Aburre ya escuchar o leer disparates tales como que el mercado cubano
ofrece excelentes oportunidades a las empresas americanas, o las
promisorias perspectivas de negocios que podrían encontrar en Cuba tan
pronto como el presidente Barack Obama lograra que el Congreso levante
las restricciones del embargo
Se trata de un doble sofisma.
Primero, que el Congreso de EEUU, de aplastante mayoría republicana en
estos momentos, estuviera dispuesto, con prisa y sin pausa, a dejar sin
efecto las leyes del embargo contra el gobierno cubano —no contra Cuba—
como solicitó Obama. Y, segundo, porque aunque así fuera, suponer que la
población cubana, empobrecida y depauperada por más de medio siglo de
dictadura castrista, estaría en condiciones de consumir no ya filetes de
res, colas de langosta o piernas de cerdo orgánico, sino aunque fuera
caramelos de miel de abejas o panetelas de chocolate “made in Hialeah”,
cuando el salario mensual o la pensión no alcanza en Cuba ni para comer
decentemente mucho más allá de una semana.
Para que florezca un
mercado no basta que existan personas con necesidades. Se necesita
también que tales personas tengan capacidad real de consumir y
constituyan una demanda real, es decir, dispongan de recursos
suficientes para adquirir los productos a disposición de los potenciales
clientes.
Es falso creer que basta con una población abrumada por
necesidades perentorias, como la población cubana en estos momentos,
para que prospere un mercado. ¿Por qué no se venden tantos Cadillacs en
Guatemala como en Texas, ni tantos BMW en Zimbabwe como en Munich?
Porque tal vez puedan hacer falta, pero la capacidad del mercado
tercermundista depende de los recursos reales, que no abundan.
Entonces,
¿qué quedaría en el caso de Cuba? Un país que en algunas líneas puede
exhibir niveles de primer mundo, como quizás en la producción
farmacéutica y biotecnológica (aunque a algunos no les gustará esto que
digo), pero en otros sectores, como agricultura o comercialización de
alimentos, es tercermundista, y en ocasiones podría considerarse Cuarto
Mundo.
Los cubanos en la Isla necesitan productos alimenticios de
mayor calidad y variedad, vestuario y calzado decente, medios de
transporte adecuados, viviendas decorosas, efectos electrónicos y
electrodomésticos, artículos deportivos, relojes, teléfonos celulares,
material escolar, libros, revistas, y muchas cosas más.
Ni los
salarios ni las pensiones en Cuba bastan para satisfacer adecuadamente
ni siquiera la primera de esas necesidades mencionadas: productos
alimenticios de mayor calidad y variedad, a precios que se correspondan
con el poder adquisitivo real de la población.
Naturalmente, los
cubanos no viven solamente de los raquíticos salarios y pensiones que el
gobierno hace como si pagara, a cambio de que los trabajadores hagan
como si trabajaran y los retirados como si estuvieran satisfechos al
final de su vida laboral.
Sin embargo, en la vida real, desde
Miami, todo EEUU y muchos otros países, fluyen hacia Cuba remesas para
familiares y amigos que los cubanos en el exterior envían a quienes
quedaron allá, y que son un aporte que se puede considerar sustancial,
aunque no llegue a ser tan elevado como señalan algunos.
Otros
cubanos —que pueden recibir remesas o no— trabajan por cuenta propia sin
depender de los miserables salarios del Estado, y disponen de recursos
para vivir mejor que los asalariados que trabajan para el gobierno. Pero
no se confunda nadie: no todos los cuentapropistas son dueños de
sofisticados “paladares” de moda, “boteros” de taxis jurásicos o
personas que alquilan habitaciones al turismo extranjero. Hay
carretilleros vendiendo viandas, gente que rellena fosforeras o arregla
espejuelos, sastres, modistas, reparadores de calzado, albañiles,
plomeros, carpinteros, y vendedores de alimentos que no disponen de su
“paladar” y se limitan a la rústica cafetería de poca monta, que no
forman parte de una nueva “clase media” ni soñando.
Y otra parte
de los cubanos —que pueden recibir remesas o ser cuentapropistas o no—
tiene que “resolver” sustrayéndole al Estado “omnipropietario” todo lo
que pueda para su supervivencia y la de su familia. Lo que en otro país
sería acto censurable, en la finca de los Castro se maneja bajo el manto
de que “ladrón que roba a ladrón…”, eso mismo, cien años de perdón. Y
todo el mundo sabe quién es ese otro ladrón del refrán.
Entonces,
para empresarios de pensamiento superficial, “expertos” de café con
leche, y periodistas que entrevistan a oficiales de la inteligencia
vestidos de “académicos” o “exdiplomáticos”, a cubanos en EEUU que son
lo más parecido a agentes de influencia, y a académicos americanos que
reciclan consignas del Palacio de la Revolución, ese mercado interno
cubano tan promisorio resultará tan irreal y abstracto como la buena
voluntad del régimen para disminuir la represión o elevar el nivel de
vida de los cubanos.
El tiempo lo demostrará. Y no habrá que esperar tanto para comprobarlo.
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