martes, octubre 04, 2011

Una visión sobre el mundo islámico ( I )/ Juan Benemelis

Cubanalisis 

El desconocimiento brutal sobre la literatura, la politica y el credo del espacio islamico, ha tenido repercusiones funestas para el mundo contemporáneo. Es notorio cómo durante los últimos años pasaron inadvertidos acontecimientos trascendentales de tipo intelectual y religioso, producto de que el análisis tradicional siempre ha enfocado solo aquello que acontece en los polos industriales del planeta.

La emergencia del ala ortodoxa actual, tipo Osama Ben-Laden, no guarda relación con el tradicional nihilismo y anarquismo de las bolsas de miseria europeas del siglo XIX. Es una filosofía de crisis de los segmentos educados y privilegiados de la sociedad que se desarrolló en las tumultuosas décadas de 1970 y 1980, al calor de la prosperidad "petro-árabe" y la incertidumbre de identidad que ésta desató y que corrompió una generación de intelectuales y políticos.
 
Para desmayo de los fundamentalistas, ya no existe el Egipto que Emil Ludwig describiera; el país no depende de un Nilo de bancos limosos aromatizados de jazmines, y surcado de falucas con lámparas de queroseno. Los cafés con sus pipas de agua y voluptuosas danzarinas veladas en tul ya son especies arqueológicas, pues los egipcios se twitean ahora con Star Trek, HBO y los videos de Michael Jackson. La economía ha crecido a golpes de petróleo y gas, con las remesas de sus emigrantes del Primer Mundo, el turismo y las aduanas del Canal de Suez. 

Para desmayo de los fundamentalistas, ya no existe el Egipto que Emil Ludwig describiera; el país no depende de un Nilo de bancos limosos aromatizados de jazmines, y surcado de falucas con lámparas de queroseno. Los cafés con sus pipas de agua y voluptuosas danzarinas veladas en tul ya son especies arqueológicas, pues los egipcios se twitean ahora con Star Trek, HBO y los videos de Michael Jackson. La economía ha crecido a golpes de petróleo y gas, con las remesas de sus emigrantes del Primer Mundo, el turismo y las aduanas del Canal de Suez.
 
Anteriormente desde El Cairo, las élites rectoras y pensantes obligaron al mundo islámico a que encarase sus flaquezas en 1948 —después de la expulsión de los árabes del nuevo estado judío— y en 1967, tras la Guerra de los Seis Días. Pero, en la actualidad, Egipto no goza de su pasada autoridad regional ante el protagonismo de Iraq y Siria y el militantismo de Arabia Saudita e Irán. No obstante, Egipto nunca anidará una revolución estilo Irán, pues sus pobladores esperan siempre de sus gobernantes un comportamiento faraónico.
 
El boom petrolero de 1970 tuvo efectos catastróficos para todo el quehacer cultural del Medio Oriente. En posesión de descomunales riquezas, los ignorantes y devotos jeques y emires de Arabia Saudita y de los emiratos del Golfo reclamaron para sí la agenda política y cultural de todo el mundo islámico. Hassan Hanafi, el conocido intelectual egipcio ha manifestado que, a partir de entonces, la verdad fue barrida, el discurso especulativo inhibido, y el intelecto mercantilizado por esta cultura del petrodólar de los jeques, de las fatwas iraníes y del yugo de una banda de déspotas locales.
 
En 1992, los extremistas islámicos asesinaron al escritor Farag Foda, defensor de la tradición secular egipcia y un pertinaz contrario al Islam militante. En 1994, el propio Mahfouz fue objeto de un atentado. Por esa fecha, el dramaturgo y novelista Elí Salem decidió visitar Israel al precio de ser un apestado. Estos hechos, unidos a la acusación de apostasía y la fatwa contra Salman Rushdie, si bien aterrorizaron a los intelectuales egipcios, no consiguieron apagar las reprensiones seculares.
 
El inmemorial antagonismo entre Bagdad y Damasco es más virulento que las rivalidades inter-árabes contemporáneas. Los intelectuales sirios (otrora a la vanguardia del nacionalismo árabe junto a los egipcios), han sido diezmados, censurados o exilados por oponerse a la mano dura de los Assad. Éste ha sido el caso del eminente poeta Ali Kanaap; de los dramaturgos alawitas Mamduh Udwan y SadAlláh Wannous, prohibidos en Siria y publicados extensamente en el extranjero; del filósofo político Sadiq al-Azm, el más acérrimo defensor de Rushdie; del afamado director fílmico Duraid Lahham, vetado en casi todos los países islámicos por censurar el fundamentalismo religioso y exponer la irreversibilidad del estado de Israel.
 
La Siria
 
Es muy prematuro asumir como indisoluble la actual partición en naciones árabes de este parche de terreno enclavado entre los Montes Taurus y los arenales de la Arabia, que antiguamente se apellidó la Gran Siria, y que por dos milenios estuvo uncida al carro de guerra de romanos, bizantinos, árabes, mamelucos, selyúcidas y otomanos, y del cual dejaron testimonios estupendos las audaces exploradoras inglesas Gertrude Bell y Freya Stark.
 
Siria es un país atiborrado de templos griegos, anfiteatros romanos, castillos de cruzados, e imponentes arquitecturas árabes antiguas. La urbe de Alepo al norte y a orillas del legendario río Eúfrates, es la Hal-pa-pa de los textos de Ebla que datan 5,000 años; es la segunda ciudad de Siria y una de las más viejas del planeta; destruida por los mongoles de Hulagú en el año 1260 y por Tamerlán, el cojo de hierro, en el año 1400. Con sus bazaares multinacionales (árabes, turcos, armenios, kurdos), Alepo es la entrada hacia la meseta turca de Anatolia, y conserva más vínculos históricos con el norte, Mosul y Bagdad (ambos ahora en Iraq), que con el resto del territorio. En medio del país se halla el espacio musulmán sunnita de Hama, Homs y Damasco. La región austral está ocupada por la comunidad islámica de los drusos. Hacia el poniente montañoso, y contiguo al Líbano, está el núcleo de los alawitas, otra secta islámica que se haría del poder con Hafiz Al-Assad y su actual heredero Bashir Al-Assad.
 
En la antigüedad, Siria era el nombre genérico de la región comprendida entre la península de Anatolia, Turquía y el Sinaí. El dominio de ese territorio fue un objetivo constante de las antiguas civilizaciones, desde los egipcios, que lo consideraban la puerta de entrada a su país, hasta los persas, que veían en él un puente hacia el imperio universal que proyectaban. En la parte central de sus costas se desarrolló, entre los siglos XII y VII a. C., la civilización fenicia, una sociedad de marinos y comerciantes que, sin preocuparse por la expansión territorial -ni siquiera por la unificación política: las ciudades fenicias siempre fueron independientes, aunque una u otra ejerciese temporalmente cierta hegemonía sobre las demás-, crearon la primera economía mercantil del planeta.
 
La rivalidad anglo-francesa echó a perder lo único que tenía sentido para ese paraje, la Gran Siria, que dividieron en seis entidades. El turco Kemal Atatürk recuperó un trozo del norte; los secretarios coloniales británicos dibujaron caprichosamente en un mapamundi los mandatos de Palestina, Transjordania e Iraq; y los franceses convirtieron su zona, más tarde, en Siria y Líbano. La parte que conservó el nombre de "Siria", está separada de Turquía por el arco de triunfo romano de Bab-al-Hawa.
 
Pese a que el territorio ha sido cortado por todos los costados, Siria -como el Líbano- es una cazuela de sectas, cofradías religiosas e intereses tribales parroquiales, enemigos unos de otros y, peor aún, cada uno con su localización geográfica específica, que la hace una versión levantina de los Balcanes.
 
Tanto los drusos como los alawitas son los remanentes de una ola de chiísmo procedente de Persia y Mesopotamia que hace un milenio se esparció por sobre la Gran Siria. Pero los alawitas, el 12 % de la población, practican una versión desteñida del chiísmo, con afinidades peligrosas al paganismo fenicio y al cristianismo (navidades, domingo de ramos, pan y vino en las ceremonias). Los alawitas se refugiaron en el secularismo turco y la sombrilla preventiva que ofrecía el multi-etnicismo de la Gran Siria para escudarse del fundamentalismo de los islámicos sunnitas. De la minoría alawita -y de los drusos-, reclutaban fusileros y burócratas tanto los otomanos como los franceses, granjeándose el rencor, que aún perdura, de los árabes de Damasco.
 
Los alawitas abrazaron el baasismo, un corpus doctrinario inspirado por el nacional-socialismo alemán de la década 1930, que cobró ímpetu entre los árabes de Damasco, Bagdad, Beirut y Palestina. El baasismo concluyó como una pose intelectual que infló el racismo a los árabes sunnitas contra los cristianos y judíos y que parió los regímenes dictatoriales en Siria e Iraq, e influyó en los militares egipcios que derrocaron al rey Farouk, y en los oficiales yemenitas que establecieron la república norteña de Sanaá, en los años 1960.
 
La aspiración de su clase política, incluyendo al clán Assad, ha sido el empeño de rediseñar todas las fronteras improvisadas por los europeos para restaurar la añorada Gran Siria. Pero, por ser esta Siria más pequeña que la otra Siria es que no dispone de atractivos políticos para la unificación de todo el Levante.
 
En noviembre de 1970 el general Hafez Al-Assad asumió el poder e inició un movimiento de renovación, introduciendo reformas en las estructuras económicas y sociales. Siria participó activamente en las guerras árabe-israelí de 1967 y 1973, durante las cuales las fuerzas israelíes repelieron sus tropas y ocuparon la meseta del Golán. Integró junto con Argelia, Yemen y la OLP, el Frente de la Firmeza, que se opuso a la política estadounidense en la región y a los acuerdos de Camp David. Sus tropas compusieron la mayor parte de la Fuerza Árabe de Disuasión, que en 1976 intervino para supuestamente evitar una partición del Líbano.
 
El círculo alawita que rige el país ha construido numerosas mezquitas, como un medio para aplacar a los fundamentalistas sunnitas, cuyas aspiraciones por un estado islámico fueron ahogadas sangrientamente por Assad. En lo adelante, el movimiento fundamentalista sirio optaría por la semi-clandestinidad, mientras el régimen ilegalizaba Internet y los teléfonos móviles. Pero eso no fue óbice para que Siria alentase el terrorismo internacional. Ella utiliza a los chiítas en el sur del Líbano para atacar a Israel; ejerce control sobre HizbAlláh asentado en el valle libanés del Bekaá, a la vez que facilita inteligencia, dinero y el tráfico internacional a organizaciones tipo Al-Qaeda.
 
La dinastía baasista de los Assad de Siria ha perdurado más que cualquier otra no porque fuese brutal, sino porque ha sido sagaz. Para ellos sólo existen agentes y enemigos, utilizan para mantenerse en el poder todo el arsenal letal que ofrece la tecnología de guerra y de espionaje.
 
La repentina muerte de Assad hundió al país en duelo por el único gobernante que conocieran la mayoría de los sirios. Prontamente, se realizaron las maniobras pertinentes para designar al único hijo con vida del occiso, Bashir Al-Assad quien, luego de haber sido nombrado comandante de las fuerzas armadas, asumió como nuevo presidente.
 
En mayo, el subsecretario de Estado estadounidense, John Bolton, incluyó a Siria en la lista de países integrantes del llamado eje del mal, acusando a Damasco de intentar obtener armas de destrucción masiva. Washington amenazó a Siria con sanciones económicas y diplomáticas, afirmando que el régimen ayudaba a fugitivos iraquíes.
 
Aunque con Al-Assad padre la retórica anti-israelita era intensa, con Assad hijo ésta ha llegado a niveles de crudeza tal que incluso el puñado de judíos de Damasco no se atreve a tocar los rollos de la Torá apilados en los rincones de las custodiadas sinagogas. Bashir Al-Assad se destaca por vilipendiar al israelita Natañahu, y reanudóa las relaciones con Palestina, que había congelado su padre, asegurando que nunca seguiría los pasos de Egipto y Jordania de una paz por separado con Israel. En ocasión del peregrinaje del Papa por los pasos de San Pablo, en el "camino de Damasco", Bashir Al-Assad aprovechó para expresar que él era un mandatario tolerante en el aspecto religioso, pero que ello no incluía a los judíos, quienes habían traicionado al profeta Jesús y al profeta Mahoma, y ofreció a un vacilante Papa una alianza anti-judía.
 
Siria es una entidad política congelada en el tiempo, en la cual cualquier tratado de paz entre Israel y Palestina, aparte de atraer las consabidas bandas de turistas cazadores de monumentos, desmovilice la supremacía alawita sobre su sociedad; de ahí la ferocidad con que ha reaccionado ante los pedidos de cambio y reformas políticas hechas por la población. Su dirigencia se halla aterrorizada ante la perspectiva de un cambio a lo Mubarak, y por eso sólo queda el poder de los alawitas, el clan de los Assad.
 
Estados Unidos y el pantano de Iraq
 
Luego de la descomposición del Imperio Otomano en 1918, Iraq fue inventado por Inglaterra, la “pérfida Albión”, a partir de tres provincias (Mosul, Bagdad, Basora) que nada tenían que ver una con la otra. Este Estado artificial ha llegado hasta nuestros días sin estallar en pedazos sólo porque quienes lo rigieron, siempre gobernantes sunnitas, lo hicieron en base a la represión sangrienta. El gobierno central iraquí del siglo XX fue el instrumento utilizado por una comunidad étnica-religiosa para beneficiarse de los ingresos del petróleo y oprimir a las restantes.
 
La inexistente nación de Kurdistán en los mapas geográficos o políticos, es una realidad mucho más estable que los Estados de la región reconocidos oficialmente por la comunidad mundial. Los veinte millones de kurdos ignorados por los negociadores de la posguerra que conformaron los Estados del Oriente Medio, pueblan las cadenas montañosas de los Zagros y de los Taurus. El Kurdistán está parcelado y sus partes han caído en diversos países limítrofes, como la Turquía oriental, el Irán, la ex Unión Soviética, Siria e Iraq. A diferencia de otros países del África, de los Balcanes, del Oriente Medio y del Asia Central, Kurdistán tiene más de dos milenos de coherencia geográfica, económica, cultural, religiosa y demográfica. Los kurdos no aceptan la división de su nación en las fronteras.
 
En realidad fue a partir de 1979 que la zona se transfiguró en un elemento de seguridad nacional para los Estados Unidos, debido a tres acontecimientos cardinales: la invasión soviética al Afganistán, el derrocamiento del Shah de Irán por un movimiento islamista liderado por el ayatolá Ruhollah Jomeini, y la revuelta de los fundamentalistas islámicos en La Meca. Sería el presidente Jimmy Carter quien estableció la famosa "doctrina Carter" que aplicaba la visión geopolítico a esa región. A criterios del presidente Carter: "cualquier tentativa de un poder hostil encaminado a lograr el control sobre el Golfo Pérsico era considerado un ataque sobre los intereses vitales de los Estados Unidos y por tanto repelido por todos los medios necesarios, incluido la acción militar".
 
La “doctrina Carter” estaba respaldada con la creación de fuerzas de despliegue rápido en cada continente. Así se creó el Comando Central (CENCOM) para conducir todas las operaciones militares en el Medio Oriente, con bases áreas en Bahrein, en el archipiélago Diego García, en Omán y en Arabia Saudita. El teórico norteamericano de la geopolítica y ex asesor presidencial Zbigniew Brzezinski escribió hace una década sobre los imperativos estratégicos de Estados Unidos en los cuales se hallaba como tema central la comarca mesoriental:
 
"Si los principales gasoductos y oleoductos de la región siguen pasando a través del territorio ruso hasta el centro de distribución ruso sobre el mar Negro en Novorossiysk, las consecuencias políticas de ello se harán sentir, incluso sin ningún juego de poder abierto por parte de Rusia. En ese caso, la región seguirá siendo una dependencia política de Rusia y Moscú estará en una posición lo suficientemente fuerte como para decidir cómo deben compartirse sus nuevas riquezas. Por el contrario, si otros gasoductos y oleoductos cruzan el mar Caspio hasta Azerbaiyán y de allí se dirigen hacia el Mediterráneo a través de Turquía y si alguno llega hasta el mar de Arabia a través de Afganistán, no habrá una única potencia que monopolice el acceso a los recursos".
 
Al imaginar Washington que la teocracia iraní abrigaba los designios de tragarse los estados petroleros del Golfo, pensó que los amenazados debían sostener financieramente al Iraq para impedir su colapso y la transformación de Siria, con su cruzada anti-israelí, en el super poder regional.
 
Aparte de Al-Qaeda y Osama Ben-Laden, la invasión al Afganistán a su vez se relaciona con los planes norteamericanos de extender gasoductos y oleoductos desde el Caspio al mar, atravesando Afganistán, algo que los talibanes habían rechazado tozudamente. Este proyecto concebido por el consorcio petrolero norteamericano Unocal, torpedeaba el concebido por los rusos e iraníes. Indudablemente que una de las consideraciones tras el oleoducto que atravesará Afganistán y el derrocamiento del iraquí Saddam Hussein se halla el debilitamiento de la OPEP. Tras la ocupación de Iraq la revista inglesa The Economist se plantearía la posibilidad de una inundación de petróleo iraquí en el mercado mundial, ante la necesidad del gobierno de ingentes sumas para reconstruir el país, algo que resquebrajaría a la OPEP.
 
El error estratégico de la campaña militar norteamericana, tanto en Afganistán como en Iraq, no fue de tipo militar, sino que ha residido en el objetivo político que se impuso de buscar el establecimiento del modelo democrático sustentado en fuerzas de ocupación del Occidente cristiano, en un medio islámico, otorgando legitimidad a los derrotados talibanes afganos y sunnitas iraquíes para lanzar una lucha “contra la ocupación”.
 
Sin dudas, la geopolítica regional norteamericana aplicada al Medio Oriente ha encontrado los mismos escollos que enfrentaron los ingleses durante su égida colonial en la región. El dilema siempre fue, y es en la actualidad, la tarea de administración y de pacificación. No se esperaba que en Afganistán resurgiese nuevamente el Talibán islamista. La estrategia contra la HizbAlláh islamita en el Líbano sólo ha traído el incremento de su influencia, poniendo nuevamente en peligro la estabilidad de ese país multi-étnico.
 
Al forzar elecciones democráticas entre los palestinos, se eliminó la autoridad de la organización Al-Fatah, la única capaz de imponer allí el orden, para resultar electo en su lugar el islamista Hamás, el némesis de Israel. El mismo error se cometió en Somalia, cuando la Casa Blanca apoyó a los sanguinarios caudillos para contraponerlos a los islamistas, que en realidad ya no eran tan decisivos en el país. Ello propició el fortalecimiento y la popularidad de los fundamentalistas que se apoderaron del sur, involucrando de hecho a Etiopía.
 
Por eso, la equivocación no está en la incapacidad de los iraquíes para gobernarse a sí mismos pacíficamente; esta acusación no toma en cuenta que es un país artificial, escindido en etnias, religiones y tribus, que se mantuvo gracias a la fuerza dictatorial. Asimismo, no considera que tras la victoria militar, Estados Unidos destruyó el tejido social sunnita que mantenía el control del país. El cronograma que se estableció para elegir un gobierno, diseñar una constitución, construir un ejército y una fuerza policial iraquí fue irreal, no sólo por el poco tiempo propuesto sino porque no abordaba el tema central, el del balance étnico, y abandonaba a su suerte a los sunnitas.
 
Washington cree que debe impulsar la democracia por toda la región; una agenda de promoción de la libertad, aunque diferente a la utopía del otrora presidente Woodrow Wilson, sin altruismos idealistas, sino en beneficio y como el mejor medio de defender la seguridad nacional de los Estados Unidos y de todo Occidente, bajo la noción de que las dictaduras son caldo de cultivo del terrorismo. Pero este es un objetivo no compartido por todas las elites que gobiernan en el Medio Oriente, ya de por sí despóticas. 
 
El paradigma de un Iraq unificado y democrático como un modelo para el Medio Oriente, induciendo reformas democráticas en otros países árabes cuenta con escollos insalvables: por un lado, no es viable un Estado unificado en Iraq, ni siquiera una democracia étnica, y por tal no resulta un modelo para la zona. Por otra parte, las sociedades islámicas actuales repudian la democracia como sistema político. En su anhelo por "difundir la democracia" Estados Unidos no se percata de que el término significa algo distinto en aquellos países con poca experiencia democrática, tales como Afganistán e Iraq, de lo que encarna en los Estados Unidos. En Iraq y Afganistán se vota de conformidad con lo que ordenan sus líderes religiosos, tribales o sus jefes militares.
 
La consumación de la democracia se ha planteado para los regímenes autocráticos populistas, como lo fue Iraq y como lo es Egipto, Libia, Yemen y Siria, pero Washington se cuida de proponerlas a las monarquías islámicas aliadas, tipo Kuwait, Bahrein, Qatar, Omán, etcétera a las cuales califica insólitamente de “moderados”.
 
El Medio Oriente es una región demasiado estratégica, demasiado emotiva y donde peligran los intereses religiosos más importantes del Occidente. La política mesoriental de Estados Unidos en el siglo XXI, y la de su máquina bélica, estará dictada por el petróleo, la protección de los productores del Golfo, las nuevas normas de conducta mundial, la protección de recursos vitales globales y la amenaza de que Irán se desplace hacia una categoría diferente de poder: la nuclear.
 
continuará

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