Por: ENRIQUE KRAUZE
¿Ha leído usted el libro Mea Cuba, de Guillermo Cabrera Infante? Si no, corra a la librería o conéctese a Amazon y cómprelo ya.
Es un recordatorio implacable de todo lo que Cuba perdió cuando “llegó el Comandante y mandó a parar” (... a parar la libertad de expresión, de pensamiento, de creencia, de lectura, de asociación, de sindicalización, de elección, de iniciativa, de movimiento, de preferencia sexual).
En Mea Cuba, el genial escritor recogió uno de sus ensayos más tristes y reveladores: Entre la historia y la nada. Notas sobre una ideología del suicidio.
Publicado originalmente en la revista Vuelta, de Octavio Paz, Cabrera demostraba cómo en la asfixiante atmósfera de ese “estalinismo con sol” impuesto por Castro, el suicidio se convirtió en la ultima ratio, el recurso racional, no solo de protesta sino de expresión política.
La desesperada costumbre, explicaba Cabrera, no era nueva en la historia cubana. Martí, impaciente y heroico como tantos poetas románticos del siglo XIX, “arrancó ribera abajo, hasta las líneas españolas, donde cayó muerto del caballo al instante, sin siquiera haber sacado su revólver de la funda”.
Eddy Chibás, líder del opositor Partido Ortodoxo y célebre personaje de la radio a principios de los cincuenta, se suicidó frente a los micrófonos como un acto de honor, un auténtico haraquiri, porque no pudo sustentar debidamente el cargo de corrupción que había lanzado contra un funcionario del régimen.
Atestiguando la escena se hallaba uno de sus partidarios más fervientes, un impetuoso estudiante de leyes llamado Fidel Castro. Fidel propuso llevar el cuerpo de Chibás a la Universidad de La Habana para tirar al gobierno.
Gustavo Arcos, veterano del asalto al cuartel Moncada y después preso político del castrismo por varias décadas, confesó a Cabrera respecto al desembarco en el Granma: “Íbamos en realidad a nuestro destino y nos sentíamos como verdaderos kamikazes del Caribe”.
Del popular Camilo Cienfuegos, “mano derecha de Fidel”, Cabrera no descarta la hipótesis del suicidio: “Pa’lante y pa’lante”, le había dicho al piloto del avión que abordó, a pesar de la atroz tormenta que se avizoraba.
En 1967, cuando Vargas Llosa (que había vivido en Bolivia) supo de la posición geográfica del Che, comentó: “Está sin salida. Lo que ha hecho es un suicidio”. Muchos años después, Régis Debray, compañero de aquella última aventura, sostendría que el Che no había ido a Bolivia “a ganar sino a morir”.
Haydée Santamaría, la hermana de Abel y novia de Boris Santa Coloma (héroes y mártires del Moncada), directora de la Casa de las Américas, murió por propia mano, significativamente, el 26 de julio de 1980. No padecía tedium vitae, dice Cabrera, sino “tedium del poder”: “El poder absoluto desilusiona absolutamente”.
Oswaldo Dorticós, presidente de Cuba tras el triunfo de la Revolución, hizo lo mismo.
Cabrera Infante documentó muchos otros casos de cubanos que salieron por la puerta, no falsa sino fatal, del exilio sin retorno.
Entre ellos, Reynaldo Arenas, “exiliado total: de su país, de una causa, de su sexo, murió peleando contra el demonio” en el territorio ajeno e inhóspito de Estados Unidos.
En su clásico estudio El suicidio, Émile Durkheim atribuye a la “anomia” (literalmente, “sin norma”) el impulso de la autoinmolación. La “anomia” se puede definir como “la falta de normas o incapacidad de la estructura social de proveer a ciertos individuos lo necesario para lograr sus metas”.
En el caso de muchos suicidas en la Cuba castrista, cabe conjeturar que no ha sido la falta de normas la que les ha impedido expresarse como personas sino lo contrario: el imperio total y totalitario de las normas, la asfixia de ser islas en una isla cerrada a la libre trasmisión del pensamiento.
Hace apenas unos años, una nueva camada de cubanos comenzaba a tomar su sitio en la fila del suicidio como método extremo para expresarse políticamente –ahora para luchar por las libertades elementales: el más conocido de ellos fue Orlando Zapata– cuando sobrevino una mutación global frente a la cual los hermanos Castro (cancerberos de Cuba) no tienen respuesta, ni pueden tenerla: la irrupción de las redes sociales, antídoto y antítesis de los regímenes totalitarios.
En la era del Twitter, las nuevas generaciones se han enterado de lo que ocurre en Cuba, y crecientemente lo reprueban. También los cubanos, a pesar de las enormes trabas a la libertad de expresión y comunicación (solamente el 3 por ciento de la población tiene acceso a Internet, el índice más bajo de América), comienzan a vislumbrar la realidad que han vivido por más de medio siglo.
Este soplo de libertad digital debe poner fin a la historia cubana del suicidio político. Irreversiblemente, la isla dejará de ser isla. El símbolo de esta nueva Cuba es ya, y será cada vez más, la bloguera Yoani Sánchez, ahora de regreso a su país. Cada tuit suyo representa una bocanada de aire, el vislumbre de una Cuba reconciliada consigo misma.
El caso Zapata
El disidente cubano Orlando Zapata Tamayo murió, prisionero del régimen castrista, en febrero del 2010, luego de 86 días de huelga de hambre. Fue uno de los 75 disidentes condenados en el 2003, con penas hasta de 28 años de cárcel. Pero a Zapata le acumularon un total de 36 años por los delitos de “desobediencia, desacato y protestas a favor de los derechos humanos”.
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