La Seráfica pronunció la palabra “alucinación” y yo tuve,
por primera vez, la visión de una montaña azul que salió de entre una
niebla gris con muchas ondas y volutas; una montaña sorprendente que se
hallaba dentro de una lenta bruma opaca, como un gas tímido, que la
había envuelto con la insistencia de una infinitud insolente… Fueron
minutos nada más en que aquella montaña rompía nubes de humo o las nubes
se estrellaban contra ella, abriéndose a un espacio de amplios tonos
azulados. Y la montaña tenía una cresta blanca en la cima que refulgió
un instante antes de apagarse. El fenómeno —ocurrido en todo el ángulo
de mi ojo, que por cierto fue bastante abarcador— me dejó maduro de
espanto, porque resultó ser una imagen jamás premeditada por mí; una
imagen surgida de los más recónditos predios de un inconsciente que ya
pugnaba por hacérseme presente, con símbolos inexplicables aun para un
hacedor como yo, que ha contado con ciertas dotes de demiurgo.
Mientras Marja me contaba esa escena de Augusto tocando la flauta, la
música se fue metiendo por mis poros invisibles y también alteró mi
estado más íntimo, para obligarme a ver esa montaña absurda que se
levantaba contra los viejos modelos de mi imaginación y ponía en
movimiento nuevos mecanismos, más complejos, dentro de mi mente.
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Fragmento del capítulo “Estados alterados”, de la novela “Marja y
el ojo del Hacedor”, que este sábado 29 de marzo se presenta, a las tres
de la tarde, en la Biblioteca de Huntington Park (6518 Miles Ave.) de
Los Ángeles, California.
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Por su parte, Vicky aparentaba estar perdida sin remedio. La hermosa
morena levitaba cada vez más envuelta en la transparente niebla de la
estancia. Marja sabía que la mente y el cuerpo de la mulata eran
moldeables a cualquier situación de escapismo. Su cuerpo estaba
necesitando ya cualquier tipo de embriaguez. La voz se le había venido
enronqueciendo desde hacía un tiempo debido a los cigarrillos sin marca
que se sacaba de los cabellos entretejidos a cualquier hora de la noche o
del día, y que la mayor parte del tiempo la mantenían en un estado de
alucinación.
Y vuelvo a Marja, o mejor dicho, a mí, con la palabra “alucinación”,
que me trajo otra visión tan sorprendente como la anterior, tan
descompuesta de toda lógica que también dio lugar al susto dentro de mí,
un no sé qué de mareo y confusión, porque ahora yo contemplaba una
puerta que se abría en el espacio mostrando al fondo un ojo inmenso que
brillaba como un sol. Y aquel ojo me observaba como si fuera el
mismísimo ojo de Dios, que me quería llevar hacia unas coordenadas
diferentes. Ante esto, mi ojo, también invisible, casi perdido en su
pequeñez, nunca llegaba a cruzar la puerta, aunque me sentía avanzando
por regiones glaciales que no daban cabida a pensamientos adversos a
otra imaginación más poderosa, que era la posibilidad de ese nuevo ojo,
que ya yo perseguía infatigablemente, como si tuviera la esperanza de
que alguna vez le fuera a dar alcance para fundirme con él en medio del
deseo más descabellado de conocer el universo. Era el deseo irrefutable
de vivir una libertad sin fronteras. Y el Ojo (ahora con mayúscula ya),
de pronto, se acercaba a una velocidad increíble (al menos así lo
sentía) y me envolvía con una luz que podía tener el tono cromático de
un sueño jamás soñado, porque eran iluminaciones nunca experimentadas
antes. Y dentro de las iluminaciones veía el borde alisado de desiertos
inacabables, que se unían en algún punto con los límites de otros
órdenes. Y todo en una continuidad que, al principio, me dio
escalofríos, porque imaginé por un momento (bueno, realmente no sé si lo
imaginé o lo sentí) la terrible, y a la vez grandiosa, soledad de Dios.
Pero dentro de las iluminaciones la soledad se perdía también como se
habían perdido los presentimientos aciagos, porque en esta dimensión
alucinante el miedo y las imposiciones del poder no existían, no podían
existir bajo tanta luz que me bañaba…
Y ¡Paf!, de repente las imágenes se fueron, y yo abrí mi ojo y me
puse a contemplar a Marja y al Flautista, quien aún tocaba su melodía
entre el humo de la marihuana. De hecho, la Seráfica me buscaba,
impaciente, porque yo me había demorado en hacerme sentir. Entonces le
dije que de alguna manera hubo de ocurrir una nueva alucinación, un
ensueño que no fue el de la montaña azul, sino el encuentro con un ojo
inalcanzable.
Para mi sorpresa, ella se empezó a reír con una carcajada franca,
imaginaria para los demás, que en verdad no era de burla sino de gozo
por la gracia que le había hecho la pérdida de mi control de hacedor
invisible, pues todo vino a ser el estado en que me puso la música
interpretada por Augusto Apolo Adán, alias el Flautista, cuando yo, en
el momento en que transcurrían las palabras de la historia de Marja que
yo mismo transcribía, y sin darme cuenta, hice uso de mi don de
ubicuidad y me fui, hasta la sala de la casa, como uno más, con la
intención de vivir mejor las afectaciones anímicas de todos allí, que
habían estado bebiendo y fumando como unos dementes.
—Allí fumé —le dije a Marja, o lo que en realidad pasó fue que aspiré
el humo en las bocanadas insaciables de aquella desgraciada mulata que
quería olvidar sus penas. Y así, sin advertir el riesgo que corría de
volatizarme por la fuerza de la realidad corpórea que me rodeaba, me
acerqué mucho al agujero de la boca de Vicky, por donde quise entrar
para tocar su alma. Fue en eso cuando empezó la música y caí en la
dimensión de las alucinaciones, y me situé, primero, en el umbral de la
cosmogonía al ver la montaña azul, y luego me quedé en la inercia de los
espacios inverosímiles que existían ocultos en el subconsciente para
salir a flote con la visión del Ojo inalcanzable.
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