sábado, mayo 24, 2014

La “empresa socialista” cubana, los mitos y la desmemoria histórica [2]

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Dr. Eugenio Yáñez
El proceso de rectificación de errores y tendencias negativas

Durante el decenio de la “institucionalización”, entre el primer y el tercer congreso del partido comunista, Fidel Castro se mantuvo todo lo que pudo al margen de los esfuerzos para la reorganización del país con la creación de los Poderes Populares, la nueva división político-administrativa del país (DPA), la articulación de la administración central del Estado (ACE) y el establecimiento, aplicación y funcionamiento del nuevo sistema de dirección y planificación de la economía (SDPE), tareas todas aprobadas en el primer congreso partidista en diciembre de 1975 y ratificadas en el segundo congreso en diciembre de 1980, y en el tercero, en febrero de 1986.

En realidad, en todo ese tiempo, Fidel Castro se dedicaba a jugar a la guerra en Angola y Etiopía desde su cómodo y seguro puesto de mando instalado en la ciudad de La Habana, emitiendo disposiciones disparatadas, como sucedió en Cangamba (Angola) en 1983, cuando ordenó mover dos columnas blindadas a campo traviesa, desde 320 y 455 kilómetros de distancia, para apoyar a las tropas cubanas y angoleñas sitiadas en esa población. Ambas columnas, naturalmente, no lograron avanzar a campo traviesa en una geografía hostil y repleta de tropas enemigas, se quedaron sin combustible, y estuvieron en alto riesgo de haber sido diezmadas por las fuerzas de la UNITA. Finalmente, ambas pudieron ser reabastecidas y regresar a salvo a sus bases, y posteriormente, con otros medios, los cubanos sitiados en Cangamba fueron evacuados, dejando a los angoleños del FNLA abandonados a su suerte, los que, finalmente, fueron masacrados por las tropas de UNITA cuando ya no había militares cubanos en el área.

Paralelamente, en aquella década de los ochenta, Fidel Castro encabezó una delirante campaña internacional bajo el lema de “la deuda externa es impagable, y debe ser cancelada”. Después hubo que aclarar que “cancelada” no significaba “pagada”, como se utiliza el término en América Latina, sino “dejada sin efecto”, como se usa en Cuba.

La campaña lanzada por Castro llamando a los países del Tercer Mundo a, simplemente, no pagar su deuda externa con los acreedores, es decir, a incumplir sus compromisos internacionales, bajo la premisa de que esa deuda era producto de una cruel explotación imperialista, tuvo eco inmediato en agitadores e irresponsable en todas partes, pero no en ningún gobierno en el mundo. Al menos ningún gobierno serio se sumó al delirio y el alboroto castrista. Y, por otra parte, resultaba significativo que mientras Fidel Castro vociferaba al Tercer Mundo para no pagar su deuda externa, el gobierno de Cuba hacía todo lo posible por cumplir sus compromisos financieros con sus acreedores.

En medio de toda esa barahúnda noticiosa Fidel Castro pronuncia un discurso el 19 de abril de 1986, en la celebración de un aniversario más de la victoria de Playa Girón, en el cual se manifestaba como si acabara de regresar del planeta Saturno. En esencia señaló que se habían desviado los ideales de la revolución socialista, y que la aplicación del así llamado Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (SDPE) era un pretexto de un grupo de “tecnócratas” con el propósito de desvirtuar el factor educativo de la revolución, hacer depender el funcionamiento de la economía de los llamados “mecanismos” económicos, propios del capitalismo, y eliminar “el espíritu del Che” como factor fundamental en la construcción del socialismo y la dirección de la economía.

Por eso se puede decir que miente alevosamente la enciclopedia on-line del régimen, llamada EcuRed, cuando señala que el tercer congreso

refleja en su informe, con objetividad, con un magnífico análisis crítico, el trabajo realizado en el cumplimiento de las directivas del quinquenio 1981-1985. Destaca los logros en el desarrollo económico y social del país, en el nivel de vida de la población, las tareas de la defensa de la patria, el fortalecimiento de la conciencia revolucionaria; la labor de las organizaciones políticas, sociales y de masas, el papel dirigente del Partido y la posición de Cuba en el ámbito de la política internacional”.

Y desinforma totalmente cuando, a continuación, destaca que

en este congreso se plantean las dificultades enfrentadas durante el período, muchas objetivas, como el recrudecimiento de la hostilidad imperialista, intensificación del bloqueo, problemas climatológicos, y por otro lado deficiencias en cada uno de los sectores que deben ser resueltas por nosotros mismos. Se hacen profundos análisis sobre la rectificación de errores y tendencias negativas”.

El concepto propagandístico y la consigna llamada proceso de rectificación de errores y tendencias negativas surgió posteriormente, en medio del fragor de la campaña de Fidel Castro contra el adecuado funcionamiento del SDPE, alrededor de su absurda declaración de que “ahora sí vamos a construir el socialismo”, lo que provocó que todos los cubanos, militantes y no militantes, se preguntaran qué es lo que se había estado haciendo en Cuba hasta aquel momento.

El hecho cierto era que, a pesar de las dificultades, traspiés puestos por los retrógrados, oportunistas e ineptos del partido (muchas veces una misma persona cubría las tres categorías), el desinterés del Comandante por las tareas correspondientes a la implantación y funcionamiento del sistema, el desorden que él mismo generaba en la economía, y las tensiones provocadas en el país con las campañas africanas y las movilizaciones de las fuerzas armadas y de reservistas para ser enviados a Angola, el SDPE poco a poco iba dotando a los esfuerzos en la economía de un sentido más racional, a la vez que pretendía alcanzar la eficiencia. Y para tratar de lograr todo eso, el sistema de dirección de la economía colocaba, al menos nominalmente, a la empresa estatal como la unidad básica de gestión económica, y requería, por eso mismo, de un muchísimo mayor nivel de autonomía empresarial para que pudiera funcionar adecuadamente.

No se trata de que el país caminara rumbo a la eficiencia gracias a una autonomía empresarial que nunca existió completamente, ni al SDPE que no acaba de implantarse sólidamente: aun se estaba muy lejos de ello. Ni tampoco que la racionalidad se estuviera imponiendo en todos los ámbitos de la vida nacional, pero fue quedando muy claro durante el decenio 1975-1985 que si se lograba actuar con cierto sentido común podrían lograrse mejores resultados económicos en el país. Especialmente, si se desterraba la permanente intromisión y agitación del partido en todos los ámbitos de la vida nacional, conducta insensata e irracional que era conocida (y lo es todavía) con el pomposo y abstracto nombre de “trabajo político”, y que permanentemente dificultaba, ralentizaba o impedía el adecuado funcionamiento de las empresas y la buena marcha de la economía nacional.
 
Además, gracias a lineamientos del sistema de dirección y planificación de la economía que habían sido aprobados en los congresos del partido, se comenzaron a establecer medidas de la más rancia ortodoxia soviética para tratar de dinamizar un poco la economía nacional, aunque muy lejos de la eficiencia verdadera que se podría lograr en una economía de mercado, debido al pantanoso punto de partida de la economía cubana tras el desastre provocado por la chifladura de la zafra de los diez millones y la casi total paralización del país en esas fechas.
 
Aquellas acciones, aunque tímidas y parciales, empezaban a eliminar el pago de salarios fijos en las actividades productivas a destajo o donde el rendimiento de cada trabajador era determinante en los resultados finales; ordenaban el comienzo de pagos de acuerdo a la cantidad y calidad del trabajo realizado, y establecían premios a final de año basados en el cumplimiento de los planes y la obtención de determinados resultados en la producción o los servicios. Por eso ofrecían cierto respiro y ligeros incentivos a los trabajadores, en la medida que sus mayores y mejores esfuerzos eran compensados con salarios más elevados.

Salarios que posibilitaban el acceso a mayor cantidad y mejores productos y servicios, gracias, entre otras cosas, a la existencia de nuevas formas de comercialización minorista que se comenzaron a implantar, como el llamado mercado libre campesino (privados) y el llamado mercado “paralelo” (estatal), que eran establecimientos que vendían productos alimenticios, de vestuario, calzado, electrodomésticos y artículos del hogar sin utilizar el racionamiento, a precios diferenciados. A lo que se sumaba la venta “liberada” por parte del Estado de otros productos deficitarios, como la gasolina para vehículos, las bebidas alcohólicas y cervezas, así como la reconversión de restaurantes y bares de cierto nivel en nuevos centros supuestamente más lujosos, con mejores ofertas y precios mucho más elevados.
 
El hecho cierto, independientemente de todas las limitaciones existentes, era que gracias a los nuevos sistemas de pago, la lucha por la eficiencia, y la existencia de mercados campesinos y tiendas de mercado paralelo, la dependencia y subordinación de cualquier trabajador cubano a los dispositivos de control político y social monopolizados por el partido y los sindicatos comenzaba a debilitarse. Fue un tiempo en que para obtener mejores condiciones de vida o recursos materiales que necesitara o interesaran a un trabajador, (desde un tosco reloj de pulsera a un ventilador, una lavadora de mala calidad, un televisor en blanco y negro, un radio portátil, o unos días de acceso a un plan vacacional), este no tenía que depender de las asignaciones en las asambleas de los sindicatos o de “estímulos laborales” que se otorgaban a los más “revolucionarios” y “de avanzada”.
 
Por otra parte, los mayores controles contables y estadísticos que se establecían, aun con la insuficiencia y deficiencias características de estos instrumentos a partir de la llamada “ofensiva revolucionaria” de 1968, mostraban cada vez más claramente el papel obstruccionista e ineficiente de las acciones que realizaba el partido comunista en los centros de trabajo, ya fueran de actividades productivas o de servicios, así como en los centros de estudio.

Las constantes llamadas a inútiles asambleas por cualquier razón, a participar en desfiles absurdos, guardias nocturnas, trabajos voluntarios, jornadas de limpieza, recogida de materias primas, o de “tarecos”, o cualquiera de las improductivas e infinitas modalidades del “trabajo político”, interrumpían la producción, los servicios, la enseñanza, o el merecido descanso de las personas, y no eran bien recibidas por los trabajadores, que veían que todas esas actividades no eran más que obstáculos que les impedían concentrarse en lo que de veras les interesaban, que era el trabajo que les permitiera  obtener mayores salarios y lograr una mayor satisfacción de sus necesidades.

Consiguientemente, por la conjunción de todos esos factores, cada vez los instrumentos de control político se debilitaban más y se comenzaban a producir resquicios en el control monolítico de la sociedad. La emulación, el trabajo voluntario, los estímulos morales, las microbrigadas, el movimiento “de avanzada”, los círculos de estudio, la atención a los murales en los centros de trabajo, y las movilizaciones callejeras, comenzaron a perder protagonismo y resonancia dentro de la vida de los trabajadores en sus centros laborales, y los militantes del partido comenzaron a ser vistos, cada vez más, como una camarilla de una sociedad secreta preocupada mucho más de cuidar de sus propios intereses y pelearse en rencillas internas que en hacer algo útil a favor de los trabajadores o de los centros de trabajo.

También en los países “hermanos” de la órbita soviética el papel del partido se debilitaba cada vez más, producto de la desmoralización de sus militantes y los continuos fracasos en todos los sectores de la economía y la vida política y social. Y en la propia Unión Soviética el nuevo jerarca máximo, Mijail Gorbachev, comenzaba a llamar a sacudir el inmovilismo y pedía que la nación fuera capaz de realizar verdaderas proezas productivas y avances en la eficiencia y el rendimiento que le permitieran ponerse a la altura de los países más desarrollados del planeta. Por ello comenzó a mirar con recelo el extraordinario gasto militar del país, los más de cien mil militares soviéticos empantanados en Afganistán, y la imposibilidad de la economía nacional para enfrentar el reto de la Iniciativa de Defensa Estratégica planteada por el presidente Reagan, conocida como Guerra de las Galaxias.

Evidentemente, venían nuevos tiempos para el mundo socialista soviético, y ya los chinos hacía tiempo que se habían desgajado de Moscú y marchaban, todavía lentamente, por el camino de las reformas económicas alentadas y aprobadas por Deng Xiaoping, que llevarían a China a las posiciones cimeras como potencia mundial que ocupa en nuestros días.

Fidel Castro, con su instinto político para detectar cualquier amenaza que pudiera poner en peligro, aunque fuera remotamente, su omnímodo poder, avizoró el peligro y puso en acción todos sus mecanismos de alerta temprana, anticipándose a la perestroika soviética y a la glasnot que la acompañaría, y desató abiertamente su anatema contra los acuerdos de los tres congresos del partido comunista cubano y los proyectos del sistema de dirección de la economía. Su falso pretexto era que el excesivo énfasis en los mecanismos económicos para dirigir la economía en vez de emplear mecanismos políticos y morales, como propugnaba Ernesto Guevara, terminaría traicionando a la revolución y poniendo en peligro las supuestas conquistas de los trabajadores.
 
Acusó entonces de “tecnócratas”, a todos los dirigentes y funcionarios encargados de introducir, establecer y controlar el Nuevo Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (SDPE), que era un grupo de economistas cubanos estudiosos y bien formados, y les impuso despectivamente esa etiqueta. Comenzó a cesantearlos de sus cargos y tareas, y puso en su lugar a fieles e incondicionales oportunistas e ineptos, repetidores de consignas elementales y populistas, muchos de los cuales ni eran economistas ni tenían la más mínima noción de como funciona la economía de un país o de una empresa.

Todo se quiso justificar entonces con la bandera de salvar los supuestos principios más nobles de la revolución del envilecimiento y avaricia de quienes veían en el socialismo la posibilidad de enriquecerse utilizando instrumentos del capitalismo.

Y Fidel Castro daba pie a esas ideas con parrafadas como la que pronunció ante la ANAP (Asociación Nacional de Agricultores Pequeños) en un encuentro de cooperativas que se celebraba en mayo de 1986:

“En el esfuerzo por buscar la eficiencia económica hemos creado el caldo de cultivo de un montón de vicios y deformaciones, y lo que es peor, ¡corrupciones! Eso es lo que duele. Todo eso puede mellar el filo revolucionario del pueblo, de nuestros trabajadores, de nuestros campesinos. Y eso sí es muy malo, porque debilita a la Revolución no solo políticamente, incluso militarmente la debilita; porque si nosotros tenemos una clase obrera que se deja llevar nada más por el dinero, que empieza a ser envilecida por el dinero, que no actúa más que por el dinero, entonces estamos mal, porque de ese tipo de hombre no sale un defensor óptimo de la Revolución y de la patria”.

Y, como es habitual en él, concentró todos sus esfuerzos en promover el llamado proceso de rectificación de errores y tendencias negativas, al mismo tiempo que a desprestigiar y “asesinar” la personalidad de los “tecnócratas”, a quienes responsabilizaba de la deriva que había tomado el SDPE y la economía nacional mientras él se dedicaba a jugar a la guerra en África y a que los países del Tercer Mundo no pagaran su deuda externa. Como si esos “tecnócratas” hubieran podido hacer algo, establecer algo, o prohibir algo, que no hubiera recibido primero la aprobación de las máximas instancias del partido comunista y del mismo Fidel Castro en particular.

Y así estuvo durante todo aquel año. En diciembre de 1986 habló en una sesión diferida del congreso del partido, señalando:

“Hay que hacer trabajo de conciencia, sí, y los demás mecanismos, los factores económicos, son medios, instrumentos auxiliares del trabajo político y revolucionario que requiere una verdadera revolución, y, sobre todo, que requiere la construcción del socialismo y los caminos del comunismo. Esa rectificación no podemos esperarla de nuestros cuadros administrativos disfrazados de capitalistas, primero tenemos que quitarles el disfraz, tenemos que saber seleccionarlos y tenemos que educarlos. No quiero decir que hay que cambiar a todos los cuadros administrativos, ni mucho menos, hay muchos buenos; muchos de ellos no tienen la culpa de que los hayan disfrazado y los hayan puesto a trabajar, a actuar como vulgares capitalistas, y algunos se tienen que haber deformado. En este proceso tenemos que hacer que rectifique todo aquel que puede rectificar, que sea susceptible a la rectificación y adoptar una conducta realmente comunista”.

Aunque ese mensaje populista hacía un llamado oportunista a la conciencia de los trabajadores, a la formación comunista, al “espíritu del Che”, a la grandeza del partido comunista, y a todas las cantaletas de siempre, la verdadera y única gran preocupación de Fidel Castro se le escapó en uno de sus continuos discursos en aquellos delirantes días, cuando señaló que si todo se podría resolver con “mecanismos” ¿para que quedaríamos nosotros entonces?

Para beneplácito de mediocres, oportunistas y burócratas de todo tipo, conocidos también como “cuadros profesionales del partido”, fueron eliminados con mucha rapidez todos los sistemas de incentivo salarial basados en la cantidad y calidad del trabajo, así como la llamada “vinculación” y los premios anuales, y en general los salarios volvieron a niveles básicamente fijos, con mínimos incentivos variables en función de sobre-cumplimientos que interesaban al régimen y que no necesariamente tenían que ver con la eficiencia. Tales salarios, con excepción tal vez de los que recibían los relativamente privilegiados trabajadores de los contingentes (hablaremos de eso a continuación), limitaban la posibilidad de consumo de los trabajadores más allá de lo que podían obtener mediante la distribución racionada de productos alimenticios y de vestir, calzado y aseo personal. Los “mercados paralelos” fueron muriendo por el desabastecimiento, los mercados libres campesinos se cerraron en medio de aparatosas redadas policiales, y la venta “liberada” de gasolina a vehículos y bebidas alcohólicas desapareció vertiginosamente, mientras los restaurantes y otros centros reconvertidos a establecimientos de altos precios se tuvieron que conformar con ver decaer la clientela ante la falta de dinero de los trabajadores.
 
Fidel Castro inventó, asesorado por su camarilla de ineptos, una nueva organización para la producción, en sustitución de la empresa socialista: el “contingente”. Se trataba de un engendro sin mucha definición conceptual y menos aun práctica, que se suponía trabajaba en todo lo que hiciera falta y todo el tiempo que hiciera falta, de manera que de sus integrantes se esperaban agotadoras jornadas de trabajo de doce horas diarias o más, como sucedía en las microbrigadas de la construcción que se resucitaron con la “rectificación”. Para justificar tal barbarie, se establecieron salarios mucho más elevados para los integrantes de los contingentes, con un elevado porcentaje fijo y un mínimo variable como pago por sobre-cumplimiento. Los contingentes eran proclamados como modelo empresarial ideal para la verdadera construcción del socialismo que comenzaba entonces con el proceso de rectificación, según había asegurado Fidel Castro.
 
Se le asignaron recursos a los contingentes de forma prioritaria, mediante el expediente de descapitalizar o dejar sin abastecimientos al resto de las empresas, y se exigió a la prensa domesticada -toda la prensa del país- exaltar las glorias y virtudes de los contingentes por sobre las miserias humanas de “los tecnócratas” y de “los mecanismos”, y ofrecer una visión edulcorada de los eventuales resultados que lograrían tales contingentes, y que, como era de esperar, nunca se obtuvieron. En el súmmum de la estulticia y oportunismo, Fidel Castro promovió al jefe del contingente insignia del país, que había sido creado, apoyado y abastecido al máximo por órdenes personales suyas, a miembro permanente del buró político del partido comunista, el más alto nivel de dirección del país.
 
En tales condiciones, la autonomía empresarial, que había vivido una azarosa y muy difícil experiencia durante el decenio en que se pretendía implantar el SDPE, desapareció de la noche a la mañana, bajo las esteras de los contingentes, que ahora venían a ser algo así como aquella “marcha acompasada de los batallones de hierro del proletariado” a la que se refería Lenin en uno de sus momentos más cursis.
 
De nuevo se mezclaron las funciones del partido con las del gobierno, se ignoró olímpicamente el papel de los órganos del poder popular, que no logró nunca ir más allá de lo puramente ceremonial, se desconoció por el partido en la práctica la autoridad de los órganos de la administración central del Estado, y se vivieron momentos similares a los que se habían considerado una “barbarie” superada de la década de los sesenta, durante el alocado camino hacia una zafra azucarera de diez millones de toneladas de azúcar que nunca se logró.
 
La economía comenzó a declinar rápida e inexorablemente. Quienes no tienen idea de lo que están diciendo o se niegan a ver la realidad, consideran que la gran crisis económica se produjo durante el “período especial”, tras la desaparición del campo socialista y el ya clásico “desmerengamiento” de la Unión Soviética, pero cualquier análisis profundo y serio de la economía cubana demuestra perfectamente que entre 1986 y 1993 se produjo un descenso significativo de todos los indicadores fundamentales de la economía y de la vida social de la nación, que no pueden ser achacados al llamado período especial. Pues ese modelo, (mezcla de aldea estratégica organizada por Estados Unidos durante la cruel guerra de Vietnam y la reconcentración del general español Valeriano Weyler contra los cubanos durante la Guerra de Independencia), comenzó cuando ya el llamado “proceso de rectificación de errores y tendencias negativas” había hecho estragos en el país,  debido a la demencial preocupación de Fidel Castro por asegurar su poder a toda costa, aun al precio del sacrificio y el sufrimiento de millones de cubanos en la Isla.
 
Como ya se señaló en la primera parte de este análisis, “la crisis del terrible ‘período especial’, que en realidad no ha terminado todavía, lo único que hizo fue agudizar los desastres, carencias e insuficiencias a que Fidel Castro había llevado a la economía cubana con sus delirios de la ‘rectificación’, una maniobra con el único objetivo de asegurar su omnímodo poder, aunque tuviera que destruir al pueblo y a la nación cubana en ese empeño”.
 
El período especial
 
Con la caída del Muro de Berlín, la desaparición del campo socialista, y el abrupto fin del imperio soviético, Cuba bajo la férula de Fidel Castro entró en una nueva etapa. Etapa donde las penurias y limitaciones para los cubanos de a pie no tendrían límites, y el nivel de sacrificio que se impondría a la población sería colosal. Cuando Fidel Castro debió haber dado un paso al lado junto con toda su camarilla, y darle así oportunidad a más nuevas generaciones de cubanos de tratar de sacar el país de la crisis y enrumbarlo hacia la estabilidad económica, el progreso y el desarrollo, se atrincheró en sus métodos arcaicos y en la imposición del terror y la represión, negó toda posibilidad a cualquier opción que no fuera la diseñada por él mismo tanto en lo económico como en lo social y en lo político, y silenció por la fuerza cualquier voz discrepante que osara manifestarse dentro de las filas revolucionarias proponiendo caminos más racionales y sensatos.
 
El cuarto congreso del partido, después de llamar a la militancia durante el proceso preparatorio a expresar francamente sus opiniones y proponer medidas para revertir la situación que se avecinaba, resultó más de lo mismo. La alta dirección partidista se asustó con las propuestas de la base, las echó a un lado, y llamó a una posición “unitaria”, que en la práctica significaba aceptar mansamente las decisiones de la cúpula sin críticas ni cuestionamiento, mostrar absoluta confianza en las directivas trazadas por el Comandante en Jefe, y continuar con lo mismo de siempre, como si nada importante estuviera sucediendo. En otras palabras, como de costumbre, el congreso del partido no sirvió para nada.
 
Se apeló al nombre de “período especial”, un escenario que entonces se utilizaba en las fuerzas armadas para describir situaciones de ocupación del territorio nacional por las fuerzas “enemigas” en medio de lo que se conocía en entrenamientos y ejercicios como “la guerra de todo el pueblo”. Es decir, un proyecto de supervivencia y resistencia al límite en el supuesto caso de destrucción y bloqueo militar de todo tipo de suministros militares, alimentos y recursos, comenzando por el combustible. Fidel Castro introdujo entonces el concepto de “período especial en tiempo de paz” para describir la terrible pesadilla que sería impuesta a los cubanos a partir de esos momentos, al precio que fuera necesario, para garantizar que la camarilla gobernante, con el Comandante en Jefe al frente, conservara el poder a toda costa, sin importar las penurias y miserias que los cubanos deberían sufrir durante muchos años.
 
El desastre del “socialismo real” se veía venir desde finales de la década de los ochenta, pero la falta de visión y previsión de la jerarquía castrista no fue capaz de tomar las medidas correspondientes para enfrentar la situación. En vez de reconocer de una vez por todas que las realidades cambiaban a pasos agigantados, durante un tiempo se pretendió continuar viviendo entre nostalgias y fantasías, confiando en que tal vez podría ocurrir un milagro o quién sabe qué, pero en el momento de la desaparición de la Unión Soviética ni la alta jerarquía del castrismo ni los directivos empresariales en todos los niveles estaban en condiciones de enfrentar un mundo donde las reglas del juego eran absolutamente diferentes y donde el país no podía pretender vivir del eterno cuento de la justiciera revolución socialista ni del glorioso combate de David contra Goliat: sin dinero en sus arcas, el gobierno cubano tenía muy poco que hacer en el mercado mundial más allá de mendigar.
 
De más está decir que el Sistema de Dirección y Planificación de la Economía, que ya había recibido estocadas mortales desde el inicio del “proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”, se mantuvo sepultado durante el llamado “período especial”, y la autonomía empresarial en esas condiciones no llegaba a ser ni el sueño de una noche de verano. Lejos de pretender encontrar y aprender nuevas formas de gestión empresarial y de administración pública en las nuevas condiciones, la nomenklatura se aferró a sus viejos malos hábitos de improvisación, alboroto, palabrería y demagogia para dirigir, y no fue capaz de generar nuevas ideas o métodos de gestión que permitieran mejorar los resultados de sus actividades.
 
Siendo entonces profesor en la Universidad de La Habana, propuse en los cursos de dirección y gestión para directivos empresariales y ministeriales que no hablaran más de se iba a entrar en el período especial, que sobre eso no había nada que hacer, pues el país caminaba directo hacia ese período especial, sino que comenzaran a preguntarse cómo se podría salir de ese período especial y lo que habría que hacer para lograrlo. A todos los que me escuchaban esos criterios, en cursos y seminarios, uno tras otro, les llamaba la atención ese enfoque, que consideraban creativo e innovador, con lo que se podía comprobar que esa problemática no se le había planteado por los dirigentes del partido y el gobierno a quienes tenían responsabilidades administrativas en las empresas y los ministerios cubanos.
 
Fidel Castro creía que el desarrollo de la ingeniería genética, la biotecnología y la industria farmacéutica, de conjunto con el turismo y el níquel, generarían suficientes fondos exportables para capear la situación mientras se esperaba por el milagro, pero muy pronto tuvo que aprender que, independientemente de los valores intrínsecos de cada uno de los productos que Cuba pretendiera exportar, no podría hacerlo sin dominar los mecanismos y técnicas del marketing internacional, el desarrollo estratégico y el riguroso control de precios y de calidad. Que no había nada que hacer en un mercado mundial tan competitivo donde participaban gigantescas compañías farmacéuticas con decenas de años de prestigio sólidamente establecido y una experiencia productiva y competitiva que superaba por años-luz a los gerentes de pacotilla cubanos que pretendían adueñarse de ese siempre promisorio sector mercantil de la noche a la mañana, tal vez por arte de magia.
 
Las dificultades en el desarrollo del turismo fueron otro golpe en la cara de Fidel Castro y su camarilla de ineptos. Demasiado pronto tuvieron que aprender que los turistas no visitaban a Cuba por solidaridad ni para conocer la historia de las guerrillas cubanas, sino para disfrutar de sus playas, sol, bellezas naturales y todo lo agradable que el país pudiera ofrecer, y que no podrían, ni querían, entender que sus instalaciones turísticas, que pretendían ser consideradas de cinco, cuatro o tres estrellas, no brindaran el confort o los servicios que ofrecen las instalaciones de ese nivel en cualquier parte del mundo.
 
Varadero, famosa por su playa, su arena y su sol, y otras instalaciones costeras con magníficas condiciones naturales para el turismo, como Guardalavaca, Cayo Largo, las playas del este de La Habana, o los cayos de la costa norte de la Isla, no lograban obtener vegetales ni frutas frescas para ofrecer en sus restaurantes y cafeterías, y en muchas ocasiones estos productos se compraban en Bahamas o Jamaica y se transportaban hacia Cuba en patanas para poder proporcionarlos en los hoteles de la Isla. Preguntado en una reunión no pública, Carlos Lage, el supuesto “zar de las reformas cubanas” (según lo describía la prensa internacional), que por qué no se ofrecía a los campesinos de las áreas cercanas a los polos de turismo internacional pagarle en dólares por vegetales y frutas selectas, a manera de estímulo, lo que ahorraría tener que comprar esos productos en otros países cercanos, su genial respuesta, reflejo de la mentalidad de la camarilla gobernante, fue que eso no se hacía porque un grupo de campesinos se estaría enriqueciendo por sobre todos los demás, lo cual no sería justo. El Dr. Lage, evidentemente, como muchos de sus pares en el buró político y el gobierno, ya en pleno período especial, continuaba viviendo en el “proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”, y parecía no haber comprendido que ya el “socialismo real” no existía y que las reglas del juego de la competencia mundial exigían actuaciones para las que ellos no estaban ni tan siquiera remotamente preparados, ni se lo imaginaban, a pesar de todo lo que declararan públicamente.
 
Lo mismo sucedía, créase o no, con la ropa de cama y toda la lencería y cortinas de las habitaciones de los hoteles: por falta de equipos modernos y detergentes apropiados, era necesario enviarlos a lavar y planchar a Bahamas o Jamaica. La gloriosa revolución socialista cubana, con el inefable Comandante en Jefe al frente, era incapaz de hacer lo que antes de la revolución llevaban a cabo tranquilamente en Cuba y sin ningún tipo de alboroto “trenes de lavado” de chinos inmigrantes que ni hablaban correctamente en español, españoles también inmigrantes, y pequeñas empresas cubanas localizadas por todas partes de la Isla.
 
Fueron los importantes convenios de administración firmados con capitales españoles los que posibilitaron que la parte cubana comenzara a aprender, poco a poco, sobre las formas de llevar a cabo la gestión de hoteles en condiciones competitivas teniendo en cuenta el mercado internacional. Y tomaron como referencia las formas de gestión y funcionamiento de los circuitos hoteleros del Caribe, como los de Bahamas, Jamaica, Turcos y Caicos, Cancún, República Dominicana, Puerto Rico y las Antillas Menores, entre otros.    
 
En cuanto al níquel, las cosas también fueron muy claras desde el principio en cuanto a la gestión de esa industria, productora de materiales que resultan estratégicos para otros productores en América del Norte y en otros países. Las inversiones del desaparecido Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) en esa industria se habían caracterizado por su baja eficiencia y su atraso tecnológico, por lo que correspondería a la compañía canadiense Sherrit crear las condiciones para llevar a cabo el funcionamiento y desarrollo de la industria niquelífera cubana en condiciones más apropiadas. Lo que en la práctica significaba que serían los canadienses quienes determinarían cómo dirigir las fábricas y empresas cubanas en las que se asociaban.

Todas estas medidas, sin embargo, resultaban insuficientes para mantener a flote a una economía que para poder funcionar dependía totalmente de los subsidios soviéticos y de condiciones favorables de comercio con el resto de los “países socialistas”, así como de muy puntuales operaciones comerciales con países occidentales, y cuya deuda externa con los países desarrollados de economía de mercado crecía continuamente y sin perspectivas de que se modificara esta tendencia.
 
Como resultado de ese criminal proyecto del período especial y de la miseria que tuvo que enfrentar el país, de la que no se ha desembarazado todavía, se produjeron infinidad de situaciones en toda Cuba que serían risibles si no fuera por todo lo dramático y trágico que representaban. El transporte básico para los cubanos en La Habana y las demás ciudades, al no disponerse de combustible, fueron bicicletas chinas, entonces importadas masivamente, mientras que en poblados más pequeños y las zonas rurales se recurría a la tracción animal como medio de transporte. Esos esfuerzos excesivos de pedaleo provocaron, además de innumerables y fatales accidentes en las vías, y hechos de sangre producidos por el asalto a los ciclistas para robar las bicicletas, molestias óseas y musculares, así como fatigas y desfallecimientos por el ejercicio físico excesivo sin las condiciones de alimentación apropiadas.
 
La falta de proteínas en la alimentación resultó “normal” en un momento en que se desayunaba con cocimiento de hojas de árboles y se almorzaba o comía picadillo de cáscaras de plátano o de toronjas, así como el “bistec” de frazada de piso o las pizzas de condones, y provocó serios daños de salud a la población con menos recursos. Se calcula que el consumo de calorías se redujo hasta el 67% en comparación con las consumidas en 1989, e incluso se desató una epidemia de neuritis óptica y polineuropatía periférica, provocada por la alimentación inadecuada. Aunque el gobierno se negaba a reconocerla, e incluso Fidel Castro cesanteó a un viceministro de salud pública que le dijo que la causa de la epidemia era la alimentación deficiente de la población, finalmente hubo que distribuir de manera urgente y masiva vitaminas y otros productos específicos, como galletas vitaminadas recibidas como ayuda del exterior, para ayudar a paliar la situación. Por otra parte, creció la incidencia de enfermedades en la población en general, y más aun en los ancianos, así como las cifras de mortalidad materna, aunque disminuyeron las de natalidad, debido a las dificultades materiales y el aumento de abortos. Como secuela de todos esos años de alimentación deficiente, se ha podido comprobar que la estatura de los cubanos en general tuvo una disminución con relación a las generaciones precedentes, y que el peso promedio de la población se redujo entre un 5 y un 25% producto de la combinación de carencias en la alimentación con esfuerzos físicos extremos, sobre todo en el caminar y el pedaleo excesivo en bicicletas.
 
La falta de combustible provocaba, además de las carencias en el transporte, antológicos cortes de electricidad en todo el país, en una Isla donde prácticamente toda la energía eléctrica se genera a partir del petróleo. Hubo épocas en que se suministraban solamente ocho horas de fluido eléctrico a las viviendas, seguidas de cortes también de ocho horas, y así, intermitentemente, tanto de día como de noche, lo que provocaba, además de daños a los equipos electrodomésticos de los cubanos, imposibilidad de utilizar ventiladores para refrescarse, y la proliferación de mosquitos y otras plagas tanto en las viviendas como en las calles. En esos tiempos no era extraordinario ver familias enteras en las aceras en horas de la madrugada, porque dentro de sus viviendas no lograban conciliar el sueño entre el calor y los mosquitos. Por si fuera poco, el bombeo de agua para uso en las viviendas se interrumpía continuamente, y había barrios y aglomeraciones poblacionales donde pasaban días y días sin que entrara una gota de agua por las tuberías y era necesario recibirla mediante carros-cisterna.
 
Todas estas situaciones y muchas más que no vamos a detallar porque harían demasiado extenso este análisis, generaron indisciplina laboral y social. Las personas no asistían a sus centros de trabajo o estudios simplemente porque no tenían manera de transportarse, no existían lugares donde adquirir vestuario o calzado, el comportamiento en público se deterioró, se vestía como se pudiera y se hablaba a gritos y con lenguaje soez e insensible, y hubo un aumento exponencial de la prostitución femenina en las calles, e incluso de la masculina, fenómeno no muy abundante en Cuba anteriormente. Quedaron sin mantenimiento ni reparación lugares públicos y privados: viviendas, instalaciones de salud pública, restaurantes, centros deportivos, culturales, cines, teatros, parques, paradas de ómnibus, embarcaderos, aceras y calles, lugares históricos, centros recreacionales para la población, bibliotecas, supermercados y bodegas, puestos de viandas, lecherías,  postes y líneas eléctricas y telefónicas, teléfonos públicos, acueductos y alcantarillados, jardines, funerarias, panaderías y dulcerías, y cuanta cosa estuviera en pie en el país.
 
El atraso tecnológico se hizo mucho más evidente en esta época, y la obsoleta tecnología soviética y de los países socialistas quedaba sin uso debido a su poca calidad o a su extraordinario consumo energético. Un proyecto faraónico como la central electro-nuclear de Juraguá, que se construía con tecnología y financiamiento soviético, se paralizó y ha quedado como monumento a la falta de previsión y la improvisación del castrismo. Igual suerte correría la fábrica de ómnibus “Girón”, donde se ensamblaban feísimas estructuras metálicas sobre chasis de camiones soviéticos que se caracterizaban, más que nada, por su ínfima calidad y exagerado consumo de combustible solo admisibles a niveles tercermundistas de los más atrasados.
 
El daño estructural y antropológico para la sociedad y la nación cubana, en aras del ego desmesurado y del poder absoluto de Fidel Castro, resultaría aplastante, catástrofe de la que todavía no ha sido posible recuperarse completamente ni mucho menos. Las medidas tomadas por el régimen fueron un conjunto de improvisaciones e incoherencias incapaces de revertir la situación y enrumbar el país nuevamente por senderos apropiados. Aunque las estadísticas de esa terrible etapa no son definitivas ni es posible confiar demasiado en las disponibles, el consenso generalizado entre los más serios estudiosos de la economía cubana se mueve alrededor de que el Producto Interno Bruto cubano se redujo en un 30% en esta etapa. Tan grave como eso, o más, la capacidad adquisitiva de los salarios de los cubanos se redujo en ese período hasta un 29% comparada con la de 1989, lo que unido a una galopante inflación provocada por la crisis económica supuso muchas más penurias y miserias para la población.
 
Las medidas para enfrentar la crisis no pasaron de lo que los cubanos llamamos curitas de mercurocromo y cocimientos de plantas naturales: es decir, paliativos elementales, pero no acciones de fondo para detener el derrumbe y revertir la situación. El gobierno resucitó una ley de inversiones que dormía el sueño del desprecio desde que había sido proclamada en 1982 para atraer capitales extranjeros, sobre todo para el turismo y otros sectores que el régimen deseaba priorizar. También se proclamó un decreto-ley sobre zonas francas que no tuvo demasiada trascendencia; se comenzó a autorizar el trabajo por cuenta propia, satanizado desde la ofensiva revolucionaria de 1968; se hicieron  modificaciones a la ley arancelaria, pensando fundamentalmente en inversiones extranjeras y el trabajo privado; y se creó un engendro en la agricultura llamado Unidades Básicas de Producción Cooperativa, que eran parcelas de tierras estatales disfrazadas de cooperativas, con la misma decadente gestión de las empresas agropecuarias estatales. A esto hay que sumar la creación de nuevas formas de organización empresarial, básicamente las llamadas corporaciones, que en realidad eran unidades del ministerio del interior y de los aparatos de seguridad que funcionaban como si fueran empresas; la reorganización del sistema bancario; la despenalización de la tenencia de dólares y monedas extranjeras, lo que estaba prohibido desde 1959, y se propició el envío de remesas de los cubanos desde el exterior, fundamentalmente desde Estados Unidos, para familiares y amigos. Como consecuencia y para captar divisas, se estableció un nuevo signo monetario, el peso cubano convertible (CUC), que circularía junto al dólar y el peso cubano (CUP), provocando dificultades, confusiones y dolores de cabeza hasta nuestros días.  A esto hay que añadirle la reapertura una vez más los mercados agropecuarios y los de productos industriales y artesanías; la reorganización de los órganos de la administración central del Estado; la modificación de los procesos de planificación ramal, territorial y empresarial; el incremento a los precios de productos no esenciales, y la eliminación de gratuidades que existían desde décadas atrás en base a la política social establecida.
 
Tal vez aunque vistas de conjunto las decisiones arriba señaladas puedan parecer a primera vista suficientes para enfrentar la crisis, como en realidad no formaban parte de una estrategia económica definida y se aplicaban con el concepto de paliar las diferentes situaciones cuando iban surgiendo, no constituyeron en ningún momento un paquete de medidas económicas coherente y efectivo, y no lograron mucho en revertir la terrible situación por la que pasaban los cubanos. 
 
El país y la sociedad se mantuvieron subsistiendo como pudieron durante muchos años, hasta que con la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela en 1998 las cosas comenzaron a mejorar significativamente, pero mucho más para el castrismo que para los cubanos de a pie. Mucho más después del fallido golpe de estado de abril del 2002, en el que Fidel Castro terminó reponiendo al Chávez cautivo en la presidencia, y a partir de ese momento el teniente coronel paracaidista se entregó en cuerpo y alma a la voluntad y designios de Fidel Castro y los comunistas cubanos, hasta el último instante de su vida.

Sin embargo, aunque Chávez podría haber representado aquel inesperado “milagro” por el que suspiraba Fidel Castro en 1990, tras la aparición del benefactor venezolano el ya anciano dictador no hizo nada por ajustar o mejorar el sistema de dirección económica del país ni el caótico estado organizativo en que estaba sumido, y continuó dirigiendo con su indescriptible estilo de alucinado, donde lo mismo recibía a un Papa que explicaba por televisión la forma más conveniente de cocinar arroz en una olla eléctrica. Sus últimos dislates, antes que tuviera que abandonar el poder por gravísimas complicaciones de salud, fueron llevar hasta los extremos las llamada batalla de ideas, la absurda revolución energética, y la dispersión por todo el país de “trabajadores sociales”, especie de “guardias rojos” del castrismo para diseminar la moral socialista y la probidad administrativa, aunque lo que realmente se diseminó en esos tiempos fue una corrupción creciente y rampante que se mantiene hasta nuestros días con más fuerza que nunca.  

Algunos economistas serios han considerado que las medidas puestas en vigor durante el período especial son las reformas más profundas que se hayan llevado a Cuba durante el más de medio siglo de castrismo. Esa aseveración podría ser discutible, aunque no hay que verla como una percepción equivocada, porque no lo es. Sin embargo, teniendo en cuenta los resultados que lograron en la práctica, aparentemente lo más significativo de tales medidas fue que permitieron que el régimen se mantuviera en el poder a costa de las penurias y miserias de los cubanos, y de convertir a la Isla en un país limosnero donde el acceso a un puñado de dólares para lograr sobrevivir se convirtió en el principal anhelo de la población.

No son ciertas las afirmaciones de los aduladores del castrismo y sus propagandistas baratos que aseveran que el período especial tenía como objetivo preservar los logros y las conquistas de la revolución, además de que esos supuestos logros se desvanecieron de manera irreversible durante los últimos veinte años. Lo único que logró preservar fue la dinastía de los Castro en el poder y las magníficas condiciones de vida de los más favorecidos de la clase dirigente y de sus familiares cercanos, así como de varios grupos privilegiados de las fuerzas armadas y el ministerio del interior que lucraron y se beneficiaron con las carencias y las miserias de la población. Basta caminar por cualquier lugar de Cuba, sin guías oficiales ni “visitas dirigidas” para constatar hasta que niveles de pobreza extrema y necesidades se degradó a los cubanos para conservar la gloria y el poder de la camarilla castrista.

Será necesario ahora analizar con detalles la era de Raúl Castro tras la salida de su hermano mayor del poder formal, para poder comprender hasta dónde se pueden estar produciendo reformas económicas en el país, y cuáles son las más significativas, desde la autorización a hospedarse en hoteles o comprar computadoras hasta la llamada Zona de Desarrollo Especial de Mariel, la nueva ley de inversión extranjera y las más recientes modificaciones a la ley de empresas.

(continuará)

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