Dr. Eugenio Yáñez
Una
vez más -la enésima- se dictan disposiciones con el supuesto
objetivo de ampliar la autonomía operativa de las empresas estatales
“socialistas” en Cuba, y una vez más desde el mismo nacimiento de
las disposiciones se establecen las trabas y coyundas para que ello
no sea posible.
¿Quiénes entonces se deslumbran
con las nuevas noticias sobre el funcionamiento de las empresas? Los
economistas de segunda; los corresponsales extranjeros en la Isla
que en vez de pretender entender el funcionamiento del régimen
cubano sin saber ni dónde están parados tal vez harían mejor
dedicándose a conocer más detalles de la realidad cubana; los
“expertos” en el tema cubano -incluyendo académicos, “analistas” y
malabaristas del lenguaje hueco- que consideran que esa historia
comenzó hace un par de años, o en el mejor de los casos en la era de
Raúl Castro a partir del 2008 o del 2006, porque no están claros
cuándo deben considerar que comenzó; periodistas de pacotilla en
España, Estados Unidos y América Latina fundamentalmente, dispuestos
a hablar de lo que no saben; y naturalmente, los agentes de
influencia del régimen, que perfectamente pueden ser a la vez
componentes de las otras categorías anteriormente mencionadas.
Aunque no entienden del todo de
qué se trata, se toman muy en serio las aseveraciones de los
burócratas gubernamentales de que la nueva tramoya representa una
etapa más compleja en la llamada actualización y perfeccionamiento
del supuesto “modelo” que se viene aplicando en los últimos años.
Ahora se refieren a las
modificaciones al Decreto Ley 252 y al Decreto 281 publicadas en la
Gaceta Oficial Extraordinaria No. 21 que afectan a la ley de
empresas, así como también a las tres resoluciones de los
Ministerios de Trabajo y Seguridad Social y de Finanzas y Precios
-¿sabrán los personajes anteriormente mencionados la diferencia que
existe en Cuba entre un Decreto-Ley, Decreto y Resolución?- como si
ahora estuvieran descubriendo el Mediterráneo, sin enterarse de que
esta historia del “perfeccionamiento” y la autonomía de las empresas
estatales en Cuba -y en el mundo del socialismo real- es tan antigua
como la misma toma del poder por los partidos comunistas.
Un poco de historia
En Cuba, reino de la desmemoria
solamente comparable con el prodigioso Macondo de García Márquez,
esa historia comenzó muy temprano.
En
mayo de 1959, con la primera ley de reforma agraria, el gobierno
confiscó una enorme cantidad de tierras y latifundios, pero
solamente distribuyó entre los campesinos y trabajadores del campo
una pequeña parte de ellas, en contra de lo que había prometido
tantas veces, y el resto, aproximadamente el 30% del fondo de
tierras del país, lo convirtió en las primeras empresas estatales
“revolucionarias”, las llamadas “Granjas del Pueblo”, modelo de
ineficiencia y desorden desde el mismo momento de su creación.
Al
año siguiente, se produjeron las confiscaciones de las grandes
empresas de capital extranjero y nacional, arraigadas de mucho
tiempo en el país y con una capacidad gerencial de primerísima línea
en comparación con el nivel de administración empresarial existente
en América Latina, pues tomaban muy de cerca las experiencias
gerenciales de Estados Unidos para el funcionamiento de la economía
cubana.
El 28 de junio de 1960 la
Resolución 166 del Gobierno Revolucionario intervino la planta de
Texaco en Santiago de Cuba. Tres días después, las instalaciones de
Esso y Shell en La Habana. El 5 de julio la Ley Escudo facultaba al
Presidente y al Primer Ministro a nacionalizar empresas y bienes
foráneos vía expropiación forzosa, garantizando su correspondiente
indemnización (que nunca se produjo).
En agosto de ese mismo año el
gobierno inició un proceso de nacionalización y fueron expropiados
un grupo de intereses norteamericanos radicados en Cuba, incluyendo
26 compañías que poseían tres refinerías de petróleo, las empresas
de electricidad y teléfonos, y 36 de los mejores centrales
azucareros del país, que producían el 36 por ciento del total
nacional de azúcar, con volumen similar a lo que elaboraban entonces
Hawai y Puerto Rico juntas.
En septiembre de 1960 se confiscaron los
bancos norteamericanos The First National City Bank of New York, The
First National Bank of Boston y The Chase Manhattan Bank.
Posteriormente, en octubre, le
llegó el turno a todos los bancos extranjeros y cubanos, con
excepción de los canadienses. La medida incluyó a instituciones
bancarias y 44 bancos privados, entre éstos varios extranjeros.
El
golpe final se llevó a cabo con la Ley 890 del 13 de octubre de 1960
contra la gran empresa privada cubana, que utilizaba como pretexto
para las confiscaciones anteriores y las que se llevarían a cabo con
esta Ley lo señalado en uno de sus Por Cuanto, que rezaba: “Muchas
de las grandes empresas privadas del país lejos de asumir una
conducta consistente con los objetivos y metas de la transformación
revolucionaria de la economía nacional, han seguido una política
contraria a los intereses de la Revolución y del desarrollo
económico, cuyos signos más evidentes y notorios han sido el
sabotaje a la producción; la extracción del numerario sin
reinversiones adecuadas; la utilización exagerada de los medios de
financiamiento sin empleo del propio capital operativo con la
ostensible finalidad de acumular efectivo y de invertirlo en el
extranjero previa obtención clandestina de divisas, y el abandono
frecuente de la dirección directa de las fabricas lo que, en muchas
ocasiones, ha obligado la intervención por el Ministerio del Trabajo
en evitación preventiva de la crisis laboral que el cierre o la
disminución de la producción puedan crear”.
La
ley 890 dispuso la “nacionalización mediante expropiación forzosa
de todas las empresas industriales y comerciales, así como las
fábricas, almacenes, depósitos y demás bienes y derechos integrantes”
de un conjunto de propiedades que abarcaba 105 centrales azucareros,
18 destilerías, 6 fábricas de ron, cerveza y hielo, 3 de jabonería y
perfumería, 5 de derivados lácteos, 2 fábricas de chocolate, 1
molino de harina, 7 fábricas de envases, 4 de pintura, 3 empresas
químicas, 6 de metalurgia básica, 5 papelerías, 1 fábrica de
lámparas, 61 fábricas de textiles y confecciones, 16 molinos de
arroz, 7 fábricas de productos alimenticios, 2 de aceites y grasas
comestibles, 47 almacenes de víveres, 11 tostaderos de café, 3
droguerías, 13 tiendas por departamento, 8 empresas de
ferrocarriles, 1 imprenta, 11 circuitos cinematográficos y cines, 19
empresas de construcción, 1 de electricidad, y 13 marítimas y
portuarias.
Para hacerse cargo de los negocios confiscados, el “gobierno
revolucionario” asignó esas unidades, así como otras confiscadas
anteriormente, en dependencia de las actividades a las que se
dedicaban, a diferentes dependencias del Instituto Nacional de
Reforma Agraria (INRA), tales como la Administración General de
Ingenios, el Departamento de Industrialización, el Departamento de
Producción, y la Oficina Comercial del INRA, así como a la
Corporación Nacional de Transportes, la Imprenta Nacional de Cuba,
al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, al
Ministerio de Obras Públicas y al Departamento de Fomento Marítimo.
Para quienes no estén enterados o lo hayan olvidado, el Instituto
Nacional de Reforma Agraria (INRA), el organismo más poderoso de
Cuba en esa etapa inicial de 1959-60 era presidido por Fidel Castro,
entonces Primer Ministro del Gobierno, y el Departamento de
Industrialización del INRA lo dirigía Ernesto Guevara, que de eso
sabía mucho menos que de medicina, aunque ya en su osadía había
aceptado la dirección del Banco Nacional de Cuba al ser nombrado
para el cargo en noviembre de 1959.
De manera que Fidel Castro, un
abogado que nunca había trabajado en su vida, se hizo cargo, además
del 30% de las mejores tierras agrícolas del país que ya controlaba
desde la primera ley de reforma agraria, de 382 grandes empresas
industriales y comerciales y los bancos cubanos y extranjeros. Y
nombró para que lo apoyara a un argentino que se decía médico
(aunque nunca nadie haya visto su título) que llevaba tres años en
el país, dos de ellos en las montañas, que dirigiría el Banco
Nacional de Cuba y el Departamento de Industrialización del INRA,
luego Ministerio de Industrias con Guevara como Ministro, hasta su
salida de Cuba en 1965, cargos solo nominales, pues el grueso de la
actividad del argentino se concentraba en la subversión en África y
América Latina.
Como era de esperar, los
barbudos en el poder, sin experiencia laboral ni formación
gerencial, y muchas veces sin una formación intelectual rigurosa ni
técnica, no sabían qué hacer con ese nuevo y masivo regalo de
centenares de empresas y bancos que se habían adjudicado ellos
mismos.
Lo primero que se les ocurrió
fue ponerle el apellido de “nacionalizada” al nombre de la compañía
de la que se apropiaban, cesar a la dirección encontrada al momento
de la confiscación, y nombrar al frente del negocio a alguien que,
antes que todo, fuera “revolucionario”. En pocas ocasiones el
“revolucionario” dominaba la actividad gerencial en esa empresa, y
muchas veces se nombraba al supuesto revolucionario aunque no
supiera lo más mínimo de como gestionar la actividad. En ocasiones,
aunque se tratara de personas con un expediente delictivo y
antecedentes penales que no fueran precisamente un modelo de virtud.
De manera que, desde octubre de
1960, las empresas estatales “del pueblo”, formadas por el 30% de
las mejores tierras agrícolas y ganaderas del país, centenares de
empresas manufactureras, de servicios, y bancos, comenzaron a
padecer improvisaciones, locuras, inventos desafortunados y
cualquier cosa que surgiera de las mentes calenturientas de Fidel
Castro y Ernesto Guevara en un intento desesperado de hacerlas
funcionar y resultar eficientes. Aquellos negocios que los dueños
privados y personal de dirección profesional y muy bien preparado
hacían funcionar como un mecanismo de relojería hasta que fueron
confiscados a pesar de sequías, ciclones, crisis económicas
mundiales, y guerras en todo el mundo, dejaron de funcionar bien. Y
desde entonces esas crisis y fenómenos naturales son pretextos
favoritos del régimen para justificar los incumplimientos y los
desastres productivos de los últimos cincuenta años.
Ninguna de las justificaciones
actuales representa algo nuevo bajo el sol. En la llamada Reunión
Nacional de Producción en 1961, cuando todavía el régimen no
ocultaba toda la información y las reuniones de ese tipo tenían
carácter público y se transmitían por televisión y radio, se pudo
comprobar la tremenda desorganización que primaba en las actividades
estatales a todos los niveles y en todo el territorio nacional, y
que las medidas que se discutían y se proponían como soluciones en
realidad no serían capaces de resolver ninguno de los problemas que
se confrontaban, como se pudo palpar posteriormente.
No conforme el “gobierno
revolucionario” con todo lo confiscado hasta ese momento ni con los
malos resultados de su gestión, continuó tomando medidas
disparatadas. Así en 1962 convirtió verdaderas cooperativas
campesinas, surgidas al calor de la primera ley de reforma agraria,
en ineficientes granjas estatales, que supuestamente eran el ideal
socialista en la producción agropecuaria, a pesar de su rotundo
fracaso en todos los países del “socialismo real” desde el primer
momento. En septiembre de 1963 se dispuso la confiscación de parte
de las pequeñas empresas comerciales de venta al menudeo en el país
(tiendas, peleterías, quincallas), y en octubre del mismo año se
dictó la segunda ley de reforma agraria. Si la primera ley agraria
confiscó las fincas mayores de 30 caballerías (402.6 hectáreas), con
lo que pasó al Estado el 30% de las mejores tierras del fondo
agrícola, la segunda ley se apropió de las fincas mayores de 5
caballerías (67.1 hectáreas), totalizando entonces el Estado más del
70% de las tierras agropecuarias del país, quedando el resto en
manos de campesinos privados y de cooperativas con enfoque
“leninista”, lo que significa que eran falsas cooperativas, pues
estaban bajo la férula estatal y sin ningún tipo de autonomía ni
independencia empresarial.
Cuando muchos años después Fidel Castro se tuvo que referir al
fracaso económico de esas medidas, trató de justificarse diciendo
que se tomaron para debilitar las bases de apoyo a la
contrarrevolución en la ciudad y el campo, es decir, que fueron
medidas “políticas” y no de carácter económico.
Ernesto Guevara como dirigente económico en Cuba
Es
en medio de ese desastre que surgen los supuestos “aportes” de
Ernesto Guevara a la teoría de la organización y gestión
empresarial, que los papagayos en Cuba y América Latina repiten sin
saber de qué están hablando, y que en realidad son un grupo de ideas
incoherentes e inaplicables con las que es difícil organizar hasta
una sencilla actividad productiva.
Guevara observa la organización
y gestión de las empresas americanas en Cuba y en el mundo y llega a
la conclusión de que ese eficiente modelo, con el que Estados Unidos
marcha a la cabeza mundial de la gestión empresarial (management),
si pudiera recibir determinados ajustes podría ser aplicado en Cuba.
En su delirio, lo que se planteaba era algo así como pretender
lanzar un satélite artificial con un globo de gas y una cápsula de
bagazo de caña para igualar a los americanos.
Inventó entonces la Empresa
Consolidada para aplicar en la Cuba castrista, como remedo de
aquellos grandes “holdings” y corporaciones americanas que dirigían
actividades de carácter mundial o que cubrían todo el mercado
interno de Estados Unidos, lo cual representa un volumen que en
muchas ocasiones superaban el Producto Interno Bruto de algunos
países.
Y
subordinó a esas Empresas Consolidadas, verticalmente, todas las
actividades conexas de cualquier rama de la economía, como podrían
ser minería, tiendas por departamento, transporte, producción de
alimentos o navegación marítima, con siglas tan sorprendentes como,
por ejemplo, ECODICTAFOS, que se refería a la Empresa Consolidada
Distribuidora de Cigarros, Tabacos y Fósforos. Fue tan extrema la
centralización absoluta de todas las actividades del país durante
esos años que el chiste popular se refería a la existencia de la
ECOCHINCHE, supuestamente las siglas de una Empresa Consolidada de
Chinchales y Timbiriches.
De
esa etapa surgió otra leyenda: un supuesto debate de dos posiciones
encontradas sobre la forma de hacer funcionar la economía: la
propugnada por Guevara, que llegó a ser conocida con el nombre de
“financiamiento presupuestario”, donde todo se decidía en el mando
centralizado y de ahí bajaban las órdenes y “orientaciones” que
deberían cumplirse con disciplina cuasi militar, y la que
propugnaban los marxistas seguidores de la ortodoxia
leninista-estalinista, que se aferraba al llamado “cálculo
económico” soviético, horrorosa traducción de lo que debería ser el
“autofinanciamiento”.
Como podrá entenderse con
facilidad, mientras Guevara defendía la absoluta centralización, los
del otro bando, aun sin renunciar a la centralización y la
planificación burocrática, -ambas corrientes estaban por esa línea-,
pretendían situar algo de autonomía en las empresas estatales,
criterio que el “Ché” refutaba diciendo que mantener relaciones
mercantiles entre empresas en el socialismo era lo mismo que si una
persona pasaba el dinero de uno de sus bolsillos al otro, sin
aportar nada en ese movimiento.
Fue
más que nada una leyenda el supuesto debate porque no se extendió
más allá de algunos artículos y discusiones en Cuba Socialista, que
era la revista teórica del Partido, así como en la revista de
Comercio Exterior y alguna otra publicación, pero no en la gran
prensa, y no llegó nunca a las grandes masas de cubanos, agobiadas
con las escaseces e ineficiencias que ya comenzaban a golpear a los
de a pie, a quienes no quedaba tiempo para un debate que, por otra
parte, sería intrascendente para las decisiones finales sobre el
tema que se iban a tomar posteriormente.
La otra leyenda de aquellos
años tiene que ver con el economista soviético Yevsei Grigórevich
Liberman y la formación en técnicas de gestión empresarial de
Ernesto Guevara. Liberman había ganado influencia intelectual en
ciertos sectores de la Unión Soviética con sus propuestas de
implantar nuevos métodos de administración empresarial en la
economía centralizada de aquel país, propuestas que publicaba en
“Bolchevique”, revista teórica del Partido Comunista de la Unión
Soviética (PCUS) entre 1956-59, y finalmente en “Pravda”, lo que
catapultó al economista ucraniano hasta el cargo de consejero del
también ucraniano Nikita Jrushov, entonces máximo jerarca soviético.
Para Liberman, el aumento de la
rentabilidad de las empresas debería basarse en el aumento de la
productividad de los trabajadores, lo que influiría en el aumento de
los salarios reales y los premios por cumplimiento de las metas, y
por tanto el modelo que se proponía requería de una mayor autonomía
empresarial de las unidades productivas, lo que negaba la ortodoxia
estalinista de los planes quinquenales y los subsidios estatales
como lo fundamental para el desarrollo económico del país.
Tras la defenestración de
Jrushov, el equipo asesor del burócrata Leonid Brezhnev utilizaría
algunas de las ideas planteadas por Liberman para sustentar las
llamadas reformas económicas de 1965, aplicadas tanto en la URSS
como en los satélites europeos del “socialismo real”, pero tras una
ligera dinamización y mejora de algunos aspectos de las economías
socialistas, fundamentalmente en las repúblicas bálticas de Estonia,
Letonia y Lituania, terminaron en agua de borrajas, porque los
proyectos se plantearon solamente como experimentales en unas 400
empresas soviéticas, quedando todas las demás en el clásico
burocratismo típico del inmovilismo antológico de la época de
Brezhnev.
No se ha podido conocer hasta
dónde haya estudiado Ernesto Guevara el pensamiento teórico de
Liberman, pero lo que aplicó en Cuba no tuvo mucho que ver con las
ideas del economista ucraniano, pues el modelo organizativo y de
gestión del argentino no se basaba en la autonomía empresarial sino
en la rígida disciplina vertical de los aparatos empresariales, no
reconocía la existencia de relaciones monetario-mercantiles entre
las empresas estatales, ni dependía del aumento de la productividad
en base a premios y la elevación de los salarios reales, sino de
estímulos morales. De este modo se fortalecería la conciencia
revolucionaria de los trabajadores y no se le distorsionaría con los
viles intereses materiales forjados con “las armas melladas del
capitalismo”.
No se conoce qué otras fuentes
teóricas haya utilizado Guevara en el diseño de su utopía de gestión
económica nacional o empresarial, pero es seguro que ni las clases
del hispano-soviético Anastasio Mansilla sobre El Capital, ni las
del francés Charles Bettelheim sobre planificación, ni las del
cubano Salvador Vilaseca sobre matemáticas superiores, le hayan
servido para comprender a fondo cómo funcionan las empresas
en
cualquier economía. El tesón, la disciplina y la voluntad,
indudablemente presentes en Guevara, no bastaban para sustituir
conocimientos y tecnologías que acumulaban muchos años de saber y de
experiencia práctica.
En el plano personal, ya en los
años ochenta del siglo pasado, en una conferencia para profesores
universitarios del ya fallecido “polaco” Enrique Oltuski, cercano
colaborador del
“Ché” Guevara, le
pregunté al conferencista qué sabía o recordaba él de los estudios
del argentino sobre gestión empresarial, reformas económicas o
dirección de la economía, y en una muy breve respuesta dijo
simplemente que recordaba que había leído “a Liberman”, sin añadir
nada más.
El mito del “pensamiento económico del Che”
Tras la salida de Ernesto
Guevara para sus aventuras africanas, se produce en el “Gobierno
Revolucionario” una abismal orfandad teórica en los temas de gestión
económica nacional y empresarial, y en muchas otras cosas. Y es
entonces que un conjunto de oportunistas e incapaces, haciéndole
irresponsablemente en juego a Fidel Castro, se aparecen como
“herederos” del “pensamiento económico del Che”, lo que se
intensificará tras la muerte de Guevara en Bolivia en 1967, y se
destacan por la justificación de los desastres de finales de la
década del sesenta, incluyendo los “planes especiales”, el “Cordón
de La Habana”, la falsa Zafra de los 10 Millones de 1970, y todas
las indudables barbaridades de esos años, bajo el manto nebuloso de
los estímulos morales sobre los materiales, la imposición de la
conciencia por parte del “hombre nuevo” sobre las decadentes
relaciones capitalistas en la economía, y la locura de la
construcción simultánea del socialismo y el comunismo.
Eran momentos de un gran
embrollo teórico cuando, en palabras de Fidel Castro, al decir
gobierno se hablaba de partido y al decir partido se hablaba de
gobierno, porque todo era lo mismo, y la esencia totalitaria era que
partido, gobierno y también país, equivalían a su propia persona.
Eran los tiempos en que el
periódico “Granma”, haciendo realidad esa falta de diferenciación
entre las funciones del Partido y las del Gobierno, publicaba en
primera plana, impúdicamente, que “el Buró Político del Partido
Comunista de Cuba ha designado al compañero Fulano de Tal como
embajador de la República de Cuba en tal país”, sin ni siquiera
sonrojarse
No era nada sorprendente una
conducta de ese tipo por parte del diario “Granma”, en un país que
en marzo de 1968 había confiscado de la noche a la mañana,
literalmente, 55,636 pequeños negocios, muchos operados por una o
dos personas, entre ellos 11,878 bodegas de víveres, 3,130
carnicerías, 3,198 bares, 8,101 restaurantes, puestos de fritas y
cafeterías, 6,653 lavanderías, 3,643 barberías, 1,188 reparadoras de
calzado, 4,544 talleres de mecánica automotriz, 1,598 artesanías y
3,345 carpinterías, según computó el ya fallecido economista
independiente Oscar Espinosa Chepe.
Era la “ofensiva
revolucionaria” en su apogeo. Cuenta Dariel Alarcón, el guerrillero
“Benigno” de la fracasada guerrilla de Ernesto Che Guevara en
Bolivia, que en la reunión del buró político la noche anterior al
anuncio de la drástica medida, que se haría pública el 13 de marzo
de 1968, el Comandante Juan Almeida le preguntaba a un alucinado
Fidel Castro por qué insistía en llevar a cabo esas locas
confiscaciones, si estaba muy claro que dañarían la economía
nacional y dificultarían la vida a todos los cubanos, y que no había
argumentos convincentes para hacerlo, a lo que el Comandante en
Jefe respondió que lo iba a hacer “porque me sale de los
cojones”.
En un ambiente enrarecido como
ese, donde se puede producir una declaración del jefe máximo del
país del tipo de la mencionada, pensar en autonomía empresarial,
eficiencia, productividad, crecimiento económico, organización o
desarrollo, era simplemente sueño de una noche de verano, o el
delirio de un enajenado totalmente desconectado de la realidad que
le circunda.
Toda la barbarie se justificaba
con el mito “del pensamiento económico del Che”, a la vez que se
llamaba a las huestes revolucionarias para la gran batalla, “la
lucha final” del himno La Internacional, que culminaría en 1970 con
una zafra gigante de diez millones de toneladas de azúcar, además de
otras metas fallidas que convenientemente se olvidan, como planes
para lograr 12 millones de cabezas de ganado vacuno en ese mismo
año, y también capturas de pesca de 500,000 toneladas, metas
sepultadas en el silencio oficial desde hace muchísimos años.
Mucho tiempo después, en
1986-87, cuando se quiso resucitar el mito guevarista en la
economía, de lo que se hablará posteriormente, se desarrollaron
incluso eventos teóricos sobre “el pensamiento económico del Che” en
todo el país, todos los cuales terminaban, claro, en el consabido
bla, bla, bla y la consolidación de los oportunistas del momento en
el altar del castrismo irresponsable.
El final de esta etapa se
conoce perfectamente: fracaso absoluto de la pretendida zafra de 10
millones de toneladas de azúcar, destrucción de buena parte de la
infraestructura de la economía nacional, paralización de
innumerables actividades económicas en todo el país, porque todo se
puso en función de la utópica zafra, crisis económica generalizada,
y una gran frustración y desencanto en todo el país, que no se
revertían con la demagogia de “convertir el revés en victoria”.
La Unión Soviética, tras el
desastre castrista, se ofreció una vez más a ayudar, pero no sin
exigir nada a cambio ni mucho menos: ofreció establecer una
moratoria en la deuda de Cuba por quince años y sin intereses, dejar
sin efectos todas las deudas por armamento desde el inicio de la
“revolución”, y enviar al jefe del GOSPLAN (organismo de la
planificación soviética) a La Habana con el objetivo de tratar de
enderezar el barco a la deriva. Como parte del “paquete de medidas”
se exigió a Fidel Castro visitar Moscú y besar la mano del padrino
Don Leonid Brezhnev, “institucionalizar” el país en los esquemas del
modelo soviético -como en todos los países del “socialismo real”-,
olvidar las veleidades guerrilleras en América Latina, y dedicarse
en serio a tratar de resolver los problemas de la economía nacional,
que costaban a los soviéticos miles de millones de rublos (o
dólares) en subsidios y ayudas, en lo que Castro definía como un
“ejemplar intercambio económico entre países hermanos”).
Institucionalización y Nuevo
Sistema de Dirección y Planificación de la Economía
Comenzó entonces la larga etapa
de institucionalización del país, que culminaría a finales de 1975
con el primer congreso del Partido Comunista de Cuba y en 1976 el
comienzo de la implantación de un Nuevo Sistema de Dirección y
Planificación de la Economía, una nueva división
político-administrativa que creaba 14 provincias en sustitución de
las anteriores seis (hoy existen 15 provincias y 168 municipios) y
eliminaba las instancias llamadas “regionales”, así como el
establecimiento de los llamados Poderes Populares, y una nueva
organización de la Administración Central del Estado que creaba
ministerios, comités estatales e institutos en el más rancio estilo
del estalinismo soviético y el inmovilismo de Brezhnev.
Es en esta etapa que se puede
comenzar a hablar de nuevo de autonomía de la empresa estatal
socialista en Cuba, tras un período oscurantista en el plano
organizativo, donde se hablaba de planes especiales y proyectos
indefinidos, “puestos de mando” y “brigadas comunistas” para
acometer cualquier tarea, habían desaparecido la contabilidad y las
estadísticas como herramientas “del capitalismo”, nadie sabía con
certeza a quién se subordinaba exactamente, se ignoraban todas las
relaciones monetario-mercantiles en la economía, y se pensaba muy
seriamente que el voluntarismo junto con la conciencia
revolucionaria bastaban para hacer avanzar el país.
Los pretendidos cambios
proclamados por el primer congreso del Partido Comunista de Cuba
encontraron todo el tiempo la resistencia sorda y profunda de Fidel
Castro, quien no creía en nada del proyecto soviético y lo utilizaba
solamente por necesidad de subsidios para mantenerse en el poder y
por oportunismo, por lo que desde el mismísimo Informe Central que
presentó al congreso ya comenzaba a sabotear el nuevo sistema de
dirección y planificación de la economía que se proponía, y le
señalaba limitaciones.
Sin embargo, más trascendente
todavía, Fidel Castro clausuró ese primer congreso de “su” partido
comunista con un acto masivo de los habaneros en la Plaza de la
Revolución, donde anunció a los cubanos y al mundo la intervención
de un cuerpo expedicionario cubano en Angola, disfrazado de
“internacionalismo proletario” y definió, por primera vez en nuestra
historia, al pueblo cubano como pueblo “latino-africano” para
justificar aquella aventura y otras posteriores.
Quienes habían apostado a la
“institucionalización” del país, un sistema ortodoxo para la
dirección de la economía, y por supuesto la necesaria aunque
limitada autonomía empresarial del modelo soviético, se quedaron
simplemente, otra vez, con los deseos.
Para Fidel Castro,
independientemente de lo que creyeran los delegados al congreso del
partido, incluidos invitados extranjeros de los “países hermanos”,
mucho más importante que la gestión económica y la autonomía
empresarial en Cuba era derrotar a las tropas de Holden Roberto y
Jonás Savimbi en Angola, establecer el totalitarismo
cubano-soviético en esa región africana y convertirse en el líder
moral indiscutible del Tercer Mundo.
Ante tal trascendente,
estratégica, sublime e histórica misión mundial, ¿qué importancia
podrían tener esos simples, insignificantes, terrestres y pedestres
asuntos del desarrollo económico, político y social de la nación
cubana, el funcionamiento del sistema de dirección de la economía, y
la mayor o menor autonomía empresarial en Cuba?
Todo lo demás pasó a un segundo
plano en las prioridades del Comandante en Jefe y, por lo
tanto, del país. Resultaban más importantes las ofensivas militares
contra el FLNA de Holden Roberto en el norte de Angola y contra la
UNITA de Jonás Savimbi en el sureste, en la dirección de Huambo, que
la imprescindible recuperación de la derruida economía, la
aplicación de la nueva división político-administrativa (DPA) del
país, la creación, organización y funcionamiento de los Poderes
Populares en toda la Isla, la definición de la organización y
funcionamiento de los órganos de la Administración Central del
Estado (ACE), y la implantación, funcionamiento y control del Nuevo
Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (NSDPE).
Los cuadros del Partido y el
gobierno entendieron claramente el mensaje desde el mismo primer
momento: lo del congreso y la institucionalización era solo paisaje
y escenografía, las verdaderas prioridades del Comandante
estaban en Angola. De manera que habría que hablar y comportarse
como si la institucionalización y los acuerdos del congreso fueran
lo más importante, pero en la práctica apoyar a los comités
militares, movilizar a los reservistas, presionar a la población
para incorporarla a los combates africanos requeridos por el
“internacionalismo proletario”, destacar el “pasado” latino-africano
de los cubanos, resucitar la historia de las primeras dotaciones de
esclavos llegadas a la Isla varios siglos antes, paralizar todo lo
que fuera necesario en aras del apoyo a las campañas africanas, y
destacar continuamente la extraordinaria visión estratégica y
capacidad de liderazgo del Comandante en Jefe, que dirigía la guerra
y llamaba al sacrificio de los combatientes desde un seguro y cómodo
puesto de mando a miles de kilómetros de distancia del frente de
combate.
Esa fue la tónica del poco más
de un decenio que se extendió desde el primer congreso del partido
comunista cubano, en diciembre de 1975, hasta el tercer congreso, en
febrero de 1986. Tanto en el segundo congreso, en diciembre de 1980,
como en el tercero, se “analizaba” el funcionamiento y la marcha del
sistema de dirección de la economía y la institucionalización, se
señalaban deficiencias en abstracto, siempre sin identificar a los
verdaderos o al verdadero responsable, se acordaban “medidas” que ni
se aplicarían con suficiente rigor ni resolverían demasiado, se
renovaba una parte del comité central del partido -nunca la más alta
jerarquía, que eso correspondía solamente a las atribuciones de
Fidel Castro- y se continuaba con lo mismo de siempre, en una
especie de cansino deja vú partidista, de año en año, de
quinquenio en quinquenio.
Mientras tanto, las campañas
africanas ya no se limitaban al territorio de Angola, pues se habían
extendido también a Etiopía, en apoyo de uno de los más sanguinarios
dictadores del mundo, llegando a involucrar en algunos momentos a
más de 50,000 cubanos en los teatros de operaciones militares
africanos, demandando una colosal cantidad de equipos, armamentos y
municiones que la Unión Soviética suministraba permanentemente, al
mismo tiempo que el inmovilismo de la etapa de Brezhnev se asentaba
en la URSS.
Entonces, el ambiente del
inmovilismo soviético era ideal para que Fidel Castro ignorara
despectivamente en Cuba las ingentes necesidades de organización,
gestión y control de la economía y del Estado cubano, contara con
poder seguir viviendo permanentemente del subsidio
“internacionalista” que recibía de la URSS y los países del
“socialismo real”, y continuara jugando a la guerra en África.
Sin embargo, para no perder su
auto-asignado papel de líder tercermundista, se inventó una nueva
batalla mundial, pero con énfasis en América Latina y el Caribe: la
campaña contra el pago de la deuda externa por parte de los países
del Tercer Mundo, aunque, hipócritamente, el gobierno cubano cumplía
sus obligaciones de deuda cuando podía, y aunque llamaba a los demás
a no pagar, se tomaba mucho cuidado en no desairar a sus acreedores
mientras pudiera.
Las tímidas reformas económicas
en la Unión Soviética de Brezhnev en 1978 para tratar de dar
dinamismo a la maltrecha economía fueron más incoloras e
insignificantes que las de 1965, y tras la muerte del Gran Burócrata
en 1982 le sucedieron Yuri Andropov y Konstantin Chernenko, ambos
enfermos al momento de asumir el mando, y quienes cambiaron muy poco
del funcionamiento de la economía, independientemente de si les
interesaba hacerlo o no, a causa de lo efímero de sus mandatos,
interrumpidos por la muerte en ambos casos tras unos pocos meses en
el poder.
Las reformas intentadas en
Checoslovaquia en 1968 habían sido brutalmente aplastadas por la
intervención militar del “Pacto de Varsovia”, en realidad tropas
soviéticas con algunas comparsas acompañantes de los países
este-europeos. Las que se intentaron en la década de los ochenta en
países como Hungría, Polonia, Bulgaria y Rumania dinamizaron
mínimamente las economías, más ruido que nueces, siempre atenazadas
en los marcos del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), la
“solidaridad” y el “internacionalismo proletario”, todo el tiempo
con la URSS al frente, gracias a su poderío, no a su liderazgo.
No se produciría ninguna
transformación trascendente ni en la Unión Soviética ni en las
economías europeas de los países del “socialismo real” hasta la
llegada al poder de Mijail Gorbachev en 1985 y el consiguiente
posterior inicio de la perestroika y la glasnost, que
ya todos conocen que desembocaron en la caída del Muro de Berlín y
el llamado “campo socialista” europeo, y en el derrumbe
(“desmerengamiento”) del imperio soviético.
Fidel Castro, que
independientemente de sus veleidades y dislates disfruta de un
instinto político como pocos para mantenerse en el poder, se dio
cuenta desde muy temprano del verdadero “peligro” que podría
significar Gorbachev para la estabilidad del “socialismo real” en
Europa y, por consiguiente, para la supervivencia de la revolución
cubana.
Avisado desde 1982 que los
soviéticos no estaban dispuestos a enfrentarse a EEUU en caso de un
conflicto militar en Cuba, aunque garantizarían en todo lo posible
el subsidio económico a la Isla, Fidel Castro se dio cuenta que con
la llegada de Gorbachev al poder peligraba también el parasitismo de
su país con el imperio soviético.
De manera que, apenas dos meses
después de concluido el tercer congreso del Partido Comunista
cubano, durante las celebraciones por la victoria de Playa Girón en
abril de 1986, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y sin compartir
sus ideas con nadie antes de anunciarlo, se desentendió literalmente
de los acuerdos del congreso partidista y de los compromisos
formales de institucionalización del país durante el último decenio,
rompió públicamente con la ortodoxia soviética en la economía y la
organización estatal, y lanzó públicamente su nueva máquina del
tiempo, el regreso a los finales de la década de los sesenta del
siglo pasado, esta vez bajo el cursi, pomposo y ampuloso nombre de
“proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”, que
llevaría al país y su economía, otra vez, por los caminos más
regresivos posibles, y ascendería a planos estelares a un conjunto
de oportunistas, mediocres e incapaces que presidirían la debacle
del país hasta la llegada de la crisis del período especial, sin
aportar nada sustancial a nada más que a su nivel personal de vida y
el de sus familias, pero nada en función del país.
La crisis del terrible “período
especial”, que en realidad no ha terminado todavía, lo único que
hizo fue agudizar los desastres, carencias e insuficiencias a que
Fidel Castro había llevado a la economía cubana con sus delirios de
la “rectificación”, una maniobra con el único objetivo de asegurar
su omnímodo poder, aunque tuviera que destruir al pueblo y a la
nación cubana en ese empeño.
Habrá que analizar, pues, el
llamado proceso de rectificación, el período especial, y la era de
Raúl Castro hasta nuestros días, para tratar de comprender el
funcionamiento de la economía cubana en estos momentos y el papel
asignado y real de la inefable empresa estatal socialista cubana en
este contexto.
(continuará)
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