Desde runrun.es
Ya
sabemos que Hugo Chávez no será juramentado hoy 10 de enero como
presidente de Venezuela; ya que por un lado sus médicos han dicho que no
está en condiciones de hacerlo, y por el otro lado el Tribunal Supremo
de ese país resolvió que no es necesario el juramento formal ante la
Asamblea Nacional, Chávez era y sigue siendo Presidente, y el juramento
puede hacerse posteriormente ante el mismo tribunal. Cada quien puede
pensar lo que quiera, pero así es. También sabemos que por lo pronto
Chávez no va a renunciar, provocando la celebración de nuevas elecciones
en el transcurso de los siguientes 30 días. Y sabemos que si bien su
estado de salud es muy grave, sólo sería inminente su fallecimiento por
decisión de la familia. Todo lo demás son suposiciones, es decir, lo más
divertido.
Una
posible explicación de la extrañísima paradoja recién surgida en
Caracas consiste en un fenómeno casi psicoanalítico. Me explico: los
chavistas, es decir, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, apoyados por el
segundo nivel de gobierno y del poder, se sienten seguros de arrasar en
una elección convocada después del deceso de Chávez o su inhabilitación
voluntaria para ejercer la Presidencia. La oposición, encabezada todavía
por Henrique Capriles, parece pensar lo mismo: iría al matadero
electoral de celebrarse comicios nuevos. Por tanto, la oposición está
actuando lógica aunque no muy valientemente al no presionar para que se
convoquen elecciones; pero la postura chavista se antoja contradictoria:
si van a ganar y saben que Chávez ya no se recupera, ¿por qué al mal
(buen) paso no darle prisa? Pues, como dirían Freud y Lacan, porque
matar al padre es un asunto muy complicado. Chávez, para ellos y para
sus partidarios, no es un simple Presidente, un simple comandante, un
simple mandatario, sino junto con Bolívar, una figura paterna con todas
las implicaciones de la misma. Y si los clásicos del psicoanálisis
hablaban de matar al padre en un sentido afectivo o analítico, en este
caso se trata de algo mucho más literal: una decisión política de
desconectar a alguien que muy probablemente está en una situación de
vida asistida. No sé si sea la mejor manera de tomar estas decisiones,
ni si por este camino se avance en la solución de los inmensos retos
económicos, sociales y de violencia que enfrenta Venezuela. Pero no
descarto que éste sea el sentimiento del núcleo duro chavista y de la
familia cercana.
La
segunda especulación vuelve ociosa o secundaria la primera. Me extraña,
debo confesarlo, que a los soberanistas mexicanos a ultranza no les
resulte incómodo que las principales decisiones sobre la Presidencia de
un país, sus procedimientos jurídicos, ejecutivos, y hasta legislativos,
se tomen en otro país, donde agoniza en secreto un Presidente, adonde
acuden a reuniones de trabajo varias veces al día el vicepresidente,
presidente de la Asamblea, ministro de Información, procuradora general
de la República, gobernadores, militares, etcétera, en pocas palabras,
toda la nomenclatura, pero no sólo ellos: también los padres, los
hermanos y las hijas del jefe de Estado. No quisiera ni imaginar qué
pasaría si algo por el estilo sucediera entre México y otro país, que
por lo menos tendría la ventaja de ser más grande, más rico y más
moderno. Ser protectorado de una potencia no es muy sano que digamos.
Serlo de una isla empobrecida y envejecida con menos de la mitad de
habitantes que el país propio, resulta aberrante. Algún día alguien
tendrá que explicar cómo el rumbo futuro de una Venezuela repleta de
reservas petroleras, con casi 30 millones de habitantes y una sociedad
civil vibrante y organizada, se resolvió bajo las órdenes de un señor de
nombre Ramiro Valdés Menéndez, de 80 años de edad, durante años jefe de
la represión de La Habana, que llegó a México en 1955 y partió a Cuba
en el Granma acompañando a Fidel y Raúl Castro y al Che Guevara: hace
más de medio siglo. Una cosa es Juan Valdez en Colombia; otra muy
distinta Ramiro Valdés en Venezuela.
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