¿Es posible que expertos de salud visiten Cuba, se reúnan con
especialistas de epidemiología, y no se enteren —o no comenten— de
epidemias que afectan al país, mientras hablan tonterías sobre
alimentación?
Es posible. Si tales personas son ineptas o
demasiado desvergonzadas. Y por lo que se sabe, para dirigir entidades
como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización
Panamericana de la Salud (OPS) se requiere, además de apoyos políticos,
un currículum mínimo. Se supone que ineptos no dirijan instituciones
como esas.
Las directoras de las mencionadas organizaciones que
acaban de visitar Cuba, reunirse con caciques de salud pública, ser
recibidas por el dictador, e inaugurar junto a él nuevas sedes de
instituciones científicas, no hablaron públicamente del caos
epidemiológico por el que atraviesa Cuba, ni de limitaciones cotidianas
de los cubanos de a pie para alimentarse, pero pidieron al régimen
cerrar el paso a la “comida chatarra” en las reformas económicas que se
ejecutan, y hacerlo “en bien de la salud de la población”.
Nobles
visitantes. Preocupadas por la salud y alimentación de la población
recomiendan prohibir a los cubanos comida chatarra, porque “va a hacer
mucho daño a sus niños”. ¿Hará más daño eso que no tomar leche después
de los siete años de edad?
Lo que declaran las ilustres señoras es
cierto en abstracto: otras sociedades cambiaron su dieta tradicional
por una más occidental, “con alta dependencia de alimentos muy
procesados, ricos en grasas, azúcar y sal, pero bajos en nutrientes, lo
que unido a su larga duración y buen sabor, los hacen casi
irresistibles”. Según ellas, “como resultado, la comida chatarra se ha
convertido en el principal producto alimenticio a nivel mundial y la
demanda de carne ha aumentado, obligando a muchos países a cambiar de
forma radical sus prácticas agrícolas tradicionales”. También podrían
haber dicho que en todo triángulo rectángulo la suma de los cuadrados de
los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Es cierto, pero eso
tampoco resolvería los problemas de alimentación de los cubanos.
Pensábamos
que aumentar el consumo de carne en un país y desechar prácticas
agrícolas tradicionales era señal de progreso, pero no. De manera que
los cubanos deberían regresar al casabe, yuca, malanga, boniato,
calabaza, cocos, mameyes, guayabas, marañones, hicacos, jutías,
cangrejos, moluscos, iguanas, reptiles, biajacas, jicoteas y mojarras.
Con esa dieta de aborígenes muchos cubanos comerían hoy más proteínas
que las que les garantiza el “socialismo”.
La diferencia entre un
científico y un charlatán, entre otras muchas, es que el científico no
expresa conclusiones sin conocer los problemas o sin saber de lo que
habla. Ambas visitantes, que presiden instituciones científicas,
recomiendan lo que no debería comer la infancia para una alimentación
saludable. Al ignorar lo que comen los niños en Cuba —y adultos,
personas de la tercera edad, todos los cubanos de a pie— tales
recomendaciones son una ridiculez, una desfachatez, o ambas cosas a la
vez.
Así, a fin de cuentas esas especialistas proponen, a nombre
de la ciencia y el futuro luminoso, que los cubanos sigan atrapados en
prácticas agrícolas tradicionales y los niños disfruten las delicias de
la dieta aborigen, rechazando la comida chatarra.
Como “comida
chatarra” definen los frustrados, los envidiosos antiimperialistas, y
las directoras generales de la OMS y la OPS, esa forma de alimentación
apetitosa, masiva, económica, higiénica, para consumir rápidamente (fast food)
donde se compra o en el camino, y que aunque no sea todo lo sana que
podría ser —aunque cada vez se trabaja más en esa dirección— tampoco lo
es menos que el “lechón asao” y tostones de la Bodeguita del Medio
habanera (para turistas y privilegiados), o el “picadillo de soya”,
croquetas de algo, fricandel, claria y ron peleón que consumen los
cubanos.
Esa comida que desprecian estas señoras, y muchos
compatriotas de a pie nunca han podido probar, tuvo su versión cubana en
forma de fritas, croquetas, papas rellenas, perros calientes, minutas,
pan con bistec, pan con tortilla y frituras, que se vendían a 5, 10, 15 o
20 centavos en cualquier esquina habanera, hasta las 12 de la noche o
más tarde aún, y que existió hasta la “ofensiva revolucionaria” de Fidel
Castro en 1968. Hoy el concepto mundial de fast food incluye
hamburguesas, pollo empanizado, filete de pescado, queso, beicon,
huevos, papas fritas, tacos, pizzas, sándwiches, maíz, arroz, frijoles
negros, ensaladas, batidos, pasteles, rosquitas, dulces, refrescos.
“Chatarra” toda que encanta comer a niños y mayores en desdichados
países que no disfrutan las maravillas del socialismo cubano y no
alcanzan elevados coeficientes de no se qué.
¿Tal vez las damas
cómplices de Raúl Castro llegaron a sus conclusiones después de
desayunar agua con azúcar, almorzar picadillo de cáscaras de plátano, y
cenar bistec de frazada de limpiar el piso?
No. En los hoteles o
casas de protocolo donde se alojan, y en oficinas refrigeradas donde se
reúnen con jerarcas del régimen, ni se come eso ni se pregunta sobre
dengue, cólera, aguas albañales, ríos y charcos infestados, condiciones
sanitarias de poblaciones del interior del país, agua potable,
dificultades de la población para comprar medicamentos, o criaderos de
mosquitos, cucarachas y ratas.
Son pequeñeces. Lo importante es no comer comida chatarra.
Aunque la población pase hambre.
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