Armando
Navarro Vega
Podemos, el movimiento liderado por el joven profesor Pablo
Iglesias, puede acceder al poder en las próximas elecciones
generales tras situarse entre las dos o tres opciones más votadas.
Esta afirmación no pretende ser un pronóstico de lo que ocurrirá,
sino una hipótesis acerca de lo que puede ocurrir en función de la
evolución de los hechos, tendencias y acontecimientos que dominan el
escenario político, económico y social en España y Europa.
Iglesias tiene madera de líder. Es inteligente, egocéntrico,
ambicioso, vanidoso, tiene hambre de poder, y parece poseer la
determinación necesaria para llevar a cabo su empresa. Si a ello se
añade un auténtico sentido de misión, ello le convierte en un
fanático de su obra.
Domina como ningún otro político español el arte de la comunicación
de masas. Pero sobre todo, está pertrechado con un “complejo,
completo y estructurado método del conocimiento y de transformación
de la realidad” inspirado en lo que V. I. Lenin describió como
“la tres partes del marxismo”:
- el materialismo dialéctico e histórico o filosofía marxista;
- la economía política marxista, fundamentada en la teoría de la plusvalía, y
- el socialismo científico, expresión teórica de la lucha de clases.
El
marxismo en este caso, más que un guión pautado y rígido, es para
Iglesias y sus compañeros una herramienta metodológica para entender
y decodificar las actuales circunstancias históricas concretas de
España y Europa.
Pablo Iglesias ha recibido un aluvión de críticas desde todos los
partidos, la prensa y los agentes sociales. En su inmensa mayoría
son críticas vulgares dirigidas a desacreditarle y a equipararlo
“con los miembros de la casta”, fundamentadas en cálculos
electoralistas, o en el afán de notoriedad de algunos formadores de
opinión.
Pero mientras estos insisten en protagonizar escaramuzas y
batallitas dialécticas en las tertulias televisivas, que usualmente
solo sirven para reforzarlo y divulgar su ideario, Pablo Iglesias
tiene una estrategia y un método de acción para “tomar el cielo por
asalto”, como acaba de declarar triunfalmente en el congreso
fundacional de su agrupación, en clara referencia a las palabras de
elogio a los revolucionarios franceses escritas por Karl Marx, en
carta dirigida a Ludwig Kugelmann el 12 de abril de 1871.
Iglesias conoce perfectamente el contenido y la intención de esas
palabras, a través de las cuales Marx le recuerda a su destinatario
que ya, en el último capítulo de su obra “El Dieciocho Brumario”
expone “…como próxima tentativa de la revolución francesa no
(solo) hacer pasar de unas manos a otras la máquina
burocrático-militar, como venía sucediendo hasta ahora, sino
demolerla, y ésta es justamente la condición previa de toda
verdadera revolución popular…”
O
sea, la demolición del viejo orden político, económico, jurídico,
institucional y social como condición previa para la consolidación
del poder político del nuevo régimen. Nadie que conozca mínimamente
la doctrina marxista leninista puede decir que Iglesias no está
poniendo con claridad las cartas sobre la mesa. Pero sus críticos
mayoritariamente adolecen de dicho conocimiento.
El discurso y la acción del líder de Podemos parte de la
identificación en la España actual de lo que Lenin denominó una
“situación revolucionaria”, caracterizada por los siguientes rasgos:
[1]
1)
La imposibilidad para las clases dominantes de mantener su
dominio en forma inmutable… Para que estalle la revolución no basta
que “los de abajo no quieran” vivir como antes, sino que hace falta
también que “los de arriba no puedan vivir” como hasta entonces.
2)
Una agravación, superior a la habitual, de la miseria y las
penalidades de las clases oprimidas.
3)
Una intensificación considerable, por las razones antes
indicadas, de la actividad de las masas, que en tiempos “pacíficos”
se dejan expoliar tranquilamente, pero que en épocas turbulentas son
empujadas, tanto por la situación de crisis en conjunto como por las
“alturas” mismas, a una acción histórica independiente.
No
en todos los casos la presencia de dichas premisas conduce
directamente a la revolución. Según Lenin:
“… la revolución no surge de toda situación revolucionaria, sino
solo de una situación en la que a los cambios objetivos antes
enumerados viene a sumarse un cambio subjetivo, a saber: la
capacidad de la clase revolucionaria para llevar a cabo acciones
revolucionarias de masas lo bastante fuerte como para destruir (o
quebrantar) al viejo gobierno, que jamás “caerá”, ni siquiera en las
épocas de crisis, si no se lo “hace caer”.
Esa
capacidad para llevar a cabo acciones revolucionarias recaería en
Podemos, devenido en “partido de vanguardia”, y en su máximo líder,
Pablo Iglesias.
¿Es
posible afirmar que existe una situación revolucionaria en España,
que situaría a Podemos con su discurso ya desde la línea de salida
como claro vencedor? Examinemos la existencia de las “condiciones
objetivas y subjetivas” para ello.
El
economista turco Daron Acemoglu, profesor del M.I.T, y Jim Robinson,
profesor de la Universidad de Harvard, coautores del libro “Por
qué fracasan los países: el origen del poder, la prosperidad y la
pobreza”, han acuñado el término “élite extractiva” para
referirse a “un sistema de captura de rentas que permite, sin
crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población”.
Sistema que también ha practicado con notable éxito la clase
política española, devenida en un “grupo de interés particular” que
pretende mantenerse por siempre jamás a costa de los contribuyentes.
Un
grupo que, como señala el también economista César Molinas, se
reproduce mediante un sistema electoral que no permite la elección
de candidatos sino de partidos, lo que posibilita que las cúpulas de
los mismos controlen los poderes del estado y los órganos de
vigilancia.
Los
recortes los sufren las rentas productivas de los ciudadanos y
empresas privadas vía impuestos, mientras se mantienen las
improductivas. Surgen fundaciones de todo tipo, empresas públicas
deficitarias, aeropuertos fantasmas, suntuosos palacios de
congresos, centros de salud y deportivos sobredimensionados y/o
inacabados, carreteras que conducen directamente a un río, y un
larguísimo etcétera, de las cuales se beneficia solo la élite
extractiva.
Los
partidos políticos crearon y mantuvieron la burbuja inmobiliaria,
porque la misma era su particular instrumento de financiación para
sí mismos y para sus ayuntamientos, camuflando sus verdaderas
intenciones en evidentes carencias legales que no solo no ignoraban,
sino que impidieron resolver. Ellos diseñaron planes urbanísticos,
recalificaron suelos a placer, y estimularon la concesión de
créditos imprudentes gracias a su control sobre las cajas de ahorro.
Atendieron con esmero su vasta red clientelar de estómagos
agradecidos, y no repararon en gestos y en gastos para contentarlos
a través de subvenciones que terminaron pagando los sufridos
contribuyentes, y los impotentes usuarios de unos servicios
monopólicos, como en el caso de las subvenciones a las energías
renovables. Compraron conciencias, voluntades y algo más por una
razón muy poderosa: porque podían.
¿Cuál es el rasgo cualitativamente diferente de la situación actual,
y que le pone en bandeja a Podemos una oportunidad histórica sin
precedentes? Nuevamente es V. I. Lenin, en su obra “La enfermedad
infantil del izquierdismo en el comunismo” quién explica la
diferencia:
“La
ley fundamental de la revolución, confirmada por todas ellas, y en
particular por las tres revoluciones rusas del siglo XX, consiste en
lo siguiente: para la revolución no basta con que las masas
explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de
vivir como antes y reclamen cambios, para la revolución es necesario
que los explotadores no puedan vivir ni gobernar como antes. Solo
cuando las “capas bajas” no quieren lo viejo y las “capas altas” no
pueden sostenerlo al modo antiguo, solo entonces puede triunfar la
revolución. En otros términos, esta verdad se expresa del modo
siguiente: la revolución es imposible sin una crisis nacional
general (que afecte a explotados y explotadores)”.
Dicho con una expresión que está de moda en los telediarios, se
trata de “la tormenta perfecta”, y eso es lo que está ocurriendo
delante de nuestros ojos.
La
crisis económica es una manifestación y una consecuencia de la
crisis institucional generada por la existencia misma de la élite
extractiva y de sus políticas diseñadas para la propia satisfacción
de sus necesidades. De mercados y sectores enteros regulados y
controlados por ella.
La
oligarquía gobernante en España, en Europa o en Estados Unidos es el
fruto del maridaje entre las élites extractivas y el poder
económico, donde la posición hegemónica se intercambia según las
condiciones particulares concretas en cada país. Si el sector
financiero presenta todas las características propias de un
oligopolio (un mercado sin competencia real, dominado
mayoritariamente por un pequeño número de prestadores de servicios,
y en el que ninguno de ellos puede imponerse del todo porque
generaría un monopolio) es gracias al control de aquellas, a través
de las políticas dictadas por la Reserva Federal, el Banco Central
Europeo y/o específicamente el Banco de España. Políticas que
determinan las condiciones de ingreso en ese selecto grupo, el
precio del dinero, o las normas para conceder los préstamos, entre
otras.
Gracias a ese maridaje los estados han crecido enormemente hasta
ahora. Como advierten los economistas liberales, el problema de
España y de Europa no es precisamente la falta de gasto público,
sino un exceso propiciado por un endeudamiento galopante.
El
estado sobredimensionado a través de estructuras que se reproducen a
escala (estado central, comunidades, mancomunidades, ayuntamientos,
consejerías, delegaciones provinciales) dilapida sin miramientos la
riqueza que genera el aparato productivo.
El
estatismo exacerbado, lejos de ser la solución como reclama la
izquierda y la derecha, es la causa del problema. El origen de la
tormenta no radica en un capitalismo salvaje que no existe por demás
en ningún sitio (desde luego no en España), sino en un estatismo
desatado, defendido con uñas y dientes por la élite extractiva. El
estado es hoy en día más grande en términos absolutos y relativos
que antes de la crisis.
Pero ¿acaso no es precisamente eso, más intervención, más estado,
más controles, lo que propone Podemos? ¿Por qué entonces puede tener
más oportunidades que otros partidos de convencer a un electorado de
que él es la salvación y la única alternativa de regeneración
política? La respuesta puede resumirse en una receta de coctelería:
un explosivo combinado de descrédito, hartazgo y crisis, con unas
gotitas de amargura y una ramita de ingenuidad.
El
conocimiento público de los casos de corrupción en condiciones de
crisis (no la crisis que analizan los economistas en sus despachos o
los diletantes mientras degustan una relaxing cup of café con
leche, sino la crisis que afecta la propia supervivencia de muchas
familias) ha producido el mayor descrédito que ha sufrido jamás la
élite extractiva. No es que antes no fuesen corruptos, ni siquiera
que no afloraran informativamente los hechos, sino que importaba
menos en la medida en que no existía la percepción del expolio al
llenar el carro de la compra por menos de cinco mil pesetas. Es
triste, pero es así.
Felipe González perdió las elecciones frente a Aznar por apenas un
puñado de votos, a pesar del rosario de escándalos que se destaparon
entonces: la trama española del caso Flick, Kio, los fondos
reservados, Rumasa, Filesa y las subtramas del AVE y de Seat, los
casos del hermanísimo Juan Guerra y del cuñadísimo Francisco
Palomino, Cesid, Ibercorp, Urbanor, Sarasola, Urralburu, Bardellino,
Godó, los casos BFP, Tibidabo, Estevill, Turiben, Salanueva, Expo
92´, Roldán y Paesa, Banesto, el Gal, Petromocho, Naseiro, la PSV,
Hormaechea, el llamado caso de la minería y el caso Sóller.
Estaban pringados los partidos, los sindicatos, los funcionarios, la
policía, la Guardia Civil, los órganos de la seguridad del estado y
de la inteligencia, los bancos, o los jueces, en una colección
exhaustiva de delitos: financiación ilegal, evasión de impuestos,
robo, pagos fraudulentos, desvíos de dinero público para uso
privado, enriquecimiento personal, sobornos mediante pago de
sobresueldos y gratificaciones, cohecho, fraude, escuchas ilegales,
tráfico de influencias, malversación de fondos, prevaricación,
usurpación de funciones, gestión irregular, estafa, alzamiento de
bienes, y hasta la creación y financiación ilegal de una red
terrorista.
Fuimos testigos del procesamiento y/o la entrada en prisión casi
simultáneamente del Director de la Guardia Civil, del Presidente del
Banco de España, del Secretario de Estado de Seguridad, del
presidente de una importante entidad bancaria como Banesto. El
propio Presidente del Gobierno fue señalado insistentemente como “El
señor X”, el máximo responsable del entramado Gal, aunque el
aseguraba que se enteraba de todo por la prensa. Y la vida siguió
igual.
La
situación actual es distinta, porque las esperanzas de cambio dentro
del sistema se han esfumado. Ocho años de gobierno de Aznar, otros
tantos de Zapatero, y casi tres años de Rajoy, lejos de resolver
aquellos problemas los han agravado. Solo la insolvencia del Partido
Popular ha impedido que desapareciera el Partido Socialista Obrero
Español de la escena política. Peor aún, en determinados momentos ha
hecho buena la gestión política de Zapatero.
El
Partido Popular es el campeón mundial absoluto de dilapidación de
capital político. Los españoles le dieron una mayoría holgada que
nunca mereció, visto lo visto. Ha incumplido minuciosa y
concienzudamente su programa electoral, y ha traicionado tanto a sus
bases como a los ciudadanos que creyeron en sus promesas.
Su
programa económico es el mismo que posiblemente hubiese aplicado el
Partido Socialista de haber ganado las elecciones generales, porque
es en buena medida una continuación del comenzado por Zapatero en
las postrimerías de su gobierno. Ha renunciado a unos valores y a
unos principios liberales que se les suponían (no se sabe muy bien
por qué). El diccionario de la RAE debería mostrar una foto de
Mariano Rajoy para ilustrar la definición del vocablo “pusilánime”,
y otra de grupo del Consejo de Ministros para representar
gráficamente el término “ineficacia”.
Toda la esperanza de recuperación de la credibilidad perdida del PP
está depositada por su máximo líder en una hipotética mejora de la
economía, que posibilite que los ciudadanos le perdonen sus pecados.
Pero hay muchos indicios de que eso no va a ocurrir.
Europa y España siguen en crisis, porque el guión adoptado hasta
ahora para impulsar la recuperación indica justo lo contrario de lo
que hay que hacer. Mercados más libres y más flexibles versus
burocracias maquinales y estados cada vez más sobredimensionados;
extorsión fiscal, endeudamiento y déficit público indetenibles,
ajustes a cuenta del sector privado y aumento de las regulaciones.
Cualquier diseño de política económica empeñado en perpetuar estos
errores está condenado al fracaso por muy sofisticado que parezca,
porque constituye de hecho la “respuesta perfecta al problema
equivocado”.
Pero el Partido Socialista solo aventaja al Partido Popular en que
no gobierna. A pesar de la ayuda inestimable de éste, el PSOE no
genera ilusión alguna, y mantiene su bien ganada fama de pésimo
gestor. En la convocatoria de las últimas elecciones autonómicas
andaluzas, el entonces presidente Manuel Chávez estuvo muy acertado
en la estimación de los tiempos, porque la mayoría necesaria para
gobernar no la ganó la izquierda en esa región, sino que la perdió
la desidia del PP a escasos meses de ganar las generales.
El
PSOE ha perdido su centro de gravedad y ha renunciado a sus
principios socialdemócratas en beneficio de un discurso de
improbable aplicación en lo económico, fragmentado en lo relativo a
la cuestión nacional, rancio y guerra civilista. Su Secretario
General, Pedro Sánchez, se muestra errático y ya acumula un buen
número de rectificaciones a sus propias palabras, lo que le otorga
una cierta aureola de improvisación y de inseguridad.
Se
equivoca si piensa que le va a pasar por la izquierda a Podemos y a
Pablo Iglesias, aunque adopte su “look” juvenil y despreocupado. En
“progresía” a éste no le gana nadie. Quizás haya algún día un debate
entre ambos, pero por ahora Sánchez ha declinado la invitación. Hace
muy bien porque, desde luego, no tiene nada que hacer mientras se
empeñe en convertirse en una mala copia de Iglesias. Sánchez es
también muy joven, pero dirige un partido con mucho pasado, mientras
que Iglesias solo tiene futuro.
Izquierda Unida, al igual que los partidos mayoritarios, carga con
una pesada mochila a la espalda. El enorme peso específico del
Partido Comunista dentro de esa agrupación le convierte en un
proyecto ideológico anclado en el siglo XIX, y muy desprestigiado
por su nostalgia por la hoz y el martillo. Su crecimiento posterior,
luego de estar a punto de desaparecer hace algunos años del Congreso
de los Diputados, no fue tanto un mérito suyo, como la consecuencia
de un castigo de los votantes del ala izquierda del PSOE. Además,
también está contaminado por los escándalos de corrupción más
recientes (y alguno que otro no tan reciente) y forma parte por
derecho propio, como socio de gobierno o como partido electo, de la
élite extractiva.
Las
tensiones territoriales en esta España invertebrada, acosada desde
siempre por los particularismos, cuya propia existencia es en
palabras de Rodríguez Zapatero “discutida y discutible”, vienen a
añadir más tensión aún si cabe. Las fuerzas centrífugas actuantes la
convierten en un “vasto sistema de exclusión”.
En
resumen, las condiciones objetivas y subjetivas para que exista en
España una situación revolucionaria tal como la definió Lenin están
dadas, y Podemos las ha identificado correctamente:
·
En la situación actual de prolongación
de la crisis económica en Europa, agravada en el caso de España por
unas características estructurales que la convierten en un problema
crónico, de sobredimensionamiento creciente del estado, de
endeudamiento y déficit galopante, de incremento de la presión
fiscal hasta límites intolerables, de ajustes que recaen siempre
sobre las espaldas del sector privado, de descrédito absoluto de los
partidos políticos, de los bancos, de los empresarios, de la
justicia y de prácticamente todas las instituciones, la élite
extractiva no puede mantener su dominio sobre la sociedad española
tal y como lo ha ejercido hasta ahora.
·
La crisis económica española no tiene
solución en el corto, en el mediano y en el largo plazo, por la
sencilla razón que no se están aplicando las soluciones requeridas.
Una parte cada vez mayor de la sociedad no está dispuesta a
continuar sufriendo las consecuencias de un eventual empeoramiento
de la misma, ni una contracción indefinida de un nivel de vida que
quizás no se correspondía con sus posibilidades reales, pero del
cual disfrutó en algún momento anterior, cada vez más lejano.
·
Todo ello, unido a la percepción por
parte de amplios sectores de la sociedad española de que los
partidos, los sindicatos y el resto de las instituciones están
corrompidas hasta el tuétano, provoca una necesidad de “hacer algo”,
de cambiar las cosas, de movilizarse, de realizar esa “acción
histórica independiente” a la que alude Lenin.
Pablo Iglesias ha comprendido perfectamente la
situación, y está en disposición de liderar un cambio. Solo falta
comprobar si está en capacidad de hacerlo. Más aún, conoce las
claves y los resortes psicológicos y sociológicos que le permitirán
capitalizar el descontento.
Solo hay que leer las conclusiones de un estudio
realizado por la Fundación BBVA con el título “Valores político
económicos y la crisis económica” dado a conocer en abril de 2013,
basadas en 15,000 encuestas realizadas en diez países de la Unión
Europea. Algunas de esas conclusiones le otorgan un margen de
actuación considerable desde la perspectiva de lo que conocemos
acerca del ideario de Podemos:
·
Si bien existe en España un bajo nivel
de asociacionismo y una baja vinculación con el espacio público por
parte de la ciudadanía, el perfil del español que se moviliza o
participa en acciones sociales y políticas es un individuo con
estudios, de izquierdas, que lo hace fundamentalmente a través de
manifestaciones, huelgas e Internet, y que lee el periódico
regularmente.
·
Los españoles valoran
desfavorablemente el funcionamiento de la democracia. Perciben que
su capacidad individual de influencia en las decisiones políticas es
muy limitada, y que los políticos prestan más interés por sus
propios asuntos que por lo generales.
·
Los españoles desconfían
fundamentalmente de los jueces, los militares, los empresarios, los
religiosos y los políticos, y expresan un nivel de confianza más
bajo que el resto de los europeos en sus instituciones, en
particular respecto al gobierno, los bancos y los sindicatos.
·
El nivel de identificación con el
capitalismo es el más bajo de la U. E. Un 74% de los encuestados lo
rechaza, y sólo un 11% se identifica con este.
·
El 31% de los encuestados se declara
de ideología socialista.
·
España, después de Italia, es el país
de la U.E. donde un mayor porcentaje de la población (el 74,1%)
considera que “el Estado debe ser responsable de asegurar un nivel
de vida digno”, mientras que el resto de Europa apuesta por que cada
persona se haga responsable de su vida.
·
Un 85% de los encuestados españoles
(más de 20 puntos por encima de la media europea) cree que el Estado
debe ocuparse directamente de temas como la sanidad o las pensiones.
·
También los españoles encuestados son
partidarios de que el estado controle los beneficios de las
empresas, los precios o los salarios. Mientras que para Europa la
economía de libre mercado es “el sistema más conveniente”, para los
españoles es “la causa de las desigualdades sociales”.
·
España, según esta encuesta, es el
único país de la unión donde los ciudadanos reclaman que los
ingresos sean igualitarios “aunque eso perjudique a quiénes trabajan
más”.
·
En España sólo uno de cada cinco
ciudadanos aboga por los recortes, y cuatro de cada cinco quiere
mantener el Estado de Bienestar. También hay un elevado consenso
(con una puntuación de 7,7 sobre 10) de aumentar los impuestos “a
quienes más ganan por sus inversiones”, y con una puntuación de 7,1
de aumentar los impuestos “a quiénes más ganan por su trabajo”. Eso
sí, solo merece una puntuación de 1,2 sobre 10 la subida del IVA.
·
Por último, otras medidas reclamadas
por los españoles encuestados son limitar los ingresos de los
ejecutivos de bancos, regular la banca, reducir los tipos de
interés, y aumentar la inversión pública. En cambio no están de
acuerdo, como sí lo están el resto de los europeos, con reducir el
número de funcionarios, flexibilizar el mercado de trabajo, reducir
el gasto público, o inyectar capital a los bancos con problemas.
Este es el resultado de treinta y seis años de ideario falangista y
de paternalismo franquista, de casi treinta años de “trabajo
ideológico” de gobiernos socialistas, y de siglos de exaltación
católica de la pobreza y del sufrimiento como pasaporte al paraíso.
Nada que objetar, salvo que si se aplica ese programa España se
alejará definitivamente de cualquier solución medianamente racional
a sus problemas actuales, porque ese fue precisamente el nivel de
pensamiento en el que fueron creados.
Si
efectivamente hay una masa social lo suficientemente significativa
que está dispuesta a suscribir los resultados de esta encuesta como
suyos; si sienten el ideario de Podemos como algo propio, si el PP y
el PSOE no inician ya un gran pacto de estado para acabar con las
lacras que padece España, si el resto del electorado que no conecta
con Podemos se desmoviliza, Pablo Iglesias puede ser el próximo
Presidente del país. Al final, Podemos puede.
Ya
a estas alturas solo me intriga cómo pretende Pablo Iglesias
emprender la tarea de “tomar el cielo por asalto” para desmontar el
“Ancien Régime”. Si lo hará al estilo de la Dictadura del
Proletariado (lo que sería una torpeza que me resisto a atribuirle a
priori) o instaurando algo similar a lo que existe en su amada
República Bolivariana de Venezuela (algo a lo que también aspira el
neocastrismo en Cuba). Un capitalismo monopolista de estado o
corporativo, dirigido con un estilo autoritario y clientelar. Un
sistema político basado en el odio de clases y la confrontación
social; una economía subsidiaria centralizada, controlada por
corporaciones estatales o mixtas, con la complicidad de sindicatos
verticales y organizaciones empresariales, sectoriales, gremiales y
profesionales afines al nuevo régimen; sustentado en el secuestro de
las libertades, de los medios de comunicación, de las instituciones,
de los poderes públicos, y de consejos electorales que fijan reglas
de juego ad hoc, para incumplirlas después según convenga.
Que toleran a una oposición light mientras la puedan
instrumentalizar, pero que convierten a sus adversarios reales en
peligrosos enemigos pro imperialistas que han de ser destruidos por
todos los medios, incluidos los peores; cuya máxima aspiración es
mantener ad infinitum su mandato y el de su partido con las leyes en
la mano, constitucionalmente y mediante elecciones disimuladamente
averiadas, para que nadie pueda cuestionar su “legitimidad
democrática”.
La
primera opción es el comunismo, prácticamente descartada por
inviable, aunque nunca se sabe lo que puede llegar a votar el pueblo
soberano. La segunda se llama fascismo (de manual) o Socialismo del
Siglo XXI, según la práctica bolivariana.
Pero no hay que irse demasiado lejos para comprobar la vocación
fascista de Podemos. Sólo hay que echarle un vistazo al programa con
el que se presentó Falange Española de la JONS (Juntas de Ofensiva
Nacional Sindicalista) a las elecciones municipales de 2013, para
verificar las coincidencias ideológicas en cuanto a los diagnósticos
y las propuestas de soluciones.
Otro dato en esta dirección es el encendido entusiasmo con el que
Ricardo Sáenz de Ynestrillas (destacado político y militante
fascista) reivindicó hace pocos días públicamente, a través de las
redes sociales, la identificación del discurso de Podemos con la “genuina
Falange de José Antonio (Primo de Rivera)”.
En
cualquier caso, una verdadera tragedia para España.
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