lunes, enero 16, 2012

Allá en la Siria... en el camino de Damasco

Juan Benemelis y Eugenio Yáñez 
Conversion de San Pedro en el Camino de Damasco
Es muy históricamente prematuro asumir como indisoluble la actual partición en naciones árabes de este parche de terreno enclavado entre los Montes Taurus y los arenales de la Arabia, que antiguamente se apellidó la Gran Siria, que por dos milenios estuvo uncida al carro de guerra de romanos, bizantinos, árabes, mamelucos, selyúcidas y otomanos, y del cual dejaron testimonios estupendos las audaces exploradoras inglesas Gertrude Bell y Freya Stark.
 
La rivalidad anglo-francesa para repartirse esa parte del mundo echó a perder la única entidad nacional que tenía sentido para ese paraje, la Gran Siria, que terminó dividida en seis entidades: mientras el líder turco Mustafá Kemal Atatürk recuperaba un trozo del norte sirio, los secretarios coloniales británicos dibujaban caprichosamente en un mapamundi los mandatos de Irak, Transjordania y Palestina, que se convertirían posteriormente en “naciones”, y los franceses transmutarían su zona, más tarde, en Siria y Líbano.
 
La parte que conservó el nombre de “Siria” fue separada de Turquía por el arco de triunfo romano de Bab-al-Hawa. Si algo diferenció a esa nueva Siria del resto del mundo islámico mesoriental fue que el sentimiento nacional constituye el cimiento de su Estado, siendo una de las pocas entidades nacionales reales en ese territorio. Al igual que los Balcanes, Damasco es parte del mismo mundo que aún no se ha repuesto del colapso del imperio turco, y los conflictos fronterizos que ello generó.
 
El pan-arabismo no es el único patriotismo que ha existido allí; después de todo, mientras que otras “naciones” en el Medio Oriente realmente no lo son, y por resultar productos artificiales de las estrategias geopolíticas, los designios coloniales y los intereses de las compañías petroleras, tienen que aferrarse al pan-arabismo y la justificación y defensa de un discutible e impreciso “mundo árabe” que no es evidentemente demostrable, Siria puede recurrir continuamente a un nacionalismo sólido con cimientos reales e históricos.
 
Pese a que el territorio ha sido cortado por todos los costados, Siria no deja de afrontar sus sectas, cofradías religiosas e intereses tribales parroquiales, enemigos unos de otros, aunque con su localización geográfica específica cada una, pero ello no la hace una versión levantina de los Balcanes.
 
Siria es hoy un “país árabe” atiborrado de templos griegos, anfiteatros romanos, castillos de cruzados, e imponentes arquitecturas árabes antiguas. La urbe de Alepo, al norte y a orillas del legendario río Éufrates, es la Hal-pa-pa de los textos de Ebla que datan de hace 5,000 años; es la segunda ciudad de Siria y una de las más viejas del planeta; fue destruida por los mongoles del Kan Hulagú en el año 1260 y por Tamerlán, el cojo de hierro, en el año 1400.
 
Con sus bazares multinacionales (árabes, turcos, armenios, kurdos), Alepo es la entrada hacia la meseta turca de Anatolia, y conserva vínculos históricos con el norte, Mosul y Bagdad, ambas ahora en Irak.
 
En medio del país se halla el espacio musulmán sunnita de Hama, Homs y Damasco. La región austral está ocupada por la comunidad islámica de los drusos, etnia que se extiende hasta el Líbano. Hacia el poniente montañoso, y contiguo al Líbano, está el núcleo de los alauitas, otra secta islámica que se haría del poder en 1971 con Hafiz al-Assad y su actual heredero Bashir al-Assad.
 
Tanto los drusos como los alauitas (seguidores de Alí) son los remanentes de una ola de shiísmo procedente de Persia y Mesopotamia, que hace un milenio se esparció por sobre la Gran Siria. Pero los alauitas practican una versión desteñida del shiismo, con afinidades “peligrosas” al paganismo fenicio y al cristianismo (navidades, domingo de ramos, pan y vino en las ceremonias), es decir, una religiosidad que no resulta para nada simpática a los ojos de los fundamentalistas musulmanes.
 
Los alauitas se refugiaron en el secularismo turco propiciado por Kemal Atatürk y la sombrilla preventiva que ofrecía el multi-etnicismo de la sultánica Estambul, para escudarse del fundamentalismo de los islámicos sunnitas. De los alauitas -y de los drusos-, reclutaban fusileros y burócratas tanto los otomanos como los franceses, granjeándose el rencor, que aún perdura, de los árabes de Bagdad, Jordania y Arabia Saudita.
 
Por eso, los sirios fueron y son odiados por sus “hermanos” de religión, aunque no sólo por profesar el mahometanismo de manera sui géneris, sino porque resultan una nacionalidad diferente (al igual que los persas y los bereberes), que en múltiples ocasiones ha guerreado contra sus vecinos. Desde los temibles asirios, como tropa de choque de Alejandro de Macedonia, como componentes de las legiones romanas asiáticas del emperador Vespasiano, como los alfanjes que arrasaron el África norte bajo el estandarte de Okba Ibn Nafi, como núcleo central de los Jenízaros turcos y, por último, como tropa colonial inglesa en el Medio Oriente: el famoso ejército de Glub Pashá.
 
Los alauitas abrazaron el baasismo, un corpus doctrinario transnacional de un “socialismo árabe de la resurrección” inspirado por el nacional-socialismo alemán de la década de 1930, que cobró ímpetu entre los árabes de Damasco, Bagdad, Beirut y Palestina. El baasismo concluyó como una pose intelectual que infló el racismo de los árabes sunnitas contra cristianos y judíos, parió los regímenes dictatoriales en Siria e Irak, e influyó en los militares egipcios que derrocaron al rey Farouk en 1952, y los oficiales yemenitas que establecieron la República en Sanaá en 1963.
 
Siria desarrolla en el siglo XX el primer corpus nacionalista asentado en una ideología que trasciende al Estado islámico de la sharia: el baasismo, y aporta a sus principal teórico: Michel Aflak. Desde el Café Habana, en Damasco, el baasismo sirio se extendería al Irak y llevaría como elementos esenciales la liquidación del Estado teocrático, los derechos de la mujer, la modernización de la sociedad. Modernidad absoluta: sólo que en el mundo islámico, la idea de un Estado “democrático” resulta fuera de contexto.
 
Si algo tuvo el baasismo en Siria (a diferencia de Iraq, donde se expresaba antes que todo como un pensamiento pan-arábigo) es que consistió en un elemento más de consolidación de la nación-Estado. La aspiración de la clase política siria, incluyendo al clan Assad, ha sido el empeño de rediseñar todas las fronteras improvisadas por los europeos para restaurar la añorada Gran Siria. Pero, por ser esta Siria más pequeña que la otra Siria, y mucho menos “árabe” que sus más cercanos vecinos “químicamente puros” árabes, es que no dispone de atractivos políticos para la unificación de todo el Levante.
 
En 1958 la claque rectora siria formó con el Egipto de Gamal Abdul Nasser y el Yemen feudal un experimento de unidad árabe -la República Árabe Unida (RAU)- que se desintegró en 1961, porque la política prácticamente colonial e imperialista del Egipto hacia Siria y Yemen, más el desprecio mutuo entre los alauitas sirios y los sunnitas egipcios, casi provoca un conflicto. Dos años después, el ejército, compuesto principalmente de alauitas, entre ellos Hafiz al-Assad, asumió el poder en Damasco, implantando un Estado policiaco que -similar a Irak-, amarró a la clase política, y amaestró la sociedad civil.
 
El círculo alauita que rige el país ha construido numerosas mezquitas, como un medio para aplacar a los fundamentalistas sunnitas de la Hermandad Musulmana, cuyas aspiraciones por un Estado islámico fueron ahogadas sangrientamente en la década 1980 por Assad padre. Los alauitas, nacionalistas de vocación mucho más que islamistas, y convencidos del Estado moderno tipo occidental, reaccionarían de manera implacable contra la ortodoxia fundamentalista islámica. En lo adelante, el movimiento fundamentalista sirio optaría por la semi-clandestinidad, mientras el régimen ilegalizaba la Internet y los teléfonos móviles.
 
Pero eso no fue óbice, sino más bien todo lo contrario, para que Siria alentase el terrorismo internacional, ya desde la década 1960. Ella utiliza a los shiítas en el sur del Líbano para atacar y mantener la hostilidad contra Israel; ejerce control sobre el grupo terrorista HizbAlláh, asentado en el valle libanés del Bekaá, a la vez que facilita inteligencia, dinero y el tráfico internacional a organizaciones tipo Al-Qaida.  

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