucrania o el terrorismo, la amenaza del Estado Islámico o la pujanza de
China –sin olvidar ni un segundo la caída de los precios del petróleo–,
un regreso a la diplomacia de la era bipolar podía tener sus ventajas
para afrontar una geopolítica sin brújula.
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