JUAN DAVID ESCOBAR VALENCIA
En 1991, Mandela, que visitaba Cuba para saludar a su amigo y
camarada Fidel, a quien consideraba como una inspiración y una “torre de
fuerza”, respondía lo siguiente a los miembros del exilio cubano en
Miami que le pedían que se refiriera sobre los derechos humanos en la
isla prisión más grande del mundo: “¿Quiénes son ellos para estar
instando a que se cumplan los derechos humanos en Cuba?… ¿Quiénes son
ellos ahora para estar tan preocupados por los derechos humanos? No les
preocupa la violencia que ha causado la muerte de 10.000 personas
nuestras en Sudáfrica. ¿Quiénes son ellos para dictarnos lecciones
acerca de los derechos humanos?”.
¿Qué tal la argumentación del difunto Mandela? Huelen a venganza, más
que a convicción profunda de valores, las palabras de Mandela, quien
defendía a Fidel, y a Gadafi, porque según él, la intervención cubana en
Angola y Namibia fue un acto desinteresado del dictador cubano que
quería la libertad de los pueblos oprimidos de África; sabiendo de sobra
que Fidel, como diría su clon bolivariano, actuó como un “cachorro del
imperio”, en este caso soviético, obedeciendo las órdenes de Moscú de
exportar la revolución comunista a África, Medio Oriente y América
Latina, a cambio del sostenimiento de la economía cubana con la compra a
precio artificial de su azúcar.
La semana anterior fue la segunda “cumbre” de la CELAC, tal vez el
peor engendro institucional que dejó el nefasto dictador venezolano,
Hugo Chávez, que se suma a la ya larga lista de organismos
subcontinentales cada vez más inútiles, donde el mar de babas hacer ver
como un sapero al Mar Caribe, donde todos hablan pero nadie escucha y
donde las declaraciones finales ya se consiguen preimpresas en cualquier
papelería, solo con unos espacios en blanco para poner la fecha y la
firma de los asistentes.
Que una reunión supuestamente para fortalecer la democracia se haga
en el epicentro de la violación de los derechos humanos, la convierten
en la “cumbre” del cinismo y de la indignidad, y hace a sus asistentes
cómplices de los peores carceleros y dictadores de este continente.
Cuando concluía este repulsivo evento, el dictador Raúl Castro, con
un cinismo patológico decía al leer la declaración final: “Reiteramos
que nuestra Comunidad se asienta en el respeto irrestricto a los
Propósitos y Principios de la Carta de las Naciones Unidas y el Derecho
Internacional, la solución pacífica de controversias, la prohibición del
uso y de la amenaza del uso de la fuerza, el respeto a la
autodeterminación, a la soberanía, la integridad territorial, la no
injerencia en los asuntos internos de cada país, la protección y
promoción de todos los derechos humanos, el Estado de Derecho en los
planos nacional e internacional, el fomento de la participación
ciudadana y la democracia. Asimismo, nos comprometemos a trabajar
conjuntamente en aras de la prosperidad para todos, de forma tal que se
erradiquen la discriminación, las desigualdades y la marginación, las
violaciones de los derechos humanos y las transgresiones al Estado de
Derecho”. Y todos tan campantes, aplaudieron al diablo que hace hostias.
Con razón el indigno gobierno colombiano escogió a La Habana como escenario de la farsa disfrazada de paz.
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