QUE.ES |
Qué terrible es quedarse botado en la carretera porque el vehículo
donde viajas se averió, y ver cómo los demás siguen, veloces, a su
destino.
Esta sensación de impotencia la percibo en tantas caras a diario. La
desesperación de no poder seguir el ritmo de quienes escapan a las
acrobacias matemáticas que exige un salario estatal, el fruto de un
modesto negocio, una remesa irregular y exigua.
Los precios, como dice un amigo, son malos para el corazón…
Desvergonzados, cínicos, como si se diseñaran desde otro mundo: 809,95
CUC por un televisor plasma; 595,25 por una cocina con horno; 105,60 por
una simple tostadora eléctrica… Un pullover por 9,11 CUC; un par de
zapatos deportivos 45 CUC…
Pero las protestas no pasan de muecas, murmullos, ¡chistes!. Es la
salida emergente del cubano, su eterna ¿alegría?, ¿apatía?… Una mezcla
de miedo y de vanidad.
Hace poco, cuando se desaparecieron los desodorantes por un peso
convertible y en su lugar las estanterías exhibían rutilantes
sucedáneos a tres y cuatro pesos convertibles, le pregunté a una
dependienta cómo era posible que un producto de primera necesidad no
estuviera a un precio más asequible y me respondió: "Es que no hay de
esa línea ahora".
¿Pero cuántos pueden darse el lujo de pagar casi cuatro dólares por un desodorante?, le pregunté.
La dependienta salvó la situación con un gesto ambiguo. Dos mujeres
junto al mostrador me miraron indignadas por hablar de lo que no se
habla: la miseria.
Muchos clientes no recogen el menudo de vuelto (especialmente si son
hombres y les despachó una mujer) porque sienten el peso de esa opinión
latente, ese secreto a voces: eres pobre, eres un muerto de hambre.
Mi hijo me cuenta que en la escuela donde estudia inglés, cuando
indicaron un ejercicio con el tema: "¿Qué hiciste en las pasadas
vacaciones?", prácticamente todo el grupo contó historias de su estancia
en Varadero. La mascarada era tan evidente que el propio profesor dijo
con ironía: "Bueno, y si todos estaban en Varadero, ¿por qué ninguno de
ustedes se vio?"
En el receso, varios jóvenes salen a comprar manzanas, tukolas,
maltas… ¡jugos de 3,30 CUC! Comprar una chuchería en pesos cubanos para
calmar el ruido del estómago es delatarse. Portar un simple MP3 también.
Los que pueden, exhiben sus vistosos teléfonos táctiles (no importa
si no tienen saldo), en medio de la clase abren sus laptops. Quiénes o
qué sostiene esa imagen queda bajo la superficie, como la masa sumergida
del iceberg.
He visto a jóvenes portar esplendentes y enormes relojes que no
funcionan. He visto a un muchacho proferir palabrotas porque se le rasgó
el calzoncillo de marca que ya no podrá exhibir bajo el jean, en un
mínimo acto de triunfo.
Al fin se despenalizó la prosperidad, (como pedía Yoani Sánchez),
pero, ¿a qué costo? Estamos aún más lejos de asumir lo que realmente
somos. ¿Cómo despenalizar ahora nuestra pobreza?
No la transitoria que nos daba fuerzas mientras luchábamos (o
creíamos luchar) por un futuro en el que las tiendas estarían
pródigamente abastecidas y los ciudadanos, sin moneda de intercambio,
sin tarjeta de crédito, en un acto de suprema conciencia, tomaríamos
solamente lo necesario.
Hablo de la pobreza que nunca se fue, que se trasmutó de humildad en
carencias disimuladas, reprimidas, en sufrimiento y vergüenza. La
pobreza que implica la cruda realidad del dinero que objetivamente se
obtiene (ese que nos quita el sueño y la alegría, que se cuenta con
ansiedad y vemos desaparecer con angustia), contra los precios
desaforados que exigen el Estado y los cuentapropistas.
Viendo esta carrera de discapacitados en una competencia perdida de
antemano, las trampas, las caídas (los que quedan tendidos a lo largo de
la pista), me acuerdo de un comentario que escuché una vez: "Lo que le
pasa a los cubanos es lo mismo que pasó en la Edad Media, con la Santa
Inquisición, las cacerías de brujas… ¡Estamos sugestionados…!"
Pero, ¿qué golpe de realidad peor que esta estampida insostenible romperá el hipnotismo?
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