El Malecón tiene, de acuerdo a su
alumbrado público, dos zonas. Ninguna demasiado romántica, a pesar de lo
que tantos bardos afirman.
En la zona este –que comprende Habana Vieja y Centro Habana–, las luces son amarillas y la actividad es básicamente diurna.
Pandillas
de chiquillos lanzándose al mar desde el muro, taxistas desesperados
por ganar un pasaje, vendedores de bisuterías y confituras, una legión
de mutilados y harapientos intentando arrancarles algún que otro dólar a
los turistas de paso.
En la zona oeste –todo Vedado, desde la Chorrera hasta la avenida 23–, las luces son blancas y el trasiego es nocturno.
Son,
ahora, las doce menos veinte de la noche, de ahí que nos encontremos
frente a la gasolinera de Paseo, a unos pocos metros del Meliá Cohíba y
el hotel Riviera.
Un par de horas después, habremos llegado a la
fuente del Hotel Nacional, con la sensación de haber emprendido un
trayecto similar al de los círculos del Inferno.
Pero sin juicios
de valor. Esto no quiere decir que, a medida que avancemos, la gente sea
más pecadora. Al contrario, el fragor aumenta: son más interesantes,
más dignos de presenciar.
A
quien primero nos topamos es a Ileana. Tiene más de cincuenta años, tez
morena, y algo apagado en los ojos. Es una de esas mujeres que vende
caramelos, palomitas de maíz, galletas de chocolate, boniatos fritos
empaquetados, y que camina quién sabe cuántos kilómetros por jornada.
"Llego sobre las diez de la noche, y me voy a las cuatro, a veces a las cinco de la madrugada", dice.
Ileana
es de poco hablar. Se encoge de hombros cuando uno le pregunta algo.
Vive en Arroyo Naranjo y hace cuatro años que trabaja en el Malecón.
"El fin de semana es mejor", añade. "Hay más venta" –y se aleja entre la timidez y la premura por ganarse el pan.
Seguimos
adelante. Y entre la gasolinera de Paseo y el monumento al general
Calixto García, en avenida G, nos encontramos lo siguiente:
1- Un
italiano y una cubana que, junto a otra pareja de cubanos, conversan
sobre acuarios naturales, botes, canoas e inmersionistas.
2- Un
cantante y un guitarrista que tocan donde lo llaman, y donde no también,
con un repertorio no demasiado amplio, que va de Roberto Carlos a José
Luis Perales.
3- Dos mujeres que beben ron de una caneca y
mastican boniatos fritos, comprados a Ileana o a alguien similar.
Alrededor de las mujeres, duermen cinco niños.
4- Tres policías de
pie frente al edificio Girón. Sin nada que hacer. Sin nada que decir.
Quizás esperando una ilegalidad que todavía no ha llegado.
Justo después, aparecen los pescadores. Algo que viene siendo, para el Malecón, un lugar común.
Uno de ellos –gorra, pelo encrespado, pulóver azul, short de cuadros y arabescos– dice:
"Yo vengo a vaciar el cerebro. Si no, no puedo sobrellevar esto".
El
hombre no aclara a qué se refiere con "sobrellevar esto", pero le
imprime un matiz subversivo a sus palabras, y luce, ciertamente, a la
vuelta de todo.
Le preguntamos si pican por esta zona, y dice que
sí. Que alguna que otra mojarra, a veces un parguito, y luego se pega un
buche de ron y ensaya una media sonrisa.
Todo lo que sigue a los
pescadores, es un largo muro desangelado. No sabemos si estamos en una
zona estratégica o algo por el estilo, pero históricamente los policías
prohíben sentarse por acá. Cero personas. Cero voces. Cero ajetreo.
Hasta que llegamos a los alrededores de la Tribuna Antimperialista,
cerca de la calle Línea.
Ya pasamos a otro nivel. Como si hubiésemos atravesado el ojo del ciclón y de repente nos encontráramos en plena tormenta.
Dos
mujeres y un hombre, cincuentones los tres, cantan a voz en cuello: "Y
pienso en ti, mi fórmula de amor". Una lata escachada hace las veces de
instrumento. Cuando terminan, y el ron se les acaba, una de ellas dice:
"Vamos a buscar otra botella, que esto sin gasolina no camina".
Más
adelante, una patrulla de policías detiene a un muchacho porque,
alegan, se burló de la ley. Un oficial lo fue a detener y el muchacho
siguió caminando y no solo siguió caminando sino que, dice el oficial,
comenzó a payasear, a caminar jorobado.
Llama la atención que
entre los oficiales hay un coronel. El muchacho discute. De alguna
manera, está orgulloso de que lo arresten delante de todos. Y el coronel
le dice que deje la guapería barata.
Alrededor, un grupo de entusiastas rapea un estribillo de barrio. Otro grupo canta a Cristian Castro. El ruido es ensordecedor.
Ya
en 23 y Malecón, zona de homosexuales, travestis y prostitutas, el
fragor disminuye. Todo ocurre más sigiloso. Con señas, deslizamientos,
guiños furtivos. La noche se apaga en su punto culminante.
Aquí oímos, sin embargo, el diálogo más hermoso de la noche.
Un travesti que le dice a otro:
"Yo cojo, me paro, me siento y me abro."
Y el otro que lo mira, con un gesto despectivo, que es tierno a la vez, y solo le responde:
"Te veo femenina".
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