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Ilustración 1: Gerlys Álvarez Chacón, El Iluminado (s/f) © Cubarte
Ilustración 2: Kcho, Cadena de reunificación familiar (2008) © C-Monster
Ilustración 3: Foto © Arturo Montoto
Ilustración 4: Alicia Leal, Caridad, sálvame (2001) © Cubarte
Arnaldo M. Fernández
Al final de un comentario filosófico sobre la historia (1940), Walter Benjamin discierne entre los adivinos —que preguntan al tiempo qué se oculta en el porvenir— y los judíos, a quienes se tiene prohibido escrutar el futuro, pero no dejan de considerar cada segundo venidero como «la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías». Los cubanólogos abrigan igual esperanza a lo judío para la transición a la democracia, pero también desfogan pasiones adivinatorias en diseños y más diseños de cómo será la Cuba futura. Esta conjunción judeo-adivinatoria presupone que el tiempo está a favor del bando opositor al castrismo presente. Y como no hay garantías metafísicas ni históricas de que así sea, la operación intelectual en subsidio dejaría pasmado a Heidegger: separar el tiempo del ser.
Al discurrir sobre «El exilio y la oposición ante la nueva ley migratoria», Rafael Rojas dice que las apariencias sitúan a Cuba «más lejos de una democratización» que hace una década, pero que «bajo la supuesta pasividad de la comunidad internacional hacia la persistencia de la falta de libertades en Cuba, subyace la confianza, fundada o no, de que el cambio político de la Isla está más cerca que hace diez años». Amén de la intriga que se arma con «supuesta pasividad», la disyuntiva de que la confianza subyacente sea «fundada o no» se resuelve por la falta de fundamentos al dar Rojas los suyos: «ancianidad de los líderes históricos, convalecencia de Hugo Chávez, autonomización económica y cultural de varios segmentos —sobre todo, jóvenes— de la sociedad, proliferación de medios digitales alternativos».
Ni siquiera la muerte de los líderes históricos del castrismo sustentaría confianza en el cambio esencial, porque la reserva viene preparándose hace más de medio siglo. Rodaron las cabezas de Lage y Pérez Roque, como antes Robaina y Aldana, pero subieron a su tiempo Bruno Rodríguez y Miguel Díaz Canel, Mariano Murillo y Adel Yzquierdo. Ni siquiera la muerte de Hugo Chávez imprimirá cambios en Cuba, porque primero tendría que dilucidarse la situación en Venezuela y a la postre el castrismo dio ya pruebas de supervivencia sin petróleo a la mano hasta encontrar otro proveedor complaciente.
El juego lingüístico de «autonomización económica y cultural de varios segmentos» enmascara no sólo el control estatal y partidista sobre ellos, sino también el abismo de absoluta dependencia o indiferencia política en ellos. Y para nada cuenta la proliferación de medios digitales alternativos, porque siempre han tenido doble filo de emancipación y dominación y las audiencias propenden hoy a entretenerse antes que a montar resistencias. Last, but not least, el Estado castrista deja proliferar a discreción y hasta cierto punto: eventualmente recurrirá incluso a la «solución Gross».
Así y todo, Rojas plantea «que nos encontramos ante un cambio de sentido en la experiencia de la oposición en Cuba»: antes se movía de dentro hacia afuera y ahora «el reto es, por lo visto, construir un liderazgo dentro de la Isla, de cara a una joven comunidad politizada». Sólo por wishful thinking se podría percibir «un cambio de sentido» como consecuencia de una situación de hecho pasada empalmada con un reto, esto es: con algo que aún no ha ocurrido.
Rojas suelta que, en la experiencia pasada, «convertirse en un líder de la oposición significaba ser reconocido internacionalmente». Nada más que por esta falacia de concreción fuera de lugar, el liderazgo opositor se torna ficticio, pero la cosa es peor: no hay voluntad de poder, sino mediática. Ensartar proyecto tras proyecto sin ganarse a la gente dentro sólo tiene sentido si se pretende conseguir algún premio fuera o salir por los telecentros de Miami u otros medios de ultramar. Semejante experiencia opositora dista mucho de ser política, porque no hay masas en meras acciones de relaciones públicas. Aunque incurrió en falsa generalización, el único experto en tumbar y preservar gobiernos todavía disponible entre cubanos, lleva un tanto de razón con que estos «disidentes son una realidad virtual» (Biografía a dos voces, Debate, 2006, página 392).
Sin embargo, la noción del tiempo a favor de la oposición implica que también el pasado mostró esta preferencia y nada mejor que traer a colación el clímax de aquella experiencia: «la movilización del Proyecto Varela, que desató la represión de la primavera del 2003 y una corriente de solidaridad con los 75». Aquí se pretende pasar por registro histórico la opinión dada por Oswaldo Payá a Cartas de Cuba (abril 18, 2003): que Castro buscaba «liquidar la dirección» del Proyecto Varela, porque 42 reos de la Causa de los 75 eran coordinadores del proyecto, que proponía «la dirección del cambio que el pueblo prefiere» y el régimen habría entrado «en pánico» al detectar que «miles de ciudadanos seguirán firmando».
Hay una secuencia bien documentada —desde la recepción (febrero 24, 2003) en que James Cason se explayó contra Castro y anunció su programa de seis mil millas de recorrido por Cuba, pasando por la protesta diplomática (marzo 10) de La Habana contra el confinamiento de Los Cinco en «huecos», hasta dos reuniones más (marzo 12 y 14) en la residencia de Cason— para dar razón suficiente de que la oleada represiva de la primavera de 2003 derivó en derechura —y como de costumbre— de la obsesión de Castro por enfrentar al «imperio» de Washington y a la «mafia terrorista» de Miami.
Para ese entonces, Payá guardaba ya silencio sepulcral sobre el dictamen (noviembre 1, 2002) con que la comisión pertinente de la Asamblea Nacional había rechazado el Proyecto Varela, por defectos jurídicos de forma y de fondo. Este silencio prosiguió incluso después que el dictamen se colgara en Internet (julio 17, 2003) y Castro pusiera en blanco y negro: «Ese Proyecto Varela lo recibió la comisión, lo estudió, le respondió y lo que ocurrió es que sus promotores no quisieron recibir la respuesta» (Biografía a dos voces, Debate, 2006, página 390).
Luego de fracasar el asalto al cuartel Moncada, Castro se apeó con que «¡Mientes, Chaviano!» (Bohemia, mayo 29 de 1955) para reivindicar frente al coronel de la dictadura batistiana que los asaltantes no eran criminales cargados de odio ni los militares se comportaron con honor. Tras afirmar Castro que los promotores del Proyecto Varela «no quisieron recibir la respuesta», la gente quedó a la espera del «¡Mientes, Castro!» que Payá debió publicar en cualquier medio extranjero.
La prueba concluyente es que el Proyecto Varela volvió a presentarse (octubre 3, 2004) con iguales defectos, como si no se hubiera rechazado, y en ambas tandas sumó menos de 26 mil firmas, es decir: la movilización englobó apenas al 0.33% del electorado. Así no se podría entrar ni siquiera a la verbena democrática de la Constitución de 1940, que exigía militancia de al menos 2% de los electores para jugar al duro en política. Y para colmo nunca cundió el pánico en el régimen castrista, sino la falacia de concreción fuera de lugar en el Proyecto Varela, que acabó relanzándose (octubre 24, 2008) y expirando en Madrid.
Así como Rojas no encuentra «una iniciativa política tan eficaz como el Proyecto Varela» (1998-2004), pero sí «una nueva definición del socialismo cubano» —en el Proyecto de Lineamientos de la Política Económica y Social del PCC (2010)— que sería políticamente aprovechable por la oposición, ahora encuentra que la reforma migratoria del castrismo no sólo propicia «la comunicación y el contacto entre el exilio y la oposición interna», sino también que la diáspora contribuya con «recursos propios» a que las «fuentes de ingreso» de la oposición sean «más autónomas» y de este modo se incremente su «capital moral».
Cualquier cosa —desde un proyecto desatinado propio hasta un panfleto o una ley del contrario— puede imaginarse que favorece a la oposición si se piensa que cada segundo del tiempo por venir es la puerta por donde podría entrar el Mesías. Amén de que la comunicación, el contacto y las finanzas —con montos foráneos a que jamás llegará la diáspora— han sido ejemplarmente ineficaces como inversiones para la transición a la democracia en Cuba, los cubanos no son judíos —todas las analogías a este respecto son amañadas— ni tienen Torá ni plegaria para instruirse en la conmemoración para desencantar el futuro. Y los cubanólogos no pueden menos que sucumbir a la tentación de los adivinos para suponer que la flecha del tiempo avanza en favor de la oposición.
Benjamin advirtió que cabe la posibilidad de «un presente que no es transición, sino que ha llegado a detenerse en el tiempo». Y esto no puede superarse urdiendo puntos de inflexión en el decurso del ser. Para superar tal situación, el Mesías tendría que venir tan redentor como vencedor del Anticristo.
--------------------------------- Ilustración 1: Gerlys Álvarez Chacón, El Iluminado (s/f) © Cubarte
Ilustración 2: Kcho, Cadena de reunificación familiar (2008) © C-Monster
Ilustración 3: Foto © Arturo Montoto
Ilustración 4: Alicia Leal, Caridad, sálvame (2001) © Cubarte
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