Creo que aunque todavía es temprano para establecer el destino final de las reservas en oro que Chávez acaba de ordenar trasladar de Londres a Caracas, no me extrañaría que en un futuro no lejano las mismas acaben en el lugar donde han terminado tantos recursos líquidos y no líquidos de Venezuela en los últimos 12 años: en el colchón del octogenario dictador cubano, Fidel Castro.
Y cuando digo “colchón” no estoy abusando de una metáfora, ni recurriendo a hipérboles tan permisibles en el periodismo de cualquier modalidad, tiempo o lugar, sino aludiendo el hecho de que, no teniendo Cuba instituciones financieras públicas independientes, como son los bancos centrales que existen en los países democráticos de América, Europa, Asia y África (los cuales, al par de determinar sus políticas monetarias, administran y custodian sus ingresos en divisas), pues nada más normal que sea su poderoso jefe de Estado, Fidel y/o su heredero, Raúl, quienes decidan cómo se guardan, usan o colocan los bienes de cualquier signo que se producen, rapiñan o caen por la isla.
A este respecto, los venezolanos no tendríamos sino que recordar lo qué pasa con otras “reservas de oro” que Chávez envía a la isla desde hace aproximadamente 7 años, pero esta vez no de “oro amarillo” sino de “oro negro”, del petróleo que en cantidades que oscilan entre los 100 mil y los 120 mil barriles diarios llegan a La Habana desde puertos venezolanos, y en condiciones, que jamás se han podido averiguar sus precios, formas de pago, deuda, saldo, ni mucho menos si el excedente es retenido como “reserva”, o revendido a otros países.
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