Carlos Alberto Montaner
Acaba de morirse a los 91 años. Fue una de las
personas más influyentes del planeta en la segunda mitad del siglo XX.
Se llamó Lee Kuan Yew y era un abogado chino formado en Londres.
Transformó su pequeña e imposible isla, Singapur, en
un emporio de riqueza y desarrollo que le sirvió de modelo e inspiración
a los reformistas chinos tras la muerte de Mao y el fin de ese asesino
experimento colectivista que le costó la vida a millones de personas.
Por eso es importante. Lee cambió el destino de
Singapur y, sin proponérselo, le trazó el camino a la China continental.
Deng Xiaoping, el inconforme sucesor de Mao, no tuvo que devanarse los
sesos para averiguar cómo rescatar de la miseria a sus compatriotas.
Todo lo que hizo, fundamentalmente, fue inspirarse en la exitosa
experiencia de Lee.
Lee, además, no era un ideólogo opuesto a las
supersticiones del marxismo, sino un tipo práctico que durante años
repitió un lema humilde: “imitemos a Japón”. El desarrollo era la
consecuencia de la educación intensa y universal, con el acento puesto
en la mujer, porque una madre instruida es la garantía de hijos bien
educados. El principal capital es el humano.
La acumulación de riquezas luego surgía de la
tecnología que le agregaba valor a los bienes y servicios, de la
propiedad privada de los medios de producción, de la apertura a la
inversión extranjera, de los impuestos bajos, de la seguridad jurídica y
de medidas de gobierno inteligentes y sensatas.
Singapur, una excrecencia geológica de apenas 700
kilómetros cuadrados, en la que viven hacinados cinco millones y medio
de personas, carente de recursos naturales, incluso de agua potable (que
debe importar de Malasia), demostró cómo en un par de generaciones, por
medio de la libertad económica, se puede pasar de los harapos y la
desesperanza a la creación de una franja de prosperidad que alcanza al
85% de la población, hoy incluida en los grupos sociales medios.
Los chinos continentales, que venían del desastre
comunista, habían visto cómo en el vecindario asiático habían surgido
los cuatro “tigres” de Asia, pero Taiwán era un enemigo innombrable que
había surgido a la sombra del Kuomintang, Hong Kong era una colonia
británica y Corea del Sur un país con una cultura parcialmente diferente
y, a ratos, hostil.
Singapur era el ejemplo perfecto para Pekín, incluso
por las malas razones: el país vivía bajo la hegemonía de un partido de
mano dura liderado por un patriarca que no creía en las virtudes de la
tolerancia y la pluralidad, aunque en el parlamento hoy existe alguna
oposición y el gobierno reconoce que “sólo” lo apoya el 60% del censo.
En la isla existían cuatro minorías, la etnia
dominante era la china, y a Lee y al pequeño grupo de colaboradores con
el que fundó el Partido de Acción Popular, les correspondía la gloria de
haber roto, primero, con Gran Bretaña, y luego con Malasia, hasta
constituir una república, inicialmente temblorosa y pobre, que fue
generando riqueza al punto de alcanzar $65 000 dólares anuales de PIB
per cápita, ($15 000 más que Estados Unidos), un índice de desempleo del
3%, el menor nivel de criminalidad del mundo, y una administración
pública en la que la corrupción es casi desconocida y está colocada al
servicio de una sociedad educada y con buenos cuidados de salud que
posee el 87% de las viviendas que habita.
Esta deslumbrante aventura se inició en 1959,
precisamente cuando otra isla situada en las antípodas, Cuba, pese a
comenzar su andadura en mejores condiciones que Singapur, inauguró una
revolución de signo contrario, colectivista, basada en los errores
conceptuales del marxismo-leninismo y en los caprichos del Comandante,
logrando exactamente lo opuesto a Singapur: los revolucionarios cubanos
destruyeron una gran parte de la riqueza previamente creada, demolieron
las ciudades, mataron y encarcelaron profusamente, provocando una
permanente miseria que desató el éxodo del 20% de la población.
La contraposición de estos dos ejemplos no es
fortuita. Sirve para eliminar la perversa suposición de que el
desarrollo de Singapur pudo lograrse gracias a la mano pesada de Lew
Kuan Yew, que rechazaba las críticas, perseguía en los tribunales a los
enemigos, azotaba a los mascadores de chicle y fusilaba a los
traficantes de droga. En Cuba sucedían cosas más graves y los resultados
económicos fueron infinitamente peores.
Lee fue mucho más benévolo con su pueblo que Fidel
Castro, y si tuvo un impresionante éxito en el terreno económico, no fue
por su lamentable autoritarismo, sino a pesar de ese rasgo reprochable
de su conducta política.
Si yo escribiera el epitafio de la tumba de Lee lo
despediría con una frase sencilla, llena, pese a todo, de admiración:
“Fue muy grande porque creyó en la libertad económica. Hubiera sido aún
mucho mayor si hubiera creído en la libertad política”.
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