La democracia de los conceptos y los muchos conceptos de democracia
La abundancia material en una parte del mundo que impone su cultura
al resto del planeta, es decir, el núcleo de los países
desarrollados que se ha dado en llamar G-8, no sólo ha prefijado
nuestras necesidades extra-biológicas (de supervivencia) sino que ha
traído como contraparte una rigidez de los mecanismos de búsqueda de
una nueva dirección a la existencia humana, de la forma rapaz en que
aún está organizada la economía planetaria, la tendencia a la
coacción institucional hacia los agentes de transformación, incluso
en las democracias, y la paralización de la conciencia en arquetipos
mecanicistas.
El inmovilismo no es necesariamente exclusivo del totalitarismo,
aunque es donde se expresa mucho más cómoda y fácilmente, sino la
condición “natural” del “orden establecido”, cualquiera que sea. Ha
sido debatible, pero no deja de tener un ángulo lógico, que el
totalitarismo (de cualquier vertiente) ha sido y es un producto de
la Revolución Industrial. El aspecto discutible parte del hecho
histórico del totalitarismo tanto en la Antigüedad como en el
Medioevo euro-islámico. Podría decirse que en la época moderna, la
estructuración de la producción en gran escala, en establecimientos
fabriles y agrícolas, facilitó su implantación.
El automatismo y uniformismo de la sociedad industrial
(caricaturizado hasta el extremo genial y jocoso por Charles Chaplin
en la película “Tiempos Modernos”), con sus tergiversados valores
acerca de la liberación humana e institucional, bloquea cualquier
alternativa válida que busque transcenderla. Basta ver de cerca una
línea de ensamblaje en una fábrica de automóviles -aun las
robotizadas- o el trabajo de las cajeras en un supermercado de
Estados Unidos, para darse cuenta que esa llamada liberación humana
e institucional necesita mucho más que una relativa abundancia
material o un automóvil propio esperando al empleado en el parqueo
de su centro de trabajo.
Lo cual no quiere decir, ni de broma, que el “escape” a esa
alienación o a esa angustia cuasi kafkiana lo haya descubierto “el
joven” Marx en sus escritos o Che Guevara en sus aventuras. Ni
tampoco que el camino sea el mismo en Massachussets que en Tiflis,
Valparaíso o Tombuctú. Ni tampoco dudamos de la superioridad
civilizadora del capitalismo contemporáneo sobre cualquier otro
sistema, sobre todo cuando se conjuga con la democracia política.
No existe algo como un orden científico puramente racional, ni
siquiera en las ciencias puras o la más excelsa tecnología, pues la
racionalidad tecnológica es un proceso político donde la razón como
pensamiento conceptual y forma de conducta se supone que tiene que
ser y es necesariamente un mecanismo de control y dominación. Si se
ha demostrado que las matemáticas no son exactas, y la física no da
pie con bola en el mundo cuántico, ¿cómo es posible que consideremos
cualquier modelo económico u orden social (incluso el democrático y
la economía de mercado) como el “perfecto”, si la naturaleza no lo
es, y el humano está muy lejos de ser una especie “modelo”?
Es una falacia considerar que la etapa tecnológica por sí sola trae
aparejada la generalización de la libertad, y que ello la diferencia
de la era pre-tecnológica. La ex República Democrática Alemana
(RDA), puntera tecnológica no solamente de la materialización del
“socialismo real”, se caracterizó también, sin embargo, por un
sofisticado nivel de coacción y una maquinaria represiva
impresionante, encarnada en su perfección por la STASSI, que nada
tenía que ver con las libertades humanas, sino precisamente con todo
lo contrario. La única diferencia de fondo entre la GESTAPO
hitleriana y la STASSI del comunismo este-alemán radicaba en que
esta última era mucho más sofisticada y tenía menos límites morales,
si es que tenía alguno.
En ambas fases del desarrollo social, tanto en la industrial y la
informativa, como antes en la agraria pre-industrial, la sociedad se
organiza de forma tal que, pese a ser superior en términos generales
respecto a las sociedades pre-industriales, el disfrute de la
libertad no deja de ser también elitista; aunque de manera
indirecta, el pensamiento se ajusta a las reglas del control y la
dominación, y el libre albedrío de las masas no adquiere su total
implementación: se altera sólo en la forma.
Los grandes conglomerados, independientemente de donde se encuentren
y la época de que se trate, están despojados de una verdadera
existencia humana libre. En los aspectos esenciales, no hay
demasiadas diferencias entre New York, Shangai, Sao Paulo o Lagos.
“Liberté, Egalité, Fraternité” sigue siendo un bello postulado, pero
no una realidad masiva en nuestro planeta todavía, ni tras lo que
fue el “telón de hierro” ni en el “mundo libre”.
En el estadio preindustrial de tipo feudal o burocrático-militar se
redistribuyen los magros productos de su economía en una forma que
siempre es más convulsiva y alienante que la tecnológica, con su
franja de beneficios y beneficiados más amplia. Naturalmente que hay
diferencias, y nadie en su sano juicio discute que las formas de
subyugación pre-tecnológicas y tecnológicas sean diferentes, pero en
realidad lo son sólo en el procedimiento de la subordinación y no en
la esencia: aquella es física, ésta es de tiempo.
La razón de la fuerza y la fuerza de la razón
Nuestra civilización en su conjunto sigue siendo aún aquella de la
dominación y la fuerza, y la razón del pensamiento sigue
respondiendo a la supremacía grupal (sea por razas, naciones o
intereses políticos), y a la protección de las ordenanzas sociales
establecidas en su momento, y no necesariamente a lo puramente
“lógico” o racional, y mucho menos a lo que utópicamente podría
considerarse “justo”.
Al disponer de la naturaleza como objeto de elaboración, el
racionalismo tecnológico expresado en las sociedades capitalistas
occidentales y Japón, y que comienza a expresarse también en la
China contemporánea de las sorpresas y los gatos sin color,
establece el andamiaje social por donde se verá encauzado
inexorablemente el individuo, ofreciendo un abanico de opciones
específicas, pero limitadas por estar gestadas y enmarcadas por su
estructura mercantil, fijando cuáles son las necesidades y las
apetencias “aceptables” y “razonables”, y por lo tanto las aceptadas
y razonadas, designando los límites de acceso a los bienes,
indicando el marco ético de los valores espirituales, donde el
pensamiento y los símbolos están súper-impuestos y siempre en última
instancia en función de actividades económicas.
Podrá pensarse que Marx tenía razón en estos aspectos y que
“revolucionó” el pensamiento social en este sentido, pero eso solo
sería válido decirlo si se parte de una pretendida “cultura
occidental” y se intenta desconocer que varios siglos antes, y con
un lenguaje mucho menos sofisticado, lo expresó Ibn Jaldún durante
sus periplos por el desértico norte africano. Tal vez si el ilustre
filósofo francés Jean Paul Sartre hubiera podido leerse a Ibn Jaldún
no hubiera sido tan condescendiente con el “materialismo histórico”
marxista como lo fue en los años sesenta del siglo pasado, de haber
sabido que no traía nada nuevo bajo el Sol, más allá de sus errores.
Reinamos sobre una población de máquinas que conquista de forma
avasallante a la naturaleza, a la vez que cada vez la pone más en
peligro, y somete a esquemas de servidumbres, mucho más sofisticados
que los anteriores, pero servidumbres al fin, a otros humanos.
Podría decirse que la mecanización ha implicado una invalidación de
su premisa, la individualidad, sostenida por un puritanismo
religioso, que tiene al trabajo como una actividad moralizadora y
deber insoslayable, teniendo como base, en última instancia, el
pecado original y el “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Aquello de que “el que no trabaja no come” no fue original de
Vladimir I. Lenin ni mucho menos, aunque siempre le gustó mucho más
que las versiones originales a los “camaradas” en el poder, en
cualquier país donde lo alcanzaron.
Los ideólogos y filósofos que promovieron las revoluciones y los
estados modernos, como François-Marie Arouet de Voltaire, Jean
Jacques Rousseau, John Locke, el Barón de Montesquieu, y otros,
realizaron una simbiosis que entonces parecía la perfección, aunque
históricamente resultaría desacertada, entre la razón y la libertad,
en función de sus visiones e intereses como grupos sociales, y se
aferraron a ver el progreso tecnológico como único instrumento para
obtenerla. Ello no niega que el progreso tecnológico puro, ha sido
progresivamente un liberador del humano ante su medio planetario,
pero no puede proclamarse la victoria total tecnológica liberadora
del humano. Aún ello está muy lejos de lograrse.
Aún arrastramos principios y mecanismos obsoletos, como el concepto
de partido político y de clase social, que serán una renovación de
las nociones corporativas anteriores quebradas por la revolución
industrial, donde su pregonada pero nunca cumplida misión histórica
rememora la mística profética judeo-cristiana. Nuestra sociedad
informativa digital, en especial de las democracias, requiere de
nuevos instrumentos sociales-gubernativos-electivos, capaces de
reflejar la opinión y selección directa individual, en cuanto a las
leyes, regulaciones, cargos gubernamentales, y demás.
Se da la posibilidad de excluir lo que define a la sociedad
tecnológica, ejemplificada en el concepto jacobino, donde una
minoría se abroga el derecho a sustituir justificadamente a un
pueblo inmaduro para establecer el reino de la razón y la
justicia, donde su papel social es conceptualizado en términos
de poder político, cuyo ejercicio moldea la sociedad. Salvando el
aspecto represor, ¿Qué diferencia existe entre este concepto
“burgués” y el derecho que se abroga una supuesta vanguardia
de sustituir a las masas para establecer el paraíso del
proletariado, el reino de los humildes, por los humildes y para
los humildes, conceptualizado en el estado totalitario comunista
en cualquiera de sus versiones y sin que cambie su esencia para nada
cualquier “reestructuración” y “actualización” del modelo que se
pretenda?
La teoría de la revolución pasa por alto los aspectos más
importantes de la vida social: supone festinadamente que no
necesitamos buenos individuos sino buenas instituciones, y más que
individuos educados, “masas” educadas y disciplinadas, y “cuadros”
apropiados para dirigirlas. Su absoluto fracaso se demuestra en la
actualidad con los dirigentes del castrismo, supuestamente la
representación de “el hombre nuevo”, devenido en un corrupto
aferrado por la fuerza al poder.
Sólo hay dos tipos de instituciones gubernamentales
Sólo hay dos tipos de instituciones gubernamentales,
independientemente del nombre con que se pretenda llamarlas o de las
justificaciones jurídicas que se busquen para legitimarlas: las que
permiten un cambio de gobierno sin violencia y con determinada
periodicidad, y las que no lo permiten. Son las instituciones que se
han denominado democráticas, a pesar de las deficiencias que se le
puedan señalar, quienes permiten a los gobernados ejercer cierto
control efectivo sobre los gobernantes, obligando a los malos
gobernantes a hacer lo que los gobernados consideren de su interés,
aunque en ocasiones la demagogia, el populismo, o ambas cosas a la
vez, lleven a pueblos a apoyar a malos gobernantes, aunque esto,
afortunadamente, no es eterno.
Todo lo demás que se pretenda argumentar sobre este tema no son más
que sofismas, trabalenguas y diversionismo: no es problema de
izquierdas o derechas, liberalismo o socialismo, presidencialismo o
parlamentarismo, monarquía o república, sino pura y simplemente de
que los gobernados den el consentimiento a los gobernantes para
gobernar durante un determinado período, con la obligación de
someterse a la voluntad de los electores cuando ese período termina.
No creemos necesario discutir términos y seudo-problemas tales como
el significado verdadero o esencial de “democracia”, que ya eso se
ha hecho sobradamente en todo el mundo durante mucho tiempo, y
bastantes crímenes se han cometido en su nombre, escondiendo en el
fondo métodos no democráticos. El nombre no importa para qué tipo de
gobierno; lo esencial es que cualquier gobierno, cuando sea
inefectivo, o cuando se cumpla el período predeterminado que se le
ha claramente señalado, pueda ser desplazado sin violencia; lo
esencial del verdadero problema es la distinción entre los dos tipos
de instituciones. Todo lo demás es paisaje.
Los castristas, y la izquierda chic internacional nunca piensa en
términos de individuos e instituciones, sino de “clases”, “intereses
económicos”, “pueblos”, etcétera. Pero las clases y los pueblos
nunca gobiernan, como no gobiernan las naciones. Los gobernantes son
siempre individuos, no importa la clase a la que pertenezcan o de la
que provengan: una vez que son gobernantes pertenecen a la clase
gobernante. Marx, Engels, Lenin, Fidel Castro, Che Guevara, Raúl
Castro, ninguno de ellos provenía de la “clase obrera” ni del
“campesinado”, pero se abrogaron a sí mismos y muy graciosamente su
representación, como los verdaderos intérpretes y defensores de “sus
intereses”.
Fidel Castro demostró que el principio utilitarista de la “mayor
felicidad” resultó una conveniente excusa para una dictadura
totalitaria. Así lo hicieron Lenin, Hitler, Mussolini, Juan Domingo
Perón, Hugo Chávez. Lo necesario para poder escapar en Cuba de esa
trampa de más de medio siglo es saber reemplazar esta utopía por un
principio mucho más modesto, preciso y realista: que la lucha contra
la miseria y por la igualdad de oportunidades sea un objetivo de la
política pública y de políticos aceptados y consentidos por los
gobernados a través de elecciones libres y directas, y con
predeterminada periodicidad, y de esta manera el incremento de la
felicidad quedará en manos del individuo, sin tener necesidad de
caudillos iluminados.
La individualidad, al menos en el mundo occidental, está sostenida
en estos tiempos por un puritanismo procedente de la vertiente
religiosa, que concibe al trabajo como ocupación moralizadora (esa
moral protestante magistralmente definida por Max Weber y que no se
aplica automáticamente en el mundo latino) y deber insoslayable
(basado en última instancia en el mensaje bíblico, que ya hemos
mencionado). Si bien ello resultó superior a los países
eminentemente agrarios-comerciales, y aún lo es comparado con casi
todo el resto del planeta, no deja de estar inmersa en regulaciones
municipales, condales, estatales e internacionales, que
indudablemente requieren la cesión de una porción de las libertades
individuales.
La vida humana moderna se divide en tres fases: (1) preparación
educacional y social para el trabajo, (2) cada vez más largo período
de ocupación productiva fabril y reproductivo familiar y (3) la
etapa que se inicia con el desahucio individual del aparato
productivo y del marco público, y se espera resignadamente la muerte
biológica, proceso que en dependencia de los recursos de cada país,
los acumulados durante la vida por cada quien, y los apoyos reales y
prácticos de los gobiernos y las sociedades a “la tercera edad”,
resulta más o menos aceptable y digno.
Si bien una mayor porción de la sociedad, comparado a épocas
pasadas, escapa a esta trampa total, aún resulta una minoría la que
logra espacio en la elite que disfruta autoridad política o
económica, o bien se aventura en la creación espiritual.
El concepto de partido político y clase social será una renovación
de las nociones corporativas feudales quebradas por la revolución
industrial, como ya hemos mencionado anteriormente. Esta pregonada
misión histórica de los partidos y vanguardias ideológicas rememora
la mística profética. Si donde cohabitan diferentes partidos esa
imagen es clara, cuando existe solamente un partido único la imagen
se hace más aburrida e insoportable que nunca. Nada más parecido a
la narrativa judeocristiana que las permanentes promesas de
paraísos, sociedades perfectas y hombres nuevos (¿es que no habrá
nunca mujeres nuevas?) que nos regalan continuamente los aparatos
ideológicos de las “vanguardias de la clase obrera”.
Los intereses de la élite gobernante se presentan como los intereses
de la nación: “nuestro pueblo no está dispuesto a…” cuando es la
élite la que no está dispuesta a… “Mis electores quisieran saber”,
cuando es el señor diputado o congresista el que quisiera saber. Los
peligros de la élite se expresan como los peligros de la nación:
“los imperialistas nos quieren destruir”, como si quisieran destruir
a la nación completa; o “estamos al borde del precipicio y caeremos
en él si no cambiamos”, como si fuera a caer algo más que la
camarilla dirigente.
Las políticas creadas por la camarilla se presentan como nacionales
o populares: “lo que no pueden perdonarnos los imperialistas es…”,
como si no se tratara de un choque de la dirigencia totalitaria con
“los imperialistas” o como si éstos tuvieran algo que perdonarle a
la población, “la mafia de Miami pretende quitarle a los cubanos…”,
como si quedara alguna cosa que la mafia del Palacio de la
Revolución no le haya quitado ya a los cubanos. Por otra parte, se
tremendiza la caída de los detentadores del poder como si fuera la
caída del cielo o de la nación: “después de mí, el diluvio”, “si la
revolución fuera derrotada…”, “como si no valiera la pena que el
mundo se hundiera antes que vivir en la mentira”.
Sin embargo, la vida nos enseña otra cosa. Cada cuatro años hay que
reelegir al presidente en Estados Unidos o elegir un nuevo, y eso
sucede desde hace más de dos siglos sin que nunca haya dejado de
salir el sol. Inglaterra es una muy sólida democracia moderna que
sin embargo tiene una vetusta monarquía pero no una constitución
escrita, y no por eso en Londres deja de llover. Un primer ministro
de una nación escandinava no tiene mucho más poder que un director
de una empresa privada, y posiblemente disfrute de menos
privilegios, sin que sus pueblos piensen en “emigrar” a la busca de
mejores condiciones de vida. Treinta y tres naciones “socialistas”,
de las treinta y cinco que existieron en el siglo XX, lograron
sacudirse de tal tragedia, y a cada una le va mejor o peor, pero en
ninguna de ellas se ha producido el diluvio universal ni el
Armagedón.
Todo el ordenamiento vigente del Estado-nación de soberanía absoluta
heredada de los siglos europeos XVI y XVII está en desuso en un
mundo que ya hace mucho tiempo que no es euro-centrista. Estados
Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, son en cierto sentido
(por una relativa herencia fundacional) parte de esa cultura
euro-centrista, aunque no sean naciones geográficamente europeas,
pero eso no vale para Japón, China, India, Corea del Sur, Taiwán,
Singapur, Nigeria, Sudáfrica, Irán, Qatar, y mucho menos para los
países menos desarrollados del “tercer mundo” o los del “cuarto
mundo” que no se menciona, pero existe, y muy real. No resulta
descabellado pensar que ese hegemónico ordenamiento euro-centrista
tienda a desaparecer: la pregunta ahora ya no es si desaparecerá,
sino cuándo. La expansión social y económica ha significado, hasta
el momento, expropiar territorios de otros, y la solidaridad humana
se ha asentado en perfiles raciales, culturales y de proximidad
física. Cada vez es más difícil continuarla de esa forma.
La soberanía nacional en tiempos de globalización y sociedad de
información se ve erosionada por la tecnología y por el poder
creciente de las entidades supra-nacionales de tipo políticas,
militares y económicas. Cada vez van teniendo más peso e importancia
práctica en la vida de las personas los gobiernos locales y las
agrupaciones supranacionales que los “Estados nacionales” que hemos
conocido en los últimos cinco siglos en la cultura “occidental”,
como ya lo habían anticipado hace más de dos décadas Alvin Tofler y
Peter Drucker. Tanto la democracia representativa, sea
presidencialista o parlamentaria, como los sistemas totalitarios,
las monarquías y las tiranías, han sido la respuesta de las élites
desde el poder a la limitación de desplazamiento del individuo en la
era del transporte animal y de sus conocimientos limitados, o del
transporte mecánico, pero con rémoras de la etapa anterior.
El poder del gobierno se supone que emana del pueblo, pero sin
embargo, ese mismo poder del gobierno le impide el ejercicio de
elección y sólo le permite la soberanía por delegación, con fines
muy específicos, dictando y gobernando en su representación. Da
igual si hablamos de parlamentarios ingleses que de diputados al
Soviet Supremo.
En la sociedad tecnológica el concepto de elección democrática se
define en términos de selección de candidatos impuestos y limitados
que entran en competencia para funciones públicas, pero donde el
electorado, en términos realistas, es “persuadido” por los símbolos
y lenguaje, y no ejerce el control terminante de la representación.
En no pocas ocasiones el voto del ciudadano se dirige más hacia el
más carismático en vez del más capaz, y en otras circunstancias
funciona en sentido negativo, como voto de castigo, y no se entrega
al mejor, sino al “menos malo”. Y uno de los “candidatos” más
votados muchas veces es la abstención, manera del elector de
expresar que ninguno de los aspirantes lo motiva ni lo convence
suficientemente.
Realmente, en ambas fases, pre y post-industrial, la sociedad se
organiza de forma tal que el disfrute de la libertad es exclusivo y
limitado, y estrechamente relacionado con el verdadero poder
adquisitivo, la fama creativa o militar y las posiciones de poder,
donde los cada vez más espaciosos conglomerados humanos están
despojados de una existencia libre. Encontrar bolsones de libertad
individual en Addis-Abeba (Etiopía), Bombay (India), El Cairo
(Egipto), Lima (Perú), Netzahualcoyo (México DF), o Soweto (Sur
África) no es nada fácil, no importa lo que declaren los gobernantes
cuando hablan en Naciones Unidas o por televisión.
El ejercicio del libre albedrío político del individuo común queda
reducido a la opción de escoger -o en muchas ocasiones de votar en
contra de- candidatos u ordenanzas originados en el cuadro
establecido, y sobre los que no se tendrá ninguna dirección o
control después que sean elegidos, a menos, en el mejor de los
casos, que cometan iniquidades, transgresiones o delitos de tal
magnitud que no puedan dejarse pasar, y aun así no siempre se les
puede imponer el castigo que merezcan. Aunque, de nuevo, se supone
que el poder de la élite emana del pueblo, esta élite, sin embargo,
le impide a ese pueblo el ejercicio de elección, y sólo le permite
soberanía por delegación, con fines muy específicos, dictando y
gobernando en su representación.
En Chile o en Finlandia, en Estados Unidos o en Japón, en Marruecos
o en Canadá. Esa realidad, supuestamente, fue lo que pretendió
modificar el libio Muamar el Khadafi con su Jamahirya Árabe Popular
Socialista, que en la práctica no fue más que una
satrapía-manicomio, laguna petrolera sin ningún rastro de un Estado
de derecho, o el sueño difuso e incoherente de un trasnochado Hugo
Chávez con su socialismo del siglo XXI, que ni él mismo puede
explicar, y que no resulta para nada diferente a cualquier
caudillismo populista latinoamericano.
Hay muy diversos medios por los cuales la opinión pública queda
moldeada y condicionada: los medios masivos de comunicación (que más
exactamente deberían llamarse de transmisión de información, porque
a pesar de los comentarios que desde fechas relativamente recientes
se permiten en mucha prensa digital, generalmente el movimiento de
información resulta unidireccional), las ideologías grupales, la
“cultura” establecida, o la devoción religiosa. La pauta tecnológica
que asumen los medios de prensa tradicionales y digitales establece
un molde dominante sobre los símbolos del pensamiento social;
construyen sistemáticamente, con un lenguaje acrítico, una
funcionalidad vacía de cualquier evaluación cognoscitiva. Lo
importante es lograr lectores, oyentes, televidentes: “ratings” y
“hits”, y gracias a eso, ingresos, mientras más mejor. Y si, además,
hay premios y reconocimientos, y acceso a las élites, pues mucho
mejor.
Los fundamentos de la libertad
Así, los fundamentos de la libertad se hallan tergiversados por esa
propia libertad; la libertad de prensa permite expresar libremente
las ideas y propuestas sin temor a represalias, pero también da
cabida a barbaridades lingüísticas, falsedades, falta de ética y
estupideces. La imposición de necesidades espirituales y de consumo,
verdadera o falsamente sublimadas, está protegida por la ignorancia,
cada vez mayor y más masiva en la sociedad “del conocimiento”, el
fatalismo de una realidad que no controlamos, la estructura del
estado-nación, los juicios de soberanía política.
La supuesta “cultura” a que pertenecemos, y la insensatez llamada
nacionalidad, -cuya aberración más acabada es el nacionalismo
extremo que expresa claramente un Evo Morales con su Pacha Mama y la
sublimación de la cultura precolombina, de cinco mil años de
duración exactamente, ni uno más ni uno menos- que mantienen
embargadas la eventualidad de modelar una escala de valores humanos
diferentes y modernos, y acorde con ello la reorganización de los
recursos materiales e intelectuales planetarios en favor de toda la
humanidad y de su futuro, pero sin el tremendismo catastrófico,
oportunismo, demagogia o politiquería barata estilo Fidel Castro y
sus “reflexiones”, que tanto la izquierda carnicera como la caviar,
y hasta algunos trasnochados de derecha, consideran genialidades y
excelentes muestras del pensamiento de un líder visionario.
El sistema industrial eliminó la familia extendida como
unidad productiva, transformando el papel que jugó en las sociedades
agrarias, y consolidó la familia nuclear, mucho menor, aunque a la
vez más calificada, y multiplicada en miles y millones de núcleos
familiares diferentes con la masividad de la producción industrial y
las mega-ciudades de nuestros días, pero sobre todo en el llamado
Tercer Mundo. Para la sociedad industrial menos desarrollada sólo
contaba el padre como asalariado: la madre e hijos eran elementos
incidentales. Si bien la familia perdió su gestión productiva,
retuvo su función como agente de procreación y, muy importante, como
apoyo emocional, y amplió su función como unidad consumidora.
El conglomerado hogareño, más que el individual, es aún
el coro céntrico de la economía de consumo: la casa, el automóvil,
la computadora, el celular, los efectos electro-domésticos, la
adquisición de alimentos. Pero las nuevas realidades no permiten
limitarse al salario del patriarca, y da espacio al trabajo femenino
y de los hijos en edad laboral, así como a los núcleos familiares de
un solo miembro: si este modelo “clásico” de familia cesa como
singularidad donde se juntan más de un salario, las secuelas en la
economía y en el status de clase serían devastadoras. En realidad,
ya lo van siendo, aunque no nos demos cuenta.
El individuo resguardado en su edificio de apartamentos o su casa,
con una cuenta bancaria privada y una conexión de internet para
establecer múltiples interconexiones y resolver múltiples problemas,
se siente poderoso y a salvo de las miradas indiscretas, aunque en
realidad va siendo cada vez más visible a la sociedad, ante el
escrutinio de un mundo interconectado electrónicamente. Pero la
ausencia de privacidad ha sido una constante a lo largo de la
historia humana.
En lugar de discutir sobre la “naturaleza” de la ética o sobre el
bien máximo, y otros temas de ese corte que ya resultan desfasados
históricamente, se debe pensar muy seriamente acerca de esas
fundamentales cuestiones éticas y políticas que plantean que la
libertad política es imposible sin la igualdad ante la ley, o
que el desarrollo de la economía garantizará automáticamente, más
tarde o más temprano, el desarrollo de la democracia y las
libertades individuales.
La gran ironía de la historia, y lo que demuestra lo falso de las
teorías conspiracionales, de clase, y de malvados monopolios
imperialistas, es que en el caso de los marxistas, y de los
“revolucionarios progresistas” casi siempre compañeros de viaje de
“los duros”, enfrentados a la realidad incuestionable del fracaso
general de las sociedades que han querido remodelar, sólo les queda
recomenzar de nuevo el lento proceso de la evolución humana, para
llegar a la civilización del capitalismo que destruyeron,
desarrollarlo, y entonces pensar si sería posible un socialismo,
algún tipo de socialismo, prácticamente cualquiera, y si vale la
pena y si pudiera resultar mejor que ese capitalismo desarrollado.
Pero ojo, no porque lo quieran “los duros”: tendrían que someterse a
las urnas y ganarse el derecho al experimento apoyados por el voto
popular en elecciones verdaderamente libres, justas y competitivas.
De lo contrario, todo sería la misma mierda que hasta ahora.
Si el ser humano del siglo XXI combina su actual irracionalidad,
proveniente de las sociedades primitivas, con el frío cálculo
financiero y la centralización del poder, y no es capaz de crecer
como ser humano y como espiritualidad a la vez, ese homo industrial,
en posesión de un dominio científico y tecnológico descomunal, no
cambiará el sino cruel de nuestra civilización.
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Sin embargo, no pretendamos ser tan generalizadores y abstractos
para referirnos al planeta y a la civilización humana en su
totalidad y a lo largo de la historia, y limitémonos a deliberar (ya
no nos gusta tanto utilizar el verbo “reflexionar”, se imaginarán
por qué) cómo debería y cómo podría ser la organización política de
la Cuba que deseamos, y que será necesario construir ¿desde cero? a
partir de “el día después”, cuando finalice la pesadilla totalitaria
de más de medio siglo.
Lo cual no puede estar limitado a lo que pensemos nosotros dos. Por
lo tanto, invitamos a nuestros lectores a ofrecer ideas y
sugerencias que consideren convenientes y oportunas sobre el tema,
sin preocuparse para nada si estamos de acuerdo o no con lo que
propongan, pues todos los criterios son legítimos.
Para evitar que algún lector vaya a
sentirse presionado si le interesa el tema y decide participar, esta
vez no exigiremos que se identifique con su nombre real, como
hacemos en el caso de las contribuciones para publicar en El
Think-Tank. Más bien, al contrario, a no ser que el lector solicite
que se publique su nombre, utilizaremos las ideas más que las
identificaciones, aunque dejando muy claro cuando son aportes de los
lectores: no pretendemos apropiarnos de nada que no nos corresponda.
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Para hacernos llegar criterios y opiniones es muy fácil, simplemente escribiendo a:
correo@cubanalisis.com.
La próxima semana no publicaremos la cuarta parte y final de
este trabajo, sino lo haremos en dos semanas, para dar tiempo a que
puedan llegar criterios de lectores interesados en participar en
este análisis. Están todos invitados.
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