Aunque las discusiones para el restablecimiento de
relaciones entre Estados Unidos y Cuba se plantean en términos de
igualdad, existe una gran diferencia entre los dos jefes de Estado
envueltos.
Barack Obama es el representante
democrático de su pueblo, elegido limpiamente en dos ocasiones. Raúl
Castro ostenta el poder, por el dedo de su hermano, sin que un proceso
electoral avale su mandato.
Votar en un país en donde
todos, absolutamente todos los candidatos son de un único partido (el
comunista) es participar en una burda campaña de propaganda y dejar que
todo siga tan mal como hasta entonces. No hay otro resultado.
En esos eventos obligatorios, para simular que en la isla hay
elecciones democráticas, han tenido que participar todos los cubanos
durante los 56 años de castrismo.
Esta es una verdad
innegable que pone en tela de juicio cualquier acuerdo al que pudiera
llegarse en las pautadas conversaciones, pero también es una oportunidad
para exigirle a la dictadura que legitime su autoridad, a través de las
urnas –que pudiera ser mediante un plebiscito–, para que el pueblo
pueda decir “sí” o “no” a seguir siendo gobernado por un dictador.
Para eso no hacen falta partidos políticos. Basta con que se abra un
período prudente de libertad de expresión y que, a partes iguales, ambos
bandos estuvieren en capacidad de defender sus puntos de vista,
incluyendo a líderes del exilio. Sin la persecución de los del “no”.
Existe un precedente en el Chile de Pinochet.
Por
supuesto, dada la extensa historia del castrismo, con tretas engañosas,
mentiras y traiciones (como luchar contra Batista por el rescate de la
democracia y después imponer el comunismo), es de esperar que el
necesario plebiscito sea manipulado por la dictadura, sin el menor de
los escrúpulos.
Es ahí cuando habría que exigir la
fiscalización del proceso electoral por las organizaciones
internacionales de derechos humanos, así como de las Naciones Unidas,
para validar los resultados de la votación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario