Dr. Eugenio Yáñez
El proceso de rectificación de errores y tendencias negativas
Durante el decenio de la “institucionalización”, entre el primer y
el tercer congreso del partido comunista, Fidel Castro se mantuvo
todo lo que pudo al margen de los esfuerzos para la reorganización
del país con la creación de los Poderes Populares, la nueva división
político-administrativa del país (DPA), la articulación de la
administración central del Estado (ACE) y el establecimiento,
aplicación y funcionamiento del nuevo sistema de dirección y
planificación de la economía (SDPE), tareas todas aprobadas en el
primer congreso partidista en diciembre de 1975 y ratificadas en el
segundo congreso en diciembre de 1980, y en el tercero, en febrero
de 1986.
En
realidad, en todo ese tiempo, Fidel Castro se dedicaba a jugar a la
guerra en Angola y Etiopía desde su cómodo y seguro puesto de mando
instalado en la ciudad de La Habana, emitiendo disposiciones
disparatadas, como sucedió en Cangamba (Angola) en 1983, cuando
ordenó mover dos columnas blindadas a campo traviesa, desde 320 y
455 kilómetros de distancia, para apoyar a las tropas cubanas y
angoleñas sitiadas en esa población. Ambas columnas, naturalmente,
no lograron avanzar a campo traviesa en una geografía hostil y
repleta de tropas enemigas, se quedaron sin combustible, y
estuvieron en alto riesgo de haber sido diezmadas por las fuerzas de
la UNITA. Finalmente, ambas pudieron ser reabastecidas y regresar a
salvo a sus bases, y posteriormente, con otros medios, los cubanos
sitiados en Cangamba fueron evacuados, dejando a los angoleños del
FNLA abandonados a su suerte, los que, finalmente, fueron masacrados
por las tropas de UNITA cuando ya no había militares cubanos en el
área.
Paralelamente, en aquella década de los ochenta, Fidel Castro
encabezó una delirante campaña internacional bajo el lema de “la
deuda externa es impagable, y debe ser cancelada”. Después hubo que
aclarar que “cancelada” no significaba “pagada”, como se utiliza el
término en América Latina, sino “dejada sin efecto”, como se usa en
Cuba.
La
campaña lanzada por Castro llamando a los países del Tercer Mundo a,
simplemente, no pagar su deuda externa con los acreedores, es decir,
a incumplir sus compromisos internacionales, bajo la premisa de que
esa deuda era producto de una cruel explotación imperialista, tuvo
eco inmediato en agitadores e irresponsable en todas partes, pero no
en ningún gobierno en el mundo. Al menos ningún gobierno serio se
sumó al delirio y el alboroto castrista. Y, por otra parte,
resultaba significativo que mientras Fidel Castro vociferaba al
Tercer Mundo para no pagar su deuda externa, el gobierno de Cuba
hacía todo lo posible por cumplir sus compromisos financieros con
sus acreedores.
En
medio de toda esa barahúnda noticiosa Fidel Castro pronuncia un
discurso el 19 de abril de 1986, en la celebración de un aniversario
más de la victoria de Playa Girón, en el cual se manifestaba como si
acabara de regresar del planeta Saturno. En esencia señaló que se
habían desviado los ideales de la revolución socialista, y que la
aplicación del así llamado Sistema de Dirección y Planificación de
la Economía (SDPE) era un pretexto de un grupo de “tecnócratas” con
el propósito de desvirtuar el factor educativo de la revolución,
hacer depender el funcionamiento de la economía de los llamados
“mecanismos” económicos, propios del capitalismo, y eliminar “el
espíritu del Che” como factor fundamental en la construcción del
socialismo y la dirección de la economía.
Por
eso se puede decir que miente alevosamente la enciclopedia on-line
del régimen, llamada EcuRed, cuando señala que el tercer congreso
“refleja
en su informe, con objetividad, con un magnífico análisis crítico,
el trabajo realizado en el cumplimiento de las directivas del
quinquenio 1981-1985. Destaca los logros en el desarrollo económico
y social del país, en el nivel de vida de la población, las tareas
de la defensa de la patria, el fortalecimiento de la conciencia
revolucionaria; la labor de las organizaciones políticas, sociales y
de masas, el papel dirigente del Partido y la posición de Cuba en el
ámbito de la política internacional”.
Y
desinforma totalmente cuando, a continuación, destaca que
“en
este congreso se plantean las dificultades enfrentadas durante el
período, muchas objetivas, como el recrudecimiento de la hostilidad
imperialista, intensificación del bloqueo, problemas climatológicos,
y por otro lado deficiencias en cada uno de los sectores que deben
ser resueltas por nosotros mismos. Se hacen profundos análisis sobre
la rectificación de errores y tendencias negativas”.
El
concepto propagandístico y la consigna llamada proceso de
rectificación de errores y tendencias negativas surgió
posteriormente, en medio del fragor de la campaña de Fidel Castro
contra el adecuado funcionamiento del SDPE, alrededor de su absurda
declaración de que “ahora sí vamos a construir el socialismo”,
lo que provocó que todos los cubanos, militantes y no militantes, se
preguntaran qué es lo que se había estado haciendo en Cuba hasta
aquel momento.
El
hecho cierto era que, a pesar de las dificultades, traspiés puestos
por los retrógrados, oportunistas e ineptos del partido (muchas
veces una misma persona cubría las tres categorías), el desinterés
del Comandante por las tareas correspondientes a la
implantación y funcionamiento del sistema, el desorden que él mismo
generaba en la economía, y las tensiones provocadas en el país con
las campañas africanas y las movilizaciones de las fuerzas armadas y
de reservistas para ser enviados a Angola, el SDPE poco a poco iba
dotando a los esfuerzos en la economía de un sentido más racional, a
la vez que pretendía alcanzar la eficiencia. Y para tratar de lograr
todo eso, el sistema de dirección de la economía colocaba, al menos
nominalmente, a la empresa estatal como la unidad básica de gestión
económica, y requería, por eso mismo, de un muchísimo mayor nivel de
autonomía empresarial para que pudiera funcionar adecuadamente.
No se trata de que el país
caminara rumbo a la eficiencia gracias a una autonomía empresarial
que nunca existió completamente, ni al SDPE que no acaba de
implantarse sólidamente: aun se estaba muy lejos de ello. Ni tampoco
que la racionalidad se estuviera imponiendo en todos los ámbitos de
la vida nacional, pero fue quedando muy claro durante el decenio
1975-1985 que si se lograba actuar con cierto sentido común podrían
lograrse mejores resultados económicos en el país. Especialmente, si
se desterraba la permanente intromisión y agitación del partido en
todos los ámbitos de la vida nacional, conducta insensata e
irracional que era conocida (y lo es todavía) con el pomposo y
abstracto nombre de “trabajo político”, y que permanentemente
dificultaba, ralentizaba o impedía el adecuado funcionamiento de las
empresas y la buena marcha de la economía nacional.
Además, gracias a lineamientos
del sistema de dirección y planificación de la economía que habían
sido aprobados en los congresos del partido, se comenzaron a
establecer medidas de la más rancia ortodoxia soviética para tratar
de dinamizar un poco la economía nacional, aunque muy lejos de la
eficiencia verdadera que se podría lograr en una economía de
mercado, debido al pantanoso punto de partida de la economía cubana
tras el desastre provocado por la chifladura de la zafra de los diez
millones y la casi total paralización del país en esas fechas.
Aquellas acciones, aunque
tímidas y parciales, empezaban a eliminar el pago de salarios fijos
en las actividades productivas a destajo o donde el rendimiento de
cada trabajador era determinante en los resultados finales;
ordenaban el comienzo de pagos de acuerdo a la cantidad y calidad
del trabajo realizado, y establecían premios a final de año basados
en el cumplimiento de los planes y la obtención de determinados
resultados en la producción o los servicios. Por eso ofrecían cierto
respiro y ligeros incentivos a los trabajadores, en la medida que
sus mayores y mejores esfuerzos eran compensados con salarios más
elevados.
Salarios que posibilitaban el
acceso a mayor cantidad y mejores productos y servicios, gracias,
entre otras cosas, a la existencia de nuevas formas de
comercialización minorista que se comenzaron a implantar, como el
llamado mercado libre campesino (privados) y el llamado mercado
“paralelo” (estatal), que eran establecimientos que vendían
productos alimenticios, de vestuario, calzado, electrodomésticos y
artículos del hogar sin utilizar el racionamiento, a precios
diferenciados. A lo que se sumaba la venta “liberada” por parte del
Estado de otros productos deficitarios, como la gasolina para
vehículos, las bebidas alcohólicas y cervezas, así como la
reconversión de restaurantes y bares de cierto nivel en nuevos
centros supuestamente más lujosos, con mejores ofertas y precios
mucho más elevados.
El hecho cierto,
independientemente de todas las limitaciones existentes, era que
gracias a los nuevos sistemas de pago, la lucha por la eficiencia, y
la existencia de mercados campesinos y tiendas de mercado paralelo,
la dependencia y subordinación de cualquier trabajador cubano a los
dispositivos de control político y social monopolizados por el
partido y los sindicatos comenzaba a debilitarse. Fue un tiempo en
que para obtener mejores condiciones de vida o recursos materiales
que necesitara o interesaran a un trabajador, (desde un tosco reloj
de pulsera a un ventilador, una lavadora de mala calidad, un
televisor en blanco y negro, un radio portátil, o unos días de
acceso a un plan vacacional), este no tenía que depender de las
asignaciones en las asambleas de los sindicatos o de “estímulos
laborales” que se otorgaban a los más “revolucionarios” y “de
avanzada”.
Por
otra parte, los mayores controles contables y estadísticos que se
establecían, aun con la insuficiencia y deficiencias características
de estos instrumentos a partir de la llamada “ofensiva
revolucionaria” de 1968, mostraban cada vez más claramente el papel
obstruccionista e ineficiente de las acciones que realizaba el
partido comunista en los centros de trabajo, ya fueran de
actividades productivas o de servicios, así como en los centros de
estudio.
Las constantes llamadas a
inútiles asambleas por cualquier razón, a participar en desfiles
absurdos, guardias nocturnas, trabajos voluntarios, jornadas de
limpieza, recogida de materias primas, o de “tarecos”, o cualquiera
de las improductivas e infinitas modalidades del “trabajo político”,
interrumpían la producción, los servicios, la enseñanza, o el
merecido descanso de las personas, y no eran bien recibidas por los
trabajadores, que veían que todas esas actividades no eran más que
obstáculos que les impedían concentrarse en lo que de veras les
interesaban, que era el trabajo que les permitiera obtener mayores
salarios y lograr una mayor satisfacción de sus necesidades.
Consiguientemente, por la conjunción de todos esos factores, cada
vez los instrumentos de control político se debilitaban más y se
comenzaban a producir resquicios en el control monolítico de la
sociedad. La emulación, el trabajo voluntario, los estímulos
morales, las microbrigadas, el movimiento “de avanzada”, los
círculos de estudio, la atención a los murales en los centros de
trabajo, y las movilizaciones callejeras, comenzaron a perder
protagonismo y resonancia dentro de la vida de los trabajadores en
sus centros laborales, y los militantes del partido comenzaron a ser
vistos, cada vez más, como una camarilla de una sociedad secreta
preocupada mucho más de cuidar de sus propios intereses y pelearse
en rencillas internas que en hacer algo útil a favor de los
trabajadores o de los centros de trabajo.
También en los países
“hermanos” de la órbita soviética el papel del partido se debilitaba
cada vez más, producto de la desmoralización de sus militantes y los
continuos fracasos en todos los sectores de la economía y la vida
política y social. Y en la propia Unión Soviética el nuevo jerarca
máximo, Mijail Gorbachev, comenzaba a llamar a sacudir el
inmovilismo y pedía que la nación fuera capaz de realizar verdaderas
proezas productivas y avances en la eficiencia y el rendimiento que
le permitieran ponerse a la altura de los países más desarrollados
del planeta. Por ello comenzó a mirar con recelo el extraordinario
gasto militar del país, los más de cien mil militares soviéticos
empantanados en Afganistán, y la imposibilidad de la economía
nacional para enfrentar el reto de la Iniciativa de Defensa
Estratégica planteada por el presidente Reagan, conocida como Guerra
de las Galaxias.
Evidentemente, venían nuevos
tiempos para el mundo socialista soviético, y ya los chinos hacía
tiempo que se habían desgajado de Moscú y marchaban, todavía
lentamente, por el camino de las reformas económicas alentadas y
aprobadas por Deng Xiaoping, que llevarían a China a las posiciones
cimeras como potencia mundial que ocupa en nuestros días.
Fidel Castro, con su instinto
político para detectar cualquier amenaza que pudiera poner en
peligro, aunque fuera remotamente, su omnímodo poder, avizoró el
peligro y puso en acción todos sus mecanismos de alerta temprana,
anticipándose a la perestroika soviética y a la glasnot
que la acompañaría, y desató abiertamente su anatema contra los
acuerdos de los tres congresos del partido comunista cubano y los
proyectos del sistema de dirección de la economía. Su falso pretexto
era que el excesivo énfasis en los mecanismos económicos para
dirigir la economía en vez de emplear mecanismos políticos y
morales, como propugnaba Ernesto Guevara, terminaría traicionando a
la revolución y poniendo en peligro las supuestas conquistas de los
trabajadores.
Acusó entonces de
“tecnócratas”, a todos los dirigentes y funcionarios encargados de
introducir, establecer y controlar el Nuevo Sistema de Dirección y
Planificación de la Economía (SDPE), que era un grupo de economistas
cubanos estudiosos y bien formados, y les impuso despectivamente esa
etiqueta. Comenzó a cesantearlos de sus cargos y tareas, y puso en
su lugar a fieles e incondicionales oportunistas e ineptos,
repetidores de consignas elementales y populistas, muchos de los
cuales ni eran economistas ni tenían la más mínima noción de como
funciona la economía de un país o de una empresa.
Todo
se quiso justificar entonces con la bandera de salvar los supuestos
principios más nobles de la revolución del envilecimiento y avaricia
de quienes veían en el socialismo la posibilidad de enriquecerse
utilizando instrumentos del capitalismo.
Y
Fidel Castro daba pie a esas ideas con parrafadas como la que
pronunció ante la ANAP (Asociación Nacional de Agricultores
Pequeños) en un encuentro de cooperativas que se celebraba en mayo
de 1986:
“En el esfuerzo por buscar la
eficiencia económica hemos creado el caldo de cultivo de un montón
de vicios y deformaciones, y lo que es peor, ¡corrupciones! Eso es
lo que duele. Todo eso puede mellar el filo revolucionario del
pueblo, de nuestros trabajadores, de nuestros campesinos. Y eso sí
es muy malo, porque debilita a la Revolución no solo políticamente,
incluso militarmente la debilita; porque si nosotros tenemos una
clase obrera que se deja llevar nada más por el dinero, que empieza
a ser envilecida por el dinero, que no actúa más que por el dinero,
entonces estamos mal, porque de ese tipo de hombre no sale un
defensor óptimo de la Revolución y de la patria”.
Y,
como es habitual en él, concentró todos sus esfuerzos en promover el
llamado proceso de rectificación de errores y tendencias negativas,
al mismo tiempo que a desprestigiar y “asesinar” la personalidad de
los “tecnócratas”, a quienes responsabilizaba de la deriva que había
tomado el SDPE y la economía nacional mientras él se dedicaba a
jugar a la guerra en África y a que los países del Tercer Mundo no
pagaran su deuda externa. Como
si esos “tecnócratas” hubieran podido hacer algo, establecer algo, o
prohibir algo, que no hubiera recibido primero la aprobación de las
máximas instancias del partido comunista y del mismo Fidel Castro en
particular.
Y así estuvo durante todo aquel
año. En diciembre de 1986 habló en una sesión diferida del congreso
del partido, señalando:
“Hay que hacer trabajo de
conciencia, sí, y los demás mecanismos, los factores económicos, son
medios, instrumentos auxiliares del trabajo político y
revolucionario que requiere una verdadera revolución, y, sobre todo,
que requiere la construcción del socialismo y los caminos del
comunismo. Esa rectificación no podemos esperarla de nuestros
cuadros administrativos disfrazados de capitalistas, primero tenemos
que quitarles el disfraz, tenemos que saber seleccionarlos y tenemos
que educarlos. No quiero decir que hay que cambiar a todos los
cuadros administrativos, ni mucho menos, hay muchos buenos; muchos
de ellos no tienen la culpa de que los hayan disfrazado y los hayan
puesto a trabajar, a actuar como vulgares capitalistas, y algunos se
tienen que haber deformado. En este proceso tenemos que hacer que
rectifique todo aquel que puede rectificar, que sea susceptible a la
rectificación y adoptar una conducta realmente comunista”.
Aunque ese mensaje populista
hacía un llamado oportunista a la conciencia de los trabajadores, a
la formación comunista, al “espíritu del Che”, a la grandeza del
partido comunista, y a todas las cantaletas de siempre, la verdadera
y única gran preocupación de Fidel Castro se le escapó en uno de sus
continuos discursos en aquellos delirantes días, cuando señaló que
si todo se podría resolver con “mecanismos” ¿para que quedaríamos
nosotros entonces?
Para beneplácito de mediocres,
oportunistas y burócratas de todo tipo, conocidos también como
“cuadros profesionales del partido”, fueron eliminados con mucha
rapidez todos los sistemas de incentivo salarial basados en la
cantidad y calidad del trabajo, así como la llamada “vinculación” y
los premios anuales, y en general los salarios volvieron a niveles
básicamente fijos, con mínimos incentivos variables en función de
sobre-cumplimientos que interesaban al régimen y que no
necesariamente tenían que ver con la eficiencia. Tales salarios, con
excepción tal vez de los que recibían los relativamente
privilegiados trabajadores de los contingentes (hablaremos de eso a
continuación), limitaban la posibilidad de consumo de los
trabajadores más allá de lo que podían obtener mediante la
distribución racionada de productos alimenticios y de vestir,
calzado y aseo personal. Los “mercados paralelos” fueron muriendo
por el desabastecimiento, los mercados libres campesinos se cerraron
en medio de aparatosas redadas policiales, y la venta “liberada” de
gasolina a vehículos y bebidas alcohólicas desapareció
vertiginosamente, mientras los restaurantes y otros centros
reconvertidos a establecimientos de altos precios se tuvieron que
conformar con ver decaer la clientela ante la falta de dinero de los
trabajadores.
Fidel Castro inventó, asesorado
por su camarilla de ineptos, una nueva organización para la
producción, en sustitución de la empresa socialista: el
“contingente”. Se trataba de un engendro sin mucha definición
conceptual y menos aun práctica, que se suponía trabajaba en todo lo
que hiciera falta y todo el tiempo que hiciera falta, de manera que
de sus integrantes se esperaban agotadoras jornadas de trabajo de
doce horas diarias o más, como sucedía en las microbrigadas de la
construcción que se resucitaron con la “rectificación”. Para
justificar tal barbarie, se establecieron salarios mucho más
elevados para los integrantes de los contingentes, con un elevado
porcentaje fijo y un mínimo variable como pago por
sobre-cumplimiento. Los contingentes eran proclamados como modelo
empresarial ideal para la verdadera construcción del socialismo que
comenzaba entonces con el proceso de rectificación, según había
asegurado Fidel Castro.
Se le asignaron recursos a los
contingentes de forma prioritaria, mediante el expediente de
descapitalizar o dejar sin abastecimientos al resto de las empresas,
y se exigió a la prensa domesticada -toda la prensa del país-
exaltar las glorias y virtudes de los contingentes por sobre las
miserias humanas de “los tecnócratas” y de “los mecanismos”, y
ofrecer una visión edulcorada de los eventuales resultados que
lograrían tales contingentes, y que, como era de esperar, nunca se
obtuvieron. En el súmmum de la estulticia y oportunismo, Fidel
Castro promovió al jefe del contingente insignia del país, que había
sido creado, apoyado y abastecido al máximo por órdenes personales
suyas, a miembro permanente del buró político del partido comunista,
el más alto nivel de dirección del país.
En tales condiciones, la
autonomía empresarial, que había vivido una azarosa y muy difícil
experiencia durante el decenio en que se pretendía implantar el SDPE,
desapareció de la noche a la mañana, bajo las esteras de los
contingentes, que ahora venían a ser algo así como aquella “marcha
acompasada de los batallones de hierro del proletariado” a la que se
refería Lenin en uno de sus momentos más cursis.
De nuevo se mezclaron las
funciones del partido con las del gobierno, se ignoró olímpicamente
el papel de los órganos del poder popular, que no logró nunca ir más
allá de lo puramente ceremonial, se desconoció por el partido en la
práctica la autoridad de los órganos de la administración central
del Estado, y se vivieron momentos similares a los que se habían
considerado una “barbarie” superada de la década de los sesenta,
durante el alocado camino hacia una zafra azucarera de diez millones
de toneladas de azúcar que nunca se logró.
La economía comenzó a declinar
rápida e inexorablemente. Quienes no tienen idea de lo que están
diciendo o se niegan a ver la realidad, consideran que la gran
crisis económica se produjo durante el “período especial”, tras la
desaparición del campo socialista y el ya clásico “desmerengamiento”
de la Unión Soviética, pero cualquier análisis profundo y serio de
la economía cubana demuestra perfectamente que entre 1986 y 1993 se
produjo un descenso significativo de todos los indicadores
fundamentales de la economía y de la vida social de la nación, que
no pueden ser achacados al llamado período especial. Pues ese
modelo, (mezcla de aldea estratégica organizada por Estados Unidos
durante la cruel guerra de Vietnam y la reconcentración del general
español Valeriano Weyler contra los cubanos durante la Guerra de
Independencia), comenzó cuando ya el llamado “proceso de
rectificación de errores y tendencias negativas” había hecho
estragos en el país, debido a la demencial preocupación de Fidel
Castro por asegurar su poder a toda costa, aun al precio del
sacrificio y el sufrimiento de millones de cubanos en la Isla.
Como ya se señaló en la primera
parte de este análisis, “la crisis del terrible ‘período
especial’, que en realidad no ha terminado todavía, lo único que
hizo fue agudizar los desastres, carencias e insuficiencias a que
Fidel Castro había llevado a la economía cubana con sus delirios de
la ‘rectificación’, una maniobra con el único objetivo de asegurar
su omnímodo poder, aunque tuviera que destruir al pueblo y a la
nación cubana en ese empeño”.
El período especial
Con la caída del Muro de
Berlín, la desaparición del campo socialista, y el abrupto fin del
imperio soviético, Cuba bajo la férula de Fidel Castro entró en una
nueva etapa. Etapa donde las penurias y limitaciones para los
cubanos de a pie no tendrían límites, y el nivel de sacrificio que
se impondría a la población sería colosal. Cuando Fidel Castro debió
haber dado un paso al lado junto con toda su camarilla, y darle así
oportunidad a más nuevas generaciones de cubanos de tratar de sacar
el país de la crisis y enrumbarlo hacia la estabilidad económica, el
progreso y el desarrollo, se atrincheró en sus métodos arcaicos y en
la imposición del terror y la represión, negó toda posibilidad a
cualquier opción que no fuera la diseñada por él mismo tanto en lo
económico como en lo social y en lo político, y silenció por la
fuerza cualquier voz discrepante que osara manifestarse dentro de
las filas revolucionarias proponiendo caminos más racionales y
sensatos.
El cuarto congreso del partido,
después de llamar a la militancia durante el proceso preparatorio a
expresar francamente sus opiniones y proponer medidas para revertir
la situación que se avecinaba, resultó más de lo mismo. La alta
dirección partidista se asustó con las propuestas de la base, las
echó a un lado, y llamó a una posición “unitaria”, que en la
práctica significaba aceptar mansamente las decisiones de la cúpula
sin críticas ni cuestionamiento, mostrar absoluta confianza en las
directivas trazadas por el Comandante en Jefe, y continuar
con lo mismo de siempre, como si nada importante estuviera
sucediendo. En otras palabras, como de costumbre, el congreso del
partido no sirvió para nada.
Se apeló al nombre de “período
especial”, un escenario que entonces se utilizaba en las fuerzas
armadas para describir situaciones de ocupación del territorio
nacional por las fuerzas “enemigas” en medio de lo que se conocía en
entrenamientos y ejercicios como “la guerra de todo el pueblo”. Es
decir, un proyecto de supervivencia y resistencia al límite en el
supuesto caso de destrucción y bloqueo militar de todo tipo de
suministros militares, alimentos y recursos, comenzando por el
combustible. Fidel Castro introdujo entonces el concepto de “período
especial en tiempo de paz” para describir la terrible pesadilla que
sería impuesta a los cubanos a partir de esos momentos, al precio
que fuera necesario, para garantizar que la camarilla gobernante,
con el Comandante en Jefe al frente, conservara el poder a
toda costa, sin importar las penurias y miserias que los cubanos
deberían sufrir durante muchos años.
El desastre del “socialismo
real” se veía venir desde finales de la década de los ochenta, pero
la falta de visión y previsión de la jerarquía castrista no fue
capaz de tomar las medidas correspondientes para enfrentar la
situación. En vez de reconocer de una vez por todas que las
realidades cambiaban a pasos agigantados, durante un tiempo se
pretendió continuar viviendo entre nostalgias y fantasías, confiando
en que tal vez podría ocurrir un milagro o quién sabe qué, pero en
el momento de la desaparición de la Unión Soviética ni la alta
jerarquía del castrismo ni los directivos empresariales en todos los
niveles estaban en condiciones de enfrentar un mundo donde las
reglas del juego eran absolutamente diferentes y donde el país no
podía pretender vivir del eterno cuento de la justiciera revolución
socialista ni del glorioso combate de David contra Goliat: sin
dinero en sus arcas, el gobierno cubano tenía muy poco que hacer en
el mercado mundial más allá de mendigar.
De más está decir que el
Sistema de Dirección y Planificación de la Economía, que ya había
recibido estocadas mortales desde el inicio del “proceso de
rectificación de errores y tendencias negativas”, se mantuvo
sepultado durante el llamado “período especial”, y la autonomía
empresarial en esas condiciones no llegaba a ser ni el sueño de una
noche de verano. Lejos de pretender encontrar y aprender nuevas
formas de gestión empresarial y de administración pública en las
nuevas condiciones, la nomenklatura se aferró a sus viejos malos
hábitos de improvisación, alboroto, palabrería y demagogia para
dirigir, y no fue capaz de generar nuevas ideas o métodos de gestión
que permitieran mejorar los resultados de sus actividades.
Siendo entonces profesor en la
Universidad de La Habana, propuse en los cursos de dirección y
gestión para directivos empresariales y ministeriales que no
hablaran más de se iba a entrar en el período especial, que sobre
eso no había nada que hacer, pues el país caminaba directo hacia ese
período especial, sino que comenzaran a preguntarse cómo se podría
salir de ese período especial y lo que habría que hacer para
lograrlo. A todos los que me escuchaban esos criterios, en cursos y
seminarios, uno tras otro, les llamaba la atención ese enfoque, que
consideraban creativo e innovador, con lo que se podía comprobar que
esa problemática no se le había planteado por los dirigentes del
partido y el gobierno a quienes tenían responsabilidades
administrativas en las empresas y los ministerios cubanos.
Fidel Castro creía que el
desarrollo de la ingeniería genética, la biotecnología y la
industria farmacéutica, de conjunto con el turismo y el níquel,
generarían suficientes fondos exportables para capear la situación
mientras se esperaba por el milagro, pero muy pronto tuvo que
aprender que, independientemente de los valores intrínsecos de cada
uno de los productos que Cuba pretendiera exportar, no podría
hacerlo sin dominar los mecanismos y técnicas del marketing
internacional, el desarrollo estratégico y el riguroso control de
precios y de calidad. Que no había nada que hacer en un mercado
mundial tan competitivo donde participaban gigantescas compañías
farmacéuticas con decenas de años de prestigio sólidamente
establecido y una experiencia productiva y competitiva que superaba
por años-luz a los gerentes de pacotilla cubanos que pretendían
adueñarse de ese siempre promisorio sector mercantil de la noche a
la mañana, tal vez por arte de magia.
Las dificultades en el
desarrollo del turismo fueron otro golpe en la cara de Fidel Castro
y su camarilla de ineptos. Demasiado pronto tuvieron que aprender
que los turistas no visitaban a Cuba por solidaridad ni para conocer
la historia de las guerrillas cubanas, sino para disfrutar de sus
playas, sol, bellezas naturales y todo lo agradable que el país
pudiera ofrecer, y que no podrían, ni querían, entender que sus
instalaciones turísticas, que pretendían ser consideradas de cinco,
cuatro o tres estrellas, no brindaran el confort o los servicios que
ofrecen las instalaciones de ese nivel en cualquier parte del mundo.
Varadero, famosa por su playa,
su arena y su sol, y otras instalaciones costeras con magníficas
condiciones naturales para el turismo, como Guardalavaca, Cayo
Largo, las playas del este de La Habana, o los cayos de la costa
norte de la Isla, no lograban obtener vegetales ni frutas frescas
para ofrecer en sus restaurantes y cafeterías, y en muchas ocasiones
estos productos se compraban en Bahamas o Jamaica y se transportaban
hacia Cuba en patanas para poder proporcionarlos en los hoteles de
la Isla. Preguntado en una reunión no pública, Carlos Lage, el
supuesto “zar de las reformas cubanas” (según lo describía la prensa
internacional), que por qué no se ofrecía a los campesinos de las
áreas cercanas a los polos de turismo internacional pagarle en
dólares por vegetales y frutas selectas, a manera de estímulo, lo
que ahorraría tener que comprar esos productos en otros países
cercanos, su genial respuesta, reflejo de la mentalidad de la
camarilla gobernante, fue que eso no se hacía porque un grupo de
campesinos se estaría enriqueciendo por sobre todos los demás, lo
cual no sería justo. El Dr. Lage, evidentemente, como muchos de sus
pares en el buró político y el gobierno, ya en pleno período
especial, continuaba viviendo en el “proceso de rectificación de
errores y tendencias negativas”, y parecía no haber comprendido que
ya el “socialismo real” no existía y que las reglas del juego de la
competencia mundial exigían actuaciones para las que ellos no
estaban ni tan siquiera remotamente preparados, ni se lo imaginaban,
a pesar de todo lo que declararan públicamente.
Lo mismo sucedía, créase o no,
con la ropa de cama y toda la lencería y cortinas de las
habitaciones de los hoteles: por falta de equipos modernos y
detergentes apropiados, era necesario enviarlos a lavar y planchar a
Bahamas o Jamaica. La gloriosa revolución socialista cubana, con el
inefable Comandante en Jefe al frente, era incapaz de hacer
lo que antes de la revolución llevaban a cabo tranquilamente en Cuba
y sin ningún tipo de alboroto “trenes de lavado” de chinos
inmigrantes que ni hablaban correctamente en español, españoles
también inmigrantes, y pequeñas empresas cubanas localizadas por
todas partes de la Isla.
Fueron los importantes
convenios de administración firmados con capitales españoles los que
posibilitaron que la parte cubana comenzara a aprender, poco a poco,
sobre las formas de llevar a cabo la gestión de hoteles en
condiciones competitivas teniendo en cuenta el mercado
internacional. Y tomaron como referencia las formas de gestión y
funcionamiento de los circuitos hoteleros del Caribe, como los de
Bahamas, Jamaica, Turcos y Caicos, Cancún, República Dominicana,
Puerto Rico y las Antillas Menores, entre otros.
En
cuanto al níquel, las cosas también fueron muy claras desde el
principio en cuanto a la gestión de esa industria, productora de
materiales que resultan estratégicos para otros productores en
América del Norte y en otros países. Las inversiones del
desaparecido Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) en esa
industria se habían caracterizado por su baja eficiencia y su atraso
tecnológico, por lo que correspondería a la compañía canadiense
Sherrit crear las condiciones para llevar a cabo el funcionamiento y
desarrollo de la industria niquelífera cubana en condiciones más
apropiadas. Lo que en la práctica significaba que serían los
canadienses quienes determinarían cómo dirigir las fábricas y
empresas cubanas en las que se asociaban.
Todas estas medidas, sin embargo, resultaban insuficientes para
mantener a flote a una economía que para poder funcionar dependía
totalmente de los subsidios soviéticos y de condiciones favorables
de comercio con el resto de los “países socialistas”, así como de
muy puntuales operaciones comerciales con países occidentales, y
cuya deuda externa con los países desarrollados de economía de
mercado crecía continuamente y sin perspectivas de que se modificara
esta tendencia.
Como resultado de ese criminal
proyecto del período especial y de la miseria que tuvo que enfrentar
el país, de la que no se ha desembarazado todavía, se produjeron
infinidad de situaciones en toda Cuba que serían risibles si no
fuera por todo lo dramático y trágico que representaban. El
transporte básico para los cubanos en La Habana y las demás
ciudades, al no disponerse de combustible, fueron bicicletas chinas,
entonces importadas masivamente, mientras que en poblados más
pequeños y las zonas rurales se recurría a la tracción animal como
medio de transporte. Esos esfuerzos excesivos de pedaleo provocaron,
además de innumerables y fatales accidentes en las vías, y hechos de
sangre producidos por el asalto a los ciclistas para robar las
bicicletas, molestias óseas y musculares, así como fatigas y
desfallecimientos por el ejercicio físico excesivo sin las
condiciones de alimentación apropiadas.
La falta de proteínas en la
alimentación resultó “normal” en un momento en que se desayunaba con
cocimiento de hojas de árboles y se almorzaba o comía picadillo de
cáscaras de plátano o de toronjas, así como el “bistec” de frazada
de piso o las pizzas de condones, y provocó serios daños de salud a
la población con menos recursos. Se calcula que el consumo de
calorías se redujo hasta el 67% en comparación con las consumidas en
1989, e incluso se desató una epidemia de neuritis óptica y
polineuropatía periférica, provocada por la alimentación inadecuada.
Aunque el gobierno se negaba a reconocerla, e incluso Fidel Castro
cesanteó a un viceministro de salud pública que le dijo que la causa
de la epidemia era la alimentación deficiente de la población,
finalmente hubo que distribuir de manera urgente y masiva vitaminas
y otros productos específicos, como galletas vitaminadas recibidas
como ayuda del exterior, para ayudar a paliar la situación. Por otra
parte, creció la incidencia de enfermedades en la población en
general, y más aun en los ancianos, así como las cifras de
mortalidad materna, aunque disminuyeron las de natalidad, debido a
las dificultades materiales y el aumento de
abortos. Como secuela de todos esos años
de alimentación deficiente, se ha podido comprobar que la estatura
de los cubanos en general tuvo una disminución con relación a las
generaciones precedentes, y que el peso promedio de la población se
redujo entre un 5 y un 25% producto de la combinación de carencias
en la alimentación con esfuerzos físicos extremos, sobre todo en el
caminar y el pedaleo excesivo en bicicletas.
La falta de combustible
provocaba, además de las carencias en el transporte, antológicos
cortes de electricidad en todo el país, en una Isla donde
prácticamente toda la energía eléctrica se genera a partir del
petróleo. Hubo épocas en que se suministraban solamente ocho horas
de fluido eléctrico a las viviendas, seguidas de cortes también de
ocho horas, y así, intermitentemente, tanto de día como de noche, lo
que provocaba, además de daños a los equipos electrodomésticos de
los cubanos, imposibilidad de utilizar ventiladores para
refrescarse, y la proliferación de mosquitos y otras plagas tanto en
las viviendas como en las calles. En esos tiempos no era
extraordinario ver familias enteras en las aceras en horas de la
madrugada, porque dentro de sus viviendas no lograban conciliar el
sueño entre el calor y los mosquitos. Por si fuera poco, el bombeo
de agua para uso en las viviendas se interrumpía continuamente, y
había barrios y aglomeraciones poblacionales donde pasaban días y
días sin que entrara una gota de agua por las tuberías y era
necesario recibirla mediante carros-cisterna.
Todas estas situaciones y
muchas más que no vamos a detallar porque harían demasiado extenso
este análisis, generaron indisciplina laboral y social. Las personas
no asistían a sus centros de trabajo o estudios simplemente porque
no tenían manera de transportarse, no existían lugares donde
adquirir vestuario o calzado, el comportamiento en público se
deterioró, se vestía como se pudiera y se hablaba a gritos y con
lenguaje soez e insensible, y hubo un aumento exponencial de la
prostitución femenina en las calles, e incluso de la masculina,
fenómeno no muy abundante en Cuba anteriormente. Quedaron sin
mantenimiento ni reparación lugares públicos y privados: viviendas,
instalaciones de salud pública, restaurantes, centros deportivos,
culturales, cines, teatros, parques, paradas de ómnibus,
embarcaderos, aceras y calles, lugares históricos, centros
recreacionales para la población, bibliotecas, supermercados y
bodegas, puestos de viandas, lecherías, postes y líneas eléctricas
y telefónicas, teléfonos públicos, acueductos y alcantarillados,
jardines, funerarias, panaderías y dulcerías, y cuanta cosa
estuviera en pie en el país.
El atraso tecnológico se hizo
mucho más evidente en esta época, y la obsoleta tecnología soviética
y de los países socialistas quedaba sin uso debido a su poca calidad
o a su extraordinario consumo energético. Un proyecto faraónico como
la central electro-nuclear de Juraguá, que se construía con
tecnología y financiamiento soviético, se paralizó y ha quedado como
monumento a la falta de previsión y la improvisación del castrismo.
Igual suerte correría la fábrica de ómnibus “Girón”, donde se
ensamblaban feísimas estructuras metálicas sobre chasis de camiones
soviéticos que se caracterizaban, más que nada, por su ínfima
calidad y exagerado consumo de combustible solo admisibles a niveles
tercermundistas de los más atrasados.
El daño estructural y
antropológico para la sociedad y la nación cubana, en aras del ego
desmesurado y del poder absoluto de Fidel Castro, resultaría
aplastante, catástrofe de la que todavía no ha sido posible
recuperarse completamente ni mucho menos. Las medidas tomadas por el
régimen fueron un conjunto de improvisaciones e incoherencias
incapaces de revertir la situación y enrumbar el país nuevamente por
senderos apropiados. Aunque las estadísticas de esa terrible etapa
no son definitivas ni es posible confiar demasiado en las
disponibles, el consenso generalizado entre los más serios
estudiosos de la economía cubana se mueve alrededor de que el
Producto Interno Bruto cubano se redujo en un 30% en esta etapa. Tan
grave como eso, o más, la capacidad adquisitiva de los salarios de
los cubanos se redujo en ese período hasta un 29% comparada con la
de 1989, lo que unido a una galopante inflación provocada por la
crisis económica supuso muchas más penurias y miserias para la
población.
Las medidas para enfrentar la
crisis no pasaron de lo que los cubanos llamamos curitas de
mercurocromo y cocimientos de plantas naturales: es decir,
paliativos elementales, pero no acciones de fondo para detener el
derrumbe y revertir la situación. El gobierno resucitó una ley de
inversiones que dormía el sueño del desprecio desde que había sido
proclamada en 1982 para atraer capitales extranjeros, sobre todo
para el turismo y otros sectores que el régimen deseaba priorizar.
También se proclamó un decreto-ley sobre zonas francas que no tuvo
demasiada trascendencia; se comenzó a autorizar el trabajo por
cuenta propia, satanizado desde la ofensiva revolucionaria de 1968;
se hicieron modificaciones a la ley arancelaria, pensando
fundamentalmente en inversiones extranjeras y el trabajo privado; y
se creó un engendro en la agricultura llamado Unidades Básicas de
Producción Cooperativa, que eran parcelas de tierras estatales
disfrazadas de cooperativas, con la misma decadente gestión de las
empresas agropecuarias estatales. A esto hay que sumar la creación
de nuevas formas de organización empresarial, básicamente las
llamadas corporaciones, que en realidad eran unidades del ministerio
del interior y de los aparatos de seguridad que funcionaban como si
fueran empresas; la reorganización del sistema bancario; la
despenalización de la tenencia de dólares y monedas extranjeras, lo
que estaba prohibido desde 1959, y se propició el envío de remesas
de los cubanos desde el exterior, fundamentalmente desde Estados
Unidos, para familiares y amigos. Como consecuencia y para captar
divisas, se estableció un nuevo signo monetario, el peso cubano
convertible (CUC), que circularía junto al dólar y el peso cubano
(CUP), provocando dificultades, confusiones y dolores de cabeza
hasta nuestros días. A esto hay que añadirle la reapertura una vez
más los mercados agropecuarios y los de productos industriales y
artesanías; la reorganización de
los órganos de la administración central del Estado; la modificación
de los procesos de planificación ramal, territorial y empresarial;
el incremento a los precios de productos no esenciales, y la
eliminación de gratuidades que existían desde décadas atrás en base
a la política social establecida.
Tal vez aunque vistas de
conjunto las decisiones arriba señaladas puedan parecer a primera
vista suficientes para enfrentar la crisis, como en realidad no
formaban parte de una estrategia económica definida y se aplicaban
con el concepto de paliar las diferentes situaciones cuando iban
surgiendo, no constituyeron en ningún momento un paquete de medidas
económicas coherente y efectivo, y no lograron mucho en revertir la
terrible situación por la que pasaban los cubanos.
El país y la sociedad se
mantuvieron subsistiendo como pudieron durante muchos años, hasta
que con la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela en 1998 las
cosas comenzaron a mejorar significativamente, pero mucho más para
el castrismo que para los cubanos de a pie. Mucho más después del
fallido golpe de estado de abril del 2002, en el que Fidel Castro
terminó reponiendo al Chávez cautivo en la presidencia, y a partir
de ese momento el teniente coronel paracaidista se entregó en cuerpo
y alma a la voluntad y designios de Fidel Castro y los comunistas
cubanos, hasta el último instante de su vida.
Sin embargo, aunque Chávez
podría haber representado aquel inesperado “milagro” por el que
suspiraba Fidel Castro en 1990, tras la aparición del benefactor
venezolano el ya anciano dictador no hizo nada por ajustar o mejorar
el sistema de dirección económica del país ni el caótico estado
organizativo en que estaba sumido, y continuó dirigiendo con su
indescriptible estilo de alucinado, donde lo mismo recibía a un Papa
que explicaba por televisión la forma más conveniente de cocinar
arroz en una olla eléctrica. Sus últimos dislates, antes que tuviera
que abandonar el poder por gravísimas complicaciones de salud,
fueron llevar hasta los extremos las llamada batalla de ideas, la
absurda revolución energética, y la dispersión por todo el país de
“trabajadores sociales”, especie de “guardias rojos” del castrismo
para diseminar la moral socialista y la probidad administrativa,
aunque lo que realmente se diseminó en esos tiempos fue una
corrupción creciente y rampante que se mantiene hasta nuestros días
con más fuerza que nunca.
Algunos economistas serios han considerado que las medidas puestas
en vigor durante el período especial son las reformas más profundas
que se hayan llevado a Cuba durante el más de medio siglo de
castrismo. Esa aseveración podría ser discutible, aunque no hay que
verla como una percepción equivocada, porque no lo es. Sin embargo,
teniendo en cuenta los resultados que lograron en la práctica,
aparentemente lo más significativo de tales medidas fue que
permitieron que el régimen se mantuviera en el poder a costa de las
penurias y miserias de los cubanos, y de convertir a la Isla en un
país limosnero donde el acceso a un puñado de dólares para lograr
sobrevivir se convirtió en el principal anhelo de la población.
No
son ciertas las afirmaciones de los aduladores del castrismo y sus
propagandistas baratos que aseveran que el período especial tenía
como objetivo preservar los logros y las conquistas de la
revolución, además de que esos supuestos logros se desvanecieron de
manera irreversible durante los últimos veinte años. Lo único que
logró preservar fue la dinastía de los Castro en el poder y las
magníficas condiciones de vida de
los más favorecidos de la clase dirigente y de sus familiares
cercanos, así como de varios grupos privilegiados de las fuerzas
armadas y el ministerio del interior que lucraron y se beneficiaron
con las carencias y las miserias de la población. Basta caminar por
cualquier lugar de Cuba, sin guías oficiales ni “visitas dirigidas”
para constatar hasta que niveles de pobreza extrema y necesidades se
degradó a los cubanos para conservar la gloria y el poder de la
camarilla castrista.
Será
necesario ahora analizar con detalles la era de Raúl Castro tras la
salida de su hermano mayor del poder formal, para poder comprender
hasta dónde se pueden estar produciendo reformas económicas en el
país, y cuáles son las más significativas, desde la autorización a
hospedarse en hoteles o comprar computadoras hasta la llamada Zona
de Desarrollo Especial de Mariel, la nueva ley de inversión
extranjera y las más recientes modificaciones a la ley de empresas.
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