Sandra Weiss
Un ícono de esta urbe caribeña resurge entre ruinas polvorientas y vuelve desde un tiempo olvidado, cuando cayó acosado por la corrosión salobre del mar, el abandono y las plagas de ratas. Ahora luce de nuevo con todo el glamour que tuvo en los años cincuenta: es el famoso Sloppy Joe’s de La Habana.
Situado en la esquina de Zulueta y Ánimas, en pleno Centro Histórico de la ciudad, este bar emblemático atraía a estrellas estadunidenses como Ernest Hemingway, Frank Sinatra y Nat King Cole. Cobró fama por su larga barra de caoba como mudo testigo, por sus cocteles exóticos y sus sándwiches de carne molida. Su silueta bohemia y su atmósfera congelada en tinta sepia fue filmada en una escena de la película Our Man in Havana, basada en la novela del inglés Graham Greene.
Pero con la llegada de Fidel Castro al poder en 1959 la fiesta terminó y mandó a parar. Ordenó cerrar todos los lugares de diversión en nombre de la Revolución y echó del país a los mafiosos de Estados Unidos que la corrompían, como Lucky Luciano y Al Capone, que se habían ganado una fortuna con la prostitución y los juegos de azar.
Fidel, hijo de un terrateniente de Oriente y educado por los jesuitas, odiaba el ocio, el glamour y la anarquía de la capital. Por eso la sometía a un estricto régimen de igualitarismo socialista, lo que incluía la construcción de nuevos barrios, menos laberínticos que las estrechas calles del centro y con viviendas de concreto, tan funcionales como repetitivas y de feo diseño.
En los años noventa, en el periodo especial de escasez causada por el derrumbe de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, y después de las protestas populares contra las penurias económicas de aquellos años, Fidel hasta prohibió por decreto mudarse sin razón convincente a la capital. La Habana, la otrora legendaria y gloriosa perla del Caribe, sucumbía ante el desdén y el salitre.
Todo esto parece quedar hoy en el pasado. Bajo la batuta de su hermano menor, Raúl, secundado por un enorme grupo de militares bien formados en administración de empresas y por consultores extranjeros, el esplendor se asoma de nuevo, tímidamente, en las calles de La Habana. Pero vuelve. Al ritmo de las reformas económicas y un plan estratégico de desarrollo, reaparecen los autos de lujo que opacan a las reliquias de los años cincuenta: los Audi, los Mercedes Benz y hasta una llamativa Hummer anaranjada, circula con placas particulares en las calles de la remodelada capital que busca retomar su lugar como la mayor y más cautivante metrópolis del Caribe.
El frenesí por el consumo y la transformación es palpable por todos lados: en La Habana Vieja, donde se restauraron en los últimos 15 años cientos de casas coloniales, ahora se han convertido en bulliciosos cafés de moda, glamurosos hoteles de cinco estrellas y exclusivas boutiques que venden marcas globales como Adidas, Chanel, Cartier y Ray Ban.
Pero lo más sorprendente no es el regreso del lujo, sino que haya cada vez más cubanos que se lo pueden permitir, que hasta en el último desfile del Primero de Mayo ostentaran gorras, prendas y relojes de marca y que puedan vacacionar en playas de Varadero y Guardalavaca. “El año pasado vendí 53 mil dólares en paquetes, solo a cubanos”, me dice la empleada de una agencia turística del Estado. “El Audi es el nuevo símbolo de estatus”, comenta el escritor Hugo Luis Sánchez, mientras esquiva piedras y escombros en los callejones del Centro donde trabajadores están metiendo los cables de luz bajo tierra y colocando antiguos faroles que iluminan las calles con una luz cálida y sensual. Cuando terminen, el centro colonial de La Habana ganará sin duda en belleza a su gran rival histórica, Cartagena de Indias, en la orilla caribe de Colombia.
Los autos de lujo en general son importados por artistas famosos o gerentes de empresas transnacionales, pero no son el único signo del cambio provocado por las reformas económicas. Están surgiendo proyectos de diseño modernos y minimalistas como el café-boutique de la diseñadora cubana Jaqueline Fumero, frente a la Iglesia del Santo Ángel, con mesas y sillas transparentes, una barra llena de espejos, estantes plateados y escaparates donde se exhiben prendas coloridas. Los precios son altos: el café cuesta dos dólares o CUC como se llama la moneda convertible en Cuba, la camiseta más barata empieza en 45 CUC —más del doble del salario mensual de un empleado estatal cubano. “Se vende, y no solamente a turistas”, aclara la camarera-vendedora. Los cubanos han comenzado a consumir a la par.
A pesar de la retórica igualitaria de la revolución cubana, siempre han existido los privilegiados en la isla, entre ellos Antonio Castro, el guapo hijo de Fidel con aires de playboy, aficionado a los cigarros de tabaco fino, al vino blanco de marcas inalcanzables para muchos, y recién ganador de un concurso de golf. Un deporte considerado “elitista” por su padre, pero al que apuesta Raúl Castro para darle más vuelo y estilo internacional a la oferta turística de la isla.
Hoy por primera vez, los privilegiados criollos encuentran cómo gastar su plata en Cuba, como muchos artistas que venden afuera sus obras, sobre todo músicos como el joven reggaetonero Baby Lore o pintores fantásticos como Carlos Guzmán. Dentro de ese mundo artístico de librepensadores están naciendo además las ofertas gastronómicas más exquisitas en los últimos meses, desde que Raúl levantó restricciones como la de solo tener 12 sillas o la de solo poder emplear a familiares. El insípido sándwich estatal cubano de jamón y queso, el ancestro de la popular torta cubana de los mexicanos, está vetado en esos lugares, donde los chefs —muchos de ellos formados en exclusivos hoteles extranjeros— presentan todo tipo de tentaciones, desde cocina mediterránea pasando por platos de tortuga y ciervo, hasta la nouvelle cuisine a la cubana.
Lugares como el Chaplin’s Café en Miramar, abierto por el ex canciller Roberto Robaina, quien después de caer en desgracia se reinventó como pintor y expone allí sus cuadros abstractos en negro-blanco y rojo; o el Café Madrigal del realizador Rafael Rosales, abierto en diciembre del 2012, se convirtieron en poco tiempo en lugares favoritos de la jeunesse dorée cubana. Allí se toman unos tragos y unas tapas antes de ir a bailar en clubes íntimos como La Maison del siempre aristocrático barrio Miramar, o en casas privadas convertidas en discotecas. Para los jóvenes, la única aspiración hoy en día es obtener dinero para participar en esa movida.
“Estoy trabajando en una pizzería por las tardes para ganar dinero y poder salir de baile y comprarme ropa y celular”, me dice Raúl, un joven santiaguino de 16 años. Todos participan en ese frenesí del dinero, hasta los empleados estatales. La corrupción es rampante y consiste en robar al Estado todo lo que pueda venderse por fuera. O abrir un consultorio clandestino de cirugía estética para visitantes extranjeros. También el sector legal de los empresarios está creciendo a diario. Son personas educadas, como la ingeniera química Libia o el ex gerente azucarero Eduardo, así nomás sin apellidos, quienes ahora alquilan cuartos a turistas. O el ingeniero nuclear Francisco, reconvertido en taxista porque “de allí saco 200 CUC mensuales, mientras mi mujer como administradora pública gana 15”. O Iván, un gerente hotelero que en su tiempo libre repara y revende celulares y así se ha podido comprar un iPhone usado, su gran orgullo.
El socialismo ya no es tema de conversación para estos empresarios emergentes, hablan de negocios y de las reformas que todavía consideran necesarias —y que al decir del Primer Vicepresidente del Consejo del Estado y heredero designado, Miguel Díaz-Canel, “están por venir”. Los nuevos empresarios son alrededor de medio millón sobre una población de 11 millones y exigen reformas muy prácticas, como la libre venta de los insumos: el pescado, por ejemplo; el establecimiento de mercados mayoristas y un sistema de transporte eficiente. Del socialismo quedarán —y hay un gran consenso en la población sobre esto— un sistema de educación y salud pública en manos del Estado, aunque observadores no descartan alguna forma de sistema mixto con enclaves no cubiertos por el Estado, como por ejemplo las cirugías estéticas.
“Esta vez no hay camino atrás en la liberalización económica”, dice el sociólogo Haroldo Dilla, quien hasta los años noventa fue un destacado profesor del Centro de Estudios sobre América, donde entonces ya se discutían reformas económicas, hasta que fue disuelto por los hermanos Castro, por ser “una quinta columna del imperialismo financiado por la CIA”. Dilla y los académicos cayeron bajo el aplastante peso de un aparato burocrático-partidista, el mismo que truncó la carrera del carismático y renovador Roberto Robaina y el mismo que ahora pone trabas y frenos en el proceso de reformas donde puede. “El mayor reto va a ser la demolición de ese aparato”, cree Dilla.
Según el académico que vive en República Dominicana, el objetivo de Castro y los militares es crear una burguesía nacional, permitir la acumulación de riqueza y el crecimiento de la desigualdad bajo un régimen político autoritario, unipartidista y con el control de la información. “Dejar viajar a los disidentes como las damas de blanco o dejar bloguear a Yoani Sánchez no les hace daño y les da un aire de apertura. Pero el día que los disidentes quieran tomar la calle o exijan espacios en los medios de información, la represión les caerá encima”, afirma Dilla.
Así que el día de un sistema multipartidista parece todavía lejano. “Los cubanos tenemos malos recuerdos de los partidos que había antes de la revolución, eran corruptos e ineficientes”, esgrime Sánchez, otra razón por la cual no espera una primavera árabe en Cuba. Lo que sí parece más cercano en los cálculos de los gobernantes cubanos es el fin del embargo estadunidense. Al menos, todas las inversiones que hacen apuntan a eso. La gigante constructora brasileña Odebrecht remodela seis aeropuertos y por mil millones de dólares construye una terminal de contenedores en el puerto de Mariel, el punto más cercano a Estados Unidos y de donde en los ochenta salieron los balseros. El proyecto incluye una zona de maquila.
Al final, lo crucial para el gobierno es la captación de capitales y del know-how de los cubanos exiliados. Y a pesar de los gobiernos cubano y estadunidense han ido eliminando prohibiciones sobre los viajes y los envíos familiares y de que 400 mil cubanos emigrados visitaron la isla en 2012, los exiliados aún no pueden invertir ni comprar inmuebles. Aunque muchos lo hacen a través de familiares o prestanombres cubanos. Pero así como van las cosas, será una de las próximas restricciones a caer. Son los vientos del cambio tutelado.
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