El restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados
Unidos después de más de medio siglo y la posibilidad del levantamiento
del embargo norteamericano ha sido recibido con beneplácito en Europa y
América Latina. Y, en el propio Estados Unidos, las encuestas dicen que
una mayoría de ciudadanos también lo aprueba, aunque los republicanos lo
objeten. El exilio cubano está dividido; en tanto que entre las viejas
generaciones prevalece el rechazo, las nuevas ven en esta medida un
apaciguamiento del que podría derivarse una mayor apertura del régimen y
hasta su democratización. En todo caso, hay un consenso de que, en
palabras del presidente Obama, “el embargo fue un fracaso”.
La lectura optimista de este acuerdo presupone que se levante el
embargo, conjetura todavía incierta, pues esta decisión depende del
Congreso que dominan los republicanos. Pero, si se levantara, sostiene
esta tesis, el aumento de los intercambios turísticos y comerciales, la
inversión de capitales estadounidenses en la isla y el desarrollo
económico consiguiente irían flexibilizando cada vez más al régimen
castrista y llevándolo a hacer mayores concesiones a la libertad
económica, de lo que, tarde o temprano, resultaría una apertura política
y la democracia. Indicio de este futuro promisor sería el hecho de que,
al mismo tiempo que Raúl Castro anunciaba la buena nueva, 53 presos
políticos cubanos salían en libertad.
Como hemos vivido en las últimas décadas toda clase de fenómenos
sociales y políticos extraordinarios, nada parece ya imposible en
nuestro tiempo y, acaso, todo aquello podría ocurrir. Sería el único
caso en la historia de un régimen comunista que renuncia al comunismo y
elige la democracia gracias al desarrollo económico y la mejora del
nivel de vida de sus ciudadanos debido a la aplicación de políticas de
mercado. El fabuloso crecimiento de China no ha traído la delicuescencia
del totalitarismo político sino más bien, como acaban de experimentar
los estudiantes de Hong Kong, su reforzamiento. Lo mismo se podría decir
de Vietnam, donde la adopción de ese anómalo modelo —el capitalismo
comunista— a la vez que ha impulsado una prosperidad indiscutible no ha
mermado la dureza del régimen de partido único y la persecución de toda
forma de disidencia. El desplome de la Unión Soviética y sus satélites
centroeuropeos no fue obra del progreso económico sino de lo contrario:
el fracaso del estatismo y el colectivismo que llevó esa sociedad a la
ruina y al caos. ¿Podría ser Cuba la excepción a la regla, como espera
la mayoría de los cubanos y entre ellos muchos críticos y resistentes
del régimen castrista? Hay que desearlo, desde luego, pero no creer
ingenuamente que ello está ya escrito en las estrellas y será inevitable
y automático.
Las dictaduras no caen nunca gracias a la bonanza económica sino a su
ineptitud para satisfacer las más elementales necesidades de la
población y a que ésta, en un momento dado, se moviliza en contra de la
asfixia política y la pobreza, descree en las instituciones y pierde las
ilusiones que han sostenido al régimen. Aunque el medio siglo y pico de
dictadura que padece Cuba ha visto aparecer en su seno opositores
heroicos, por el desamparo con que se enfrentaban a la cárcel, la
tortura o la muerte, la verdad es que, porque la eficacia de la
represión lo impedía o porque las reformas de la revolución en los
campos de la educación, la medicina y el trabajo habían traído mejoras
reales en la condición de vida de los más pobres y adormecían su deseo
de libertad, el régimen castrista no ha tenido una oposición masiva en
este medio siglo; sólo una merma discreta del apoyo casi generalizado
con que contó al principio y que, con el empobrecimiento progresivo y la
cerrazón política, se ha convertido en resignación y el sueño de la
fuga a las costas de la Florida. No es de extrañar que, para quienes
habían perdido las esperanzas, la apertura de relaciones diplomáticas y
comerciales con Estados Unidos y la perspectiva de millones de turistas
dispuestos a gastar sus dólares y de empresarios y comerciantes
decididos a invertir y a crear empleos por toda la isla, haya sido
exaltante, la ilusión de un nuevo despertar.
Me alegra el acuerdo entre Obama y Castro; me entristece si eso aleja la recuperación de la libertad
Raúl Castro, más pragmático que su hermano, parece haber comprendido
que Cuba no puede seguir viviendo de las dádivas petroleras de
Venezuela, muy amenazadas desde la caída brutal de los precios del oro
negro y del desbarajuste en que se debate el Gobierno de Maduro. Y que
la única posible supervivencia a largo plazo de su régimen es una cierta
distensión y un acomodo con Estados Unidos. Esto está en marcha. El
designio del Gobierno cubano es, sin duda —siguiendo el modelo chino o
vietnamita—, abrir la economía, un sector de ella por lo menos, al
mercado y a la empresa privada, de modo que se eleven los niveles de
vida, se cree empleo, se desarrolle el turismo, al mismo tiempo que en
el campo político se mantiene el monolitismo y la mano dura para quien
aliente aspiraciones democráticas. ¿Puede funcionar? A corto plazo, sin
ninguna duda, y siempre que el embargo se levante.
A mediano o largo plazo no es muy seguro. La apertura económica y los
intercambios crecientes van a contaminar a la isla de una información y
unos modelos culturales e institucionales de las sociedades abiertas
que contrastan de manera espectacular con los que el comunismo impone en
la isla, algo que, más pronto o más tarde, alentará la oposición
interna. Y, a diferencia de China o Vietnam, que están muy lejos, Cuba
está en el corazón del Occidente y rodeada por países que, unos más y
otros menos, participan de la cultura de la libertad. Es inevitable que
ella termine por infiltrarse sobre todo en las capas más ilustradas de
la sociedad. ¿Estará Cuba en condiciones de resistir esta presión
democrática y libertaria, como lo hacen China y Vietnam?
Mi esperanza es que no, que el castrismo haya perdido del todo la
fuerza ideológica que tuvo en un principio y que en todos estos años se
ha convertido en mera retórica, una propaganda en la que es improbable
que crean incluso los dirigentes de la Revolución. La desaparición de
los hermanos Castro y de los veteranos de la Revolución, que ahora
ejercitan todavía el control del país, y la asunción de los puestos de
mando por las nuevas generaciones, menos ideológicas y más pragmáticas,
podrían facilitar aquella transición pacífica que auguran quienes
celebran con entusiasmo el fin del embargo.
¿Hay razones para compartir este entusiasmo? A largo plazo, tal vez. A
corto, no. Porque en lo inmediato quien saca más provecho del nuevo
estado de cosas es el Gobierno cubano: Estados Unidos reconoce que se
equivocó intentando rendir a Cuba mediante una cuarentena económica (el bloqueo criminal)
y ahora va a contribuir con sus turistas, sus dólares y sus empresas a
levantar la economía de la isla, a reducir la pobreza, a crear empleo;
en otras palabras, a apuntalar al régimen castrista. Si Obama visita
Cuba será recibido con todos los honores, tanto por los opositores como
por el Gobierno.
No es para alegrarse desde el punto de vista de la democracia y de la
libertad. Pero la verdad es que ésta no era, no es, una opción realista
en este preciso momento de la historia de Cuba. La elección era entre
que Cuba continuara empobreciéndose y los cubanos siguieran sumergidos
en el oscurantismo, el aislamiento informativo y la incertidumbre; o
que, gracias a este acuerdo con Estados Unidos, y siempre que termine el
embargo, su futuro inmediato se aligere, gocen de mejores oportunidades
económicas, se les abran mayores vías de comunicación con el resto del
mundo, y, —si se portan bien y no incurren por ejemplo en las
extravagancias de los estudiantes hongkoneses— puedan hasta gozar de una
cierta apertura política. Aunque a regañadientes, yo también elegiría
esta segunda opción.
Época confusa la nuestra en la que ocurren ciertas cosas que nos
hacen añorar aquellos tensos años de la guerra fría, donde al menos era
muy claro elegir, pues se trataba de optar “entre la libertad y el
miedo” (para citar el libro de Germán Arciniegas). Ahora la elección es
mucho más arriesgada porque hay que elegir entre lo menos malo y lo
menos bueno, cuyas fronteras no son nada claras sino escurridizas y
volubles. Resumiendo: me alegro de que el acuerdo entre Obama y Raúl
Castro pueda hacer más respirable y esperanzada la vida de los cubanos,
pero me entristece pensar que ello podría alejar todavía un buen número
de años más la recuperación de su libertad.
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