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En este abril de 2013 se cumple una década de uno de los momentos más deprimentes de la historia postrevolucionaria: la llamada primavera negra. Fue un momento en que Fidel Castro, entusiasmado por lo que asumía como una ola revolucionaria en América Latina y la llegada de los primeros lotes de subsidios venezolanos, decidió erradicar todas las muestras de descontento y oposición que se habían ido acumulando en ese camino de-derrota-en-derrota-hasta-la-victoria-final que él había trazado. El pretexto fue, como ha sido usual desde 1959, cerrar el paso a la amenaza imperialista.
Aunque la primavera negra es recordada sobre todo por el encarcelamiento sin derecho al debido proceso de 75 activistas opositores, quiero enfocar mi atención en otro hecho: el fusilamiento de tres jóvenes negros por el secuestro fallido de una lancha de pasajeros que brindaba servicios en la bahía de La Habana.
Como es conocido, un grupo de once jóvenes participaron en ese acto delictivo el día 2 de abril de 2003, con el propósito de alcanzar las costas de La Florida. Ello implicaba la toma como rehenes de una treintena de pasajeros, incluyendo dos jóvenes extranjeras que se convirtieron para los secuestradores y para la policía en las piezas claves de la negociación. Finalmente la lancha se quedó sin gasolina, lo que movió a los secuestradores a aceptar un acuerdo que solo la candidez puede aconsejar: ser remolcados hasta el muelle de Mariel donde serían reabastecidos de combustible para que pudieran reemprender la marcha al norte.
El resultado fue la captura de todos los secuestradores sin que hubieran producido daño físico alguno a ningún pasajero. El día 8 concluyó un juicio sumario en que los detenidos no tuvieron acceso a un abogado de su elección. Tres —Lorenzo Capello de 31 años; Bárbaro Sevilla de 22 años y Jorge Martínez de 40— fueron condenados a muerte, mientras otros fueron sancionados con penas que iban desde prisión perpetua hasta dos años de cárcel. Según la CIDH el estado cubano había procedido a “juzgarles y condenarles sin las debidas garantías procesales”, y entre ellas “por cuanto la tipificación para las ofensas cometidas por las presuntas víctimas (en la ley blandida) no prevé la pena de muerte, sino una pena privativa de libertad”.
En el tiempo galáctico de tres días la condenas fueron revisadas por el Tribunal Supremo y por el Consejo de Estado, cuyos miembros se pronunciaron unánimemente por el fusilamiento de los tres jóvenes. Finalmente fueron fusilados el día 11 de abril, sin notificarlo a sus familiares —que estuvieron todo el tiempo confiados en una revocación de la orden— ni permitir una despedida. Es decir que en 9 días transcurridos entre el 2 y el 11 de abril se decidió, apelaciones por el medio, sobre la vida de tres personas, y se procedió a la ejecución.
El Consejo de Estado basó su decisión, cito a Fidel Castro en una perorata de 4 horas que sucedió al fusilamiento, en “los peligros potenciales que implicaban no solo para la vida de numerosas personas inocentes sino también para la seguridad del país —sometido a un plan siniestro de provocaciones fraguado por los sectores más extremistas del Gobierno de Estados Unidos y sus aliados de la mafia terrorista de Miami con el único propósito de crear condiciones y pretextos para agredir a nuestra Patria”.
Es decir, que según Fidel Castro se fusiló a tres cubanos jóvenes que no cometieron hechos de sangre, ni segaron vida alguna, para afrontar las supuestas amenazas del Gobierno americano presidido entonces por George W. Bush; por lo que cabe pensar que se tomó una decisión contra ciudadanos cubanos a partir de las actitudes del presidente americano. Quien por esa vía devino actor legal y político interno de Cuba, y Fidel Castro un vulgar “plattista” que aceptó la fuerza de la injerencia. Y volvió a hacerlo un tiempo después, cuando otros cubanos secuestraron una lancha en la costa norte pero esta vez con hechos violentos más severos, y sin embargo no fueron condenados a muerte porque esa fue la condición que el Gobierno americano puso para devolverlos tras ser interceptados por la guardia costera americana. También en este caso el Gobierno americano impartió justicia y decidió sobre la vida de los ciudadanos cubanos. Y nuevamente los dirigentes cubanos se sumaron al carro del “plattismo”.
De subir el tope de la ignominia se encargaron 27 intelectuales y funcionarios cubanos que produjeron un documento plañidero en el que declaraban a “los amigos del mundo” que “para defenderse Cuba se ha visto obligada a tomar medidas enérgicas que naturalmente no deseaba” y llamaba a repudiar “la gran campaña que pretende aislarnos y preparar el terreno para una agresión militar de los Estados Unidos contra Cuba”. Entre los intelectuales aparecen criaturas que nunca pierden una oportunidad de chapotear en el lodo, como son los casos de Silvio Rodríguez, Miguel Barnet y Amaury Pérez. No faltaron algunos funcionarios ilustrados —llamarles intelectuales hubiera sido una hipérbole imperdonable— como Carlos Martí, Eusebio Leal y Alfredo Guevara. Pero también firmaron figuras de las que uno siempre hubiera esperado, al menos, un retraimiento oportuno, como fueron los casos de Leo Brouwer, Chucho Valdés, Roberto Fabelo, el finado Cintio Vitier, su esposa Fina García Marruz y Marta Valdés.
Lo más aberrante del documento es que achaca la ignominia a Cuba, cuando en realidad solo una parte muy pequeña de ella fue culpable. La mayoría de los cubanos no conocieron del asunto hasta que Granma lo publicó, sin versión contrapuesta y siempre bajo el aviso de una macana policial que se agitó en estos días con más celeridad que nunca. Los emigrados, que también son Cuba, y cuya inmensa mayoría no tiene nada que ver con la metáfora de la “Mafia de Miami” tampoco fue parte de esa decisión. Y lo más importante, que también los jóvenes fusilados y sus familiares eran parte legítima de Cuba. En consecuencia, no fue solo una decisión criminal a espaldas de una parte mayoritaria de Cuba, sino también contra ella.
Es probable que al paso del tiempo, este hecho esté pesando en las conciencias de quienes decidieron por el fusilamiento sumario de los tres jóvenes negros. Es posible, por ejemplo, que en su deambular como administrador de un hospital sin futuro, Carlos Lage haya pensado en esto, o que lo haya hecho el excanciller cuando redactaba su cartica de arrepentimiento y notó que le faltaba la firmeza de pulso que tuvo cuando firmó la confirmación del crimen. Y es posible que cuando los voceros castrados del autoritarismo miran hacia atrás, también sientan algo de arrepentimiento por haber llamado a los amigos a no sonrojarse frente a la ignominia y el crimen.
Es una suerte para ellos que no tuvieron Bárbaro Sevilla, Lorenzo Copello y Jorge Martínez.
A ellos, nadie les dio la oportunidad del arrepentimiento.
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