Cubanalisis / Por Antonio Arencibia
¿Qué sucede cuando en breve plazo en La Habana investigan a un negociante británico de origen libanés, un alto funcionario azucarero, a un ex escolta presidencial chileno, y a un par de empresarios tabacaleros y telefónicos?
Más de un “especialista” dirá que se trata del raulismo combatiendo la corrupción, pero si se admite que es así, no queda más remedio que señalar:
a) que se ha desatado una verdadera epidemia, o
b) que bajo Fidel Castro no se le prestaba atención a esa lacra si no era por razones políticas.
Ese conjunto de autoridades, funcionarios y empresarios criollos y extranjeros corruptos llevados a juicio por la fiscalía, (después de una estancia poco cómoda en Villa Marista), y acusados de obtener dineros, recursos materiales o beneficios del manejo de negocios públicos, son muy parecidos a sus precursores de la República “neocolonial”.
Recuerdo en las décadas de los 60 y de los 70, las clases de Historia que estudiaban las fechorías de los gobiernos de José Miguel Gómez, (Tiburón se baña pero salpica), Ramón Grau (el robo de la Causa 82), o de Carlos Prío (la falsa incineración de papel moneda).
El objetivo de aquel estudio era convencer a los alumnos de Secundaria, comparando a los políticos de antaño con el supuesto proceder de los dirigentes de una Revolución que se las daban de puritanos.
Para empezar, no nos vamos a detener en la piñata inicial de los “revolucionarios” con las propiedades de los jerarcas batistianos, y las de los grandes empresarios y comerciantes.
Y como hay textos y testimonios abundantes no es necesario tampoco abordar esa larga etapa 47 años de sultanato Castrista, en la que salían de la Reserva del Máximo Líder prebendas disfrazadas de regalos en forma de Mercedes Benz, Rolex, Ladas, viajes y viviendas, que solo se daban a conocer, para escarmiento de cuadros y escándalo del populacho, cuando éste destituía a alguno de sus favoritos.
Debemos centrarnos en estos tiempos en que ya Fidel Castro ni dirige ni escribe el libreto, y no es más que una imagen pintada como telón de fondo en el teatro político nacional.
El problema está en que los actores, (los mismos de siempre), no se saben el nuevo papel y la obra que se estrena, de género novedoso, se llama “Socialismo con mercado”.
Ese es un problema no solo para los protagonistas, sino para los actores secundarios, los tramoyistas, los utileros, y hasta para los acomodadores de la sala.
Como consecuencia, algunos que no le ven futuro a sus ocupaciones, tratan de agenciárselas como pueden según el refrán marxista modificado para tiempos difíciles: De cada cual según su posición a cada cual según su malversación.
Porque si Raúl Castro pretende que se incremente cierta acumulación monetaria en manos de ciudadanos privados como resultado de trabajar una buena cosecha, de fabricar y vender pizzas, o de conducir autos de alquiler, los aparatchiks de segundo nivel quieren prepararse para el momento en que el dinero juegue su papel en Cuba.
Por eso hoy conviene recordar y aplicar la tesis de un historiador criollo de que al inicio de la República la rapiña de los funcionarios se debió a la ausencia de una burguesía nacional, por lo que la burocracia se convirtió en cleptocracia, buscando el ascenso social mediante capital acumulado por el robo del Tesoro público.
¿Y qué acumulación legítima de dinero pudo darse en Cuba después de las nacionalizaciones de pequeñas empresas durante la Ofensiva Revolucionaria de 1968?
El estado neocastrista se dirige hacia un ajuste del sistema mediante dos objetivos contradictorios: el incremento de la productividad y el control del mercado.
No basta con que inauguren cursos empresariales para funcionarios del estado y del partido.
Donde no hay estado de derecho para los ciudadanos, ni verdadero derecho mercantil y arbitraje nacional, y el régimen no admite el arbitraje comercial internacional, los inversionistas extranjeros individuales solo tienen garantías cuando -como en el caso de España- su país de origen se ha arriesgado a respaldar los contratos.
En esa atmósfera se mueve un cierto capitalismo aventurero, -a veces tremendamente ingenuo-, acostumbrado a la corrupción endémica de los funcionarios de países subdesarrollados.
Pero los “capitanes de industria” en Cuba tropiezan con una cúpula militar mafiosa, que retiene el derecho a la última palabra aún después de haber llegado a acuerdos.
Los que buscan atajos en las negociaciones con funcionarios de otro nivel pueden terminar, si no son arrestados, con el pasaporte retenido mientras se les investiga.
Los funcionarios criollos que se arriesgan a ese tipo de trapisondas. y a otras similares, como el ex ministro de la Alimentación, el viceministro del Azúcar, o el ex presidente de Alimport, saben a lo que se arriesgan.
Para frenar la corrupción creciente Raúl Castro ha ubicado a su hijo y asesor, el Coronel Alejandro Castro Espín, al frente de una campaña nacional, aunque quien da los resultados de las auditorías es Gladys Bejerano, Contralora General de la República.
Según la Bejerano, en julio de este año, de 132 empresas de La Habana inspeccionadas, sólo el 55 por ciento recibieron la calificación de aceptable, y dijo que esto representa “un retroceso… cuando se compara con el anterior proceso”.
El papel del hijo de su Papá y el de la mal llamada “Dama Anticorrupción” no es otro que evitar que cada vez más funcionarios de todos los niveles imiten a Alí Babá, quien -según el cuento- entró en la cueva de los cuarenta ladrones y les robó sus tesoros.
No es un espectáculo muy edificante, pero hay verlo con cierta distancia.
Después de todo, entre pillos anda el juego.
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