sábado, marzo 30, 2013

Emilio Ichikawa » ENTREVISTA a Yoani Sánchez

varela
1-EMILIO ICHIKAWA: Ante todo una felicitación por los premios recibidos. Varios muestran un reconocimiento académico de tu trabajo. Es el caso de la distinción otorgada por la Universidad Pública de Navarra. Por esta razón quería preguntarte por tu formación como Filóloga; por ejemplo, qué profesores reconocerías como tus mayores influencias, disciplinas o asignaturas por las que sentiste mayor inclinación cuando estudiabas.
YOANI SÁNCHEZ: Nacida en un ambiente casi ágrafo, donde el papel más recurrente era el de los cartuchos con que se empaquetaba el azúcar y el arroz que llegaba por el racionamiento, es un milagro que me haya decantado por la literatura. Recuerdo los gritos de mi madre cuando tardaba en sentarme a la mesa, porque estaba terminando un capítulo de Zola, Balzac o Dostoievski. La naturaleza humana tiende a la rebeldía y fue precisamente esa incomprensión, lo que me hizo creer que en aquellas páginas escritas yo podía crear mi propio mundo, un universo en el que la marginalidad que me rodeaba no interfiriera demasiado. De ahí que las advertencias de “niña te vas a quedar ciega de tanto leer” o “en lugar de estar con el librito deberías ponerte a fregar…” lograron en mí el efecto contrario. Acumular lectura se convirtió en mi propia forma de desobedecer, un estilo muy particular de crearme una burbuja, de paredes frágiles –lo reconozco- pero al menos una porción sin los gritos del solar, las broncas de allá afuera, el matonismo de mi escuela primaria y la pobreza de mi Cayo Hueso deslucido. Leer fue la manera que encontré de sobrevivir.
Cuando llegué a la Facultad de Artes y Letras, estaba rodeada de una aureola de glorias pasadas, pero poco quedaba ya de aquel hechizo. Tuve buenos y malos profesores. Recuerdo con especial agradecimiento a Margarita Mateo quien me hizo descubrir la literatura latinoamericana y especialmente la cubana. Hasta ese momento yo era como una libélula encerrada entre libros clásicos, con pocas horas de vuelo en lecturas contemporáneas y a punto de quemarme en la luminosidad del siglo dieciocho. Ella fue también la tutora de mi tesis de graduación, que bajo el título “Palabras bajo presión: La literatura de la dictadura en Latinoamérica” por poco me cuesta el diploma. Sé que por las complicaciones derivadas de ese atrevimiento la propia Maggie –como le decíamos cariñosamente- se vio compulsada a abandonar la facultad donde llevaba años trabajando, de manera que le guardo un gran respeto profesional y una profunda admiración por su entereza personal.  Entre lo que no quisiera recordar está la actuación de Ana Cairo, quien fungió como oponente del tribunal que me evaluó. Entre las atrocidades académicas que cometió aquella tarde de mi exposición, estuvo la de poner en duda parte de la bibliografía que yo había presentado, por haber sido compilada en páginas webs. Era el año 2000 y por primera vez la Facultad de Artes y Letras era confrontada al hecho de que el conocimiento lingüístico y literario no sólo está almacenado en gruesos volúmenes de una biblioteca. Empezaban, tímidamente las referencias a estudios y análisis publicados en Internet. Recuerdo que Ana Cairo se opuso a que yo incluyera URLs en la bibliografía de mi tesis y para confirmar cuán poco confiable eran aquellas cadenas de letras terminadas en .com, dijo una frase que aún me provoca carcajadas “No podemos aceptar bibliografía de la web, porque qué ocurriría si algún día le ponen una bomba a Internet ¿Eh? ¿Cómo vamos entonces a comprobar que esto es verdad?”
Allí confirmé el abismo que me separaba de las togas y los gruesos cristales que querían entender la literatura como algo sagrado. Ya me había construido mi primera computadora, llevaba años entrenándome en el código html y las cadenas binarias, leía en una pantalla con la misma fluidez que lo había hecho en las páginas de un libro, en fin, estaba irremediablemente contaminada por la informática. Ana Cairo, no podía entenderlo y su agrio comentario se convirtió para mí en otro apotegma contra el que debería rebelarme. Se lo agradezco sobremanera, pues mi blog es precisamente el punto de confluencia entre la filología y los circuitos, es la prueba de cuán lejos llevé esa insubordinación.
Confieso también que nunca se me dieron bien las especialidades lingüísticas, la fonética, la fonología y la sintaxis las sobrellevé a pesar de mis gustos. Las clases de la Cortiña me parecían como aritmética aplicada a algo que yo prefería imaginar más intuitivo y personal. Disfruté mucho el latín con Amaury Carbonell y las conferencias sobre la novísima literatura cubana impartidas por Redonet, pero reconozco también que me tocó una etapa bien deslucida de la Facultad de Artes y Letras, un momento en que el ardor que salía de nuestros estómagos –tanto de alumnos como de profesores- era difícil de controlar en medio de las clases de Historia del Arte y de Semántica. Yo era madre ya cuando me senté por primera vez en uno de los pupitres de Zapata y G, por lo que tenía muchas obligaciones. Junto a mi esposo impartía clases de español y paseos por la ciudad a turistas, para poder mantenernos económicamente. Tenía que hacer una y mil maromas para llevar la escuela junto a esa profesión ilegal y encima de eso la maternidad, pero sin ese trabajo alternativo nunca hubiera logrado graduarme. Mis padres –ponchero de bicicletas e inspectora de taxis- no podían mantenerme durante esos cinco años de improductividad. De manera que fue un sacrificio enorme mostrar el primer diploma universitario en una casa donde nadie había visto uno de cerca. La satisfacción se convirtió rápidamente en frustración cuando comprobé que me había graduado como especialista del lenguaje y la palabra, pero me estaba prohibido unir frases libremente.
Imagino que igual frustración embargó al resto de mis colegas de año, pues la gran mayoría de ellos vive hoy fuera de Cuba.
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