A partir de la legitimidad que le dio al castrismo la cumbre de la
CELAC en La Habana, y de la decisión de la Unión Europea (UE) de ignorar
la violación de los derechos humanos y negociar un acuerdo de
cooperación con Cuba, los hermanos Castro andan de plácemes: ya no
tienen presión internacional para hacer cambios verdaderos. En la isla,
"todo está bien".
Los mandatarios latinoamericanos y europeos tal vez piensan que
abrazar a los Castro es una buena estrategia para "contagiarles" la
democracia y presionarlos para que flexibilicen el régimen. Craso error.
Lo que logran es envalentonar a la más prolongada tiranía en la
historia de las Américas.
La cúpula militar cubana ahora sabe que haga lo que haga no va a
pagar ningún precio político o diplomático. Tiene el visto bueno
internacional para no hacer cambios reales y seguir asfixiando las
libertades individuales más elementales. No hacen falta ya máscaras para
hacer creer que habrá reformas.
Si las democracias latinoamericanas hubiesen acudido a Santiago de
Chile a fines de los años 80 a dar un espaldarazo continental a la
dictadura de Augusto Pinochet porque éste había moderado los asesinatos y
las desapariciones, y algunos exiliados estaban regresando al país, el
general golpista no habría convocado el plebiscito (que él pensaba
ganar) que puso fin a su tiranía de 17 años. De haberse conformado los
presidentes latinoamericanos, la OEA, la ONU y la UE con aquellos
"cambios positivos", Pinochet posiblemente habría seguido siendo
dictador hasta su muerte en 2006.
¿Por qué los gobiernos de Latinoamérica, y también los europeos,
incluso los de derecha, se niegan a apoyar al pueblo cubano y convalidan
la dictadura?
Puede haber muchas respuestas para estas interrogantes, pero a mi
modo de ver, además del interés en hacer negocios en la Isla, hay tres
que, combinadas, dan en el clavo: 1) a Cuba se le aplica una lógica
política y diplomática que corresponde a un país normal, sin serlo; 2)
es el pensamiento de Gramsci y no el de Marx, Mao, o el Che Guevara, el
que marca la pauta de la izquierda radical en la región; y 3) buena
parte de la clase política latinoamericana está "actualizando" el viejo
populismo de la primera mitad del siglo XX.
El 'beso de Judas' no funciona
Cuba no es un país normal. Está al margen de toda lógica política. Es
un país comunista ortodoxo y encima padece una autocracia dinástica que
considera una "traición a la revolución" ceder un ápice en el control
absoluto que tiene de la sociedad. Con los Castro no hay diálogo
posible. Nunca han concedido nada. Siempre hay que ceder ante ellos, y
mucho.
Por eso, con el gobierno cubano no funciona el bíblico "beso de
Judas". Resulta inútil acercarse al dictador y mimarlo para
comprometerlo a que haga reformas. No las hará.
Más a la izquierda
Hay otro factor fundamental. Antonio Gramsci, fundador del Partido
Comunista de Italia, quien ideológicamente era más peligroso que Marx,
en los años 30 del siglo pasado sostenía que la única vía realmente
viable para llegar al socialismo no era la revolución violenta como
propugnaba Lenin, sino ir arrebatándole paulatinamente a la burguesía la
hegemonía cultural y mediática mediante la creación de lo que llamó una
"fuerza contra-hegemónica".
Para Gramsci no era necesario jugarse la vida en insurrecciones
armadas para tomar el poder del Estado, sino lograr el control
ideológico de las escuelas, las universidades y sobre todo de los medios
de comunicación. O sea, él proponía una verdadera guerra cultural desde
abajo, subrepticia.
Eso en buena medida está sucediendo hoy en Latinoamérica, y también
en Estados Unidos y Europa (no tanto en Asia y África). Ello explica la
paradoja de que pese al derrumbe del "socialismo real" en el Viejo
Continente y su desmantelamiento gradual en China y Vietnam, los
socialistas tienen ahora más influencia política que durante la guerra
fría.
La sovietización de la sociedad ya no es una opción válida, y la
izquierda democrática —que cree en el libre mercado— predomina sobre la
"revolucionaria". Pero también es cierto que las universidades, los
centros de investigación de las ciencias sociales, la historia y la
política, así como los medios de comunicación, cuentan cada vez más con
personas que se definen a sí mismas como "anticapitalistas". Actúan como
comunistas y no lo saben. Otros lo saben, pero no lo admiten.
Hoy muchos profesores, académicos, artistas, intelectuales,
periodistas, editores de medios de comunicación, que tienen una
cosmovisión de la realidad social, económica y política mucho más a la
izquierda que hace tres o cuatro décadas.
La guerra cultural que propugnaba Gramsci se observa incluso en EEUU,
donde a los izquierdistas radicales erróneamente se les considera como
"liberales" cuando en realidad son la antípoda del liberalismo. Son lo
opuesto a Thomas Jefferson, Thomas Paine y demás fundadores del
pensamiento liberal estadounidense.
El liberalismo reivindica las libertades individuales y aboga por
poner límites al Estado y subordinarlo a la autonomía de la persona,
mientras que los mal llamados "liberales" promueven la intervención del
Estado en el ámbito económico y social. Al respecto, dijo Jefferson:
"Cuando el pueblo teme al Gobierno, hay tiranía; cuando el Gobierno teme
al pueblo, hay libertad".
Fuerza electoral
En todo Occidente se advierte una influencia creciente de la
izquierda en la TV, la prensa escrita, las revistas, el cine, la radio,
la internet, etc. Por otra parte, se trata de un segmento social
politizado, muy activo en los partidos políticos, los sindicatos, las
organizaciones no gubernamentales (ONG), y lo más importante: acude a
las urnas a votar.
En los porcentajes de abstención que hay en los procesos electorales
latinoamericanos no abundan los izquierdistas, que sí votan, eligen
candidatos, y por tanto constituyen hoy una gran fuerza electoral que
todo político está obligado a cortejar, en cualquier país.
Esa fuerza política es la que ha llevado al poder a la mayoría de los
actuales jefes de Estado en América Latina. Pero en varios países son
ellos los responsable del renacimiento del populismo nacionalista y
estatista, con su carga de controles gubernamentales y restricciones de
todo tipo. Fueron los gobiernos populistas estatistas, al estilo del de
Juan Domingo Perón en Argentina, o del Estado Novo de Getulio Vargas en Brasil, los que retardaron el desarrollo económico latinoamericano en el siglo pasado.
La CELAC fue un invento chavista-castrista para enfrentarse
políticamente a Estados Unidos, dinamitar a la OEA, regresar al
keynesianismo y el estatismo, e instalar a la dictadura cubana de igual a
igual en el concierto de naciones democráticas de América Latina.
Lamentablemente, los gobernantes no asociados al eje populista del
ALBA —o a los simpatizantes suyos como los de Argentina, Brasil y
Uruguay— también están bailando con la música que tocan en Caracas y en
La Habana.
Sea por no enajenar los votos de la izquierda en sus respectivos
países, o por creer que a Cuba se le pueden aplicar las mismas reglas de
decencia política que a los países con estadistas elegidos en las
urnas, definitivamente a los gobernantes latinoamericanos les importa un
comino la larga tragedia cubana.
Y que lo aprendan de una vez: con los Castro no hay lógica que valga.
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