la crisis de los misiles o de octubre para kubichilandia, no fue mas que el otorgamiento de la inmunidad vitalicia a fidel castro por parte de los superpoderes de la epoca. lo demas es paisaje para expertos, analistas, testigos presenciales, periodistas, cineastas y toda esa fauna que vive del cuento.
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newyorker.com |
elnuevoherald.com/ Vicente Echerri
A medio siglo exacto de la llamada “crisis de los misiles” o
“crisis de octubre” son inevitables los textos conmemorativos del
momento más peligroso de la guerra fría, cuando el estacionamiento de
misiles nucleares soviéticos en Cuba estuvo a punto de desencadenar el
holocausto nuclear.
Esta es una rememoración acostumbrada. Año tras año por esta fecha vuelven los analistas políticos, los testigos de primera mano que quedan y los historiadores a recordarnos la imprudente jugada soviética de poner este pavoroso arsenal al alcance de un loco, así como “el valor”, “la inteligencia”, “la sangre fría” y no sé cuántas otras virtudes del presidente Kennedy por evitar el Armagedón y lograr que los misiles salieran de territorio cubano, al precio de que el castrismo sobreviviera y perdurara.
En mi opinión, la crisis misma –que puso a una buena parte de la humanidad, y a los cubanos en particular, al borde de la extinción– fue el episodio más dramático de un proceso mucho más largo que se desenvuelve ante la mirada casi indiferente de Kennedy –y que puede servir para medir la ineptitud de este mandatario a quien una muerte violenta vino a salvar a tiempo de una ignominiosa posteridad.
Por imprevisión, cobardía o sensibleros prejuicios (por no lastimar la susceptibilidad de América Latina reincidiendo en una política imperial), el presidente Kennedy no obró de manera decisiva para abortar el fenómeno del castrismo que estaba montando una base de subversión internacional, contra los intereses de este país, en su propio traspatio.
La geografía –que si bien ha sido el más formidable aliado del proyecto castrista debido a nuestra condición insular– nos destinaba a ser ese traspatio que no tenía nada de denigrante. Gracias a esa envidiable cercanía y a la sagacidad de su clase política, Cuba fue, incluso antes de la independencia, el privilegiado arrabal de sus vecinos del Norte. La vecindad nos reportó grandes dividendos que, en pocas décadas de vida republicana, nos llevaron a las puertas del desarrollo. Los políticos cubanos de todo pelaje habían sabido vivir –con virtud o malicia, que parecían haber incorporado a su ADN– en perpetuo equilibrio con la incontrastable fuerza centrípeta de Estados Unidos sin sucumbir enteramente a su atracción, al tiempo que se aprovechaban de su proximidad. Era el mejor de los mundos posibles hasta que se instauró el delirio revolucionario.
Este fenómeno maduró con la tácita anuencia de Kennedy, que permitió que EE.UU. perdiera una natural esfera de influencia, Cuba se convirtiera en un país hostil y los cubanos en una nación esclava antes que ser tildado de imperialista, como si fuera posible presidir el país más poderoso de la historia sin ejercer un papel imperial. Esos pruritos presidenciales, causantes del fiasco de Bahía de Cochinos, son directamente responsables de lo sucedido año y medio más tarde: octubre de 1962 no es más que una secuela de abril de 1961 seguido por un rosario de torpezas e indecisiones.
Si el gobierno de Washington no previó que Fidel Castro, después de Bahía de Cochinos, trataría de blindar su régimen a cualquier costo, y que la forma más expedita y segura de lograrlo sería entregarse a los soviéticos, es prueba de una peligrosa miopía; si, por el contrario, vio venir el fenómeno y no hizo nada decisivo para evitarlo, resalta una estupidez poco común. Que el presidente reaccionara con cierto nivel de energía cuando ya los soviéticos habían plantado los misiles en Cuba sólo sirve para subrayar la desesperación de alguien a quien los acontecimientos han tomado por sorpresa.
Cincuenta años después, el status quo derivado de la solución negociada de la crisis se mantiene en vigor, pese a que uno de los actores, la Unión Soviética, desapareciera del escenario político hace más de dos décadas. Es cierto que el castrismo conserva el poder, pero lo hace en un país destruido por la arbitrariedad y la ineficacia de su gestión y sobre una nación envilecida por la corrupción que siempre engendra la opresión absoluta. Que Estados Unidos haya consentido pasivamente en que Cuba se convirtiera en un infecto basurero sin hacer nada decisivo por revertir esta situación en todo el tiempo que los rusos llevan fuera del juego es un misterio para muchos cubanos. Los mismos que esperamos que alguna vez –enmendando la ignorancia y perfidia de Kennedy– los americanos se decidan por fin a la tarea, aplazada por más de medio siglo, de limpiar el traspatio.
Esta es una rememoración acostumbrada. Año tras año por esta fecha vuelven los analistas políticos, los testigos de primera mano que quedan y los historiadores a recordarnos la imprudente jugada soviética de poner este pavoroso arsenal al alcance de un loco, así como “el valor”, “la inteligencia”, “la sangre fría” y no sé cuántas otras virtudes del presidente Kennedy por evitar el Armagedón y lograr que los misiles salieran de territorio cubano, al precio de que el castrismo sobreviviera y perdurara.
En mi opinión, la crisis misma –que puso a una buena parte de la humanidad, y a los cubanos en particular, al borde de la extinción– fue el episodio más dramático de un proceso mucho más largo que se desenvuelve ante la mirada casi indiferente de Kennedy –y que puede servir para medir la ineptitud de este mandatario a quien una muerte violenta vino a salvar a tiempo de una ignominiosa posteridad.
Por imprevisión, cobardía o sensibleros prejuicios (por no lastimar la susceptibilidad de América Latina reincidiendo en una política imperial), el presidente Kennedy no obró de manera decisiva para abortar el fenómeno del castrismo que estaba montando una base de subversión internacional, contra los intereses de este país, en su propio traspatio.
La geografía –que si bien ha sido el más formidable aliado del proyecto castrista debido a nuestra condición insular– nos destinaba a ser ese traspatio que no tenía nada de denigrante. Gracias a esa envidiable cercanía y a la sagacidad de su clase política, Cuba fue, incluso antes de la independencia, el privilegiado arrabal de sus vecinos del Norte. La vecindad nos reportó grandes dividendos que, en pocas décadas de vida republicana, nos llevaron a las puertas del desarrollo. Los políticos cubanos de todo pelaje habían sabido vivir –con virtud o malicia, que parecían haber incorporado a su ADN– en perpetuo equilibrio con la incontrastable fuerza centrípeta de Estados Unidos sin sucumbir enteramente a su atracción, al tiempo que se aprovechaban de su proximidad. Era el mejor de los mundos posibles hasta que se instauró el delirio revolucionario.
Este fenómeno maduró con la tácita anuencia de Kennedy, que permitió que EE.UU. perdiera una natural esfera de influencia, Cuba se convirtiera en un país hostil y los cubanos en una nación esclava antes que ser tildado de imperialista, como si fuera posible presidir el país más poderoso de la historia sin ejercer un papel imperial. Esos pruritos presidenciales, causantes del fiasco de Bahía de Cochinos, son directamente responsables de lo sucedido año y medio más tarde: octubre de 1962 no es más que una secuela de abril de 1961 seguido por un rosario de torpezas e indecisiones.
Si el gobierno de Washington no previó que Fidel Castro, después de Bahía de Cochinos, trataría de blindar su régimen a cualquier costo, y que la forma más expedita y segura de lograrlo sería entregarse a los soviéticos, es prueba de una peligrosa miopía; si, por el contrario, vio venir el fenómeno y no hizo nada decisivo para evitarlo, resalta una estupidez poco común. Que el presidente reaccionara con cierto nivel de energía cuando ya los soviéticos habían plantado los misiles en Cuba sólo sirve para subrayar la desesperación de alguien a quien los acontecimientos han tomado por sorpresa.
Cincuenta años después, el status quo derivado de la solución negociada de la crisis se mantiene en vigor, pese a que uno de los actores, la Unión Soviética, desapareciera del escenario político hace más de dos décadas. Es cierto que el castrismo conserva el poder, pero lo hace en un país destruido por la arbitrariedad y la ineficacia de su gestión y sobre una nación envilecida por la corrupción que siempre engendra la opresión absoluta. Que Estados Unidos haya consentido pasivamente en que Cuba se convirtiera en un infecto basurero sin hacer nada decisivo por revertir esta situación en todo el tiempo que los rusos llevan fuera del juego es un misterio para muchos cubanos. Los mismos que esperamos que alguna vez –enmendando la ignorancia y perfidia de Kennedy– los americanos se decidan por fin a la tarea, aplazada por más de medio siglo, de limpiar el traspatio.
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