lunes, mayo 12, 2014

La “empresa socialista” cubana, los mitos y la desmemoria histórica [I]

cubanalisis
Dr. Eugenio Yáñez
Una vez más -la enésima- se dictan disposiciones con el supuesto objetivo de ampliar la autonomía operativa de las empresas estatales “socialistas” en Cuba, y una vez más desde el mismo nacimiento de las disposiciones se establecen las trabas y coyundas para que ello no sea posible.

¿Quiénes entonces se deslumbran con las nuevas noticias sobre el funcionamiento de las empresas? Los economistas de segunda; los corresponsales extranjeros en la Isla que en vez de pretender entender el funcionamiento del régimen cubano sin saber ni dónde están parados tal vez harían mejor dedicándose a conocer más detalles de la realidad cubana; los “expertos” en el tema cubano -incluyendo académicos, “analistas” y malabaristas del lenguaje hueco- que consideran que esa historia comenzó hace un par de años, o en el mejor de los casos en la era de Raúl Castro a partir del 2008 o del 2006, porque no están claros cuándo deben considerar que comenzó; periodistas de pacotilla en España, Estados Unidos y América Latina fundamentalmente, dispuestos a hablar de lo que no saben; y naturalmente, los agentes de influencia del régimen, que perfectamente pueden ser a la vez componentes de las otras categorías anteriormente mencionadas.
 
Aunque no entienden del todo de qué se trata, se toman muy en serio las aseveraciones de los burócratas gubernamentales de que la nueva tramoya representa una etapa más compleja en la llamada actualización y perfeccionamiento del supuesto “modelo” que se viene aplicando en los últimos años.

Ahora se refieren a las modificaciones al Decreto Ley 252 y al Decreto 281 publicadas en la Gaceta Oficial Extraordinaria No. 21 que afectan a la ley de empresas, así como también a las tres resoluciones de los Ministerios de Trabajo y Seguridad Social y de Finanzas y Precios -¿sabrán los personajes anteriormente mencionados la diferencia que existe en Cuba entre un Decreto-Ley, Decreto y Resolución?- como si ahora estuvieran descubriendo el Mediterráneo, sin enterarse de que esta historia del “perfeccionamiento” y la autonomía de las empresas estatales en Cuba -y en el mundo del socialismo real- es tan antigua como la misma toma del poder por los partidos comunistas.
 
Un poco de historia
 
En Cuba, reino de la desmemoria solamente comparable con el prodigioso Macondo de García Márquez, esa historia comenzó muy temprano.

En mayo de 1959, con la primera ley de reforma agraria, el gobierno confiscó una enorme cantidad de tierras y latifundios, pero solamente distribuyó entre los campesinos y trabajadores del campo una pequeña parte de ellas, en contra de lo que había prometido tantas veces, y el resto, aproximadamente el 30% del fondo de tierras del país, lo convirtió en las primeras empresas estatales “revolucionarias”, las llamadas “Granjas del Pueblo”, modelo de ineficiencia y desorden desde el mismo momento de su creación.

Al año siguiente, se produjeron las confiscaciones de las grandes empresas de capital extranjero y nacional, arraigadas de mucho tiempo en el país y con una capacidad gerencial de primerísima línea en comparación con el nivel de administración empresarial existente en América Latina, pues tomaban muy de cerca las experiencias gerenciales de Estados Unidos para el funcionamiento de la economía cubana.

El 28 de junio de 1960 la Resolución 166 del Gobierno Revolucionario intervino la planta de Texaco en Santiago de Cuba. Tres días después, las instalaciones de Esso y Shell en La Habana. El 5 de julio la Ley Escudo facultaba al Presidente y al Primer Ministro a nacionalizar empresas y bienes foráneos vía expropiación forzosa, garantizando su correspondiente indemnización (que nunca se produjo). 
 
En agosto de ese mismo año el gobierno inició un proceso de nacionalización y fueron expropiados un grupo de intereses norteamericanos radicados en Cuba, incluyendo 26 compañías que poseían tres refinerías de petróleo, las empresas de electricidad y teléfonos, y 36 de los mejores centrales azucareros del país, que producían el 36 por ciento del total nacional de azúcar, con volumen similar a lo que elaboraban entonces Hawai y Puerto Rico juntas.
 
En septiembre de 1960 se confiscaron los bancos norteamericanos The First National City Bank of New York, The First National Bank of Boston y The Chase Manhattan Bank. Posteriormente, en octubre, le llegó el turno a todos los bancos extranjeros y cubanos, con excepción de los canadienses. La medida incluyó a instituciones bancarias y 44 bancos privados, entre éstos varios extranjeros.
 
El golpe final se llevó a cabo con la Ley 890 del 13 de octubre de 1960 contra la gran empresa privada cubana, que utilizaba como pretexto para las confiscaciones anteriores y las que se llevarían a cabo con esta Ley lo señalado en uno de sus Por Cuanto, que rezaba: “Muchas de las grandes empresas privadas del país lejos de asumir una conducta consistente con los objetivos y metas de la transformación revolucionaria de la economía nacional, han seguido una política contraria a los intereses de la Revolución y del desarrollo económico, cuyos signos más evidentes y notorios han sido el sabotaje a la producción; la extracción del numerario sin reinversiones adecuadas; la utilización exagerada de los medios de financiamiento sin empleo del propio capital operativo con la ostensible finalidad de acumular efectivo y de invertirlo en el extranjero previa obtención clandestina de divisas, y el abandono frecuente de la dirección directa de las fabricas lo que, en muchas ocasiones, ha obligado la intervención por el Ministerio del Trabajo en evitación preventiva de la crisis laboral que el cierre o la disminución de la producción puedan crear”.  

La ley 890 dispuso la “nacionalización mediante expropiación forzosa de todas las empresas industriales y comerciales, así como las fábricas, almacenes, depósitos y demás bienes y derechos integrantes” de un conjunto de propiedades que abarcaba 105 centrales azucareros, 18 destilerías, 6 fábricas de ron, cerveza y hielo, 3 de jabonería y perfumería, 5 de derivados lácteos, 2 fábricas de chocolate, 1 molino de harina, 7 fábricas de envases, 4 de pintura, 3 empresas químicas, 6 de metalurgia básica, 5 papelerías, 1 fábrica de lámparas, 61 fábricas de textiles y confecciones, 16 molinos de arroz, 7 fábricas de productos alimenticios, 2 de aceites y grasas comestibles, 47 almacenes de víveres,  11 tostaderos de café, 3 droguerías, 13 tiendas por departamento, 8 empresas de ferrocarriles, 1 imprenta, 11 circuitos cinematográficos y cines, 19 empresas de construcción, 1 de electricidad, y 13 marítimas y portuarias.

Para hacerse cargo de los negocios confiscados, el “gobierno revolucionario” asignó esas unidades, así como otras confiscadas anteriormente, en dependencia de las actividades a las que se dedicaban, a diferentes dependencias del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), tales como la Administración General de Ingenios, el Departamento de Industrialización, el  Departamento de Producción, y la Oficina Comercial del INRA, así como a la Corporación Nacional de Transportes, la Imprenta Nacional de Cuba, al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, al Ministerio de Obras Públicas y al Departamento de Fomento Marítimo.

Para quienes no estén enterados o lo hayan olvidado, el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), el organismo más poderoso de Cuba en esa etapa inicial de 1959-60 era presidido por Fidel Castro, entonces Primer Ministro del Gobierno, y el Departamento de Industrialización del INRA lo dirigía Ernesto Guevara, que de eso sabía mucho menos que de medicina, aunque ya en su osadía había aceptado la dirección del Banco Nacional de Cuba al ser nombrado para el cargo en noviembre de 1959.

De manera que Fidel Castro, un abogado que nunca había trabajado en su vida, se hizo cargo, además del 30% de las mejores tierras agrícolas del país que ya controlaba desde la primera ley de reforma agraria, de 382 grandes empresas industriales y comerciales y los bancos cubanos y extranjeros. Y nombró para que lo apoyara a un argentino que se decía médico (aunque nunca nadie haya visto su título) que llevaba tres años en el país, dos de ellos en las montañas, que dirigiría el Banco Nacional de Cuba y el Departamento de Industrialización del INRA, luego Ministerio de Industrias con Guevara como Ministro, hasta su salida de Cuba en 1965, cargos solo nominales, pues el grueso de la actividad del argentino se concentraba en la subversión en África y América Latina.
 
Como era de esperar, los barbudos en el poder, sin experiencia laboral ni formación gerencial, y muchas veces sin una formación intelectual rigurosa ni técnica, no sabían qué hacer con ese nuevo y masivo regalo de centenares de empresas y bancos que se habían adjudicado ellos mismos.

Lo primero que se les ocurrió fue ponerle el apellido de “nacionalizada” al nombre de la compañía de la que se apropiaban, cesar a la dirección encontrada al momento de la confiscación, y nombrar al frente del negocio a alguien que, antes que todo, fuera “revolucionario”. En pocas ocasiones el “revolucionario” dominaba la actividad gerencial en esa empresa, y muchas veces se nombraba al supuesto revolucionario aunque no supiera lo más mínimo de como gestionar la actividad. En ocasiones, aunque se tratara de personas con un expediente delictivo y antecedentes penales que no fueran precisamente un modelo de virtud.

De manera que, desde octubre de 1960, las empresas estatales “del pueblo”, formadas por el 30% de las mejores tierras agrícolas y ganaderas del país, centenares de empresas manufactureras, de servicios, y bancos, comenzaron a padecer improvisaciones, locuras, inventos desafortunados y cualquier cosa que surgiera de las mentes calenturientas de Fidel Castro y Ernesto Guevara en un intento desesperado de hacerlas funcionar y resultar eficientes.  Aquellos negocios que los dueños privados y personal de dirección profesional y muy bien preparado hacían funcionar como un mecanismo de relojería hasta que fueron confiscados a pesar de sequías, ciclones, crisis económicas mundiales, y guerras en todo el mundo, dejaron de funcionar bien. Y desde entonces esas crisis y fenómenos naturales son pretextos favoritos del régimen para justificar los incumplimientos y los desastres productivos de los últimos cincuenta años.

Ninguna de las justificaciones actuales representa algo nuevo bajo el sol. En la llamada Reunión Nacional de Producción en 1961, cuando todavía el régimen no ocultaba toda la información y las reuniones de ese tipo tenían carácter público y se transmitían por televisión y radio, se pudo comprobar la tremenda desorganización que primaba en las actividades estatales a todos los niveles y en todo el territorio nacional, y que las medidas que se discutían y se proponían como soluciones en realidad no serían capaces de resolver ninguno de los problemas que se confrontaban, como se pudo palpar posteriormente.

No conforme el “gobierno revolucionario” con todo lo confiscado hasta ese momento ni con los malos resultados de su gestión, continuó tomando medidas disparatadas. Así en 1962 convirtió verdaderas cooperativas campesinas, surgidas al calor de la primera ley de reforma agraria, en ineficientes granjas estatales, que supuestamente eran el ideal socialista en la producción agropecuaria, a pesar de su rotundo fracaso en todos los países del “socialismo real” desde el primer momento. En septiembre de 1963 se dispuso la confiscación de parte de las pequeñas empresas comerciales de venta al menudeo en el país (tiendas, peleterías, quincallas), y en octubre del mismo año se dictó la segunda ley de reforma agraria. Si la primera ley agraria confiscó las fincas mayores de 30 caballerías (402.6 hectáreas), con lo que pasó al Estado el 30% de las mejores tierras del fondo agrícola, la segunda ley se apropió de las fincas mayores de 5 caballerías (67.1 hectáreas), totalizando entonces el Estado más del 70% de las tierras agropecuarias del país, quedando el resto en manos de campesinos privados y de cooperativas con enfoque “leninista”, lo que significa que eran falsas cooperativas, pues estaban bajo la férula estatal y sin ningún tipo de autonomía ni independencia empresarial.

Cuando muchos años después Fidel Castro se tuvo que referir al fracaso económico de esas medidas, trató de justificarse diciendo que se tomaron para debilitar las bases de apoyo a la contrarrevolución en la ciudad y el campo, es decir, que fueron medidas “políticas” y no de carácter económico.

Ernesto Guevara como dirigente económico en Cuba
 
Es en medio de ese desastre que surgen los supuestos “aportes” de Ernesto Guevara a la teoría de la organización y gestión empresarial, que los papagayos en Cuba y América Latina repiten sin saber de qué están hablando, y que en realidad son un grupo de ideas incoherentes e inaplicables con las que es difícil organizar hasta una sencilla actividad productiva.

Guevara observa la organización y gestión de las empresas americanas en Cuba y en el mundo y llega a la conclusión de que ese eficiente modelo, con el que Estados Unidos marcha a la cabeza mundial de la gestión empresarial (management), si pudiera recibir determinados ajustes podría ser aplicado en Cuba. En su delirio, lo que se planteaba era algo así como pretender lanzar un satélite artificial con un globo de gas y una cápsula de bagazo de caña para igualar a los americanos.

Inventó entonces la Empresa Consolidada para aplicar en la Cuba castrista, como remedo de aquellos grandes “holdings” y corporaciones americanas que dirigían actividades de carácter mundial o que cubrían todo el mercado interno de Estados Unidos, lo cual representa un volumen que en muchas ocasiones superaban el Producto Interno Bruto de algunos países.

Y subordinó a esas Empresas Consolidadas, verticalmente, todas las actividades conexas de cualquier rama de la economía, como podrían ser minería, tiendas por departamento,  transporte, producción de alimentos o navegación marítima, con siglas tan sorprendentes como, por ejemplo, ECODICTAFOS, que se refería a la Empresa Consolidada Distribuidora de Cigarros, Tabacos y Fósforos. Fue tan extrema la centralización absoluta de todas las actividades del país durante esos años que el chiste popular se refería a la existencia de la ECOCHINCHE, supuestamente las siglas de una Empresa Consolidada de Chinchales y Timbiriches.

De esa etapa surgió otra leyenda: un supuesto debate de dos posiciones encontradas sobre la forma de hacer funcionar la economía: la propugnada por Guevara, que llegó a ser conocida con el nombre de “financiamiento presupuestario”, donde todo se decidía en el mando centralizado y de ahí bajaban las órdenes y “orientaciones” que deberían cumplirse con disciplina cuasi militar, y la que propugnaban los marxistas seguidores de la ortodoxia leninista-estalinista, que se aferraba al llamado “cálculo económico” soviético, horrorosa traducción de lo que debería ser el “autofinanciamiento”.

Como podrá entenderse con facilidad, mientras Guevara defendía la absoluta centralización, los del otro bando, aun sin renunciar a la centralización y la planificación burocrática, -ambas corrientes estaban por esa línea-, pretendían situar algo de autonomía en las empresas estatales, criterio que el “Ché” refutaba diciendo que mantener relaciones mercantiles entre empresas en el socialismo era lo mismo que si una persona pasaba el dinero de uno de sus bolsillos al otro, sin aportar nada en ese movimiento.

Fue más que nada una leyenda el supuesto debate porque no se extendió más allá de algunos artículos y discusiones en Cuba Socialista, que era la revista teórica del Partido, así como en la revista de Comercio Exterior y alguna otra publicación, pero no en la gran prensa, y no llegó nunca a las grandes masas de cubanos, agobiadas con las escaseces e ineficiencias que ya comenzaban a golpear a los de a pie, a quienes no quedaba tiempo para un debate que, por otra parte, sería intrascendente para las decisiones finales sobre el tema que se iban a tomar posteriormente.

La otra leyenda de aquellos años tiene que ver con el economista soviético Yevsei Grigórevich Liberman y la formación en técnicas de gestión empresarial de Ernesto Guevara. Liberman había ganado influencia intelectual en ciertos sectores de la Unión Soviética con sus propuestas de implantar nuevos métodos de administración empresarial en la economía centralizada de aquel país, propuestas que publicaba en “Bolchevique”, revista teórica del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) entre 1956-59, y finalmente en “Pravda”, lo que catapultó al economista ucraniano hasta el cargo de consejero del también ucraniano Nikita Jrushov, entonces máximo jerarca soviético.
 
Para Liberman, el aumento de la rentabilidad de las empresas debería basarse en el aumento de la productividad de los trabajadores, lo que influiría en el aumento de los salarios reales y los premios por cumplimiento de las metas, y por tanto el modelo que se proponía requería de una mayor autonomía empresarial de las unidades productivas, lo que negaba la ortodoxia estalinista de los planes quinquenales y los subsidios estatales como lo fundamental para el desarrollo económico del país.
 
Tras la defenestración de Jrushov, el equipo asesor del burócrata Leonid Brezhnev utilizaría algunas de las ideas planteadas por Liberman para sustentar las llamadas reformas económicas de 1965, aplicadas tanto en la URSS como en los satélites europeos del “socialismo real”, pero tras una ligera dinamización y mejora de algunos aspectos de las economías socialistas, fundamentalmente en las repúblicas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania, terminaron en agua de borrajas, porque los proyectos se plantearon solamente como experimentales en unas 400 empresas soviéticas, quedando todas las demás en el clásico burocratismo típico del inmovilismo antológico de la época de Brezhnev.
 
No se ha podido conocer hasta dónde haya estudiado Ernesto Guevara el pensamiento teórico de Liberman, pero lo que aplicó en Cuba no tuvo mucho que ver con las ideas del economista ucraniano, pues el modelo organizativo y de gestión del argentino no se basaba en la autonomía empresarial sino en la rígida disciplina vertical de los aparatos empresariales, no reconocía la existencia de relaciones monetario-mercantiles entre las empresas estatales, ni dependía del aumento de la productividad en base a premios y la elevación de los salarios reales, sino de estímulos morales. De este modo se fortalecería la conciencia revolucionaria de los trabajadores y no se le distorsionaría con los viles intereses materiales forjados con “las armas melladas del capitalismo”.
 
No se conoce qué otras fuentes teóricas haya utilizado Guevara en el diseño de su utopía de gestión económica nacional o empresarial, pero es seguro que ni las clases del hispano-soviético Anastasio Mansilla sobre El Capital, ni las del francés Charles Bettelheim sobre planificación, ni las del cubano Salvador Vilaseca sobre matemáticas superiores, le hayan servido para comprender a fondo cómo funcionan las empresas  en cualquier economía. El tesón, la disciplina y la voluntad, indudablemente presentes en Guevara, no bastaban para sustituir conocimientos y tecnologías que acumulaban muchos años de saber y de experiencia práctica.
 
En el plano personal, ya en los años ochenta del siglo pasado, en una conferencia para profesores universitarios del ya fallecido “polaco” Enrique Oltuski, cercano colaborador del “Ché” Guevara, le pregunté al conferencista qué sabía o recordaba él de los estudios del argentino sobre gestión empresarial, reformas económicas o dirección de la economía, y en una muy breve respuesta dijo simplemente que recordaba que había leído “a Liberman”, sin añadir nada más.
 
El mito del “pensamiento económico del Che”
 
Tras la salida de Ernesto Guevara para sus aventuras africanas, se produce en el “Gobierno Revolucionario” una abismal orfandad teórica en los temas de gestión económica nacional y empresarial, y en muchas otras cosas. Y es entonces que un conjunto de oportunistas e incapaces, haciéndole irresponsablemente en juego a Fidel Castro, se aparecen como “herederos” del “pensamiento económico del Che”, lo que se intensificará tras la muerte de Guevara en Bolivia en 1967, y se destacan por la justificación de los desastres de finales de la década del sesenta, incluyendo los “planes especiales”, el “Cordón de La Habana”, la falsa Zafra de los 10 Millones de 1970, y todas las indudables barbaridades de esos años, bajo el manto nebuloso de los estímulos morales sobre los materiales, la imposición de la conciencia por parte del “hombre nuevo” sobre las decadentes relaciones capitalistas en la economía, y la locura de la construcción simultánea del socialismo y el comunismo.  
 
Eran momentos de un gran embrollo teórico cuando, en palabras de Fidel Castro, al decir gobierno se hablaba de partido y al decir partido se hablaba de gobierno, porque todo era lo mismo, y la esencia totalitaria era que partido, gobierno y también país, equivalían a su propia persona.
 
Eran los tiempos en que el periódico “Granma”, haciendo realidad esa falta de diferenciación entre las funciones del Partido y las del Gobierno, publicaba en primera plana, impúdicamente, que “el Buró Político del Partido Comunista de Cuba ha designado al compañero Fulano de Tal como embajador de la República de Cuba en tal país”, sin ni siquiera sonrojarse
 
No era nada sorprendente una conducta de ese tipo por parte del diario “Granma”, en un país que en marzo de 1968 había confiscado de la noche a la mañana, literalmente, 55,636 pequeños negocios, muchos operados por una o dos personas, entre ellos 11,878 bodegas de víveres, 3,130 carnicerías, 3,198 bares, 8,101 restaurantes, puestos de fritas y cafeterías, 6,653 lavanderías, 3,643 barberías, 1,188 reparadoras de calzado, 4,544 talleres de mecánica automotriz, 1,598 artesanías y 3,345 carpinterías, según computó el ya fallecido economista independiente Oscar Espinosa Chepe.
 
Era la “ofensiva revolucionaria” en su apogeo. Cuenta Dariel Alarcón, el guerrillero “Benigno” de la fracasada guerrilla de Ernesto Che Guevara en Bolivia, que en la reunión del buró político la noche anterior al anuncio de la drástica medida, que se haría pública el 13 de marzo de 1968, el Comandante Juan Almeida le preguntaba a un alucinado Fidel Castro por qué insistía en llevar a cabo esas locas confiscaciones, si estaba muy claro que dañarían la economía nacional y dificultarían la vida a todos los cubanos, y que no había argumentos convincentes para hacerlo, a lo que el Comandante en Jefe respondió que lo iba a hacer “porque me sale de los cojones”.
 
En un ambiente enrarecido como ese, donde se puede producir una declaración del jefe máximo del país del tipo de la mencionada, pensar en autonomía empresarial, eficiencia, productividad, crecimiento económico, organización o desarrollo, era simplemente sueño de una noche de verano, o el delirio de un enajenado totalmente desconectado de la realidad que le circunda.
 
Toda la barbarie se justificaba con el mito “del pensamiento económico del Che”, a la vez que se llamaba a las huestes revolucionarias para la gran batalla, “la lucha final” del himno La Internacional, que culminaría en 1970 con una zafra gigante de diez millones de toneladas de azúcar, además de otras metas fallidas que convenientemente se olvidan, como planes para lograr 12 millones de cabezas de ganado vacuno en ese mismo año, y también capturas de pesca de 500,000 toneladas, metas sepultadas en el silencio oficial desde hace muchísimos años.
 
Mucho tiempo después, en 1986-87, cuando se quiso resucitar el mito guevarista en la economía, de lo que se hablará posteriormente, se desarrollaron incluso eventos teóricos sobre “el pensamiento económico del Che” en todo el país, todos los cuales terminaban, claro, en el consabido bla, bla, bla y la consolidación de los oportunistas del momento en el altar del castrismo irresponsable.
 
El final de esta etapa se conoce perfectamente: fracaso absoluto de la pretendida zafra de 10 millones de toneladas de azúcar, destrucción de buena parte de la infraestructura de la economía nacional, paralización de innumerables actividades económicas en todo el país, porque todo se puso en función de la utópica zafra, crisis económica generalizada, y una gran frustración y desencanto en todo el país, que no se revertían con la demagogia de “convertir el revés en victoria”.
 
La Unión Soviética, tras el desastre castrista, se ofreció una vez más a ayudar, pero no sin exigir nada a cambio ni mucho menos: ofreció establecer una moratoria en la deuda de Cuba por quince años y sin intereses, dejar sin efectos todas las deudas por armamento desde el inicio de la “revolución”, y enviar al jefe del GOSPLAN (organismo de la planificación soviética) a La Habana con el objetivo de tratar de enderezar el barco a la deriva. Como parte del “paquete de medidas” se exigió a Fidel Castro visitar Moscú y besar la mano del padrino Don Leonid Brezhnev, “institucionalizar” el país en los esquemas del modelo soviético -como en todos los países del “socialismo real”-, olvidar las veleidades guerrilleras en América Latina, y dedicarse en serio a tratar de resolver los problemas de la economía nacional, que costaban a los soviéticos miles de millones de rublos (o dólares) en subsidios y ayudas, en lo que Castro definía como un “ejemplar intercambio económico entre países hermanos”).
 
Institucionalización y Nuevo Sistema de Dirección y Planificación de la Economía
 
Comenzó entonces la larga etapa de institucionalización del país, que culminaría a finales de 1975 con el primer congreso del Partido Comunista de Cuba y en 1976 el comienzo de la implantación de un Nuevo Sistema de Dirección y Planificación de la Economía, una nueva división político-administrativa que creaba 14 provincias en sustitución de las anteriores seis (hoy existen 15 provincias y 168 municipios) y eliminaba las instancias llamadas “regionales”, así como el establecimiento de los llamados Poderes Populares, y una nueva organización de la Administración Central del Estado que creaba ministerios, comités estatales e institutos en el más rancio estilo del estalinismo soviético y el inmovilismo de Brezhnev.
 
Es en esta etapa que se puede comenzar a hablar de nuevo de autonomía de la empresa estatal socialista en Cuba, tras un período oscurantista en el plano organizativo, donde se hablaba de planes especiales y proyectos indefinidos, “puestos de mando” y “brigadas comunistas” para acometer cualquier tarea, habían desaparecido la contabilidad y las estadísticas como herramientas “del capitalismo”, nadie sabía con certeza a quién se subordinaba exactamente, se ignoraban todas las relaciones monetario-mercantiles en la economía, y se pensaba muy seriamente que el voluntarismo junto con la conciencia revolucionaria bastaban para hacer avanzar el país.
 
Los pretendidos cambios proclamados por el primer congreso del Partido Comunista de Cuba encontraron todo el tiempo la resistencia sorda y profunda de Fidel Castro, quien no creía en nada del proyecto soviético y lo utilizaba solamente por necesidad de subsidios para mantenerse en el poder y por oportunismo, por lo que desde el mismísimo Informe Central que presentó al congreso ya comenzaba a sabotear el nuevo sistema de dirección y planificación de la economía que se proponía, y le señalaba limitaciones.
 
Sin embargo, más trascendente todavía, Fidel Castro clausuró ese primer congreso de “su” partido comunista con un acto masivo de los habaneros en la Plaza de la Revolución, donde anunció a los cubanos y al mundo la intervención de un cuerpo expedicionario cubano en Angola, disfrazado de “internacionalismo proletario” y definió, por primera vez en nuestra historia, al pueblo cubano como pueblo “latino-africano” para justificar aquella aventura y otras posteriores.
 
Quienes habían apostado a la “institucionalización” del país, un sistema ortodoxo para la dirección de la economía, y por supuesto la necesaria aunque limitada autonomía empresarial del modelo soviético, se quedaron simplemente, otra vez, con los deseos.
 
Para Fidel Castro, independientemente de lo que creyeran los delegados al congreso del partido, incluidos invitados extranjeros de los “países hermanos”, mucho más importante que la gestión económica y la autonomía empresarial en Cuba era derrotar a las tropas de Holden Roberto y Jonás Savimbi en Angola, establecer el totalitarismo cubano-soviético en esa región africana y convertirse en el líder moral indiscutible del Tercer Mundo.
 
Ante tal trascendente, estratégica, sublime e histórica misión mundial, ¿qué importancia podrían tener esos simples, insignificantes, terrestres y pedestres asuntos del desarrollo económico, político y social de la nación cubana, el funcionamiento del sistema de dirección de la economía, y la mayor o menor autonomía empresarial en Cuba?
 
Todo lo demás pasó a un segundo plano en las prioridades del Comandante en Jefe y, por lo tanto, del país. Resultaban más importantes las ofensivas militares contra el FLNA de Holden Roberto en el norte de Angola y contra la UNITA de Jonás Savimbi en el sureste, en la dirección de Huambo, que la imprescindible recuperación de la derruida economía, la aplicación de la nueva división político-administrativa (DPA) del país, la creación, organización y funcionamiento de los Poderes Populares en toda la Isla, la definición de la organización y funcionamiento de los órganos de la Administración Central del Estado (ACE), y la implantación, funcionamiento y control del Nuevo Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (NSDPE).
 
Los cuadros del Partido y el gobierno entendieron claramente el mensaje desde el mismo primer momento: lo del congreso y la institucionalización era solo paisaje y escenografía, las verdaderas prioridades del Comandante estaban en Angola. De manera que habría que hablar y comportarse como si la institucionalización y los acuerdos del congreso fueran lo más importante, pero en la práctica apoyar a los comités militares, movilizar a los reservistas, presionar a la población para incorporarla a los combates africanos requeridos por el “internacionalismo proletario”, destacar el “pasado” latino-africano de los cubanos, resucitar la historia de las primeras dotaciones de esclavos llegadas a la Isla varios siglos antes, paralizar todo lo que fuera necesario en aras del apoyo a las campañas africanas, y destacar continuamente la extraordinaria visión estratégica y capacidad de liderazgo del Comandante en Jefe, que dirigía la guerra y llamaba al sacrificio de los combatientes desde un seguro y cómodo puesto de mando a miles de kilómetros de distancia del frente de combate.
 
Esa fue la tónica del poco más de un decenio que se extendió desde el primer congreso del partido comunista cubano, en diciembre de 1975, hasta el tercer congreso, en febrero de 1986. Tanto en el segundo congreso, en diciembre de 1980, como en el tercero, se “analizaba” el funcionamiento y la marcha del sistema de dirección de la economía y la institucionalización, se señalaban deficiencias en abstracto, siempre sin identificar a los verdaderos o al verdadero responsable, se acordaban “medidas” que ni se aplicarían con suficiente rigor ni resolverían demasiado, se renovaba una parte del comité central del partido -nunca la más alta jerarquía, que eso correspondía solamente a las atribuciones de Fidel Castro- y se continuaba con lo mismo de siempre, en una especie de cansino deja vú partidista, de año en año, de quinquenio en quinquenio.
 
Mientras tanto, las campañas africanas ya no se limitaban al territorio de Angola, pues se habían extendido también a Etiopía, en apoyo de uno de los más sanguinarios dictadores del mundo, llegando a involucrar en algunos momentos a más de 50,000 cubanos en los teatros de operaciones militares africanos, demandando una colosal cantidad de equipos, armamentos y municiones que la Unión Soviética suministraba permanentemente, al mismo tiempo que el inmovilismo de la etapa de Brezhnev se asentaba en la URSS.
 
Entonces, el ambiente del inmovilismo soviético era ideal para que Fidel Castro ignorara despectivamente en Cuba las ingentes necesidades de organización, gestión y control de la economía y del Estado cubano, contara con poder seguir viviendo permanentemente del subsidio “internacionalista” que recibía de la URSS y los países del “socialismo real”, y continuara jugando a la guerra en África.
 
Sin embargo, para no perder su auto-asignado papel de líder tercermundista, se inventó una nueva batalla mundial, pero con énfasis en América Latina y el Caribe: la campaña contra el pago de la deuda externa por parte de los países del Tercer Mundo, aunque, hipócritamente, el gobierno cubano cumplía sus obligaciones de deuda cuando podía, y aunque llamaba a los demás a no pagar, se tomaba mucho cuidado en no desairar a sus acreedores mientras pudiera.
 
Las tímidas reformas económicas en la Unión Soviética de Brezhnev en 1978 para tratar de dar dinamismo a la maltrecha economía fueron más incoloras e insignificantes que las de 1965, y tras la muerte del Gran Burócrata en 1982 le sucedieron Yuri Andropov y Konstantin Chernenko, ambos enfermos al momento de asumir el mando, y quienes cambiaron muy poco del funcionamiento de la economía, independientemente de si les interesaba hacerlo o no, a causa de lo efímero de sus mandatos, interrumpidos por la muerte en ambos casos tras unos pocos meses en el poder.
 
Las reformas intentadas en Checoslovaquia en 1968 habían sido brutalmente aplastadas por la intervención militar del “Pacto de Varsovia”, en realidad tropas soviéticas con algunas comparsas acompañantes de los países este-europeos. Las que se intentaron en la década de los ochenta en países como Hungría, Polonia, Bulgaria y Rumania dinamizaron mínimamente las economías, más ruido que nueces, siempre atenazadas en los marcos del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), la “solidaridad” y el “internacionalismo proletario”, todo el tiempo con la URSS al frente, gracias a su poderío, no a su liderazgo.
 
No se produciría ninguna transformación trascendente ni en la Unión Soviética ni en las economías europeas de los países del “socialismo real” hasta la llegada al poder de Mijail Gorbachev en 1985 y el consiguiente posterior inicio de la perestroika y la glasnost, que ya todos conocen que desembocaron en la caída del Muro de Berlín y el llamado “campo socialista” europeo, y en el derrumbe (“desmerengamiento”) del imperio soviético.
 
Fidel Castro, que independientemente de sus veleidades y dislates disfruta de un instinto político como pocos para mantenerse en el poder, se dio cuenta desde muy temprano del verdadero “peligro” que podría significar Gorbachev para la estabilidad del “socialismo real” en Europa y, por consiguiente, para la supervivencia de la revolución cubana.
 
Avisado desde 1982 que los soviéticos no estaban dispuestos a enfrentarse a EEUU en caso de un conflicto militar en Cuba, aunque garantizarían en todo lo posible el subsidio económico a la Isla, Fidel Castro se dio cuenta que con la llegada de Gorbachev al poder peligraba también el parasitismo de su país con el imperio soviético.
 
De manera que, apenas dos meses después de concluido el tercer congreso del Partido Comunista cubano, durante las celebraciones por la victoria de Playa Girón en abril de 1986, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y sin compartir sus ideas con nadie antes de anunciarlo, se desentendió literalmente de los acuerdos del congreso partidista y de los compromisos formales de institucionalización del país durante el último decenio, rompió públicamente con la ortodoxia soviética en la economía y la organización estatal, y lanzó públicamente su nueva máquina del tiempo, el regreso a los finales de la década de los sesenta del siglo pasado, esta vez bajo el cursi, pomposo y ampuloso nombre de “proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”, que llevaría al país y su economía, otra vez, por los caminos más regresivos posibles, y ascendería a planos estelares a un conjunto de oportunistas, mediocres e incapaces que presidirían la debacle del país hasta la llegada de la crisis del período especial, sin aportar nada sustancial a nada más que a su nivel personal de vida y el de sus familias, pero nada en función del país.
 
La crisis del terrible “período especial”, que en realidad no ha terminado todavía, lo único que hizo fue agudizar los desastres, carencias e insuficiencias a que Fidel Castro había llevado a la economía cubana con sus delirios de la “rectificación”, una maniobra con el único objetivo de asegurar su omnímodo poder, aunque tuviera que destruir al pueblo y a la nación cubana en ese empeño.
 
Habrá que analizar, pues, el llamado proceso de rectificación, el período especial, y la era de Raúl Castro hasta nuestros días, para tratar de comprender el funcionamiento de la economía cubana en estos momentos y el papel asignado y real de la inefable empresa estatal socialista cubana en este contexto.
 
 
(continuará)

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