lunes, septiembre 27, 2010

Retos del nuevo escenario cubano/ Dimas Castellanos

Retos del nuevo escenario cubano
Dimas Castellanos/Cubanálisis-El Think-Tank

Introducción
 
El agotamiento del “modelo”, unido a la interacción de un conjunto de factores externos e internos, ha conformado un cuadro que parafraseando a Lenin se resume en que los de abajo no quieren y de los de arriba no pueden seguir como hasta entonces. En ese contexto, la muerte del prisionero político Orlando Zapata Tamayo, las represiones contra las Damas de Blanco, la huelga de hambre de Guillermo Fariñas y la mediación de la Iglesia Católica, entre otros, agudizaron la crisis cubana y pusieron a la orden del día los límites del inmovilismo.

La naturaleza y la sociedad cambian constantemente; la diferencia entre una y otra forma de cambio consiste en que los naturales responden a leyes objetivas mientras los sociales los realizan los hombres, quienes, aunque pueden acelerar o retardar la historia, no pueden detenerla. El Gobierno cubano, basado en el absurdo de que Cuba cambió en 1959 –verdad que se convirtió en falsa al tratar de convertir un acontecimiento temporal en eterno– optó por conservar un modelo agotado, obsoleto e inviable y logró aplazar las transformaciones durante décadas. El escenario resultante de esa acción retardataria comenzó a ceder con el traspaso de poder efectuado en julio de 2006 y la elección de un nuevo Consejo de Estado en febrero de 2008, hasta el punto de admitir el fracaso del inmovilismo; realidad que explica las reformas recientemente anunciadas.

La decisión del Gobierno de emprender reformas no significa que exista la voluntad política suficiente para la democratización de Cuba, pero la democratización pasa por el camino de las reformas, lo que crea una cierta plataforma táctica común por el cambio en un nuevo escenario con mayores posibilidades que el anterior.

El totalitarismo, punto de partida

Los revolucionarios que asumieron el poder en 1959, desconociendo la diversidad,   impusieron una organización centralizada bajo la tutela de Papá Estado, que condujo gradualmente a la pérdida del consenso y fue desbordada por la complejidad social. La situación actual demuestra que cuando los cambios temporales se fijan en una forma de organización social concreta y se declara esa forma como definitiva, se está en la senda del totalitarismo, de la pérdida de los espacios públicos y de la conversión del Estado en único referente.

Acerca del totalitarismo, José Martí, en La futura esclavitud, dijo más o menos lo siguiente: si los pobres se habitúan a pedirlo todo al Estado, dejarán de hacer esfuerzo por su subsistencia y que como las necesidades públicas vendrían a ser satisfechas por el Estado, los funcionarios adquirirían una influencia enorme y de ser esclavo de los capitalistas iría a ser esclavo de los funcionarios. Y sentenciaba: Esclavo es todo aquel que trabaja para otro que tiene dominio sobre él; y en ese sistema socialista dominaría la comunidad al hombre, que a la comunidad entregaría todo su trabajo[1].
Para Ortega y Gasset, los mayores peligros que hoy amenazan a la civilización son “la estatificación de la vida, el Intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos…”[2], lo que se resume en la tesis de Benito Mussolini: “Todo por el Estado; nada contra el Estado”[3]

Por suerte, por férreo que sea el control establecido por el Estado, como expresara Hanna Arendt, la facultad de los ciudadanos para actuar políticamente no desaparece por completo. Y agregaba: “Una revolución que se proponga liberar a los hombres sin plantear, paralelamente, la necesidad de generar un espacio público que permita el ejercicio de la libertad, sólo puede llevar a la liberación de los individuos de una dependencia para conducirlos a otra, quizás más férrea que la anterior”[4]

Entrando al nuevo escenario, el reto consiste en convertir al cubano en sujeto activo para que participe efectivamente en todos los asuntos de su interés, incluyendo las definiciones nacionales. En ese sentido cabe la interrogante ¿por qué los cambios anteriores condujeron a la profunda crisis estructural en que estamos inmersos? Desde mi punto de vista, la principal causa radica en la debilidad primero y la desaparición después, de la sociedad civil, entendiendo por ella un sistema interrelacionado de asociaciones, espacios públicos, derechos y libertades, que constituyen la base del intercambio de opiniones, de concertación de conductas y de toma de decisiones, sin más autorización que la que emana de las leyes. Lo anterior nos conduce al proceso que barrió la sociedad civil cubana, cuyos gérmenes se remontan a los reclamos de la oligarquía criolla habanera de la primera mitad del siglo XVIII, acerca del lugar que su clase ocupaba dentro de la sociedad colonial, aunque la existencia legal de la sociedad civil tomó cuerpo con los acuerdos del Pacto del Zanjón, en 1878.

Aquella sociedad civil desempeñó una encomiable labor en nuestra historia y existió hasta su liquidación por el poder revolucionario, que desde 1959, junto a las primeras medidas de carácter democrático y popular, inició un proceso de concentración de la propiedad en manos del Estado y del poder en manos de una élite encabezada por el Jefe de la revolución, que barrió las asociaciones existentes y las sustituyó por otras creadas, desde, por y al servicio del Estado revolucionario hasta liquidar, con la Ofensiva Revolucionaria de 1968, los últimos vestigios de independencia económica de los cubanos.

Ese proceso de desmantelamiento tuvo como telón de fondo la Guerra Fría entre las grandes potencias de la época, en cuyo marco las contradicciones con Estados Unidos condujeron primero al deterioro de las relaciones entre ambos gobiernos y después al enfrentamiento. El efecto fue lógico, pues los conflictos entre Estados tienden a debilitar los conflictos entre éstos y sus ciudadanos, y si uno de ellos intenta asumir un papel protagónico en el otro, afecta la legitimidad de los promotores de cambio al interior, lo que se agrava si el país que intenta asumir esa función tiene un abultado expediente de intenciones sobre el otro, como es el caso de Estados Unidos respecto a Cuba, lo que le brindó a los enemigos del cambio un inestimable argumento histórico en su defensa.
Por esa razón, entre otras, el embargo comercial de Estados Unidos, en lugar de contribuir al fortalecimiento de nuestros espacios, los enrareció; en vez de protegernos frente a la arbitrariedad del Estado, colaboró con ella; en vez de promover climas de confianza para el avance de los derechos humanos, los hizo retroceder. Al diferendo con Estados Unidos se unieron las contradicciones con cualquier institución, personalidad o país que intentara insertar a Cuba en acuerdos vinculantes que implicaran la restauración de la sociedad civil. Así ocurrió en 2003 con el posible ingreso de Cuba a los acuerdos de Cotonú, en 2009 con el rechazo al acuerdo de la OEA –que condicionó el reingreso de Cuba a la aceptación de la Carta Democrática Interamericana de 2001, la cual exige el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; y más reciente en 2008, con la firma de los pactos de derechos humanos que aún no han sido ratificados. El conflicto exterior sirvió de argumento al Gobierno para justificar la ausencia de derechos y libertades cívicas de los ciudadanos. Tan importante es este hecho que Cuba, un país occidental que había avanzado en materia de derechos cívicos y políticos hasta conformar y poner en vigor la Carta Magna de 1940, la que sirvió de sustento a todas las luchas cívicas y políticas posteriores –incluyendo la de los revolucionarios que tomaron el poder en 1959– setenta años después carece de tan vital institución.
 
La actualización del modelo y la democratización

Como la actualización del modelo requiere de fuentes externas de financiamiento, el acceso a las mismas pasa por los reclamos de democratización de los poseedores de esas fuentes, lo que explica, en parte, el actual proceso de excarcelamiento. El reto en esta dirección consiste en convertir la liberación de los prisioneros políticos de la Primavera Negra de 2003 en un primer momento, que debe ser complementado con la liberación del resto de los prisioneros políticos y con otras medidas encaminadas al rescate de las libertades fundamentales de los ciudadanos. Se trata de un proceso difícil, pero no imposible, pues el nuevo escenario se diferencia de épocas anteriores en que el cambio se alzó no sólo como reclamo de la oposición o de alguna fuerza exterior, sino también de la necesidad del propio gobierno para conservar el poder, lo que hace mucho más difícil dar marcha atrás, como ocurrió en otras oportunidades, ya que el propósito de actualizar el modelo surge en un contexto internacional desfavorable, en el cual la comunidad internacional está mostrando cada vez mayor atención al estado de las libertades cívicas en Cuba, lo que contribuirá en el difícil camino hacia la democracia.

Entre las primeras medidas anunciadas están la reforma laboral que dejará sin empleos a más de un millón de trabajadores, y la ampliación de las variantes del Trabajo por Cuenta Propia, incluyendo la contratación de mano de obra en algunas de las actividades. Sin embargo, dichas medidas demuestran que no se ha renunciado al vicio totalitario de decidirlo todo desde el Estado.

Las exclusiones de sectores o grupos sociales en las decisiones ha sido una constante de nuestra historia. Desde los reclamos enarbolados por Félix de Arrate a mediados del siglo XVIII, hasta el proceso revolucionario que asumió el poder en 1959 –con excepción del padre Félix Varela y después de José Martí, quien concibió la república moderna con todos y para el bien de todos–, los movimientos y figuras protagonizaron diferentes episodios con el fin de lograr, bien la equiparación entre peninsulares y criollos, bien la condición de provincia española, bien la autonomía, bien la independencia; pero siempre desde y para la clase social que representaban, en detrimento de otras clases o sectores de la Isla. La diferencia radica en que en el modelo totalitario, lejos de resolver esa injusticia, terminó reproduciendo el mal en su forma más desarrollada: la exclusión de toda la sociedad por el Estado.

La reforma laboral es una consecuencia de la errada política de “pleno empleo”, que se impuso contra toda lógica económica para exhibir artificialmente ante el mundo la superioridad del sistema cubano, mientras la extensión del trabajo por cuenta propia responde al intento de disminuir el impacto de los actuales despidos masivos y al fracaso de la propiedad estatal absoluta. Ambas medidas, antes y ahora, se implantaron por el Estado desconociendo la participación ciudadana, y ambas están preñadas de insuficiencias y limitaciones.
La prensa oficial ha publicado un listado con 178 actividades del trabajo por cuenta propia, de las cuales sólo 83 podrán contratar fuerza de trabajo; 29 ya existían pero no se otorgaban autorizaciones; otras 9 se mantendrán limitadas y sólo 7 parecen ser nuevas, lo que demuestra que la anunciada ampliación se reduce a darle forma legal a lo que ya existía. A ello se une que el mercado mayorista que esa actividad requiere, no podrá crearse en los próximos años, y que los préstamos bancarios para echar a andar las actividades seleccionadas están en fase de análisis, es decir, se comienza una vez más sin la preparación previa de las condiciones mínimas, olvidando la experiencia negativa del  Decreto Ley 259 de julio de 2008, el cual  nació condenado al fracaso por limitarse a la entrega de tierras ociosas en usufructo, sin créditos bancarios y sin comercio mayorista, lo que ha determinado que más de la mitad de las tierras entregadas permanecen sin explotación. En el caso del cuentapropismo, lo que queda bien definido es que tendrán que pagar impuestos “sobre los ingresos personales, sobre las ventas, los servicios públicos, y por la utilización de la fuerza de trabajo, además de contribuir a la Seguridad Social”. Sin embargo, nada se dice del derecho de asociación de estos trabajadores, que entran a un escenario sin organizaciones independientes del Estado que los representen y mucho menos de fomentar pequeñas y medianas empresas.
¿Qué permite al Estado seguir decidiendo el destino de la nación por sí solo? En primer lugar, que es casi el único dueño de los medios de producción, lo que le permite introducir reformas apenas sin oposición de intereses particulares y sin depender de fuerzas externas; en segundo lugar, como expresé en Hacia un nuevo 24 de febrero [5], los cambios sociales generalmente se producen bajo la dirección de nuevas fuerzas que asumen el poder, mientras en Cuba, el sujeto inicial es la misma fuerza que detentó el poder durante más de medio siglo, lo que les facilita, en ausencia de una sociedad civil independiente, determinar el punto de inicio, la velocidad, la profundidad y la dirección de los cambios; en tercer lugar, como no existió la lógica alternancia en el poder, la fuerza que ha gobernado durante el último medio siglo es responsable de todo lo bueno y de todo lo malo ocurrido; en cuarto lugar, porque esa fuerza ha contraído determinados intereses personales o de grupo que influyen en su conducta.
 
Lo anterior explica que no se reconozcan los errores cometidos con la Ofensiva Revolucionaria de marzo de 1968, la cual eliminó de un solo golpe decenas de miles de pequeños propietarios, muchos de los cuales empleaban mano de obra contratada y ofertaban servicios y producciones que el Estado nunca logró suplir. Al eliminar la pequeña propiedad, además de la ineficiencia aparecida, las empresas estatales devinieron estaticulares[6], provocando el surgimiento de una red de producciones y servicios al margen de la Ley, las que, al no contar con suministros de materias primas, herramientas y piezas de repuestos, dieron lugar al hurto generalizado, bautizado con los verbos escapar, luchar y resolver, que designan las acciones para sobrevivir. Aquella medida fue producto del afán de controlarlo todo e impedir la formación de una clase media, ignorando que en Cuba, desde el Obispo Juan José Díaz de Espada a principios del siglo XIX, hasta Julio Sanguily en el siglo XX, pasando por José Antonio Saco, Francisco de Frías, Enrique José Varona y José Martí, innumerables pensadores argumentaron la necesidad de fomentar tanto una economía diversificada de pequeños productores agrícolas como una clase media nacional.

De todo lo anterior se deduce la necesidad de una estructura social que garantice la participación de todos los ciudadanos con derechos legales y una concepción de la propiedad en la que convivan y cohabiten sus variadas formas, pues la propiedad, sea individual, familiar, cooperativa, privada o estatal, tiene la función social de movilizar las potencialidades e iniciativas de las personas para producir; por lo tanto, cualquiera de sus formas tiene todo el derecho a existir y coexistir siempre que cumplan esa función.

Los derechos humanos: garantía de éxito

La garantía de que los cambios proyectados por el Gobierno tengan un efecto positivo radica en la implementación de los derechos humanos, base de la dignidad de la persona. Sin embargo, debido a la inexistencia de una sociedad civil independiente y refrendada jurídicamente, el avance desde la liberación de los prisioneros hasta el restablecimiento de la sociedad civil tendrá que depender en cierta medida del apoyo de la comunidad internacional, la que debería incluir en su agenda de diálogo con el gobierno cubano la ratificación de los pactos de derechos humanos, firmados desde el año 2008, y poner las leyes internas en consonancia con esos documentos. Precisamente nuestra historia política constituye una viva demostración de que los cambios, en ausencia de la participación cívica de los ciudadanos, conducen nuevamente al punto de partida, lo que explica que en materia de libertades cívicas hayamos retrocedido hasta el estado en que Cuba se encontraba en la segunda mitad del siglo XIX. Esa historia nos dice que tan ineludibles son los cambios en la economía como en materia de derechos humanos.

Para ese fin Cuba cuenta con una larga y rica historia en materia de derechos, que van desde el Proyecto de Gobierno Autonómico para Cuba[7], elaborado en 1811 por el padre José Agustín Caballero, hasta la Constitución de 1940. El Proyecto de Constitución para la Isla de Cuba, elaborado en 1812 por el abogado bayamés Joaquín Infante, ya recogía la división entre los poderes Legislativo, Ejecutivo, Judicial y Militar, así como la observancia de los derechos y deberes sociales dirigidos a la igualdad, a la libertad, a la propiedad y a la seguridad. El Proyecto de Instrucción para el Gobierno Autonómico Económico y Político de las provincias de Ultramar, elaborado por el presbítero Félix Varela en 1823, consideraba perjudicial la puesta en vigor de libertades y derechos políticos exclusivamente para los blancos criollos[8]. La Constitución de Guáimaro, de 1869, refrendó la división clásica de poderes y aprobó que la Cámara no pudiera atacar las libertades de culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, ni derecho alguno inalienable del pueblo. La Constitución de La Yaya, de 1897 incluyó por primera vez una parte dogmática dedicada a los derechos individuales y políticos donde reza que todos los habitantes del país quedan amparados en sus opiniones religiosas y en el ejercicio de sus respectivos cultos y tienen derecho a emitir con libertad sus ideas y a reunirse y asociarse para los fines lícitos de la vida.

En la República, la Constitución de 1901 reconoció las libertades de expresión, de palabra o escrita, por medio de la imprenta o por cualquier otro procedimiento; también los derechos de reunión y de asociación “para todos los fines lícitos”, la libertad de movimiento para entrar y salir del país. La Constitución de 1940 mantuvo los derechos reconocidos en la de 1901 y los amplió con otros, como: el derecho a desfilar y formar organizaciones políticas contrarias al régimen, la autonomía de la Universidad de la Habana, la declaración de punible a todo acto de prohibición o limitación del ciudadano a participar en la vida política de la nación, así como el reconocimiento de la legitimidad de oponer resistencia para la protección de los derechos individuales, y en cuanto a la propiedad, reconoció de forma directa la existencia y legitimidad de la propiedad privada en su más alto concepto de función social.
La Constitución de 1976, la primera después de la revolución de 1959, reconoce la libertad de palabra, de prensa, de reunión, de asociación y de manifestación. Su diferencia con las precedentes radica en que todos esos derechos están subordinados al contenido del artículo cinco, el cual reconoce al Partido Comunista como la fuerza superior dirigente, tanto de la sociedad como del Estado, para construir el socialismo y avanzar hacia el comunismo. En 2002 esta Constitución sufrió una nueva modificación, en ese año la mayoría de los cubanos “aprobaron” su carácter “irrevocable” para que el sistema vigente, obsoleto e inviable, no pudiera ser reformado, negando así la necesaria adaptación de la Ley fundamental a los cambios que ocurren en toda sociedad. Con esta última reforma el gobierno logró convertir la Carta Magna en mecanismo de freno social, precisamente en la época de la globalización y la información, lo que significó anclar al país en el pasado.
El reto consiste en poder convertir las actuales reformas gubernamentales en un paso hacia la democracia, lo que coloca en primer plano la implementación de los derechos humanos y las libertades fundamentales, garantía de participación de todos los cubanos en los destinos de la nación. Y sobre todo para que desaparezca de nuestro escenario la subordinación del individuo al Estado, propósito éste que acaba de reiterar el diario Granma del viernes 24 de septiembre, al decir que el trabajo por cuenta propia: “es una alternativa más, bajo el ojo atento del Estado”, es decir, bajo el ojo de la misma institución responsable del estancamiento en que nos encontramos.

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